La mirada
cuento de L. S. Garini

La entrada en la casa, y el recibimiento, no fueron lo que él esperaba. No estaban allí la madre, ni tampoco el padre. La madre, mamá, tendría que haber estado.

Se ubicaron, o los alojaron en una habitación al fondo del edificio; una ex-pieza para las personas del servicio.

Ya era casi el momento de la comida de la noche. Cuando estuvieron en la mesa, notó que la madre lo miraba. Era una mirada especial, más bien dura, o tal vez casi agresiva. Pero, no podía ser agresiva. Era la mirada de mamá.

Apareció el primer plato. El tenía hambre, la gran hambre, y necesitaba comer. Alguien le había dicho, no recordaba quién, ni cuándo, que él no tenía principios, y aun que carecía del sentido del orgullo, etc.

Cuando aparecían las fuentes con las comidas apetitosas, con su cierto tufillo especial, olvidaba esas palabras, y comía, y volvía a comer. Su estómago era, indudablemente, el que dirigía su manera de proceder.

El plato especial de los días de la infancia y de siempre, había hecho su aparición, y estaba ansioso por comerlo. Sus glándulas salivales funcionaban mejor que nunca, y su estomago también. Recuperaría, de ese modo, los kilogramos perdidos. Antes de salir de la casa de sus padres, era casi gordo, o gordito. (Había regresado bastante flaco, y con su mujer, pero sin niños).

En los días siguientes, comió casi todos los platos de otras épocas. Todo hubiese estado bien, pero la mirada de la madre lo molestaba: sobre todo cuando llevaba los anteojos. La mirada aparecía por encima del borde o límite superior de los cristales, y no se sabía si los aros metálicos le daban un brillo particular a los ojos, o si los ojos eran los que le daban ese brillo a los aros.

Era una mirada fija, firme, que se detenía sobre la cara de él, y él no podía sostenerla. Bajaba los ojos y miraba el mantel, o los platos, o cualquier otra cosa. La mirada de las noches, era indudablemente, la más agresiva, o destructora.

Los ojos de la mujer se detenían con mayor fijeza a esa hora, que en la comida del mediodía. Tal vez la luz artificial, aumentaba ese efecto de fijeza extremada, o a esa hora la mujer se hallaba con todas sus fuerzas para agredirlo. Parecía que lo único que estaba destinado a él, en aquella mesa, era esa mirada.

No intervenía en ningún momento en las conversaciones. Los platos, con sus contenidos, eran colocados frente a él, y después ya no existía en aquel local, o recinto.

Su mujer ha sido colocada en un extremo, casi apartada en la mesa, muy amplia, y él ha quedado en el medio de una línea de conversación.

Las palabras del padre, y las del hermano, y las de la mujer del hermano, van y vienen, y él permanece aislado.

Una noche en la que se da una comida, son obligados a comer antes que los invitados, y después permanecen en las dependencias del personal de servicio, o se meten en su habitación. No es conveniente que integren el núcleo de invitados.

Tratará de hacer algo, para rehacer su vida en aquella casa, afirmarse allí de nuevo, tomar puntos de apoyo.

Está recorriendo la casa, y ese recorrido por todos los rincones —los rincones amados o queridos— le parece necesario. Los sitios agradables, los muebles, las alfombras, algunos cuadros, le traen buenos recuerdos. Se mueve con lentitud por los pasillos, y por las habitaciones que están abiertas, y coloca la mano sobre una silla, o sobre una cama.

Pero, le ha parecido que los otros integrantes del grupo familiar evitan encontrarse con él. ¿Sucedería eso por sus ropas muy usadas y hasta con algunas manchas muy visibles? Tal vez se sentían molestos con su presencia. Tal vez él desentonaba en aquel conjunto armonioso de los habitantes de siempre.

Se detiene un momento en algún lugar especial. Allí había sido feliz, y en otro sitio había sido acariciado, etc. y, esperaba caricias de nuevo, o por lo menos, palabras cariñosas. La madre tendría que dirigirle palabras cariñosas; eso era muy importante.

Al pasar junto a una puerta apenas entreabierta, oye algunas palabras y su nombre. Se detiene. Las palabras que oye, no pueden ser de su madre, pero son de ella.

Se retira con rapidez, y se mete en su habitación. Cuando consigue salir de su estado, o reaccionar, se dirige al jardín y se pone a caminar. Tendría que haber entrado en esa habitación y decirle: mamá, mamá, ¿cómo puedes decir esas palabras?, o, madre, soy su hijo, o, ¿se ha olvidado que soy su hijo? Habría deseado colocar en seguida su mano en esa boca, para impedir que continuara hablando.

Había estado esperando un contacto más directo con esa persona que era su madre, y sólo conseguía esas palabras, y, hasta tal vez, esperaba el regreso a la cavidad, o bolsa materna. Una manera de cobijarse en aquel hueco o refugio, donde había estado un tiempo.

Pero, de golpe, la persona dueña de esa cavidad, o hueco, pronunciaba palabras que lo hacían ir muy lejos.

Le hubiese gustado estar en la falda de esa mujer, arrullado, o algo semejante, aun a pesar de su cuerpo bastante largo.

Tal vez le hubiese dicho: tengo frío mamá, me han corrido desde el exterior, y quiero que me abrigues y que me protejas. Hubiese deseado estar bien metido dentro de ella y no pensar en nada, ni hacer nada por sí mismo, y dejar que ella se ocupara de todo, como cuando era niño.

La mujer no lo recibiría en su falda, ni en su interior; más bien lo dejaría caer. Allí no había sitio para él.

¿Por qué, mamá, procedes de ese modo? Ya no eres la mamá de antes. ¿Cuándo había desaparecido, y cuándo había sido reemplazada por esa mujer de ahora? ¿Por qué le decía eso, al niño que él había sido —su niño— y que tal vez era todavía?

Algo se había descompuesto o se había deshecho dentro de él; algo que lo había estado sosteniendo hasta ese momento.

Aquello no tenía arreglo, o enmienda. Cualquier otra persona podía haber dicho esas palabras, y a él no le hubiese importado —ya había oído muchas expresiones duras— pero, mamá, ¡su mamá'

Y no eran los platos apetitosos lo que le importaba, no; era otra cosa. Eran esos platos, pero comidos en esa mesa, y cerca de "ella", o casi junto, o pegado a ella.

Ya los alimentos no pasaban bien por su garganta. Se detenían un momento, y después tenía que hacer un esfuerzo para terminar de tragarlos, o para que continuaran su curso acostumbrado.

Apenas podía estar sentado junto a los demás, en la mesa. No podía, o no podían, él, y su mujer, continuar en la casa.

Tendrían que irse al día siguiente, o tal vez ese mismo día. Tendrían que salir de nuevo al exterior.

Su mujer, o la cosa con hambre, que era su mujer, comía sin reparar en nada. No apartaba los ojos de los platos, y se movía en un mundo aparte. Pero, tendrían que irse.

cuento de L. S. Garini
Una forma de la desventura
Editorial Alfa 
Montevideo - Noviembre de 1963

Ver, además:

                      L. S. Garini en Letras Uruguay                                              

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