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Una anécdota de Zorrilla de San Martín
Valentín García Saiz

 

Cuando el temporal de julio de 1923, vivía yo en Punta Carreta, en la mansión del Dr. Zorrilla de San Martín, en compañía de sus hijos Ignacio y Paco.

 

Todas las costas de Montevideo habían sentido el azote y la potencialidad de este Plata nuestro, tan bello, tan armonioso y tan bravo!... Sólo allí, en Punta Carreta -Punta Brava, mejor dicho- el mar, como enloquecido, supo dominar sus instintos de fiera ante la mirada cálida y serena -mitad alma de gaviota- de la blanca torre almenada, donde nuestro eximio vate escribiera las inmortales páginas de su "Epopeya de Artigas".

 

Toda la noche habíamos estado oyendo el rugido del mar. Las aguas habían invadido la rambla y algunas oleadas salpicaban el cerco del tejido de alambre que tenía la casona entonces.

 

Al otro día, por la mañana, muy temprano, la primera visita que tuvimos, fue la del poeta.

 

Al recibirlo, díjome algo consternado:

 

-Vengo a ver cómo están mis árboles, mis plantitas, mi casa...

 

Después de dar una recorrida por todos los rincones de su mansión, detúvose frente al portoncito de hierro que daba a la rambla, y desde allí veíase en toda su magnificencia, el hinchado lomo del mar. Largo tiempo estuvo contemplándolo y escuchando su oratoria profunda, pues aún conservaba algo de su terrible lenguaje.

 

Las aguas, de un subido color de amatista, parecían dominar con soberbia todos los horizontes.

 

Una bandada de gaviotas planeaban sus vuelos sobre nuestras cabezas.

 

Aquellas aves cenicientas, en medio de su algarabía áspera, parecían disputarse, entre un chocar de alas, el honor de recibir al sublime cantor de aquel indio de ojos azules: "Tabaré".

 

De pronto, el poeta extendiendo ambos brazos, como si se aprestara a recibir a alguien, díjome:

 

-¡Mira el regalo que me ha hecho el mar!

 

Confieso mi turbación en ese momento, pues sin ninguna alusión anterior, no podía darme cuenta exacta del significado de sus palabras. Además, esa mañana, él había estado callado, tan apenado por algunos arbustos torcidos por el viento, había llegado tan taciturno!...
Nuevamente me habló:

 

-Allí... ¿no ves allí, a la puerta, aquél ombú, con sus brazos extendidos hacia mí, como si estuviera pidiéndome hospitalidad? Ven, vamos a darle albergue; vamos a darle un pedacito de tierra. ¡Son tan buenos los ombúes...!

 

Y dirigiéndose al portoncito que daba a la rambla, franqueamos la salida para luego arrastrar juntos aquel pequeño ombú de aspecto miserable y sin hojas, arrancado de raíces de no sé dónde y que las aguas durante la noche pusieron frente a aquella casa hospitalaria.
¡Son tan buenos los ombúes!... -repetía él de tiempo en tiempo-. Luego díjome: -Tráeme un pico y una pala. Vamos a plantarlo ahora mismo.

 

No tardé mucho en presentarme con lo solicitado. Allí en esa casa, esas herramientas sobran, las hay de todas clases, formas y tamaños. Aquellas tierras, blandas y algo arenosas en sus primeras capas, se tornan de pronto duras, llenas de tosquedades.
El quiso comenzar la tarea de plantar aquel ombú.

 

Yo le dije, entonces, que tenía demasiados ombúes, que cuando ese árbol creciera, no permitiría ver el rostro de cuajada de su casita.

 

Y él me contestó:

 

-No importa. Esos árboles, serán los guardias celosos de mi casa. ¿Qué hubiera sido de esta mi casita con este temporal, si yo no hubiera plantado todos estos árboles?

 

Después de estas palabras, guardé silencio; y juntos, fuimos cavando un hoyo grande.

 

-El ombú, es el árbol más bueno, más humilde. Es un árbol símbolo, - me dijo repetidas veces.

 

Al arrojar las primeras paladas de tierra sobre aquellas raíces, yo, casi impensadamente y con una profunda emoción, empecé a cantar la primera estrofa del himno al árbol, de cuya letra él es autor y que de niño aprendí en las escuelas de Melo:

 

Plantemos nuestros árboles,
La tierra nos convida;
Plantando cantaremos
Los himnos de la vida.


Y como yo no pudiera continuarlo por tenerlo olvidado, él, con aquella ternura y bondad infinitas, con aquella grandeza y generosidad de su alma, llevando el compás con su mano, me cantó todo el resto de ese himno que cantan en todas las escuelas de mi patria.

Valentín García Saiz
"Pilchas" Cuentos de campo y ciudad. Editado en 1946

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