Guerra de la calle, guerra del alma

Cada una de mis mitades no podría existir sin la otra. Se puede amar la intemperie sin odiar la jaula?. Vivir sin morir, nacer sin matar?.
En mi pecho, plaza de toros, pelean la libertad y el miedo. 

El sistema.

Quien está contra ella, enseña la máquina, es enemigo del país. Quien denuncia la injusticia, comete delito de lesa patria.
Yo soy el país, dice la máquina. Este campo de concentración es el país: este pudridero, este inmenso baldío vacío de hombres. 
Quien crea que la patria es una casa de todos, será hijo de nadie.

Lo enterraron vivo en un aljibe.

Ha de ser un nercio, la ternura. Un nervio que se rompe y no se puede coser. Pocos hombres conocí que hubieran atravesado las pruebas del dolor y la violencia, rara hazaña, con la ternura invicta.
Raúl Sendic fue uno de esos hombres. 
Me pregunto, ahora, qué habrá quedado de él. 
Lo recuerdo con su sonrisa de bebé en la cara tosca, cara de barro, preguntándome entre dientes: 
- Tenés una yilé? 
Raúl acababa de comprarse un traje, en la tienducha de un turco que vendía ropa usada, en la Ciudad Vieja, y se sentía de lo más elegante metido en aquella bolsa de sarga marrón con rayas al tono. Pero el traje no tenía el bolsillo chiquito del pantalón, tan necesario para las monedas. Así que él se hizo el bolsillo con una yilé y unos ganchitos. 
Yo tenía catorce años y era el dibujante de El Sol, el semanario socialista. Me habían dado una mesa, en el local del Partido, y ahí tenía yilé, tinta china, témpera y pinceles. Cada semana había que hacer una caricatura política. Los mejores chistes se le ocurrían a Raúl y le salían chispas de los ojos cuando se acercaba a regalármelos. 
Algunas noches íbamos juntos, después de las reuniones de la Juventud Socialista. 
Vivíamos cerca. Él se bajaba en la calle Duilio y yo seguía un par de cuadras más allá. Raúl dormía en el balcón. No soportaba un techo encima. 
Varias veces me pregunté, años después, cómo habrá hecho Raúl para no enloquecerse el largo tiempo que pasó enterrado en los aljibes. De cuartel en cuartel, lo han tenido en el fondo de la tierra, con una tapa encima, y le bajaban el agua y el pan por una cuerda, para que no viera jamás el sol ni hablara con nadie. 
No me lo puedo imaginar en esas tinieblas. A Raúl yo lo veo a la intemperie, en medio del campo, sentado sentado en un cráneo de vaca que vendría a ser el sillón de su estudio jurídico. Los obreros de los cañaverales, que lo llamaban El Justiciero, escucharon de sus labios y entendieron por primera vez, palabras como: derechos, sindicato, reforma agraria.
Cierro los ojos y vuelvo a ver a Raúl ante un fogón en las costas del río Uruguay. Él me arrima una brasa a los labios porque otra vez se me apagó, ciudadano chambón, el cigarro de chala y naco picado.

Eduardo Galeano, 
Días y noches de amor y de guerra

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