Mercado mitológico
Ricardo Goldaracena

Ha cumplido 135 años, edad bastante avanzada y respetable, y se le ve tan lozano como si hubiera sido fundado ayer. Estoy hablando del viejo Mercado del Puerto, que, enclavado en el corazón de la zona portuaria de Montevideo, es toda una tradición de esta ciudad. Me toca muy de cerca el Mercado, pues mi padre, y antes mi abuelo y mi bisabuela, habían sido accionistas de la sociedad por acciones que lo explotaba, y oportunamente yo heredé alguna cuota que luego vendí (mejor dicho: malvendí) en algún pésimo negocio del que no quiero acordarme, hace ya muchos años.

Por eso este Mercado, hoy templo de la gastronomía y el folclore, es para mí un recuerdo entrañable. Me volví a topar con él hace poco, revisando viejos mapas de la ciudad, ejercicio tan saludable como visitar museos o leer escrituras antiguas. En esos planos pude comprobar que en la ribera de la península de la Ciudad Vieja, sobre la bahía, entre la Punta de San José (donde ahora está el Club Neptuno) y el Apostadero Naval (cuyos restos asoman en Zabala y Cerrito, a los fondos del Banco de la República) se hallaba el Baño de los Padres, primer balneario montevideano en el Puerto mismo.

En esta pequeña playita tomaban sus baños de mar los frailes del convento de San Francisco, y la anécdota fue recogida en su Montevideo Antiguo por Isidoro De María. Explicaba don Isidoro que un paredón levantado allí sobre la costa, ocultaba de los transeúntes curiosos a los bañistas que, en verano, se zambullían en las frescas aguas de la bahía, en ropas de Adán. Esta tradición del traje de Adán vestido por los curas y los usuarios laicos del lugar, fue puesta en duda por algún cronista posterior. Pero que allí, donde ahora se levanta el edificio de la Aduana, era el Baño de los Padres, está fuera de discusión. La minúscula luna de arena desapareció definitivamente, rellenada por las obras del Puerto, y hoy se alza sobre ella un edificio clásico de la ciudad, el último que se le construyó a la Aduana, en la década de los años '20 del siglo XX, obra del arquitecto Jorge Herrán.

Pues bien, frente al antiguo Baño (ahora frente a la Aduana), en la manzana ganada a la costa sobre Pérez Castellano, entre Piedras y 25 de Agosto, se levanta desde 1868 el Mercado del Puerto, nombre y leyenda del viejo Montevideo. Leyenda simpática e inocente que, quienes ya hemos pasado el medio siglo de edad, conocemos por tradiciones y narraciones oídas de labios de nuestros padres y del entorno social.

Contaba una difundida fábula que la magnífica estructura de hierro que sirve de soporte y techo al Mercado, había sido fabricada en Europa para una estación de ferrocarriles y el naufragio, frente a nuestras costas, del buque que la traía a Sud América, habría permitido a la sociedad que proyectaba la obra, adquirir el magnífico techo por un precio de pichincha. Mi padre siempre negó la veracidad de esa tradición popular, que también negaba el suyo, y por mi parte pude luego corroborar la verdad histórica en la literatura sobre la evolución arquitectónica vernácula.

Lo que sucedió fue que, en 1868, la estructura del Mercado del Puerto resultaba modernísima para esta capital, y los montevideanos de ese tiempo no podían entenderla. Únicamente presumían que un edificio de tales características sólo podía corresponder a una gran estación de trenes. En su interesante libro sobre la Ciudad Vieja, mi estimada amiga la Prof. Martha Canessa de Sanguinetti, ha explicado prolijamente el origen de la confusión que dio lugar a la fantasiosa historia, poniendo de relieve que lo que mostraba el Mercado a los cándidos montevideanos de aquel tiempo, no era otra cosa que la entonces modernísima aplicación de las estructuras de hierro a la arquitectura. Era la arquitectura de ingenieros que se desarrolló en Europa a partir de la industrialización del hierro, desde 1750 en adelante, fundido primero, forjado después y por último convertido en acero. La arquitectura del hierro era aplicada a mediados del siglo XIX exclusivamente a obras de carácter utilitario, tales como escaleras, puentes, fábricas, estaciones ferroviarias, mercados, etc. La consagración definitiva de la estructura metálica moderna, la produjo en 1889 Gustavo Eifíel, al levantar en París, para la exposición internacional de ese año, la emblemática torre que lleva su nombre.

En la todavía modesta ciudad de Montevideo, se había formado en 1865 la Compañía del Mercado del Puerto con un capital de 309.000 pesos distribuido en acciones de 500 pesos cada una. Esa sociedad, presidida por un residente español, el famoso plutócrata don Pedro Sáenz de Zumarán, adquirió un área de terreno de 4.736 varas (equivalente a unos 3.500 metros cuadrados), frente al Baño de los Padres, posición excepcional y privilegiada para aprovisionar a los barcos surtos en el puerto. Don Pedro Zumarán, a quien alguna vez llamé "Don Pedro el Magnífico", famoso por los bailes, saraos y tertulias que tenían lugar en su lujosa casa de Zabala y Sarandi (donde ahora está la Cooperativa Bancaria), había nacido en La

Rioja, en la península Ibérica, en 1808, y murió en nuestra ciudad en 1884. Progresista hombre de empresa, fue también uno de los fundadores del Banco Comercial (cuya presidencia ejerció entre 1865 y 1870, en momentos de grave crisis financiera nacional e internacional). Y de la Sociedad de Cambios; y de la Sociedad Agrícola del Rosario, fundadora de la Colonia Valdense; y de muchos otros

emprendimientos. Una calle del barrio de Maroñas, cuarta paralela al Sudeste del camino a Maldonado, recuerda el nombre de este esforzado hombre de negocios.

La fabricación metálica, encargada especialmente desde la primera hora para el Mercado, fue realizada en Liverpool, Inglaterra. Allí se la embarcó con destino a Montevideo, y se trajo de Europa a un ingeniero y a una escuadra de oficiales herreros para que la armaran. Los trabajos estuvieron prontos en tres años y el 10 de octubre de 1868 se procedió, con toda la solemnidad del caso, a la inauguración oficial. Abundaron los discursos ese día. Abrió el fuego el presidente de la República, Gral. Lorenzo Batlle, a quien respondió Zumarán. Ambos pusieron por los cuernos de la luna la modernidad y funcionalidad del edificio, su contribución al progreso del comercio, y las posibilidades que se abrían para la modernización del país. Luego hubo lunch y sociabilidad.

Hoy en día, el mercado que fue pensado por sus fundadores para el embarque de frutos del país con destino al exterior, se ha transformado en un centro de peregrinación gastronómica y degustación de bebidas. Y uno de los más típicos de la ciudad, con sus propias exclusividades: el medio y medio de vino blanco (seco y dulce), las bien surtidas parrillas criollas, los restoranes de cocina internacional, todo al son de guitarras, tamboriles y cadenciosos bailes de mamas viejas y escoberos.

Los tiempos cambiaron. El Mercado del Puerto no era para eso cuando lo inauguraron con un discurso del general Batlle. Pero sí lo es ahora, en el siglo XXI. El único rasgo común que mantiene con su propia historia es que sigue siendo, como al principio, una sociedad privada por acciones, de la que nunca terminaré de perdonarme estar ausente. Pero más allá de sus detalles empresariales y mis desdichas personales, el Mercado del Puerto integra, sin duda alguna, la mejor mitología popular capitalina y es una de sus referencias más características. ¿Qué montevideano no lo ha visitado alguna vez? ¿Y quién que haya ido, aunque sea una vez, no quiere volver?

Ricardo Goldaracena
Montevideo es así - Historia de sus calles

Editado por el editor de Letras Uruguay

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