Sensibilidad súper exagerada
cuento de L. S. Garini

¿Por qué tenía que moverse en ese mundo tan lleno de muertes y de cosas desagradables? Para comer era necesario matar, y para vestirse, también era necesario sacrificar animales, y aún personas. Las personas que trabajan en las fábricas para que él pudiera vestirse, y que se enfermaban después de un tiempo de trabajo, y se morían, y, era él, el culpable de esas muertes, y de esas enfermedades. Tendría que enviar algunas cartas pidiéndoles disculpas.

No sabía de qué vaca era el cuero con el que estaban hechos sus zapatos, o de qué caballo, o de qué ternero. Ese animal había sido muerto, y después despojado de la piel que lo cubría y que lo había acompañado desde que naciera. Y él había estado moviéndose muy tranquilo, hasta indiferente, con esos despojos en los pies. Tendría que haber caminado descalzo. En adelante, lo haría. ¿Y la lana de los trajes? ¡Pobres ovejas! Trataría de vestirse con otros materiales, o no se vestiría. ¡Qué triste resultaba todo eso!

No pudo beber un vaso de leche, no bebería leche. Vio al pequeño hijo de la vaca dando vueltas alrededor de la madre, sin poder extraer una sola gota de alimento. Tampoco pudo comer manteca. No alcanzó a untar el trozo de pan que tenía en la mano. Ni pudo comer un pedazo de queso. Al día siguiente, no pudo comer dos huevos, ni siquiera uno, o medio. Las pobres gallinas, y aún, el gallo, podrían quedar sin herederos, o sin descendencia. La carne de cualquier animal, también integró la línea de las cosas que no se debían comer, y varios otros alimentos.

Se produjeron otros hechos que lo afligieron, o lo entristecieron aún más. El animal aquel, un gato, había aparecido con un pájaro en la boca. Trató de salvar al pájaro, y había golpeado al gato con un palo. El pájaro ya estaba muerto, pero el gato quedó en un rincón, tal vez herido. Tuvo qué ocuparse del gato. No había conseguido nada; el pájaro muerto, y el gato herido —y él, más triste, y más disgustado todavía—. No terminaban los motivos para estar triste y disgustado, y también afligido. Allí estaba el animal, aplastado, muerto, con sus partes interiores al descubierto. Se puso a llorar sobre el cuerpo de la ex-cucaracha. (Lo que había sido una "bonita" cucaracha, reluciente, ágil, etc., etc.; que se había movido con movimientos ágiles, y reluciendo con sus alas brillantes, y sus patas nerviosas) y, era él, el que había colocado esos polvos aromáticos en los muebles, y que habían resultado mortíferos para el pequeño animal. Continuó llorando toda la tarde, y después se metió en la cama para volver a llorar. Había muerto a aquel pobre insecto, que tal vez tenía esposa, hijos (y hasta también una madre y un padre, y, ¿por qué no? abuelos) que ya no lo verían más. Y era él, el autor de esa muerte. Continuaría llorando, metido en la cama. No se levantaría más.

Con cualquier movimiento que hiciera podría estropear o matar a alguien. Retiró las mantas, no debía abrigarse con ellas. Estaban hechas con lana, y era de las pobres ovejas que habían quedado sin su abrigo natural. Se quitó sus ropas de dormir, que seguramente también estaban fabricadas con fibras de animales o de plantas, y, desnudo sobre el piso de la habitación, volvió a llorar, por quinta, sexta, séptima, octava o novena vez en esos días.

cuento de L. S. Garini
Equilibrio y otros desequilibrios
Ediciones Géminis - Colección narradores de hoy 
Montevideo - junio 1979

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