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Todavía no lo sé
De "Cuentos; Bohemios, Damas, Solos, Urbanos"
Maximiliano García

 

Tomamos un taxi los cuatros, el transformador de materia estaba roto. Llegamos a una disco o eso parecía. Era un galpón viejo. Las luces azules atravesaban los negros espacios. En altas tarimas bailarinas se movían con éxtasis de la música trans. Creo. Sabrina cambió sus felinos movimientos por los de una colegiala aniñada. Yo estaba convertido en un pervertido violador de adolescentes. Me encantaba. Ella me trajo un whisky, me comió en el fervor de un beso. Antonio y Carla hacían "el amor" en el baño. Tomó mi mano. Bajamos al sótano donde el soul, el fank y rock and roll hacían estragos. Me sentía ameno. Ella repartía besos, yo recibía con una pequeña sonrisa. Tomé otro whisky. Bailamos “I feed good” y todo lo que siguió después. Todo era muy glamoroso como una gran revista francesa, ojos invadidos por maquillajes de arlequines, gatos, demonios de ángeles caídos del mundo oculto de la nueva bohemia. De los sueños artísticos buscando un vestigio de salvación. Nuevas cortesanas y dandis del tercer milenio con el circo de payasos, de malabares y equilibristas. Y yo allí con mi dama, con esa niña modelo de actriz que me pechó con su encandilada. El alcohol paseaba en nuestras venas agasajándonos, introduciéndonos uno en el otro por intermedio de bailes cómplices. Atrapándome igual a un pequeño infante enardecido en su día franco. Caminamos hasta su casa. Un loft un poco más pequeño del que soñé. La pintura de cuerpos ardientes sobre la cama. Sus piernas perfectas, su cuerpo bendito, su carne rosa enardecida y jugosa al tacto tácito. Sus ojos mielados, bestiales; el cabello lacio, rubio y desprolijo con elfo del infierno. Vestido a medio sacar debajo de maduros senos. Desenfreno ardiente de ropas voladoras. Entablamos una batalla de juegos, de besos internados en los mundos del poder; en el dominio del dominante orgasmo furtivo. Allí quedamos lo que quedaba de noche y día por venir. Despertando y fornicando. Fornicando y durmiendo. Despertando – Sabes que me estas dando miedo – dijo suave mientras se recostaba a mi pecho.

Ambos sentíamos lo mismo por la atracción y el dejo que embarca los sentidos clandestinos que no quieren ser atrapados. Sus húmedos labios comenzaron a joder con los míos al tiempo que su pubis frotaba mi escroto cortejando la entrada resbaladiza que ardía en su caldo como una marea revuelta, efusiva en el ardor implacable de quienes se desean. Así tuvimos un orgasmo lento, pausado, satisfecho en los jugos enloquecidos de nuestro calor luego de que cabalgara sobre mí hasta que las ojeras nos vieron en risas etéreas de un coito homónimo.  

II

Pasaron dos días que no vi. Sentí a la adolescencia abrasarme nuevamente. El tiempo no pasa, pero puede volver. El lunes en la mañana regresé a mi pequeño apartamento de calle Libertad.

Estaba liviano, ido del malestar. Todo se esparcía sin orden. Tenía cierto encanto. Era tan jocoso que tomé la escoba despeluchada y la pala reciclando tanta porquería. Las asquerosas medias duras que tanto deleite requerían, ahora me parecían inmundas agolpadas en los rincones con su hedor. Los papeles que se revolcaban como Sabrina y yo. La putrefacta cocina húmeda con restos de comida, manchas de vino, hongos. La guitarra que Antonio dejó sin saber de donde la había traído. Esa misma cual yo, de atrevido tocaba unos pocos acordes desafinados sintiéndome un cantante popular. Recogí cada puntín de marihuana para la pausa de un pequeño cementerio de tucas. En medio de aquel descuido tan cuidado en el que se enajenan los revoltosos revolcados, sonó el teléfono. Sabrina debía salir dos semanas por unas fotos que tenía que hacer en una ciudad del interior del país no sé para quien. Me tomé la pausa. Tiré la basura en una absurda paradoja activa. Tragué el gusto amargo que llevan los celos, la desconfianza, el absurdo poder insatisfecho creado por algo que no debía pensar; pues no puedo cortar su libertad. Lavé la ropa como un ama de casa y lavé mi cabeza con un baño frío. Procedí a fumar el cementerio de tucas en un porrete que me dejó colgado vagando en cuanta imagen se sucedía. Estaba en la mar de una absurda melancolía vagando al mar de los que sienten sin miedo. Mucha gente en la ciudad, mi pequeña fuera, mis amigos trabajando, yo flotando y añorando. Tirado en la cama escuché Pink Floyd mirando las figuras que “Shine on you crazy diamond” dibuja en el techo sosteniendo un momentáneo lapso de razón. Me levanté a calentar agua para unos fideos. Sonó el timbre. Desconcierto. Caminé lento, pausado hacía la puerta. Al abrir una persona agotada, su cara triste, una sombra de aquel amigo sonriente y jovial de mis recuerdos. Estaba flaco y su mirar estaba desajustado. Se llama Mercutio. Sus padres eran fanáticos de Romeo y Julieta. Y él es el segundo varón de la familia, por supuesto que el primero se llama Romeo – ¿Que haces hermano? Pasa. ¿Estás bien? – Entró con algo de miedo. Como pasado – ¿Qué pasa?

Perdí el camión del laburo. Sí, quedaron de pasar a buscarme por Minas y Canelones a las diez. Esperé hasta las once y media sin ver a nadie. Entonces caminé hasta acá. – Me di cuenta que había caminado no menos de treinta cuadras hasta calle Libertad. Y allí me contó algo de su odisea – Empecé hace unos días, solo tenía trece pesos en el bolsillo, un pedazo de dulce de membrillo y otro de queso, estoy bastante arruinado hermano. Aun tengo el apartamento que me dejó mi hermano Romeo pero me fui un poco de mambo.

– Yo puse agua a calentar para unos fideos. Quédate a comer.

Te agradezco loco.

– Pará; vamos haber que tengo… ya está loco. Con esta sopa crema, estamos de fiesta.

– ¿Podré llamar al laburo?

– Mirá el teléfono solo recibe llamadas. Debo un par de meses. Perooo… espera que tengo una tarjeta por algún lado. Acá está. Anda a la esquina que junto al almacén hay un tarjetero.

– Bueno gracias. Ya vengo hermano.

Arregló con la gente del reparto que lo pasarían a buscar por casa luego de comer. Había encontrado alguien con quien hablar. Alguien donde engañar un poco el estomago. Así que me contó que se estaba intentando librar de la merca. Que dos minas y un pibe en una noche de fisura le habían robado. Que lidiaba una batalla constante y ya casi no tenía recaídas pero sabía que todo puede ser una mentira. Terminamos de comer y nos sentamos en la vereda recostados a la pared esperando a la gente. Ahí recayó un poco. Dijo que estaba demasiado viejo y oxidado. Que andaba en busca de la juventud eterna. Lo abrasé. Un par de guachos en bicicleta nos miraron desconfiados y un tanto resentido les eché – Que les pasa pendejos. Nunca vieron dos hombres abrazados. Vamo, vamo; bai bora. Sí, somos novios.

Los pendejos nos gritaron – ¡Eee… anda; putos! – nos reímos un rato.

El amigo despedía ahora la fresca in cordura que disuade la soledad cuando estás frágil buscando un amparo. Le dije en un ataque de padre que el bolsillo de la izquierda es inmenso y alguien debe buscar con nosotros la risa oculta. Llegó el camión. El no era el mismo que llegó ni yo el que despertó. Mercutio se fue con una sonrisa desprendiendo grata postal de niño. Con la mitad del cuerpo fuera de la cabina y el puño bien en alto saludó al partir. Yo miré el cielo claro volviendo en mis memorias, mirando alrededor la ciudad que enceguecía cada sueño.

Pasé una semana de bar en bar, de porro en porro, de borrachera en borrachera. ¿De vivir sin hacer o hacer sin vivir? ¡¿O tal vez vivir por vivir o matarme viviendo?!

El silencio abundaba, la sonrisa de cachorra mimosa sé encontraba a una semana. Necesitaba su juventud. ¿Un vacío o un nuevo amor? Disyunción sin salida. Pasee por los recuerdos atrapado en un tinto casero que me habían regalado en los pagos y así caí dormido. Al despertar sentí el llanto de un bebé y la firma: incógnita. Un viaje, una vuelta al pueblo. Salí a la carretera con una mochila llena de memorias y jactancias. Llena de imaginación, sueños, locuras. Estaba en el fondo de un bondí urbano rumbo al puente. Barrios que pasaban, casas trasformadas. Cosas trasformadas en casas. Caras que no terminaban de levantarse, caras que no dormían. Terminado el trayecto, cruzar el puente. Niebla espesa; “El lado oscuro de la luna” en el vapor del río. El walkman, la niebla espesa en el medio del puente. Paro a meditar por esa imagen.

Un hombre mayor pedaleando entre la bruma volando en calma con su experiencia. Me mira – Sigue en el camino – dice.

Su figura se perdió como un espectro. La bruma comenzó a disiparse mientras salía de nuestro escondite. Aquella mañana encaro el despertar de un telón y lo básico de una historia. Pulgar en alto, hora y media en un mismo lugar. Colegas de otra geografía; un par de estudiantes de Florida con su cartel correspondiente, un trabajador rumbo a Durazno desayunando su tiempo. Una hora hasta quedar solo, media hora más de caras buscando un destino, una cabeza viajando en un árbol que no se logra vencer (el disco de U2 “The joshua tree” sonaba en mis oídos). El fiat uno de un gallego para. Serán solo sesenta y ocho kilómetros más cerca de algún destino. Era un joven que por el brillo de una mujer se encontraba en el “nuevo mundo”. Cabeza europea, tranquila, sencilla, cauta y cuidadosa con sus palabras. Esto parecía muy de avanzada pero mi forma de verle era demasiado frío, demasiado coherente para ser animal. Admiraba mucho nuestros espacios, nuestras costas. Rogó que no sean las que ellos perdieron en un calvario de gente que no veía. Lo decía con la intriga rabia de quien pierde la verdad en una fábula que hubiese querido conocer. Era fin del viaje por el “viejo mundo”. Pasaron veinte minutos hasta que una vieja chevrolet de las de antes, de los cincuenta, las grandes con chapa recia que harían un acordeón con las hojalatas nuevas paró como a unos cincuenta metros delante. Un veterano de gorra de pana con simpatía de pocos dientes y su señora regordeta – Suba, suba mijo que unos kilómetros lo arrimamos.

Fui sentado en la caja. Golpe a golpe perdía la sonrisa al sol y verde paréntesis por unos setenta kilómetros. Centros poblados, las casas dispersas y el recorrido lento en cada pensamiento. Me despedí del señor y la señora, del paseo por los años del Maracaná. Prendí una tuca y comencé a caminar por la carretera colgado con colores y olores guiando el andar de pasos lunares. Olvidé por un momento a la noche que suele ocultarme. Ya había caminado unos cinco o seis kilómetros cuando un corredor de seguros paró a unos ciento cincuenta metros y al palo dio marcha atrás – ¿Te llevo viejo?

Lo miré un instante – Bueno –Venía al palo y seguimos corriendo a unos ciento treinta de promedio. Hablaba hasta por los codos y no dejaba la radio tranquila. Yo estaba un tanto preocupado sin entender demasiado lo que decía. Pues, no quería morir tan joven. Empecé a ver paisajes más familiares. Llegaba al pueblo, al centro, al llanto del bebé. El viejo cortejo de plátanos con la marca del otoño dejando caer sus hojas como las borracheras hacen caer la vida en sueños. El viejo puente al que volví. La tranquilidad, estar donde el primer grito de libertad se escuchó al nacer. Yo como siempre tan ingenuo buscaba que nada cambiara. El primer escándalo de la locura. Las plazas dicen que son eternas e in transformables. Que son el centro, el comienzo que se expande. El eje de algún círculo de paisajes, noches, borracheras, mates, desconsuelos, tiempos quemados. Todo esto no lo encontré. La gran plaza de mi niñez y el correr de sus años. Las estatuas semidesnudas prontas a bañarse en una piscina vacía expuesta en la timidez de un paisaje futurista. La nueva fuente. Tres torres como pene erecto con sus huevos, eso sí, esta tira agua. El tupido pino araucano; quince metros atrapados en un circular cantero que no puedo pisar. Buscaba viejos lugares donde solía sentarme en el pasto ahora pequeñas macetas de hormigón. Deambulé la melancolía desangrada mordiendo ira e impotencia. Las corridas, las andadas en bicicleta de mis primeros años ya no estaban. La plaza jamás será de aquel hermoso tamaño. Las salidas de la escuela no tendrían partidos de bolita. Una parte del progreso se la comió el pasado, una parte del pueblo ameno se transformó en ciudad mordaz. Cooperativas de crédito, comercios llenos de luces, la iglesia para tantos pecadores. El viejo banco, dos confiterías generacionales que resisten, mi vieja escuela. La plaza, su cirugía. Seguí caminando rumbo a casa de la vieja con la promesa de no volver a pisarla, que estupidez. Como si las metamorfosis no fueran parte de un ciclo.

La vieja se encontraba bien. Se desligó de todo para hacerle una cena a su primogénito. En la mesa vino por vino reclamé los lugares robados. Todos sentíamos la brisa de las palabras razonar con la memoria y el ardor nocturno escapó en la melancolía. Salí de la casa buscando un rastro de la huida que provoca tanta razón. Las nuevas calles sin empedrado, el desconocer tontos conocidos, la timidez de sentirse el mismo. El indagar la incógnita. Siempre hay lugares que no se pierden, o mejor, ambientes que no se van. Personas aseverando un pasado lleno, un presente sincero y no irte de donde naciste. El espíritu adolescente, los eternos diecisiete de mi ciudad natal. El rock and roll aun vive. Bueno, llegó para quedarse. Es un eco rebelde ingenuamente inquieto y libre brindando cuentos.

Llegué temprano a “La Cantina” y encontré viejos borrachos de aquella generación. Se añora con simpatía entre whisky, cervezas, música, risas y palabras. Están todos los que están. Quienes vuelven y quienes no volverán. Por ahí me entero de otro que emigró, de algún padre o muerte. Quienes están más allá llegan en las palabras. En el – ¿Te acordás…? – al comienzo todo parece un nostálgico tango. A medida que el lugar comienza a llenarse, el popurrí es más heterogéneo, el placer más gustoso, la comunicación más amplia y el whisky inagotable.

Alguien llega con una jugosa pregunta – ¿Sabe del vendearte? (Se trataba de un joven de veinte años llamado Luis. Delgado, con una gorra vasca de color azul, pantalón marrón y buzo negro. Se autodenomina el vendearte y mi seducción por la locura preguntó porqué) –  Sí, mi arte es el vendearte – sus ojos iluminados.

– ¿Y, como es el principio de tal denominación?

– Los artistas buscan libertad. ¿No es así?

– Sí.

– Y que mejor vender arte para liberarlos del maldito dinero. Es la mejor resolución y el mejor de mis sueños.

– Para mi es una gran fusión de libertad, sueños y arte. Un brindis por Luis, el vendearte.

Había conocido otra forma de seguridad en la locura. ¿Se constituía como un nuevo ego hacía ella? No; era solo un representante con buenas intenciones, una excusa para la simpatía, una forma de desconcierto concertando la atención de las cuales escapan parábolas costumbristas. Las cuatro personas de la ronda brindamos con Luis. La noche se llenaba de personajes, alcohol, egos, entendimiento de la nada, discusiones del todo. Fantasías y presentes circulares. Eran simples los caminos del ser llevando a la imaginación por sus alas. El último recuerdo es con Luis, Raúl y tres donas llenas de risas y por qué ¿O de por qué y risas? No recuerdo, no importa, no tengo sus nombres ni sus cuerpos. Estaba muy borracho.

Desperté en una cama junto a Dolores (Una dama unos años mayor que yo capaz de soportar un mundo solitario). Cuando abrí los ojos estaba mirándome. – Nunca soportaste no ser el centro. Nunca pudiste no serlo y luego así terminas. ¿Cuando vas a madurar?

– Siempre pensé en demasiadas cosas sin pensar nada. ¡Hay! Me duele la cabeza. No puedo cambiar el mundo pero el no puede cambiarme a mí.

– Tus palabras dan vueltas en un infinito y amo que no tengas fin. Bueno ahora vete que ya te he hecho demasiadas veces de enfermera.

Agaché la cabeza ante tan hermosa persona. Sentí lástima del amor no correspondido y orgullo de ser parte de una cadena. Caminé en un extraño día soleado. El reloj marcaba las doce treinta de un sábado. La salida a casa fue una lenta caminata con la cabeza mareada y áspera tirando por el escusado la cadena de mis recuerdos. La vieja vio entrar aquel extraño desperdicio. Dejó un vaso con agua y un alikal junto a la cama. Lo tomé tres horas más tarde. A las veintiuna y quince el hambre tocó la puerta, unos ravioles fríos esperaban en su olla. Comí lo que pude, la cama llamó nuevamente. Fue raro ver un domingo a la mañana. Los viejos con termo y mate pronto.

Unos mates. Conversaciones de campo, algo de política, no mucho. La política se habla a las esquivas, sin ahondar por las desfiguraciones familiares. Hay algunos tíos quienes simpatizaron la ignorancia de la dictadura a contra cara de nuestra postura. Uno de ellos es el viejo Flurgencio que ha venido con su señora. Tal vez si las guitarras no aparecen en el transcurrir se turbe algún chispazo en una discusión eterna, conflictiva, bañada por la sangre de la historia. Una picada, whisky, damas haciendo ensalada. El largo tablón de mil brindis, peleas, festejos, discusiones, cumpleaños, casamientos, música, ya está pronto, esperando, mirando a través de épocas. Los whiskys van y vienen. Aparecen guitarras, vino y la peña está pronta. Somos como quince y el más joven soy yo. En la guitarra suena una milonga. En la ronda la gente atiende. Los recitadores tímidos esperan que alguien aliente. Los guitarristas no dejan que sus damas callen. Ya está el Pardo, Cacho, el Tero y el Gringo acariciando temas de Zitarrosa, Gardel, Bonaldi, Sabina, etc. Las copas, y coplas no se vacían, los sentimientos no dejan de volar. Sueños de amores raíz sin olvidos ni rencores. Mi memoria rota no deja que retenga ninguna letra entera, apenas recuerdo alguna que yo escribo. Pero el Pardo me invita y lo acompaño con “Mano a Mano”. Me asombro de recordar, debe ser esa afluencia del alcohol sin sentido que arrea al sentimiento embadurnado al hoy.

Las horas pasan, el ambiente es tierno; Flurgencio se ha ido temprano. Siguen todos firmes en la sobremesa cantando hasta los que no cantan. La ansiedad me pasa a buscar y me expulsa de allí. Dejo el lugar con los sentimientos hirviendo. Son las diecisiete y treinta. Mansamente camino rumbeando a la costa. Lentes negros protegen la convalecencia. Desde que llegué no sé que busco, desde que nací no sé donde estoy. Pasaba lo de siempre, el mundo queda cerrado y la única alternativa la pelea para sentirse vivo. Entonces volví a la forma de bebé, a preguntar. ¿Por qué? ¿Por qué había elegido un mundo propio? ¿Es que acaso soy igual a un autista con la diferencia del habla? Probable. Pero ni siquiera autista soy. – ¡Ha, yo que sé! Poco me importaba.

Un Ford 8 gris paró junto a mi andar. Unos ojos irritados dijeron vamos a tomar una. Raúl sacó el espasmo del delirio – Hora de compartir una vuelta en compañía. Vamos amigo que el sol no nos esperará. Tengo un par de vinos con duraznos en almíbar bien fríos. Dale, vamos. – El banquero borracho, despreocupado después de su separación. De ese noviazgo de adolescente eterno que lo amarró once años a ser un señor. A tener un hijo que mantener cual ama, y se siente aún complacido con su mujer que lo cuida. Ahora anda como marinero al bajar a puerto, como perro suelto de la cadena con el cómplice de la necesaria compañía levantándolo igual puta de calle. Leyendo Conrad, Henry Miller, Kerouac, Onetti,  Baudelairs y yo que se que otras mierdas que comparto. – Vamos pedazo de cabrón. – Subí al auto – Parecemos dos beatniks. – Raúl llevaba su cámara de fotos. Una Kodak del 78 profesional que me dejó compartir. Así que hasta la playa fui con el ojo en el ocular como haciendo un documental conformado de la banda sonora de aquel motor escandaloso. Tiré un par de fotos que nunca volví a ver. – Bueno. Deja un par de fotos que la traje para la caída del magno sol. – Raul solía tener gran afluencia a tomar esos colores infernales. Decía; “El nos da vida, el nos la terminará. La gran estrella es él, no nosotros. Nosotros somos unas meras bacterias; va… ni siquiera eso somos. 

La playa desértica, el atardecer esperando. Podría ser el último. Uno nunca sabe. Miré sobre el hombro derecho, dos siluetas caminaban por la costa en mi dirección. Un joven con lentes amarillos y gorra verde abrasado a una doncella de pelo negro azulado. Al acercase más lo reconozco – Pero... sí, es el famoso vendearte con su propia obra.

– Pero sí es el paseador de palabras admirando lo que no se  puede comprar.

– ¿Cómo se llama la debilidad que pasea contigo?

– ¿No la recuerdas?

Mi memoria volvía en la madrugada jugando una mala pasada – No, no recuerdo.

– Es Zafiro. Tú nos bendijiste con vino en la barra de “La Cantina”. ¿Recuerdas?

– Estúpido bache. – Golpee mi frente.

– Dijiste: “Por la libertad de los sentidos”

– Bueno, debe haber sido muy emotivo. Siéntense, tomen un trago de vino y disfruten del espectáculo.

Raúl sacaba fotos al crepúsculo y tres almas caían en él. ¿La noche se acerca o termina el día? Los rojos y naranjas se confundían en nuestro silencio. Suaves olas acariciaban una costa vacía. Las almas errantes veían como se esconde un fuego excelso. Al término de la maravilla y concluir el vino rumbeamos a lo de Dolores. Raúl había quedado extasiado con la muerte del día conduciendo en un camino deshidratado tal una planta seca. Luis armaba un tabaco y Zafiro se iba por la ventana. ¿Si hubiéramos visto el infierno sería lo mismo? ¿Y si fuera el fin de la creación? Lo cierto que el cuelgue era contemplativo. Bajamos en casa de Dolores a quien no le calló demasiado bien la sorpresa. Zafiro entró, saludó a la desconocida y miró la foto de Chaplin jugando con el mundo en “El gran dictador”. Prendió la tele y se sentó. Raúl y Luis comenzaban a charlar quien sabe que; yo tomaba el último trago de vino guardado en la heladera para luego revolver discos. Al toque los conversadores fueron a un almacén mientras una reprimenda caía en mis hombros.

– ¿Quién mierda te crees que sos cabrón?

– El centro del mundo, tú lo dijiste.

– No... sos un idiota egocéntrico incapaz de soportar la vida.

– ¿Que daño te he hecho?

– El daño de verte lejos e in entendible. Y ahora en cima llegas con todo este sequito de vagos como el gran hombre.

– Te quiero negra. Pero la vida gira demasiado y a veces no veo lo que hago. Algún día quisiera parar pero no puedo darle la pelota a nadie.

– Largala, déjala a la deriva hombre. Eres un pelotudo.

Su soledad no se ocultaba, está cansada de pelear. (“Colombina” en la voz de Jaime suena por lo bajo) Nos abrasamos, calló alguna lágrima. Zafiro miraba desde el sillón. Sus ojos negros transmitían ternura y satisfacción. Raúl y Luis entraban con unos vinos embotellados de un tinto merlot. La escena estaba completa. Dolores se fue alivianando entre los juegos que Raúl retrataba con su cámara y la forma alegre del vendearte que cada vez más tomaba la forma de un payaso para gusto nuestro. Por su lado Zafiro era una espectadora de risa tímida, picara. Esa risa de cosquilla de plumas con que de apoco se alimenta poesía del silencio expectante, de los escrúpulos lejanos. A Raúl se le ocurrió poner unos temas de Paco de Lucia, Camarón de al Isla y el Bicho. Bailamos un jaleo flamencao con el perdón de los gitanos. Zafiro allí desangró las botellas en un frenesí bestial que nos sorprendió, contagió a Dolores en un sensual desafío de gozadera. Nos tuvimos que sentar los tres seres masculinos en el sillón. Arengamos ese calor de desafió, de sonrisas sensatas de mujer a mujer. De amazona a amazona. ¿De gitana a gitana? Como dos bravas transpiraron sus hormonas furtivas, sus gestos de esfuerzo y su zapateo de algarabía, de fuego. No querían detenerse antes que una, se veían, se turnaban. Se estimulaban hasta quedar exhaustas del transe jadeante. Se brindaron y bebieron la sed de una y otra en una copa que compartieron. Se vieron serias y rieron con la complicidad práctica de mujer libre que atrae y tienta.

El vino se fue acabando y las fotos también. Raúl se comenzó aburrir y ofreció ir a su casa por otro vino y ver algunas de sus fotos. Yo decidí quedarme y Dolores también. Habían pasado tres horas hasta quedar solo la dueña y el viajante. Las palabras agotadas preguntan por parejas inexistentes. – Idiota... no te das cuenta que estoy sola.

– Sí... perdón. No hablemos de eso.

– Nunca te importa nada.

– Dejemos la pelea. Nunca nos vemos.

– Claro borracho. Sí sos un trapo viejo.

–Este trapo viejo aun sirve para tu afrodisíaca alcoholemia. – Una sonrisa floreció ternura del cachorro. Ella tomó mi mano y nos dirigimos a la cama. Hizo arte con su cuerpo. Lentamente nos contagiamos, me contagió su éxtasis de puta hecha y derecha por un viaje de orgasmos. Arriba, abajo. Nos comimos y chupamos disuadiendo la liviandad en el “Imperio de los sentidos” gozando efusivos hasta que el vago borrachín descargara cómplice con su culminación interminable. Sacó fuerzas a una piltrafa que no la merecía. Nos dormimos desparramados, satisfechos bañados en olores, en flujos de uno y otro. Desperté inundado como un magno rey que quiso huir de la alcoba de su amante, o como un amante que no quería arraigar responsabilidad; emprendí mi fuga. No quería despertarla. Su voz chocó mis oído – Siempre te vas cabrón. – su cabeza seguía atrapando la almohada con su amplia espalda desnuda, fuerte. Mi cabeza calló pausadamente hacía la puerta. Caminé las calles lentamente como basura inquieta. La ciudad de recuerdos dulces caía cada vez más en el presente que marcó la huida. Un viejo pasó sonriente y preguntó por el fin del infinito. 

III

El miércoles regresé al pequeño apartamento. Tirado en la cama veía nada, no sabía lo que había buscado. Me consolé con que nunca tuve demasiado. ¿De qué? Conformista resolución. La vuelta al pago quedó como un delirio de calvarios inexplicables. ¿Por qué costaba tanto tener minutos de paz? Un vino acompaña penas mientras por la ventana llamaban lonjas narrando ritmos de vida libre, de candombe. Hacia ellas fui. El moreno Wilson me ofreció el tambor con la sonrisa vibrante que le acostumbra. La sangre de cristo me unió a tocar el chico por un rato entreverado con unos quince tambores del barrio. Volví. Tardé bastante en dormir hasta bajar la botella de litro. Se sucedían las imágenes del desconcierto viendo llegar las olas de una playa sencilla como la muerte. Me dormí.

Sonó el teléfono. La mañana golpeaba puertas de resaca. No sé porque atendí, no sentía ganas de hacerlo. Una voz iluminó el día. Mi adorable princesa había vuelto. Una amiga le prestó su casa en un balneario cercano y allí nos dirigimos. El espejo sugestionó una afeitada después de semanas y un baño luego de seis días. Entonces pensé.Esta nena es la viga que te sostiene, no la piques, no la hagas una caja de Pandora. No la empaches de problemas cara.”

Esta maldita conversación, esta maldita costumbre de cuestionar todo. Esta pelea constante con uno mismo. Es tu libertad, tu deseo como amor a la locura, como la locura a la libertad. Como todo lo que no se entiende, como la caricia de un ángel, como la seducción del diablo.

Me olvidé de todo al ver su sonrisa. Pasábamos buenos días cuando nos encontrábamos aquel otoño. Juntos en una playa enmarcada de plátanos y eucaliptos. Yo sin trabajo, ni publicaciones olvidando deudas que luego me absorberían. Escribía sin tope aislado de otra realidad. Escribía sin tener sentido, sin ver la palabra o página anterior que me hubiese dado el pie de continuación. Contemplaba la sensación, la creación aislante, reciproca con que la marquesina mezquindad esclava del diario día enferma las mentes humanas, y deja sin pausa a lo simple que nos lleva al mundo de lo fantástico. Sometimiento no. Un beso, una risa, caricia, una palabra sin pensar, una verdad. Lauros de creación, del caos eterno con que se adoptan posturas desleales de lo que quiere ser aturdido sistema de mentes disonantes del escepticismo. Estábamos escapados del mundo, absorbiéndonos como dos sanguijuelas. Inundados en esa niñez que recorre placeres innatos por una esfera reinante de fantasía donde pasado y daños cierran las puertas esculpiendo maravillas del renacimiento. Así y allí estábamos lejos, muy lejos. Pero nada es para siempre.

La vuelta a la ciudad. El invierno y sus largos mantos de noche nos ocultaron el día. Nos habíamos ido un poco de mambo al estar tanto tiempo fuera. Ella a su vez tenía algún problema que yo no entendía. Un ex que le concedía laburos no le gustaba nada mi presencia. Peor aún cuando mis bolsillos vacíos me echaron del apartamento y caí en la convivencia de su loft. La dejó de lado para sus publicidades y comenzó a echar mierda, a ensuciarla. A comerle las opciones como una gangrena consume los tejidos del cuerpo. Un día al estar en un kiosco comprando no sé que cosa Sabrina reconoció su auto. Sacó una baldosa floja de la vereda y le partió el parabrisas del mismo. El tipo salió de algún local con sus típicos pantalones de cuero mientras corríamos riendo y puteándolo como el a nosotros. A los días nos llegó una citación que no llegó, que no pasó a mayores problemas. Pero teníamos demasiados momentos duros, bajones agónicos, consuelos ebrios y el amor peligrosamente desgastado vagaba por la nostalgia. Por falta de dinero vendimos su televisor, mi equipo y un video que encontramos cerca de una ventana uno de esos días que andábamos peludeados por el destino. A sus padres no les caía bien ese vago, así que se fueron olvidando de su terca hija. Por lo menos hasta que yo me fuera. El loft se encontraba en tal mal estado como esos dos cuerpos fríos, pálidos e intoxicados que dormían con la parrilla de la cama en el suelo con un ratón muerto bajo la almohada. Fue bastante desagradable encontrar esa mascota. Poco salíamos dando vueltas en un mismo punto.

Sentado en un sillón de mimbre espero que pasen los días. Sin salir a la calle engaño al tiempo y la historia universal son los libros a mi pasar. Así me refugio de alguna incomprensión gastando las pocas monedas en pan, fiambre, leche. Ella aguanta, sale en busca de las sobras a la panadería. También lee embadurnándose con la poesía de Rimbaud en “Una temporada en el Infierno” e “Iluminaciones” dejando impregnada sobre la pared luego de una madruga de sexo e insomnio unos párrafos de “Frases”; “Cuando somos muy fuertes,

– ¿quién retrocede?

Cuando estamos muy alegres,

- ¿quién se hunde en el ridículo?

 

Cuando seamos muy malvados,

 

¿qué harán con nosotros?

 

Engalánate, danza, ríe.

 

– Nunca podré empujar al amor por la ventana.”

La veía retorcerse sobre su impotencia cuando caminamos sin saber donde ir; y mi silencio se hace tumbo al esperar una respuesta. Siempre había alguien que llegaba de visita y nos rescataba, incluso nos prestaba dinero. El más asiduo era Antonio que le gustaba drogarse en casa compartiendo su soledad con alguna bandida musa. Una noche trajo una pintora sueca de unos cincuenta y dos años llamada Ingrid. Esta mujer se enamoró al instante de Sabrina. La escandinava chupaba cerveza mas no poder. Tenía los rasgos duros curtidos del sol que refleja la nieve y los ojos grandes e intensos de un celeste encandilado. Era grande la vikinga, mediría un metro ochenta con amplia espalda. Hablaba bastante entreverado y largaba dinero como banquero ebrio. Se quedó tres días en el loft obsesionada por pintar un desnudo de Sabrina cual aceptó. Luego hicimos una sección de fotos ambos con Antonio. Esa misma noche yo caí dormido y Antonio volvió a sus labores de librero. Sabrina quedó con la sueca en el sillón. No sé que pasó esa noche, lo que sé es que la sueca se fue en la mañana y nos dejó doscientos dólares. Nos partimos la boca comiendo y pudimos pagar luz y agua que teníamos atrasados. Nunca la volvimos a ver a la sueca pero nos mandó una foto donde en la bañera, desnudos Sabrina y yo nos besábamos mientras Antonio con dos botellas de vino bendecía nuestros cuerpos.

Nos desbandamos el dinero con alcohol. Las incógnitas despertaron miedos y heridas se abrieron por cabezas que dejan duros rasgos en cuerpos sangrantes desencadenando violentas formas en oídos sordos. El nudo de su garganta se acrecentó. Un baso vuela y astillas caen a mis costados. Padecíamos al correr de las horas apatía y ansiedad. Dormíamos en la misma cama años luz el uno del otro. Un señor en piyamas entre los dos atendió el conjuro espeso de mi delirio. Los tres mirábamos el techo escuchando nuestros respiros esforzar las cartas de nuestra guerra interna. Era algo así como veinticinco de setiembre. Esa noche no dormí, o si lo hice fue solo en el cosmos de lo onírico y sigiloso que puede ser un reino de quimeras. A mitad de la madrugada se despertó sobresaltada. Se sentó en el sillón abrazándose a si misma como en una especie de sonambulismo, como no habiendo bajado del sueño. Me miró – Te vi comiéndome, muerta. Me estas consumiendo. – Hamacaba su cuerpo desnudo con la cabeza inclinada al suelo. Levantó su vista encendida, diabólica. Magistral casi de esfinge. Desafiante.

Ven aquí pequeña. No tengas miedo. – De apoco se fue aflojando sin dejar esa mirada desconfiada, fría, expectante. Como un gato llegó a mi lado. La abracé. En verdad nunca estuvo totalmente despierta ni dormida. La tenía en la figura de cucharita friccionando mi miembro lentamente. Tuvimos un orgasmo lento, pausado. Delicado, tranquilo, sigiloso en gemidos planeando por un aire cálido de protección llegando juntos al fin de nuestra descarga. Livianos en nuestros flujos quedamos húmedamente pegados. Ella no tardó en dormirse.

 

Yo en cambio seguí pensando hasta ver la luz del amanecer. Me levanté y la observé dormir tranquila por espacio de una hora desde el sillón. Desparramada en su cama. Simple, sola y joven. Su rodilla izquierda levantada dejando ver esa deliciosa vagina madura, extrema, mía. Sus nalgas delicadas formando la figura de durazno bajo esa espalda amplia, recta y tierna marcando una curva provocadora que enardece testosterona. Su “no te vayas” aquella mañana cuando iba hacer una escapada a vender ese video. Su parecido al soportar de Dolores. Su paseante adorable niñez desprejuiciada. El calvario de una historia descuidadamente romántica, dañina y locuaz. Refunfuñé en mi cobardía. Tomé mi mochila y seguí la calle con su recuerdo marcando los vaivenes del destino, maldiciéndome tozudamente, discutiéndole a mi pecho… seguí alejándome.  

Maximiliano García
De "Cuentos; Bohemios, Damas, Solos, Urbanos"

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