Margarita en paz |
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Un
telegrama de cinco palabras me enteró de la negativa de Margarita Xirgú
a ser entrevistada: "Xirgú rechaza entrevista". Nada más. Ni
"se siente enferma, cansada" o "por ahora no, dice que tal
vez más tarde, dentro de un tiempo" o "dice que se siente feliz
porque todos recuerdan sus sesenta años de teatro" o "triste
porque preferiría que nadie los hubiera recordado". Nada. Solo
"No quiere entrevistas". Una frase definitiva, sin reverso y sin
sustancia. El diálogo terminaba allí. Tal vez si hubiera dicho: "No
quiere entrevistas porque no cree en reportajes", ¿qué otra salida
me hubiera quedado que la de abrir mi corazón y responder: "Yo
tampoco, Margarita, creo en reportajes?." Pero el telegrama no decía
más que "No quiere entrevistas"; por eso, con insolencia, con
esperanza, con un sentimiento de culpa (que la práctica no consigue
arrancarme) y con el rostro de la simpatía, ese que suelen inventar los
noteros, incluso para abordar a aquellos que están de antemano dispuestos
a la entrega, golpeé suavemente a la puerta de su casa en Punta Ballena.
Y mientras esperaba iba reconociendo, de cerca, y viendo la espalda de
esos árboles que, desde la carretera, había visto crecer a través de
cinco años. Cedros dorados, álamos, acacias, que ahora, casi adultos,
ocultaban la casa, de los autos que a esa altura del camino pasaban
siempre a cien o ciento veinte. No obtuve respuesta y, de nuevo,
suavemente, insistí. Dos, tres veces. Tras las grandes paredes de vidrio
veía el living solitario, con las esteras del verano y la chimenea de los
largos inviernos. Con la mesa, donde alguna vez, de madrugada, vi a
Margarita y su marido, dentro de un cono de luz, jugando a las cartas, en
una escena, como de cine mudo, que pensé podría llamar "Paz en
Nuestra Tierra del Exilio".
Empecé,
estoy segura, a perder "la cara de simpatía para reportear a
alguien" en favor de la mía propia. Era tal vez la obra del sol del
mediodía, del olor de los pinos y del gran silencio. Un silencio dichoso
de verano. Tanteé el pestillo; la casa estaba abierta. Los que allí vivían
no podían haber ido muy lejos. Volví a golpear y segura, por fin, de
estar sola, comencé a recorrer con curiosidad minuciosa ese jardín del
que sólo conocía la fachada. Los macizos de flores, los escalones de
piedra, las enredaderas. Todo envolviendo la casa, enclaustrándola,
protegiéndola de las arenas, que en ese lugar avanzan sin permiso, y de
los ojos humanos, que en cualquier parte del mundo, buscan devorar a sus
ídolos. |
Subía
y bajaba las pequeñas ondulaciones cubiertas de césped, tranquila de mi
soledad, cuando de pronto la vi. Extendida sobre un largo perezoso de
lona; cubierta hasta el pecho con una manta india, miraba hacia arriba. A
diez metros de mí, balanceaba dulcemente la cabeza, creo que buscando los
pedazos de cielo que se colaban entre las ramas verde plateado de los álamos.
Me
detuve y esperé, muda, inmóvil, sin sonrisa, esperé. Al cabo de un
largo minuto me vió.
-
¿Quién es usted? preguntó.
(Era
su voz, la misma que total, absoluta, indoblegablemente estaba ubicada
entre todas las cosas que formaban mi vida. La misma que un día llegó y
se extendió por el Plata, como el milagro de un Dios en el que, en esa época
de El Campesino y Modesto, ya pocos creíamos).
La
respuesta era complicada; imposible gritarla de tan lejos. Empecé a
acercarme con bastante más cortedad de la que hubiera deseado y, por
supuesto, con mi propia cara y no la de los reportajes.
-
Soy... la recuerdo...
-
Quítese usted las gafas.
Me
saqué los lentes negros.
-
Perdóneme, yo no la conozco o no la recuerdo...
-
No me conoce. Soy de MARCHA. Yo sí, por supuesto la conozco y la recuerdo
bien... Doña Rosita, Yerma, Bodas de sangre...
Margarita
sonríe. - ¿Qué me quieren? se lo he dicho a su enviado; no tengo nada
que decir. Mi futuro ya no importa a nadie. No tengo proyectos. El teatro
es el pasado. Lo que podía dar lo dí, incluso eso ya es tiempo de que se
olvide.
-
Sus alumnos... Todo nuestro teatro...
-
Créame, no quiero hablar, sólo vivir en paz. Me excita. Remover los
recuerdos me desvela. En definitiva, me hace daño. ¿Qué puedo ya decir
de mí?
-
Usted sabe bien que mucho.
-
Diga usted lo que vio. Cómo me vio. Así, acostada, bajo los árboles.
-
Feliz...
- En paz. |
María Ester Gilio
Protagonistas y sobrevivientes (1969)
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