Una invención desaforada
Omar Prego Gadea

Esto no aspira a ser una reseña ni, por supuesto, un estudio serio y grave, profesoral, sino apenas las reflexiones de un lector (de un buen lector en todo caso) un lector omnívoro que empezó a devorar todos los libros a su alcance a partir de los diez años, sobre todo novelas.

Novelas es lo que había en la biblioteca de mi abuelo, Los tres mosqueteros, Veinte años después, El vizconde de Bragelonne, La dama de Montsoreau, La condesa de Barny, Los cuarenta y cinco, todo Dumas en resumidas cuentas, más el romanticismo francés, empezando por Víctor Hugo y una serie de títulos olvidables y olvidados, como ****, de Darío Nicodemi, Las desencantadas, de Pierre Loti, *** la colección de la nación de Buenos Aires, en Suma.

Pienso que es imposible escribir una buena novela **** no se cuenta una o varias historias, y en defensa de esta puedo citar en mi apoyo Cien años de soledad, La ciudad de los Perros, Mi casa verde, El astillero, La vida breve. Lord ****Retrato de una dama, Otra vuelta de tuerca, Los papeles de Aspern, Muerte en Venecia, El factor humano, El tercer hombre.

Los pelagatos nos cuenta una historia y, dentro de ella, una cuantas vidas breves. Los pelagatos parece comenzar el día en que la abuela Antonia, cerca de su muerte, entrega a Alberto (el narrador o uno de ellos) una misteriosa caja de roble custodiada por la familia a través de los siglos.

En realidad todo empieza mucho antes, en 1605, cuando Miguel de Cervantes de Saavedra entrega a Juan Gallo de Andrada, escribano de cámara de Felipe II, un ejemplar de la primera edición del Quijote, que será custodiada junto con unas cartas reveladoras de aspectos poco divulgados, por no decir secretos, de la vida del escritor y soldado. Trescientos años después, ese legado le permite a Alberto introducirse en el tenebroso mundo de la mafia y conocer al hombre del tiempo, al temible Petten el Holandés, productor de películas pornográficas y vinculado a negocios turbios en la frontera con el Brasil. También conocerá a la hermanan de Petten, Isabella, hermosa y enigmática prostituta, con quien, entre otras cosas, compartirá su pasión por el cine.

«Combinación explosiva de road movie y comedia romántica, novela histórica y de iniciación. Los pelagatos es una vertiginosa odisea de final de siglo, llena de humor, amor y excelente literatura», añade la contratapa.

Los Pelagatos es todas estas cosas y algunas otras. Por lo pronto yo diría que en efecto es una road movie, como algunas de las novelas de Paul Auster, una novela que corre por los caminos, que va empujando a sus personajes (o es empujada por éstos) a lo largo de rutas, posadas o paradores, ciudades. Pero es también, como debe ser, una novela de obsesiones. La primera de las cuales es precisamente ese don Miguel Cervantes Saavedra, autor de un libro con el cual las relaciones de Alberto fueron, según los datos que poseemos y que nos proporciona el propio autor, tirantes hasta la reprobación. Curiosamente, entre muchas lecturas que propone hoy El Quijote (ya sabemos que cada generación no se limita a leer un libro, también lo reescribe, de alguna manera lo reinventa) está la de leerlo como una road movie. El Quijote también transcurre y discurre por rutas, poblados, tabernas (que hoy se llaman paradores). A lo largo de sus páginas el personaje tropieza con seres bondadosos, con hermosas muchachas, con rufianes, como le ocurre a Alberto. Obtiene victorias efímeras y es derrotado, como debe ocurrirle a todo héroe de verdad. El Quijote es también una novela de caballería y en ese sentido fue considerado un homenaje a un género en extinción en la época en que Cervantes escribió su libro, pero también (al menos en apariencia) una parodia.

Hace unos días hablamos con Alberto de esa su relación con El Quijote y tratamos de ponernos de acuerdo en las razones de la inmortalidad del libro. Creo que ellas son insondables. Pienso que si El Quijote sigue cabalgando es porque, como dice Mario Vargas Llosa a propósito de Tirant lo Blanc de Joanot Martorell (uno de los antecesores de Él Quijote, precisamente) le pasa lo mismo que a este libro: vive por las palabras. En Tirant lo Blanc, dice Mario Vargas Llosa, lo que cuenta son las palabras y piensa que ellas son las auténticas protagonistas de la historia. «Unos personajes tan deslenguados y abundantes, tan intrusos, que a menudo parecen emanciparse de aquello que deberían expresar — los seres humanos, las anécdotas, los decorados, los paisajes, incluso las ideas— y adquirir una suerte de vida propia, una autosuficiencia

ontológica, como ocurre, por ejemplo, con las palabras cantadas de la ópera que el melómano puede gozar, sin necesidad de entender.» Las palabras, el lenguaje, entonces, la manera y la forma de cantar.

Algo de eso ocurre aquí, en Los pelagatos, y en apoyo de lo que digo bastaría citar tres o cuatro pasajes o capítulos: la desaforada aventura amorosa entre la abuela de Alberto y el guardabarreras en la casilla de señales de Colón: el final del Mago: el capítulo con las piernas mojadas, que de algún modo misterioso me hizo pensar en el capítulo del tablón en Rayuela. Podría mencionar otros, pero prefiero que cada lector, como yo, vaya avanzando por esta auténtica cinta de Moebis que finalmente es Los pelagatos y descubra, por sí mismo, el libro.

Una de las historias que me conmovió fue la del cine Lezica y ello por la sencilla razón de que, en cierto modo aunque en épocas y lugares diferentes, yo también escuchaba las voces de los actores, de los personajes de infinidad de películas, nada más que las voces, y como Alberto, estaba irremisiblemente condenado a inventar historias, a imaginar situaciones y gestos, a adjudicarles una cara a esos hombres y mujeres que sufrían y amaban en la, para mí, invisible pantalla.

Una de las grandes tomas de aire (ignoro si la única) del viejo cine Rex, hoy en vía de ser recuperado, desembocaba precisamente en el patio del apartamento de mis abuelos, en la calle Julio Herrera y Obes, 1332, 2° piso. Con un asombro supersticioso, oí una noche voces misteriosas, risas, una música inubicable flotando en el patio en tinieblas. Al cabo de vacilaciones, dudas, miedos ubiqué la fuente misteriosa. Los sonidos, las voces, las risas, me llegaban envueltas en el aire caliente y viciado de la sala, expulsado de ella por uno o más ventiladores. Mi madre me advirtió que debía ser malsano y hasta me prohibió que siguiera frecuentando esa zona condenada. En vano. Noche a noche, yo acudía a la cita. Tiempo después, cuando ya podía ir solo al cine, vi algunas de esas películas, reconocí los parlamentos, la música, en la pantalla los actores que representaban a los personajes que yo había inventado: Greta Garbo, Joan Crawford, Humphrey Bogart, Spencer Tracy, y sobre todo Margaret Sullavan.

Yo creo que algo parecido les sucede a los lectores con los personajes de las novelas que leen. Cada uno de nosotros se ha hecho una idea de cómo era Emma Bovary, Fabricio del Dongo, Lord Jim, Larsen, Díaz Grey, Kate Croy, que sé yo... Lo mismo nos va a ocurrir con estos personajes de Los pelagatos, con esa abuela atípica (por decir lo menos) que es Antonia; con Isabella, con el misterioso hombre del tiempo, con el Mago. Y en eso consiste la magia de la auténtica escritura: cada uno de nosotros deberá buscar dentro de si las misteriosas raíces y afinidades que nos permitirán recrearlos, darles vidas por un momento, en el instante de la lectura, hacerlos trasponer la frontera entre ficción y realidad.

Ello sólo será posible en la medida en que los personajes posean eso que se llama «vida», para emplear un término abarcador y lo suficientemente vago como para hacerlo funcional, servicial diría. Creo que es el caso de Los pelagatos.

A partir de las cartas enviadas por don Juan Gallo de Andrada, escribano de las Cámaras a su Majestad el rey Felipe II, podremos enterarnos de un agitado período de la vida de Cervantes. Las cartas, por supuesto, son apócrifas, pero lo que allí se nos cuenta es el resultado de una minuciosa y casi fanática investigación que se parece más a un ajuste de cuentas que a un homenaje. Vale la pena leerlas con aplicación, porque en ellas podremos encontrar unas cuantas claves para bucear en el trasfondo de Los pelagatos.

Novela vertiginosa, llena de humor y amor, es también un moroso y nostálgico (aunque a primera vista no lo parezca) viaje en el tiempo, una vuelta al barrio, al pago, al lugar natal. Todos somos Ulises, en ultima instancia.«Un libro ingenioso y alegre, un libro que se agradece y entusiasma», escribió de él Angeles Mastretta, quién integró el jurado que ubicó a Los pelagatos como finalista del ultimo premio Planeta del Sur.

Omar Prego Gadea
Cuadernos de Marcha
Junio 1997

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