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Febrero, 1904
del libro "El Pueblo de los Pocitos"

Guillermo García Moyano

Mi padre llegó una noche y anunció: "Vengo de firmar el contrato. Ahora ya no hay manera de echarse atrás. Nos mudamos a Los Pocitos, y muy pronto, el domingo. Ya está comprometido Cancela y toda la pandilla de la Aduana. Así que, a aprontarse..

A pesar de que era cosa prevista, y en el fondo deseada, la noticia produjo sensación. Nos íbamos a vivir a Los Pocitos, por todo el año, y ahora que el verano ya casi se terminaba! Mi madre, como único comentario, dijo: "Yo estoy conforme, pero es una aventura".

Llegó el domingo, día de la mudanza. Con mis siete años, que desbordaban de curiosidad, esperaba sentado en el escalón de la puerta de calle, la llegada de los carros. ¡Adiós Salto Nº 20, adiós callejón del Molino!

Me había levantado muy temprano y yo mismo había abierto la puerta de calle. En el callejón lleno de pozos, -no regía allí ni domingo ni feriado-, empezaba el trabajo con las carretillas que llegaban con bolsas grandes de trigo y salían con otras más chicas y muy blancas, de harina. El callejón y el viejo molino quedaban frente mismo a mi casa. Era una callecita de sólo una cuadra sin pavimentar, flanqueada a la derecha, a todo lo largo, por el edificio antiguo del molino. Un fuerte viento traía, como tantas veces, con la polvareda de los carros, un olor agradable a trigo molido. a harina fresca.

Casi todos los hombres del molino eran españoles. Desde lejos los veíamos en el trabajo, enharinados de la cabeza a los pies, blanqueando sus trajes de pana, traídos desde su tierra; las enormes bolsas al hombro. Aquellos trajes de pana iban a ser para mí, durante años, trajes de molinero. ¡Cómo soñaba con tener un traje de pana!

Cuando llegaron las dos carretillas sufrí una desilusión, pues no eran los carros grandes de mudanza, de cuatro ruedas, como los que veíamos parados, en la Plaza de Artola. Eran sólo carretillas muy grandes, -más altas y grandes que las del molino-, también con sus tres mulas. Porque eran las carretillas de la Aduana, con los pandilleros del gallego Cancela, que trabajaban a diario con mi padre en el acarreo de cajones y fardos para el Registro, cuyos despachos de aduana él tramitaba.

Por supuesto que nuestra mudanza no iba a ser hecha por "changadores" profesionales, sino por aquella gente amiga, en forma voluntaria, aprovechando el día libre que el feriado les proporcionaba. Y allí estaban, además de Cancela, el capataz, buenazo pero siempre un poco gallego "doctor", Manuel Mariño que era un asiduo en mi casa; Martínez, con sus grandes bigotes y Santiaguito y Roque, galleguitos jóvenes que conducían las carretillas, -rebenque siempre en alto-, montados en la mula de la izquierda. Eran gente acostumbrada a mover, sin muchas suavidades, los pesados bultos que debían retirar de los lanchones y de los depósitos de la vieja Aduana. Por eso era de prever que no resultara aquella mudanza muy perfecta, a pesar de la muy buena voluntad con que aquellos amigos compensaban su inexperiencia.
Las dos grandes carretillas, paradas a la puerta, se iban llenando de muebles y variedad de cosas, esas cosas de que están llenas todas las casas. ¡Qué grandes eran y qué ruedas enormes tenían! Eran ruedas sin duda acostumbradas al agua portuaria, cuando en el embarcadero viejo, sin nada de grúas modernas, se hacía preciso acercarse a los lanchones para los trasbordos. Las carretillas tenían, como las del Molino, altos resguardos laterales de firmes maderas, formando cuadriculado. Pero, llevaban un mulo de gran alzada en entrevaras, que aquellas no tenían. Y eran de andar más rápido.

"Volaban" con una velocidad que a los abuelos debía parecer diabólica, por el tránsito -aún sin flechas-, de la ciudad.

Manuel era, de los gallegos de la pandilla, el hombre que estaba ligado a la casa, a la que concurría a menudo. Apareció con la tinaja grande de gres en la que, en los juegos, nos habíamos escondido tantas veces. Vio que yo la miraba como algo muy mío. Por eso, me dijo, sonriéndose:

-¿Así que te vas a vivir a la playa de los Pocitos, Sergio?

La carretilla de más atrás se había colmado hasta arriba, en una estiba loca, sin orden ni técnica. Manuel ordenó un poco las cosas, para hacer sitio a la tinaja, y al volver a la casa, agregó:

-Si querés, te llevamos allá arriba, sentado sobre un ropero...

La idea no dejaba de gustarme, pero ese viaje tan largo, hasta esos Pocitos desconocidos, me asustaba un poco.

Las cosas grandes ya estaban todas cargadas. Ahora Cancela dirigía la operación de pasar de lado a lado cuerdas y sobeos, para mantener bien armado aquel amasijo de muebles.

¿Estaba terminada la carga? Habían olvidado las alfombras que aparecieron dobladas en cuatro. Pero una era un rollo al que no encontraban ubicación. Por fin la ataron en forma casi vertical. Cancela, como un capitán de barco, dio la orden de ubicarse todos para partir, pero faltaba Martínez. Apareció al ratito, abrazado al reloj del comedor que había quedado en su gancho. Con sus grandes bigotes que movía el viento y haciendo un verdadero escalamiento, sin soltar su prenda, se encaramó y quedó sentado, allá arriba, encima del ropero grande. En medio de grandes risotadas, con las piernas sujetaba el reloj que seguía funcionando y de repente dio la hora. Mucho más abajo, sostenido por Cancela con una cuerda gruesa, el "fox-terrier" Dingo también era un bártulo más. Desconfiado, quería saltar de nuevo a tierra, aunque olfateaba las alfombras y eso le daba una cierta seguridad de hogar en marcha.

Las carretillas iniciaron por fin el camino. Con mi madre, quedamos cerrando la casa vacía.

Mi padre era el encargado de los despachos de aduana de la casa importadora de tejidos, -el Registro-, en la que trabajaba. Venido del interior, se había abierto camino, como empleado, en aquel comercio, alcanzando la confianza de los patronos y la estimación de los compañeros de trabajo. Era muy querido por los componentes de la pandilla de aduana, con la que, por años, había tenido el trato diario, que deviene en verdadera amistad.

Para los españoles de la pandilla la mudanza constituía una diversión y una verdadera fiesta, que terminaba, por supuesto, con la olla podrida y asado en el amplio patio-jardín de la vieja casona, sobre la misma playa, que pasábamos a ocupar.

El cambio era tremendo. Después de haber vivido siempre en la ciudad, -en el viejo Cordón-. la familia pequeño-burguesa se instalaba en una casa antigua en plena playa, sobre la misma arena, que cuando había viento entraba por las ventanas, bajas y enrejadas. Y el cambio era "para vivir todo el año", lo que según el criterio burgués de la época, significaba una aventura.

-¿Y se van a quedar también en el invierno? -preguntaban con cierto azoramiento personas amigas.

-Porque, al margen de los pobladores habituales, permanentes, el "pueblo de los Pocitos", (veinte o veinte y cinco manzanas), era tan solo lugar de veraneo para un corto número de familias de la burguesía, que, al terminar marzo y a lo más abril, regresaban apresuradamente a sus residencias de la ciudad,

Habíamos alquilado, por muy poco dinero, la vieja casona esquina, de ocho grandes piezas, gran patio-jardín en el medio, amplia puerta-cochera por la otra calle, y mucho ruido del mar. Sabíamos, no sin zozobra, que en los días de temporal las olas golpeaban en los muros exteriores y casi nos cerraban la entrada por el lado de la playa, siendo necesario usar en tales días, la entrada de la puerta-cochera. Era de las viejas casas del pueblito, un poco enterrada en los médanos, a pesar del letrero: "Calle Francisco A. Vidal", que lucía en chapa azul, en lo alto de la pared, sobre la esquina.

Pero, lo que nos enloquecía -gustándonos, por supuesto-, era aquel ruido "del mar", de día y de noche. Un ruido para nosotros nuevo. Se nos metía también en la nariz, el olor a mar, "a marisco", como decía la gente del lugar.

Mis siete años veían en todo aquello, tan nuevo y distinto, una especie de aventura oceánica...

No me dolía nada. No sentía ningún malestar, pero no había conseguido alcanzar el sueño en toda la noche. Vueltas y más vueltas en la cama, pero nada de sueño.

Hacía rato que estaba aclarando. Cuando el sol entró por la banderola de la vieja ventana, no pude más y me levanté. Había llovido por la noche y los verdes del macizo central de bambúes, todavía con gotas relucientes, ya eran invadidos por el sol.

En el otro extremo del corredor techado, frente a la "pieza de piedra", mi tío Camilo, con la bigotera puesta, preparaba su mate. Todos dormían. ¿Se levantaba recién o recién llegaba de sus correrías nocturnas? Su fama de "calavera", que a mis ojos infantiles le daba un prestigio que aún no podía definir, había llegado hasta mí a través de bromas y conversaciones de los mayores. Desde nuestra instalación en la casona de la playa, convivía con nosotros, pasando a ocupar la "pieza encantada" de la casa, la pieza de piedra. La llamábamos así porque todo su frente, sobre el ancho corredor que recuadraba aquélla especie de gran patio interior, estaba revestido de pequeñas piedras, muy blancas, de cuarzo según decían. Era hermano mayor de mi madre.

Se río cuando me vio salir, a medio vestir, de mi dormitorio.

-¡Qué madrugón, Sergio! -me dijo-. Habíamos quedado en salir a las ocho, pero recién serán las seis.

Era verdad, pero la novelería sobre aquella pesca que íbamos a hacer en la punta de Los Canarios, casi no me había dejado dormir. Me hice un lavado de gato y en seguida estuve pronto para salir, de alpargatas, para evitar los resbalones en las rocas, según me habían recomendado. También llevaba un sombrero de sol. Pero el tío Camilo estaba prendido a su mate y demoramos en salir. Por lo menos tres veces me le planté enfrente, empuñando con dificultad las tres cañas -muy largas- que se enredaban en las hojas de los bambués. Camilo se reía, pero seguía con su mate, sentado junto al banquito, donde tenía el calentador.

Estaba ya bien alto el sol cuando bajamos a la playa. Un espectáculo extraño se presentó ante nuestros ojos. Aquí y allá, a derecha e izquierda, en distintos puntos de la playa, cantidad de barriles o toneles rodantes, que giraban sobre sí mismos, más grandes o más chicos, tirados por un caballo o una mula y aún por un burro, llegaban hasta la orilla y desaguaban allí el agua servida de las piletas de lavar. Muchachones, hombres maduros o viejos, armaban un cigarro y charlaban en grupos, en tanto -despaciosamente-, se iba produciendo el desagüe. Un agua blancuzca y jabonosa corría por la arena mojada y enturbiaba la otra agua del río, ese día bien azul y clara. Terminada la operación, apretaban con fuerza el tapón de madera y repechaban, por la huella que cruzaba los pequeños médanos cubiertos de yuyos de flor amarillenta, buscando el empedrado de cuña de las calles. Había barriles que eran "lujosos". Tenían dos aros de madera con llanta de metal y alguno, hasta llanta de goma, lo que le daba un andar casi perfecto.

Estaba prohibido, por disposición municipal, echar a las cunetas de las calles, el agua servida de las piletas. Por eso, el agua jabonosa se juntaba en los barriles que a primera hora -y también al caer la tarde-, rodando, formaban pintoresca caravana hacia la playa.

¡Pueblo de los Pocitos! Pozos manantiales, pocitos de agua brava, salobre, que llenaban en las casas de los buenos italianos las piletas del lavado de ropa de la burguesía montevideana! Casas con entrada de portón alto, para la jardinera del reparto semanal! ¡Qué lejos quedó todo eso!

Nuestra calle Vidal era una calle a medias porque dejaba de existir de a tramos, de acuerdo al avance de los médanos. Alguna vez, por la arena muerta se aventuraba algún carro de panadero o alguna carretilla sin carga, queriendo cortar camino. Pero, a la altura de Garibaldi (la calle siguiente a Pereyra), resurgían otros cien metros de calle, en base a antiguas construcciones. Calle hasta con algunas veredas, y con el verdear de vía intransitada, en el inevitable empedrado de cuña.

Pero no fuimos por la calle Vidal. En la mañana clara y soleada caminábamos buscando la arena endurecida por el avance de las olas. Yo marchaba muy orgulloso, portador de las cañas, y el tío Camilo llevaba el morral con los aparejos.

La playa se curvaba en un arco limpio, sin rocas, quebrado por el viejo Hotel de madera -se llamaba "Hotel de los Pocitos"-, que se adentraba en el mar por su terraza, gran muelle asentado en fuertes vigas de lapacho, contra las que nada habían podido los temporales. Los ingleses hacían bien estas cosas. De un lado del hotel, como una horrible construcción lacustre, los baños de hombres, con sus puentecitos, escaleras, casillas y el clásico trampolín. Del otro lado, terraza por medio los baños de mujeres, todo dispuesto con idéntico mal gusto.

Mi tío Camilo sabía los nombres de todo. Conocía a mucha gente, porque, sin haber vivido antes en el pueblo, había hecho mucho tiempo allí, la vida de playa y de pesca.

Conocía a los pescadores, era buenazo y chacotón. Con él nos entendíamos muy bien y se divertía adornando en algo las contestaciones a la serie inacabable de mis preguntas. Así supe los nombres de todo lo que yo iba descubriendo en la playa.

Había en la costa una montonera de gente, pues los pescadores napolitanos estaban sacando la red. A pocos metros de la orilla tenían fondeada la barca de pesca. Leía bien el nombre: "Mirandolina", en la proa, con letras blancas sobre el casco verde bien oscuro. Era una "buceta", de vela latina, Todo esto iba sabiendo. Como ya casi estaba en la arena "la bolsa", nos detuvimos. La bolsa de la red venía repleta, a reventar, de pescadillas, que los italianos recogían en grandes canastos con destino al mercado. Pero la venta se iniciaba allí mismo, armando colleras por docena, a "dos reales la collera". Sin embargo, mi tío miraba casi despectivamente aquella riqueza del mar, porque íbamos en busca de pescado de calidad: brótolas, borriquetas y hasta algún mero, que se daban bien en las piedras del Canario (hoy Trouville).

Siguiendo nuestra ruta, teníamos que cruzar por debajo de la terraza y el sector de playa destinado al baño de las mujeres. A la hora tempranera de nuestra excursión, aún no había llegado la guardia policial -de bota y espuelas-, que impedía, después de las ocho, que se cruzara por allí. Recostándonos al muro de piedra que protegía la construcción del hotel y esquivando las olas que avanzaban, casi corrimos los cien metros que tenía de largo el muro. Del sol pleno habíamos entrado a una sombra casi oscura, para salir de nuevo al sol y al esplendor de aquella mañana.

De nuevo en la orilla, más cercanos ya a la punta de los Canarios, salvada la zona "peligrosa" (por el rigor policial) de casillas y baño de señoras, nos topamos en plena playa -nos cerraba casi el paso-, una construcción grande y pretenciosa, de mala arquitectura; mi tío me informó: era el "chalet de Ramasso", un político de la época. Por su costado, buscando abrirse paso entre médanos que verdeaban de gramíneas, desembocaba un pequeño arroyo que se veía bajar desde la loma, de allá donde todavía era campo. (Era la zona desde la que nacerían más tarde las avenidas Brasil y España).

Pero a un par de cuadras más adelante, había que cruzar otra cañada, otro hilo de agua. Eran tres los "arroyos" que en la ensenada de la playa hacían su muy módico aporte de aguas al gran Río de la Plata.

Tras un cerco de tamarises, a una distancia a la que no podían llegar las más altas crecientes, un gran ombú y a su vera un rancho. Antes de que llegara mi pregunta, ya mi tío lo había anunciado: "El ombú de Pica y el rancho de Pica. Un gran pescador y un buen amigo". Y guiñándome un ojo agregó: -Si no sacamos nada, a la vuelta Pica me dará un par de brótolas.

Ya estábamos en la punta. Para entrar a los pesqueros, que el tío Camilo conocía muy bien, teníamos que ir saltando por las rocas, de piedra en piedra, algunas de humedad o musgo casi jabonoso. Mi inexperiencia en esos andares me obligó a muchas precauciones, a pesar de mis alpargatas flamantes de yute. Pero esa primera vez ya aprendí, a costa de algunas caídas: nada de alpargatas nuevas y mucho menos de suelas de goma.

Los pesqueros eran simples rocas avanzadas que tenían nombres pintorescos: "el banquillo", "la cruz de piedra", "el cangrejal" y la "piedra morocha". Pero el mejor -aunque de más difícil acceso-, imponía un poco por el nombre: "el pozo del ahogado".

Hasta este pozo alcanzamos, pero estaba demasiado crecido y las condiciones no eran, al parecer, propicias para la pesca. Apenas si sacamos algunas roncaderas.

De vuelta -ya era mediodía-, pasamos por el rancho de Pica, pero este no estaba. Había salido, temprano, a calar sus palangres "allá por el Buen Viaje", nos dijo la señora. Y nos mostró, a varias millas en la dirección de la boya, un punto, apenas visible, que era su embarcación. Hasta la tarde, no habría brótolas.

Ya cerca de casa, encontramos todavía, en su faena fructífera, a los napolitanos. Y, aún con cierta vergüenza, el tío Camilo les compró una collera de espléndidas pescadillas de red.
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Guillermo García Moyano
El Pueblo de los Pocitos
Ediciones de la Banda Oriental
Montevideo - 1979

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