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Una conferencia sobre el sentimiento hispano – americanista en la literatura uruguaya
Gustavo Gallinal

I

 

Al pronunciar la palabra hispano-americanismo, tema central de esta disertación, quiero precaverme contra torcidas interpretaciones. Incalculable es el poder de las fórmulas. Las palabras ejercen potentísimo, maravilloso influjo sobre los hombres. La ilusión verbal, la seducción engañosa de un verbo sonoro, con harta frecuencia sirven para propagar falsos y nocivos conceptos, ideas que caen como simientes en las almas de los hombres y en las almas colectivas de los pueblos. Ellas difunden sentimientos y pasiones que luego son causas secretas o manifiestas de hechos de proyecciones incalculables; hacen un camino escondido y subterráneo y luego aparecen de pronto, surgen a la luz, estallan en las misteriosas acciones y reacciones de la historia. "En el principio era el verbo", dice el sagrado texto. En el principio era la fuerza, en el principio era la acción, traduce en las filosóficas meditaciones de su gabinete de alquimista, el personaje eterno en cuyos labios puso Goethe numerosas sentencias de hondo e imperecedero sentido. La palabra es fuerza y acción, está en el principio de toda humana obra. No son fórmulas áridas y secas de notaciones matemáticas esos signos convencionales del lenguaje; no tienen el valor inmutable de las cifras algebraicas. Palabras idénticas, despiertan resonancias múltiples, infinitas, ecos lejanos y diversos, al caer en las conciencias de hombres distintos, y más aún, al derrumbarse en esas simas insondables de la subconciencia, llenas de temerosos silencios y de profundos misterios. Palabras hay que al través de nuestra vida psíquica, hemos cargado de recuerdos; al pronunciarlas, sentimos que suben en bandadas a la luz de nuestro espíritu, memorias que parecían desvanecidas para siempre en los limbos del olvido donde más se espesa la penumbra. Otras hay que nos basta decir mentalmente para que llenen nuestra conciencia las ondas de una prolongada vibración musical, como si dedos intangibles tañeran las cuerdas del arpa íntima. Las hay, que hacen revivir en nosotros un mundo de sutilísimas correspondencias en el que los sones se trasmutan en recuerdos, los perfumes se truecan en visiones, las voces evocan paisajes o figuras. La palabra, condensación del aliento del alma, surge tibia, cuando es sincera, del calor más hondo de nuestro ser. Es formidable instrumento de goce o de dolor que pulsa sabiamente la mano del artista. Guarda en sí posibilidades inagotables. De alianzas inconsútiles, de palabras que pueden hacer melodías jamás oídas, trémolos suavísimos, austeras, y prodigiosas sinfonías. En sus virtualidades pictóricas hay colores para emular las orgías, de los maestros venecianos, claridades y sombras como las que lucen en las evocaciones trágicas y visionarias de Rembrandt, matices tenuísimos, brillos triunfales, florecimientos esplendorosos, rompientes de luces, tales como jamás se extendió el pincel sobre el lienzo. La palabra destella y fulgura como una gema o salpica y ensucia como el lodo; provoca exaltaciones de férvida espiritualidad, o prodiga caricias sensuales y enervantes; es filtro que rinde voluntades, venda de piedad sobre la herida, hoja tajante que blande un brazo heroico... Pensamiento, sentimiento, música, idea, color, perfume, el verbo está en la raíz de todo humano impulso.

 

Épocas hay del espíritu humano que son abiertas por una inesperada insurrección verbal. Recordad los manifiestos del romanticismo en su período de ataque. El arte clásico puro mataría la belleza por cristalización. El puro espíritu romántico lo disolvería. Chateaubriand descubre la palabra "con gusto a carne" según la frase de Maurras; Hugo desata sus torrenciales orquestaciones verbales; Gauthier enriquece la frase como el pintor carga de colores la paleta... El romanticismo es una grande renovación verbal. Es también todas las otras cosas que sabéis y cuya importancia histórica no necesito explicar ahora. Un escritor de España, cuyo nombre poco se conoce y se pronuncia en nuestras tierras de América, Juan Maragall, patriarca de las letras del renacimiento catalán, el que escribió el "Cántico Espiritual", una de las inspiraciones perdurables de la moderna literatura peninsular, ha escrito un delicado elogio de la palabra, "la maravilla mayor del mundo porque en ella se abraza *y confunde toda la maravilla espiritual de nuestra naturaleza. Parece, concluye, que la tierra use de todas sus fuerzas en llegar a producir al hombre como al más alto sentido de sí misma y que el hombre use toda la fuerza de su ser en producir la palabra". Aladas las llama Homero, con primoroso epíteto. Y hoy leemos las suyas, inmortales, y pensamos que casi nada más que palabras, palabras aladas y mármoles rotos, quedan de una de las más hacendosas colmenas humanas que hayan fabricado su miel en las ramas del tiempo. Todo lo demás se derritió como cera blanda...

 

Pesemos, pues, las palabras a las que hemos de atar nuestro pensamiento. Si amamos la verdad, hablemos con palabras veraces, no manchadas de falsedad o de insinceridad.

 

Entre las palabras, las hay que son cordiales y simpáticas, y suenan como lemas de nobles cosas y de altos efectos, porque evocan férvidos ideales de la conciencia colectiva: patriotismo, nacionalismo... A la par de ellas, otras análogas: hispano-americanismo... Ellas han de ser definidas con claridad antes de servirse de ellas. Por eso dije al comenzar que quería precaverme desde luego contra interpretaciones equivocadas. Tienen esas palabras, una faz de simpatía; pero como medallas que ostentaran en una de sus caras el laurel pacífico y en el reverso la efigie agresiva y bélica, sirven también de consignas de la discordia y el odio. Las buenas palabras generosas se trasmutan fácilmente en leyendas de la pasión agria, se cargan de sentido negativo; el espíritu del mal les infunde un aliento ponzoñoso. Así suelen sonar a cosas inicuas las palabras patriotismo, nacionalismo, cuyo germen está en un santo amor. Cuidemos, pues, el precisar nuestras palabras. Crear la fórmula es forjar el grillete del pensamiento.

 

Mal entendida, esta voz "hispano-americanismo", puede revestir sentido indeseable. Nace entonces la oposición con aquella otra que he pronunciado, panamericanismo, se pronuncia la hostilidad de los diversos conceptos de "la patria, magna". Frente a la unidad labrada por la raza o el idioma, la vinculación de la unidad territorial o continental; el lazo atado por la geografía frente al anudado por la historia o la estirpe o la política. Entonces la palabra que significaba unidad buena de familia dentro de la comunidad de los pueblos, se torna en verbo negativo, erizado de incomprensiones, signo de pasión, entrañado como activa levadura en un grupo humano, fórmula de contradicción y de lucha.

 

Insisto, pues, en mi afirmación inicial, de que, fervoroso hispano-americanista, si ello dice amor al vínculo de la tradición, no profeso tal palabra como fórmula de doctrina, antes bien expresamente quiero despojarla de sentido político. El hispano-americanismo de que hablo es de cristalina sencillez: pero tiene primordialmente, valor sentimental. Por eso escribí el título publicado de esta disertación: el sentimiento de hispano-americanismo en la literatura uruguaya. No por eso le atribuyo valor ínfimo. El sentimiento es una fuerza invalorable. No sólo los artistas, los poetas, también los hombres de Estado, los que manejan humanos intereses, deben calcular el poder de irradiación y expansivo del sentimiento. Sus proyectos serán errados, cuando en ellos no pese como algo real, eficiente, ese factor del sentimiento, que puede llegar a ser todopoderoso; el sentimiento es magnética corriente que galvaniza a un pueblo entero y lo alza pronto para viriles empresas o que pasa de uno en otro pueblo, salvando las fronteras materiales, revela profundas afinidades y toca y exalta las almas para gestas que tuercen el curso de la historia y hacen violencia al destino. Hispano-americanismo, en intención de esta conferencia, es vínculo de simpatía y afinidad entre España y América. Lo estudiaré reflejado en nuestra literatura uruguaya. El tema, demasiado vasto para una lectura, podría tener fases múltiples. Aún concretado a su mera expresión literaria, desbordaría de los límites fatales en los que debo encerrarme. Podría comprender el estudio, aún no realizado en forma aceptable, del influjo de la mentalidad española en las diversas épocas de la literatura patria. Se podría, por ejemplo, escribir un ensayo sobre el paralelismo de ambas literaturas, sus diferencias y simpatías. Cabría medir la influencia de los escritores españoles en nuestra producción. Algunos de ellos — Larra, Zorrilla, Bécquer — darían materia para interesantes notas. Podríamos sentirnos tentados a trazar las semblanzas de los españoles de origen, incorporados como nativos a nuestra historia literaria, símbolos vivos que revelan hondísima afinidad y compenetración intelectual y sentimental. Citemos sólo un nombre, y muy reciente: "El Viejo Pancho", el poeta criollo por excelencia de nuestro tiempo, el más genuino de los modernos payadores, cantor del pago y del terruño, fue español de nacimiento. Si quisierais saber cómo y por qué el más penetrante intérprete actual del alma de nuestros hombres de campo, el que infundió más emoción al habla característica de nuestros "gauchos" de ahora, acertó a hacerlo sin haber visto la luz de nuestros pagos, tendríais que descender a ese oscuro fondo étnico, a ese secular depósito de sentimientos que pasa de padres a hijos y donde yacen adormidas, pero siempre vivas, profundas simpatías, impulsos capaces de abrirse en los corazones como florecimientos espontáneos de lo más íntimo de nuestro propio ser. Así se abrió un día de pronto en el corazón de "El Viejo Pancho", amasado con tierra española, la flor de la nativa poesía que pensamos que sólo podría germinar en barro de América.

 

No es ese grupo de semblanzas el que voy a tratar ahora. He circunscrito más mi tema. Al comenzar mi escrito, suspensa sobre el papel la pluma, pensé que el título pudiera ser éste o parecido: De cómo se refleja el sentimiento de amor a España en algunos de los escritores uruguayos representativos de nuestras diversas épocas literarias. Estamos en el presente empeñados en una tarea de vinculación espiritual y material. Colaboran en ella instituciones tan beneméritas como este "Centro Gallego" que hoy me honra con la hospitalidad de la tribuna. La tarea es más fácil y fecunda hoy que ayer, y también más necesaria. La renaciente cultura de España, en plena expansión, en rico y copioso fructificar, nos brinda cátedras, universidades, centros de estudio y laboratorios. Rumores de taller en actividad llegan a instituciones como esa admirable Junta de Ampliación de Estudios que congrega en su seno a algunos de los hombres cumbres de la intelectualidad de España, que irradia su pensamiento, en el interior y en el exterior y ofrece un vasto campo de estudio y de labor a los jóvenes estudiosos. Pero si la organización universitaria cuenta hoy con eficaces instrumentos de trabajo intelectual, la propaganda siempre ha tenido apóstoles. Esto es lo que pondré de relieve. Diré cómo trabajaron por esa vinculación algunos de los más prestigiosos escritores uruguayos; cómo la sintieron y sirvieron. Presumo que no habrá más grata manera de hacer discurrir con amenidad y deleite esta hora, que la de ceder con frecuencia la palabra a esos escritores compatriotas. Leeremos, pues, juntos y en alta voz, algunas de las páginas más bellas que les inspiró el amor al genio materno de España, reanimando los acentos de algunas voces amigas y elocuentes que siempre nos será grato oír, a nosotros y a vosotros.

 

II

 

Podríamos pasar por alto los escritos de la primera generación. Tiene ella nombre que plenamente la encarna. Francisco Acuña de Figueroa personifica el espíritu del Montevideo colonial y luego, durante largos años, ocupa la desierta escena literaria de nuestro país. Por un sino curioso, pero revelador de un estado social, este hijo de Montevideo no se alistó en las filas revolucionarias al estallar el movimiento emancipador. Permaneció fiel al rey Fernando VII y a las banderas españolas ¡Traición!, gritarán los eternos incomprensivos, o cuando menos señalarán al poeta como una excepción vituperable. Hay quienes creen aún que nuestra historia está partida netamente en dos por la revolución: del lado de allá el pasado en sombras; hacia acá el resplandor de la nueva era. Por fortuna, ya hace muchos años que el progreso de los estudios históricos ha hecho saber que es necesario sepultar bajo siete llaves esos conceptos declamatorios.

 

La situación personal de Figueroa, que coincide con la de muchos de sus contemporáneos nacidos en nuestra tierra, está explicada sin subterfugios en el prólogo del "Diario Histórico", libro apelmazado y soporífero para quien pretenda hallar en él méritos literarios, pero lleno de interés para quien aspire sólo a rastrear datos y pormenores curiosos de los últimos años de la dominación española en nuestro suelo. Estuvo el poeta, junto con sus hermanos, entre los muros de la plaza, durante los años de la encarnizada resistencia que opuso a las armas de la revolución; quiso, aprovechando sus forzados ocios, trazar la crónica del sitio. Como muchos otros americanos, escribe Figueroa, que después se han hecho recomendables por las letras o por las armas, en honor y defensa de la patria, él, en los primeros años de la Revolución, y muy joven todavía, cedió a las simpatías de familia, a las preocupaciones de su educación y antecedentes y no comprendió a primera vista lo grande del movimiento, ni su impulso regenerador que debería fructificar en las generaciones del porvenir; asustado por el áspero sacudimiento y convulsión que aquél hacía experimentar a todo el antiguo orden social, se encontró colocado entre aquellos que pretendieron poner un dique con sus pechos al torrente que se desbordaba, sin dejar por eso de amar mucho a su tierra natal... Fácil le hubiera sido borrar actualmente hasta los vestigios de sus antiguas opiniones, pero esto sería mentir a la patria y mentir sin utilidad para ella. La guerra de la independencia es para Figueroa una guerra civil. El sentimiento patriótico no late en su espíritu en esta primera época de su labor. España es la patria, grande. Montevideo la aldea nativa querida con íntimo afecto. Nutre su pecho un vivo sentimiento localista. Más tarde, el narrador en verso del sitio de 1812 se trueca en el "poeta civil", — si cabe prodigarle tal sonoro título — de la república recién constituida. Con tal tiesura, requerida por tan empingorotado oficio, pulsa la lira de hierro. Maldice a España en versos que son ecos de la poesía española del siglo XVIII y principios del XIX. Prodiga sus versificados anatemas, aunque no tanto como los sahumerios a los próceres del nuevo régimen. Así vive medio siglo reflejando en su producción las variaciones políticas del medio en que vive. Escéptico y despreocupado, se consuela de sus errores con la liviana sátira horaciana. Nacido para la vida plácida y cortesana, tocóle en suerte capear las tormentas de los años más turbulentos y borrascosos de nuestra historia. Abrid algunos de los tres gruesos volúmenes que en la famosa "Biblioteca de Autores Españoles" de Rivadeneyra conservan una nutrida compilación. Os llamará de inmediato la atención la semejanza espiritual de Figueroa con estos escritores. Allí cabría un sitio para su producción. Fue siempre entre nosotros el poeta del buen tiempo pasado. Fluctuó sin convicción, arrastrado por las opuestas corrientes políticas que atravesaron su época, desde los días de la colonia hasta los de la formación constitucional. Acompañó en sus cambios y mutaciones a nuestro Montevideo, desde que la ciudad comenzó a removerse en la celda de la crisálida colonial.

 

No cabe hablar con propiedad del sentimiento hispano-americanista en Figueroa. Espiritualmente es todavía más español que americano. Es natural que fuera así. Los cambios intelectuales son siempre más pausados y lentos que los políticos. Las fechas de la historia política no marcan los jalones de la historia literaria. Acuña de Figueroa "sobrevive" medio siglo a su época y es la encarnación de la tradición española en los primeros tiempos de la patria nueva. Si fuera necesario demostrar esto, que es la evidencia misma, bastaría su nombre para probar cuan falso y deleznable es el concepto que pretende, existe un abismo cavado por la revolución emancipadora, que separa al presente del pasado. La historia es continuidad, sucesión de hombres y pueblos, tradición, es decir, trasmisión, de unas en otras generaciones, de la llama sagrada de la vida. Cada generación, antes de disiparse para siempre, lega lo mejor de sí misma a la que viene tras ella. Cada generación es el eslabón de una cadena que sostienen las manos de Dios.

 

III

 

Acuña de Figueroa, sumergido a medias todavía en el pasado colonial, no goza aún de autonomía mental; es una prolongación de la vieja y empobrecida cultura española del siglo XVIII. Pero he aquí que la alborada romántica destella sobre los pueblos del Plata. El romanticismo mira por una de sus fases al pasado. Pero es al mismo tiempo un movimiento de libertad espiritual. Los corifeos del romanticismo americano aspiran con justicia a conquistar la independencia intelectual, que es para ellos complemento de la independencia política. Publicistas de aquella generación que removió tan hondos problemas literarios, políticos y sociológicos, sin acertar casi nunca con su solución, acuñan su pensamiento en una frase lapidaria: civilización y barbarie. Civilización, es decir, europeísmo, en el sentir de Sarmiento; barbarie es decir, soledad de los desiertos, restos y resabios de la cultura colonial, todo lo que se opone al cambio de los espíritus. Buscad en Sarmiento, buscad en Alberdi, buscad en Andrés Lamas o Juan María Gutiérrez los testimonios de esa guerra sin cuartel: los hallaréis repetidos hasta la saciedad. Sarmiento, para citar un solo nombre, pasa por Montevideo en tiempos de la Guerra Grande. La ciudad, guarnecida por numerosas legiones de extranjeros, mezclados con hijos del país, lucha contra el ejército de Oribe. Nuestro viajero queda deslumbrado. Su famosa frase paradójica, cuya paternidad alguien ha discutido, parécele justificada y concretada en un ejemplo histórico: civilización contra barbarie. En la carta en la que describe, con su natural verba incontinente, improvisadora y pintoresca, el ambiente cosmopolita del Montevideo de la Defensa, está estampada la jubilosa impresión que le causa el cambio profundo que nota, que él interpreta como un rompimiento a muerte con el pasado histórico español. "Buenos Aires (el Buenos Aires de la tiranía) España exclusiva; Montevideo, Norte América cosmopolita. ¿Cómo han de estar en paz el fuego y el agua?" Y luego formula, contra los encastillados en el espíritu de España, un anatema iracundo: "¡Raza infeliz, mátate como el escorpión, con el veneno mismo que circula en tus venas!" "¡Oh Montevideo, exclama dirigiéndose a la ciudad europeizada, yo te saludo, reina regenerada del Plata! Tu porvenir está asegurado; el incendio de los pajonales del desierto ha pasado ya sobre tu superficie; la yerba que nazca será fresca y blanda para todos. Proscrito de mi raza, un día vendré a buscar debajo de tus muros las condiciones completas de hombre que las tradiciones españolas me niegan en todas partes". Un tema muy sugestivo acude a los puntos de la pluma al comentar estas apasionadas frases de Sarmiento. Hay que vencer un impulso espontáneo para resistirse a insinuarlo siquiera. Porque no creo que podría demostrarse cumplidamente que este batallador y encrespado espíritu de Sarmiento, alzado en recio gesto de rebeldía contra la tradición española, es, sin embargo, para quien sepa calar hasta lo íntimo de su espíritu, el más genuinamente castizo de los escritores de América.

 

Releed "Recuerdos de Provincia" y decidme si se ha escrito en América libro que, con más frescura que éste, conserve el aroma de los tiempos idos, en el que se evoque con una vivida emoción el ambiente claustral de nuestras viejas ciudades, señaladas todavía por el austero sello de la España vieja.

 

Dejemos de lado ese comentario tentador y vayamos a lo pertinente. Cuando el romanticismo erigió su enseña libertadora, pareció que bajo las oleadas de gloriosas novedades desaparecían sepultadas para siempre las reliquias de la tradición española. Concretémonos a los escritores uruguayos. Andrés Lamas pregona un ideal combativo: "Dos cadenas nos ligaban a España: una material, visible, ominosa; otra no menos ominosa, no menos pesada, pero invisible, incorpórea, que, como aquellos gases incomprensibles que por su sutileza lo penetran todo, está en nuestra legislación, en nuestras letras, en nuestras costumbres, en nuestros hábitos y todo lo ata, a todo le imprime el sello de la esclavitud y desmiente nuestra emancipación absoluta. Aquélla pudimos y supimos hacerla pedazos con el vigor de nuestros brazos y el hierro de nuestras lanzas; ésta es preciso que desaparezca también si nuestra personalidad nacional ha de ser una realidad; aquélla fue la misión gloriosa de nuestros padres; ésta es la nuestra". Tal, el confesado, propósito de Andrés Lamas. La realización, esto seria claro para quien analizara su obra historial, es menos absoluta de lo que dicen estas palabras. En su labor de historiógrafo, versado en la ciencia de explorar los arcanos del pasado, abundan las declaraciones respetuosas de la obra civilizadora de España en América. Suyas son estas otras palabras, sólo en la apariencia contradictorias de las anteriores: "Es justo abandonar las preocupaciones y el idioma de los campos de batalla. No hay nación alguna que haya puesto menos trabas al desarrollo intelectual de sus colonias; sólo en las españolas se encuentran rastros de la enseñanza superior. Si lo que entonces se enseñaba casi no merece los honores de la ciencia, era, al menos, cuanto ella poseía".

 

Andrés Lamas coincide en ideas, como muchos escritores americanos, con los partidos avanzados de la España de su época. Su repudio de la tradición se refiere a la parte muerta, caduca, del pasado; no a lo afirmativo y perenne. La posición espiritual de los publicistas como él, se acerca a la que ocupan los publicistas liberales de la España misma, tal como los revolucionarios de América simpatizaban con los rebeldes constitucionales de la España de Fernando VII. Atacan al absolutismo, a las instituciones retrasadas, no al genio mismo de España.

 

El sentimiento hispano-americanista tiene en las generaciones románticas un representante calificado, un propagandista infatigable cuya pluma jamás enmohecida sirvió esta obra de vinculación mental: es Alejandro Magariños Cervantes. Muchos años ejerció el patriarcado de las letras uruguayas. Se han borrado y desvanecido los perfiles de su silueta de escritor. El tiempo ha marchitado sus obras, robándoles frescura y color. Pero en la crónica de nuestra sociabilidad, aparecerá siempre como una figura simpática.

 

Es un iniciador, aunque no siempre o nunca, afortunado en la realización. Quien hable de nuestra novela cometerá injusticia si olvida a "Caramurú", el ensayo de romance de ambiente nacional, en su tiempo prestigioso, que marcó huellas útiles a los rastreadores del terruño. Quien diga del desarrollo histórico de nuestras letras no podrá pasar en silencio las leyendas en las que Magariños tentó escribir poesía genuinamente americana y columbró horizontes desconocidos. El echó a la circulación entre nosotros, siguiendo la inspiración de los primeros románticos, los nombres, las cosas, los recuerdos patrios. Cierto que, en definitiva, el historiador literario mencionará estos libros en calidad de antecedentes, no de obras duraderas. Pero en la historia hay también glorificador recuerdo para los iniciadores, los precursores. Magariños Cervantes lo fue entre nosotros en campos varios de la actividad intelectual. Hay escritores secundarios, para quien juzgue sólo la calidad de la obra escrita, que fueron personalidades de primera fila en su tiempo, y cuyos nombres sobrevivirán largo espacio al naufragio de su labor literaria. Así valió Magariños por su acción, por su influjo, por la irradiación de su personalidad. Cultor y pontífice en su tiempo del americanismo literario, es decir del propósito de infundir color y sabor locales a la literatura, completó su amor a las cosas americanas con el amor que profesó a las cosas de España. Vivió, muy joven, en España. Granjeó allí fama, renombre apreciable. Anudó amistades con los más preclaros escritores y políticos. Poned ahora los nombres más insignes de España en la primera mitad del siglo XIX; raro sería que alguno de ellos no haya estado vinculado a Magariños Cervantes. Fue éste un hispanista ferviente. Su libro "Estudios históricos sobre el Río de la Plata", interesante boceto de estudio sociológico, a pesar de ser obra improvisada de diarista y por muchos aspectos un panfleto político, contiene una interpretación no por completo despreciable del significado histórico de la tiranía resista. Obedece a una tendencia de acentuado hispanismo. Predica la unión espiritual de España con sus antiguas colonias. Pide que los gobernantes fomenten con predilección la inmigración española, a su juicio la más asimilable, la más benéfica para estos países, que deben afirmar su civilización y su carácter propios de sello ibérico, frente al preponderante coloso yankee, cuya nación "pasmosa por sus progresos materiales, no ha cultivado los progresos morales..." (Asoma el cargo que tiene elocuente expresión en el Ariel...) Rechaza indignado Magariños Cervantes la pretensión de superioridad anglo-sajona. "Nosotros, escribe en el citado libro a mediados del siglo, apreciamos en mucho nuestra nacionalidad de raza; nosotros creemos que ese hidalgo pueblo español tan calumniado no cede a ninguno en virilidad, ni carece de aptitud para nada cuando saben dirigirlo. ¿Por qué, pues, se le muestra tanto desvío? Las provincias vascongadas, Aragón, Cataluña, las dos Castillas pueden enviarnos colonos tan buenos o mejores como los ingleses y franceses. Estos acudirán siempre en sobrado número para inclinar la balanza a su favor, al paso que los primeros nos son indispensables para mantener el equilibrio y para que haya siempre entre nosotros un plantel de raza hispana, cuyos vigorosos retoños salven la nacionalidad, la religión y demás gloriosas tradiciones españolas. Mezclemos nuestra sangre con la extranjera, ya que ésa es la ley constante de la humanidad, pero no reneguemos de nuestro origen primitivo..." Así, refutando juicios de Alberdi, escribía Magariños Cervantes en años en que el prestigio español en la intelectualidad de América padecía eclipse. No fue únicamente entonces, ni principalmente, cuando don Alejandro rompió lanzas, desde su campo conservador, en pro del hispano-americanismo.

 

Acometió y llevó a feliz término una empresa que, considerada la distancia en el tiempo y el estado de la cultura de entonces, puede ser alabada en calidad de meritísimo ensayo de irradiación intelectual por Hispano-América. Publicó la "Revista Española de Ambos Mundos", dotada de amplio programa hispano-americanista. Salió a luz la Revista en 1853; su colección tiene lugar en la historia de la cultura de América. "Esta publicación, estampó Magariños Cervantes en el prospecto, está destinada a América y a España; pondremos particular esmero en estrechar relaciones. La Providencia no une a los pueblos con los lazos de un mismo origen, religión, costumbres e idioma para que se miren con desvío y se vuelvan las espaldas, así en la próspera como en la adversa fortuna. Felizmente, han desaparecido las causas que nos llevaron a la arena del combate y hoy el pueblo americano y el ibero no son ni pueden ser más que miembros de una misma familia, la gran familia española que Dios arrojó del otro lado del océano para que   con la sangre de sus venas, con su valor e inteligencia conquistase a la civilización un nuevo mundo. Los nietos de los conquistadores nacidos en España pueden y deben ayudar a sus hermanos nacidos en América a llevar a cabo la grande obra que iniciaron sus gloriosos ascendientes al clavar la cruz y el victorioso estandarte de Castilla en las vírgenes playas del continente indiano. La Revista consagrará artículos especiales al examen y solución de varias cuestiones en que están empeñados el porvenir y los más caros intereses de España y América. Así se establecerá una noble emulación y alianza entre los escritores españoles y americanos. Así se estrecharán por vez primera la mano al través de los mares y de la universidad. Los últimos tendrán además la ventaja de darse a conocer en Europa y de que su nombre desconocido aquí, y tal vez en el resto de América, pase las fronteras de su natal región. Nadie ignora que, por motivos que sería muy extenso enumerar, es más fácil la comunicación entre París y las nuevas repúblicas que la de éstas entre sí. La Revista impresa a la vez en la capital de Francia y en la de España podrá esparcirse fácilmente y con regularidad por todo el hemisferio americano. París y Madrid, sarán el centro en el cual convergerán para reflejarse enseguida en las dos Américas y en la península, como los rayos de un disco luminoso, las ideas confiadas a la Revista". Ambicioso fue el programa; la ejecución hizo honor a Magariños Cervantes. La "Revista Española de Ambos Mundos" albergó en sus números colaboraciones de reputados escritores de España. Allí disertaron de historia, de sociología, de literatura, allí escribieron en prosa y en verso José Joaquín de Mora, Amador de los Ríos, José Zorrilla, Bretón de los Herreros, Antonio Cánovas del Castillo, Castelar... Al pie de composiciones literarias o de estudios sobre el pasado o el presente de nuestros países, lucen allí las firmas de celebrados escritores de América: Lamas, Alberdi, Frías, Abigail Lozano, Eduardo Acevedo y muchos otros. Publicó también en la Revista, Magariños Cervantes, varios ensayos históricos. No eran sino prosas de divulgación y de segundo orden, pero traían alguna estimable novedad que justifica su interés de momento, comparándolos con los escritos de su época. Ensayos sobre la obra histórica de Torrente, el furibundo detractor de la revolución emancipándolos con los escritos de su época. Ensayos sobre los primitivos historiadores americanos... Defiende Magariños el nombre americano contra las diatribas que fructifican copiosamente y en apariencia son justificadas por la anarquía de estas jóvenes naciones. Defiende también la obra colonizadora de España en tierra americana, con un conocimiento no vulgar de los hechos y un criterio que fue una reacción contra la constante diatriba que todavía predominaba entre nuestros publicistas, ya que aún no se habían apagado del todo las brasas del odio encendido por las luchas de la independencia. Claro es que, junto a la vasta obra de reconstrucción del pasado de España en América que se ha ido erigiendo a lo largo del siglo XIX y del siglo XX, cimentada en los materiales exhumados de los archivos y bibliotecas de Europa y de América española y en la que han colaborado intensamente los obradores de ciencia de los Estados Unidos, obra que realza la significación humana y el contenido heroico de aquella gesta prodigiosa, en que la historia rivaliza en grandiosidad épica con la leyenda, nada valen ya, nada cuentan los modestísimos ensayos de nuestro Magariños Cervantes. No fue sin embargo inútil en su hora esa tarea de divulgación, ni cayó en el vacío. "Un pueblo sin historia, escribió al iniciar el ensayo sobre los primitivos historiadores de América, carece de la primera condición de la nacionalidad, es un expósito entre los demás pueblos de la tierra. ¿Ignoran esto los que se empeñan en repudiar en todos los terrenos la tradición ibérica, que eslabona su pasado a nuestro presente, su vida a nuestra vida? No podemos menos, agrega, que confesar con íntima satisfacción, con la noble arrogancia de un hijo que lleva un nombre ilustre y se ve en el caso de hacer valer los antecedentes de su padre que, a pesar de todo, sean cuales fueren nuestros mutuos errores y desaciertos, jamás como hombres de progreso y de corazón, como americanos hijos de Europa y no de los infelices indios, debemos renegar nuestra nacionalidad de raza, ni olvidar nunca que es española la sangre que corre por nuestras venas. La razón de ese sentimiento (si es que los sentimientos se explican) ya la hemos dado en otra parte. Aun cuando nuestros ascendientes no fuesen españoles, parécenos que siempre España tendría nuestras simpatías, porque España es el país clásico en grandes acontecimientos y el pueblo en cuyo suelo privilegiado se han resuelto desde remotos tiempos todas las grandes cuestiones políticas de Europa, disputándose en su recinto el imperio del mundo Roma y Cartago, Julio César y Pompeyo, la cruz y la media luna, la reina de los mares y el capitán del siglo... y el pueblo que con el descubrimiento y conquista de América ¡abrió una nueva era a la humanidad y legó otro mundo virgen al cristianismo, a la política, a la filosofía, a la historia, al comercio, a la industria, a todas las profesiones, ciencias y artes, el pueblo que elegido entre cientos por la mano invisible del Altísimo tuvo la indisputable imperecedera gloria de iniciar ese gran movimiento socialista y humanitario, para marchar a su frente y empujar al viejo y nuevo mundo en una senda tan dilatada e inmensa, tan superior a todo cálculo y previsión como la perfectibilidad y el progreso de que es susceptible la humanidad en el girar de los siglos, ese pueblo ha hecho más por la civilización y el porvenir de la Europa y del mundo que todos los que se han enriquecido con sus despojos, su oro, con su sangre y su inteligencia." Con ese espíritu de simpatía, en medio de su exuberante bambolla declamatoria, pero que contrasta crudamente con el violento antiespañolismo de que se hacía gala entonces en muchos círculos intelectuales de América, escribió Magariños Cervantes sus juveniles ensayos históricos; ellos no tuvieron continuación en su posterior labor, pero fueron un esfuerzo loable por la reivindicación de la grandeza histórica española. La obra de acercamiento hispano-americano a la que consagró su laboriosa pluma no fue perdida. Tuvo en su época dilatada resonancia. Saludemos, pues, la memoria de aquel don Alejandro Magariños Cervantes de las largas barbas patriarcales; reconozcámosle el mérito no despreciable de haber sido su pensamiento una fuerza orientadora, una fuerza desinteresada y generosa, puesta al servicio de nobles causas. Aun disipada la aureola de escritor y de poeta que vieron brillar en torno a su frente los contemporáneos, basta ese mérito para que su nombre merezca durante largo tiempo el respeto acendrado y sincero las generaciones uruguayas.

 

IV

 

En esta rápida sucesión de nombres, saltando muchos dignos de recuerdo, llegamos a nuestra época y a los escritores contemporáneos. No intento siquiera abordar el estudio de la influencia española en la última etapa de nuestras letras. Quedan, pues, de lado, numerosos escritores que no podrían ser omitidos en un estudio, a poco que éste fuese serio, y que aun en una somera reseña sería justo mencionar. Mi programa de esta lectura, lo dije al comenzar, me exime de compromisos. Para ser fiel a mi propósito me bastará elegir tres nombres de entre los publicistas que entre nosotros han propagado con verdadera unción el sentimiento de hispano-americanismo.

 

El primero, maestro de la novela, fuerte, viril artista creador, de vasta cultura y armónica personalidad. Este ilustre novelador fue, en la aurora del siglo, de los jóvenes artistas ávidos de cosas nuevas que abrieron una etapa fecunda para nuestras letras. Enemigo jurado del hueco idealismo, ha formulado un programa de acción —programa irrealizado— en folletos y discursos; ha sido iniciador de una política rural positiva; ha expresado sus filosofías de nietzscheneano valor en "La Muerte del Cisne" y en los "Diálogos Olímpicos" obras que, a pesar de hermosas páginas sueltas, son en mi entender mucho menos intensas y vivideras que sus novelas. Es el novelista nuestro más dueño de los secretos de su arte, más maduro y rico en savia cultural. "La Raza de Caín" dice lo agrio de un alma torva y tiene capítulos de penetrante y cruel análisis. "El Terruño" desenvuelve, no sin algunas escenas demasiado lentas y algunos caracteres artificiosos, un hermoso cuadro de la vida nacional.

 

Por un azar feliz, este artista de cultura cosmopolita, este viajero infatigable al través del mundo y de los libros, fijó los ojos en la tierra española; de esa honda mirada de amor nació "El Embrujo de Sevilla", magistral interpretación del carácter español. El alma andaluza, late con latido ardiente y voluptuoso en ese libro. No comentaré ahora las teorías sociológicas, que no comparto, entretejidas por el autor en la trama de su novelesco relato. Exalta Reyles el amor al riesgo, signo de las razas fuertes, que perdura en la afición a los toros; ve condensadas en él las ásperas virtudes de los pueblos dominadores, capaces de ser señores de sí mismos y del mundo. Esas virtudes, refugiadas hoy en un rincón del alma de España, podrían despertar un día renovando las proezas de antaño...

 

La evocación, vivida y luminosa, de la ciudad andaluza, vale por lo menos tanto como la más elocuente profesión de hispano-americanismo. ¿Qué mejor homenaje puede rendir un artista a un pueblo que el de consagrarle la flor de su obra, la más egregia de sus producciones? Sevilla se vislumbra, en el libro de Reyles, con sus encajes de piedra dorados al sol, sus jardines florentísimos y sus brillantes arabescos, con sus recuerdos milenarios y el fastuoso enjoyamiento de sus riquezas de historia y de arte, cristiana y morisca, mística y sensual, uno de los sitios más propicios para embellecer la vida que el hombre haya creado. "En Sevilla, escribe el autor, donde la sangre corre por las venas rápida y sube al cerebro brincando, el poder de encantamiento es más general y visible que en otras partes. Todos somos artistas, todos sabemos fabricar ilusiones, todos vivimos soñando. Quien lo posee en alto grado lleva dentro de sí el manantial de las supremas embriagueces". ¡Con qué fruición, con qué deleite ha hundido el alma el artista uruguayo en la fuente de encantamientos de Sevilla! Ha quedado con el alma hechizada, embrujada, empapada de hermosura.

 

Recordad sólo la página final en la que los protagonistas de la novela, desde lo alto de la Giralda, miran tenderse la ciudad a sus pies. "Guardaron silencio. Los dos contemplaron la ciudad ávidamente como si quisieran apresarla con los garfios del espíritu y chuparle los tuétanos. En lontananza, destacándose sobre un fondo de oro, Coria, Gelves, San Juan de Aznalfarache, Castilleja de la Cuesta... Cerca, el Alcázar, la Lonja, la Fábrica de Tabacos, el puente de Triana... Las palabras de Rico, que tantas veces se habían repetido, acudieron a la memoria de la Pura. Le salían del alma como una oración y removían el limo dulce y también el sedimento amargo de sus amores, de aquellos amores que, él, lo sabía, habían de ser la cosa más salada del mundo, porque olerían a Jerez amontillado, a claveles reventones y a sangre de toros... Tierra alegre y triste, tierra de hechizos incomparables y de realidades sórdidas. ¡Cuántas cosas, cuántas cosas! Los sultanes, los Reyes, los Conquistadores, la manzanilla, las soleares, don Pedro, don Juan... ¡Aquí oró Colón, allí murió Hernán Cortés, allí está enterrado Guzmán el Bueno, en aquel sitio escribió Cervantes el Quijote, en ese otro habitó Santa Teresa! ¡Vaya canela y venga gloria! En Sevilla todo es hechizo, sortilegio, encantamiento. Muere un bandido y el escultor Gijón hace del criminal un Cristo maravilloso; las niñas ponen unas macetas y unas jaulas en los balcones y como arte de magia truecan en alegría la miseria de la ciudad; los vinos de oro convierten la pena en fiesta, el lloro en canto, el canto en lloro. Sí ¡aquí todos son círculos mágicos!; el sol, las calles embrujadas, los patios soñadores, las quejas quejumbrosas, las procesiones trágicas, los tablaos dislocadores, tierra gorda en la que florecen todo el año los claveles rojos de la pasión y del salero. Y el más grande de todos, la plaza de toros, el redondel divino. La arena amarilla parece un topacio luminoso y ese topacio es un duro crisol donde se funden y aparecen, limpias de escorias, las broncas virtudes de la raza; un misterioso espejo, un espejo brujo, en el cual los españoles nos vemos como quisiéramos ser"... Así aparece Sevilla, iluminada de sol, de hermosura y de ensueño en el libro apasionado de Carlos Reyles.

 

V

 

Después del novelista, el crítico, el prosador cuyo nombre se difunde en alas de la fama por todos los países de habla española.

 

Escritor de América, no tan sólo del Uruguay, José Enrique Rodó unifica en su alma los sentimientos del coro de naciones de origen ibérico de América. Para él la magna patria cuyas fronteras circunscriben un continente entero fue una viva realidad moral. Quiso imprimir a su obra lo que llamó sello de "internacionalidad americana". Su característica es el sentido de los matices. Su arte es todo mesura, equilibrio, ponderación. En los escritos de este apóstol del americanismo literario, hallaremos la persistente afirmación de un ideal de raza. No acepta este ideal como una limitación de perspectivas, un estrechamiento de horizontes; está muy lejos en su culto a la tradición del cerrado y declamatorio espíritu conservador de Magariños Cervantes. La aspiración de americanismo, surgida en la alborada de su juventud, fue mantenida hasta el declinar de su existencia y cierra con indeleble cifra su obra integral. Siempre, como obsesionado por la idea del falseamiento posible de su concepción, junto a la afirmación de americanismo, estampa frases que lo definen conciliándolo con la legítima aspiración a la cultura y al arte humanos y universales. Los pueblos de América, para reconocerse unidos, piensa Rodó, para sentir su vinculación eterna, su unidad moral, superior a las divisiones políticas, necesitan descender hasta el tronco común de que derivan, cavar en la tierra del presente, para poner en descubrimiento la raíz, profundamente hundida en el subsuelo histórico. En una palabra: americanismo, como símbolo de unidad espiritual, no tiene significado claro si no se arranca de la noción de raza y de tradición. Aspirar a formar en el futuro la conciencia de la América democrática y una, es un noble sueño, un ideal, y como todo ideal, una fuerza callada, silenciosa, que tiende a realizarse por su propia virtualidad. Si el porvenir ha de vincularnos en una suerte de confederación moral, reconozcamos que ella está prefigurada en nuestro pasado. Volvamos los ojos a los tiempos idos y proclamemos con orgullo la unidad de nuestra estirpe. "Los pueblos americanos, dijo Rodó al celebrar el centenario de Chile, en un discurso cuyos ecos resonaron por todos los ámbitos de América, comienzan a tener conciencia, clara y firme, de la unidad de sus destinos, de la inquebrantable solidaridad que radica en lo fundamental de su pasado y se extiende a lo infinito de su porvenir". La expresión hispano-americanismo, vuelve una y otra vez a los puntos de su pluma. "No necesitamos los sudamericanos, escribe en 1910, cuando se trata de abonar la unidad nuestra, hablar de Latino-América, para levantarnos a un nombre general que nos comprenda a todos. Podemos llamarnos algo que significa una unidad mucho más interna y concreta: podemos llamarnos ibero-americanos, nietos de la heroica y civilizadora raza que solo políticamente se ha fragmentado en dos naciones europeas. Y aún podríamos ir más allá y decir que el mismo nombre de hispano-americanos conviene también a los nativos del Brasil"... El intento de restauración de la tradición histórica, en lo que tiene de viva y estimulante para el progreso, despojada de sentido netamente conservador, es uno de los propósitos cardinales de Rodó. "Quien siga con atención el movimiento de ideas que orienta y rige, en el presente, la producción intelectual de la América española, dice en uno de sus más medulosos escritos, percibirá, en parte de esa producción, por lo menos, ciertos rasgos característicos que parecen converger a una obra de conciliación, de armonía, de síntesis de enseñanzas adquiridas y adelantos realizados, con viejos sentimientos que recobran su imperio e ideas generales que reaparecen a nueva luz tras prolongado eclipse. Uno de estos sentimientos e ideas es la idea y el sentimiento de la raza. Aquel género de amor propio colectivo que, como el amor de la patria en la comunidad de la tierra, toma su fundamento en la comunidad del origen, de la casta, del abolengo histórico y que, como el mismo amor patrio es natural instinto y eficaz y noble energía, pasó durante largo tiempo en los pueblos hispano-americanos por un profundo abatimiento. Los agravios de la lucha por la emancipación, y el dolorido recuerdo de las limitaciones y ruindades de la educación colonial, movieron en la conciencia de las primeras generaciones de la América independiente un impulso de desvío respecto de todo sentimiento de tradición y de raza. Parecía buscarse una absoluta desvinculación con el pasado y pretenderse que con la independencia surgiese de pronto una nueva personalidad colectiva, sin el lazo de continuidad que mantienen, a través de todo proceso de regeneración o reforma personal, la memoria y el fondo del carácter... Pero hoy, concluye, diríase que del misterioso fondo sin conciencia donde se retraen y aguardan las cosas adormidas que parecen haber pasado para siempre en alma de los hombres y los pueblos, se levantan, a un conjuro, las voces ancestrales, los reclamos de la tradición, los alardes de orgullo de linaje y preludian y conciertan un canto de alborada". .. Así pues, el sentimiento de la tradición histórica colora de vivo sentido hispano-americanista el pensamiento de Rodó; es uno de los elementos que forman el idealismo que predicó por América, desde su cátedra de mármol, bajo el propicio numen del Ariel.

 

VI

 

Réstame tan sólo hablar del hispano-americanismo de Zorrilla de San Martín. Una duda me asalta. Siendo como es, el poeta por excelencia de la tradición nacional, la tarea parece superflua. Mejor que yo puedo hacerlo, lo pregonan sus discursos; levantándose sobre todos ellos, aquel que en un día de gloria pronunció ante el monasterio de la Rábida, frente al paisaje de mar sobre el que palpitaron un día, un día del Señor, las velas de las naves de Colón como grandes aves de esperanza que tendieran el vuelo hacia el horizonte radioso del porvenir. Lo pregonan sus discursos memorables y sus trabajos históricos. Lo cantan en musicales estrofas los versos de Tabaré, en cuyas páginas suenan plegarias de amor y de dolor para el indio desventurado, pero se alza también un himno cordial y fraternal para exaltar las legiones civilizadoras de España, al conquistador y al misionero que bautizaron con su sangre, la tierra gentil y virgen de América. Hablar del sentimiento de hispano-americanismo en la obra de Zorrilla de San Martín es tocar lo central de ella, la médula. En todos sus escritos palpita, por todos ellos se ramifica la profesión de fe tradicionalista. Pienso que la página de Zorrilla que hemos de leer juntos esta noche podemos buscarla en uno de sus libros menos difundidos, en "Resonancias del Camino". Acaso tenga para muchos oyentes el encanto de la novedad, o porque nunca la leyeron, o porque de largos años la olvidaron. Hay, por lo demás, en ese libro, bastante deshilvanado, fragmentos encantadores, impresiones de viaje, acuarelas, meditaciones escritas al recorrer tierras de España, de Francia, de Italia. España le inspiró algunas breves impresiones. Separo esta página inolvidable, que no fue concebida y escrita frente a ningún solemne monumento, que no da voz a ninguna meditación sobre insigne obra de arte o lugar de grandiosa historia, página intensa, mojada de emoción y rebosante de transparente poesía. Está escrita en el valle de Soba, el rincón en que vivieron los abuelos campesinos de Zorrilla antes de que partiera su padre para trasplantar la estirpe a tierra uruguaya. El cuadro, descripción de la llegada del poeta a la aldea familiar, está lleno de ternura. Comienza contándonos la ascensión a caballo por un abrupto camino de montaña. "Tres caballos están prontos para trepar. ¡Y eche usted cerros y peñas y lajas resbaladizas y escalones toscos, lavados y removidos por las lluvias, y senderos estrechos y empinados y ásperos!... La tarde va cayendo. Las montañas comienzan a envolverse en sus vapores grises en primer término y casi violetas más allá. Parece que la naturaleza cierra lentamente los ojos con una sonrisa triste. Los arbustos del borde del camino y las rocas van apareciendo casi repentinamente al llegar a ellos, como si les interrumpiéramos el sueño. Todos seguimos silenciosos uno tras otro; el atajo es muy estrecho. Hasta mis muchachos se han callado y ya nada preguntan sobre lo que ven a un lado y a otro medio esfumado. Un eco dulce salido de entre los cerros inmediatos llega a mis oídos; pocas veces una campana me ha producido un efecto semejante. No había duda: aquella era una campana echada a vuelo. No era la lenta melodía del Ángelus; su sonido era prolongado, alegre; no tenía la melancolía de la campana aislada, que parece deleitarse en dejar morir el eco con agonía larga, y en sentirlo hundirse en la distancia como en un sepulcro. Aquellas campanas reían. Sus notas se atropellaban como las de una carcajada. Me pareció sentirlas en medio de aquella tristeza azulada de las montañas dormidas, la risa de un niño en medio del silencio de una familia de luto. ¿Eran aquéllas las campanas de San Pedro, el pueblecito paterno? ¿Por qué reían así en vez de rezar, si era la hora del Ángelus? ¿Reían acaso conmigo las buenas campanas de la montaña? Yo empecé a presumirlo. Más aún; estaba seguro. Las entendía, Sin embargo lo pregunté al guía interrumpiendo el silencio:

—¿Qué campana es ésa?

—Son las de San Pedro.

—¿Y a qué tocan?

—¡Oh! los pobres de la aldea no tienen otro modo de manifestar su alegría al recibir a las personas que quieren. Esas campanas lo reciben a usted. Mire además hacia adelante. El pueblo sale a su encuentro.

Como de sorpresa, efectivamente, pues no lo había visto a causa del gris crepuscular que todo lo envolvía, me encontré con un grupo de hombres casi a mi lado. Era un grupo de labradores que, con el dalle al hombro, bajaban entre los riscos a mi encuentro, de vuelta de la faena del día. Un momento después, yo me arrojaba entre ellos de mi caballo, y estrechaba sus manos callosas entre las mías, sintiendo en los ojos el agrio de lágrimas.

 

Más allá estaba otro grupo: el cura párroco, los vecinos, las mujeres, los niños. Estos últimos, al verme abrazar por sus padres que me saludaban a gritos, pronunciando su apellido, el mismo mío, prorrumpían en ¡vivas! clamorosos, cuyas notas unidas a las de la campana que seguía volteando como loca, formaban un acorde infantil y sagrado...

 

¡La canción del regreso! Yo no llegaba por primera vez a aquel valle que por primera vez pisaba. Yo regresaba a él. Mi padre había salido de allí casi niño, hacía sesenta años. Yo regresaba con sus nietos, con los nietos uruguayos del noble viejo montañés de larga barba blanca como la nieve de estas montañas, no más blanca por cierto que su conciencia de hombre de bien. ¡Bendita sea su memoria! Todos sabían que yo pensaba entonces en mi padre, y, aunque ya era casi de noche, y no se veían bien las caras, todos sabían que no hablaba porque tenía que llorar.

 

Besé a algunas niñas que salieron tímidamente a mi encuentro, mientras que los demás seguían aclamando como grillos, al son de las campanas. Tomé a una de aquéllas de la mano, a uno de mis hijos de la otra y subí la cuesta pedregosa en cuya cima blanqueaban entre los árboles las casitas de la aldea, y se proyectaba, sobre un fondo de altísimas montañas, la sonora torrecilla cuadrada de la iglesia"...

 

"... ¡Patria hermosa de mi padre a quien ayer no más dejé en su sepulcro en nuestra tierra! Esta fue tan suya como hoy siento que es mía la que piso, en que el buen viejo querido vio la primera luz: allí, en aquella antiquísima y casi ruinosa casa de piedra que estoy mirando como un santuario!"...

 

VII

 

Aquí señores, con esta página de nuestro Zorrilla de San Martín, nuestro y vuestro poeta de América con ideas de hidalgo español, aquí pongo punto final a este comentario y lectura de fragmentos de prosistas uruguayos. El amor al genio de la España materna, habéis podido comprobarlo oyéndolos, nunca se ha apagado entre nosotros. En todas las épocas, lo mismo cuando aún persistían los ecos de la guerra de la independencia, que en los modernos tiempos, cuando rodaban sobre nosotros los aluviones cosmopolitas, en todas las épocas, ha corrido como un agua subterránea y espiritualmente fecundadora la rica, la generosa tradición española. Los más excelsos espíritus que nuestra sociedad ha engendrado bebieron en ella nobilísimas inspiraciones. Aun los blasones de la estirpe lucen en la portada de nuestra casa, democrática y hospitalaria, abierta a todos los hombres de la tierra y a todas las corrientes espirituales del universo. La labor del porvenir no importa la ciega y funesta destrucción del legado de las generaciones extinguidas. Antes bien, en las jornadas futuras por el progreso y por la civilización humana, esperamos encontrarnos de nuevo juntos, americanos y españoles, en torno a la enseña idealista que siempre tremoló sobre los hombres de nuestra sangre hispánica, sangre que hoy corre, canta, florece en las venas de veinte pueblos de la tierra nacidos del vuestro.

1926.

 

Gustavo Gallinal
Colección de clásicos uruguayos
Biblioteca Artigas

Ministerio de Cultura
Año 1967 - Nº 125

 

Texto e imagen recopilado, escaneado y editado por mi, Carlos Echinope, editor de Letras Uruguay, sin apoyo alguno y sin trabajo rentado. Si me apoyan haré mucho más. Gracias.  echinope@gmail.com - @echinope

 

 

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