Nota bibliográfica sobre “Morir
es una costumbre” |
JAIME
MONESTIER (1925) ejerció durante años la escribanía y se estrenó como
escritor de ficción con una novela, Ángeles apasionados (1996) que
obtuvo el primero premio en el concurso del MEC [1].
Una segunda, Amor y anarquía (2000),
recibió el Segundo Premio Nacional de Narrativa. En 2003 publicó un
libro de cuentos, Sexteto &
Tres Piezas Breves, también
distinguido con una mención. Con
Morir es una costumbre,
Monestier insiste en el género cuentístico, del que hace una cálida
defensa en el prólogo. Éste sirve como programa estético y como balance
de las motivaciones de un narrador ya avezado. Parte de la clásica
oposición entre el cuento y la novela. Reconoce en el primero una estirpe
y una fuerza primitiva que lo justifica más allá de los gustos o los
intereses del mercado: “El cuento,
que nos gusta imaginar nacido de noche como conjuro al dolor, al tedio al
miedo, nada debe a la novela”. Si la novela, de origen burgués, es
un género en el que prima la identificación del lector solitario con las
desventuras del héroe y alimenta la vivencia de emociones vicarias, el
cuento, para Monestier, es ”género selecto, confidencial, ameno y generoso”, ligado a la
oralidad, la noche, el contacto personal, lo mágico. Por eso permitiría
aflorar de modo más intenso, más concentrado, las fantasías primarias
ligadas al “peligro, la infracción, el riesgo”. En base a
estos presupuestos, el autor divide sus cuentos en dos secciones temáticas:
“la fantasía y el delito”. Los primeros – “La curación” y
“Juegos florales”- aprovechan un esquema clásico del relato fantástico,
que sirvió a Hoffman, Stoker, Poe, Maupassant y Quiroga, entre tantos: el
recurso del narrador escéptico que se enfrenta a lo misterioso
inexplicable. Puesto que, como afirmara Louis Vax, “las
literatura fantástica es hija de la incredulidad”, el efecto que
intranquiliza se ve reforzado por un punto de vista racionalista. Para el
caso, se exploran los efectos de plantas alucinógenas, pero sus
consecuencias van más allá del trance místico e interpelan cualquier
explicación científica de la realidad. “Cuento con lobo” retoma explícitamente
el mito del lobisón y repasa su genealogía. En un rubro en el que la
novedad resulta difícil, Monestier sale airoso gracias a las alusiones y
los silencios. Hay
en estos relatos fantásticos apelaciones a la fidelidad a un realismo
que, sin embargo, resulta despedazado. En “Casa de piedra”, una isla
avanza sobre la costa, cobrando forma de animal prehistórico; las
explicaciones no faltan –“algunos
decían que era por causa de la bajante, una mera ilusión que desaparecería
con la luna nueva”-, pero tampoco alcanzan: “nadie lo creía”. Un personaje de otro cuento afirma: “la
carencia de sentido es admisible sólo como fruto accidental del error;
por eso me empeñé en ubicar la costura que ligara aquellos hechos
comprobables –pero sin relación lógica”. El narrador hace, en
realidad, exactamente lo contrario. Le da un orden narrativo a hechos
incomprobables, abre una brecha en el sentido disponiendo las acciones de
tal modo que no puedan admitirse como fruto accidental del error.
Fiel a la tradición que elige, busca el desasosiego. La primera
parte se cierra con “Versión apócrifa de “Hombre de la esquina
rosada”, que aprovecha algunos datos del otro cuento” en que Borges
amplía la anécdota, “Historia de Rosendo Juárez”, para desarrollar
un juego de espejos y un cruce de identidades entre muerto y matador,
hasta confundirlos. En la segunda parte de Morir
es una costumbre –el título también es un homenaje a Borges, como
algunas marcas del estilo – “El antojado” dialoga igualmente con
“Hombre de la esquina rosada”. Referencias: [1] No obtuvo el primer premio, sino Mención. |
Ma. de los Ángeles González.
Publicado en El País Cultural
25 de enero de 2008 No.951
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