La vida mala
cuento de L. S. Garini

Se movía desorientado por entre los árboles que rodeaban la casa, cerrada y sin habitantes. Ya hacía varios días, o muchas horas —no podía, o no sabía medir el tiempo— que no comía. Unos trozos de carne descom­puesta era todo lo que tenía a su disposición, y ni eso era una cantidad apreciable.

 

Tendría que buscar otra casa. Pero, ¿qué casa elegiría? Estaba indeciso. Una granja grande, con muchos edificios, le pareció la más indicada. Dio unos cuantos pasos —todavía ágiles— y se encaminó en esa dirección. Desde una cocina, o algo semejante a una cocina, llegaba hasta él, un olor agradable, o más que agradable.

 

Entró en la habitación, amplia, llena de muebles y de viandas, y se disponía a comer un trozo de algo apetitoso, cuando apareció una forma voluminosa —mujer, hombre— no pudo saberlo, y le dio un golpe con un objeto pesado. Pudo huir antes de recibir el segundo golpe. Allí indudablemente, no había un sitio para él.

 

Regresó a su casa, o ex - casa, y comenzó a recorrer de nuevo los patios vacíos, y el parque. Estuvo bastante tiempo metido entre unas plantas para resguardarse del viento que se hacía cada vez más fuerte. ¿A dónde iría? Ya nadie se interesaba en el funcionamiento correcto de sus pequeños órganos. Su estómago, sus intestinos, su corazón, etc., no tenían ya a su alcance los "elementos" necesarios para continuar funcionando. Y había, tenía que haber elementos en la región; pero nadie se los proporcionaba.

 

Por el camino próximo se movían seres que podían habérselos proporcionado, pero pasaban sin reparar en él.

 

El frío se hacía cada vez más acusado. Tenía que moverse, abandonar la casa, y también el lugar. Caminaría en otra dirección. No podía quedarse allí; se debilitaría cada vez más, y ya no tendría fuerzas para moverse.

 

Atravesó unos terrenos sin árboles, que le pareció no terminaban nunca, y se internó en un bosque, o lo que tal vez fuera un bosque. Tuvo que descansar. Podía haber cazado algún animal, y comerlo. Entre las ramas de los árboles se movían pájaros, pero no habría sabido cazarlos. Nadie le había enseñado a hacerlo en el momento oportuno, y tampoco había tenido necesidad de cazar; su comida estaba siempre pronta, y ahora era tarde pa­ra empezar.

 

Cuando salió del bosque, vio una casa baja, y se aproximó. Una puerta estaba abierta. Entró con cuidado; no quería que se repitiera lo de la otra casa. No se veía a nadie. En una habitación pequeña, una cocina tal vez, pudo comer algo que había en un plato viejo. No comió mucho; tendría que ir comiendo un poco cada vez. Su estómago no resistiría muchos alimentos juntos, seguramente. Pudo dormir en un rincón, encima de unos trapos, o restos de bolsas. Cuando estuvo despierto, vio que algunas personas se movían cerca de él. No recibió caricias, ni ese día, ni en los días siguientes, pero siempre pudo comer algo.

 

Una noche le hicieron salir de la casa, y tuvo que dormir afuera, o dar vueltas hasta conseguir un sitio donde echarse.

 

Esperó todavía alguna muestra de cariño, pero la "muestra de cariño" no apareció. No conseguía salir de su condición de intruso. Sus ensayos para agradar no tenían éxito. Un puntapié, o un grito, era todo lo que recibía.

 

Por las noches, muy frías, y ya tarde, lo obligaban a dejar el montón de trapos —su lecho improvisado, pero caliente— y tenía que permanecer afuera, soportando una temperatura muy baja. El cambio era violento, y su organismo se resentía.

 

Comenzó a sentirse mal; estaba enfermo indudablemente, y casi no comía. Ya no le permitían estar dentro de la casa durante el día, y tampoco en los alrededores. Lo perseguían, y tenía que andar escondiéndose. Fue expulsado del último escondrijo que había encontrado debajo de unas plantas, o arbustos de follaje espeso.

 

Se arrastró casi —ya no se movía bien— hasta el lugar donde estaba un vehículo, o lo que había sido un vehículo; los restos de un armatoste. Esperaba que allí no lo molestarían. Pero, ese día realizaban una limpieza general, y llegaron hasta el lugar con sus útiles. Fue sacado a golpes, y tuvo que utilizar las últimas fuerzas que le quedaban, para huir. Consiguió meterse entre unos arbustos junto al límite de dos "propiedades", y pudo echarse.

 

Estuvo echado allí, y consiguió apoyar la cabeza sobre un montón de hojas; lo único blando en aquel sitio. Lo que había estado esperando todo ese último tiempo, llegó, y pudo darse cuenta de que la vida mala había terminado.

cuento de L. S. Garini
Una forma de la desventura
Editorial Alfa 
Montevideo - Noviembre de 1963

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