Oda al hombre vulgar

poema de Emilio Frugoni

Vulgar, en este caso: común (N. del E.)

 

Hombre vulgar, prosaico,
que no sabes de esculturales gestos;
ignoras la plástica moral de los arrestos
y eres en el mosaico
de la especie, la piedra más opaca.
Hombre simple y oscuro
cuyo perfil borroso no destaca
ni un rasgo ni una línea
del gran montón anónimo, y no obstante
bajo el destino duro
revelas un alma broncínea
y una voluntad perseverante.
Hombre modesto, ocupas en la vida
un ignorado puesto;
vida desguarnecida
de toda luz, pequeña
y metódica vida
que silenciosamente desempeña
su misión necesaria.
Eres un héroe reacio

al laurel. Tu ordinaria

existencia circula
en el hueco invariable de su espacio,

lejos de toda lírica estridencia:

no sabe de lirismos tu existencia.

Eres resistidor como la mula.
Mas nadie reconoce la importancia

de tu trabajo, y eso que tus manos

sin elegancia y sin arrogancia

realizan en afanes cotidianos

con abnegación invisible

y con mecánica insistencia

la obra que hace posible

la humana convivencia.

 

Tú en el taller, guiando
la máquina o blandiendo
las herramientas, vas canalizando
el latido tremendo
de la naturaleza, y vas haciendo
la gran casa de todos,
la vida con sus múltiples facetas
y sus distintos modos.
Te ignoran los poetas,
pero te necesitamos todos.

 

Yo te veo en los puertos
pululantes de trabajo,
moverte en una nube de faenas,
de arriba para abajo,
de abajo para arriba,
desde la estiba al muelle,
desde el muelle a la estiba,
entre las formidables antenas
de los guinches potentes,
atravesando el ríspido tumulto
de las actividades urgentes,
curvado, casi oculto
bajo el peso de los sacos deformes,
depositando en los hangares
las mil cosas vulgares
que reclaman las gentes,
con tus manos enormes.
Yo te veo en las tiendas

y en las áridas sendas
del comercio, con sus tumultuosos emporios;

o en la calma burócrata

de los escritorios.
Te veo
en los barcos, que evocan

el mito de Anteo,
pues cuando en tierra tocan

es para recobrar

fuerzas e impulsos

con que hendir el mar.
Te veo en las sentinas

y entre las máquinas propulsoras,

ante las hornallas devoradoras

de carbón; en las jarcias

donde el viento se enreda

como en una arboleda

de intrincado ramaje,

y entre el abigarrado pasaje

sobrellevando el gris hastío

de los forzados ocios,

que disuelven tu brío;

pensando en tus miserias
o en tus negocios
bajo el gotear de las horas iguales.
Y te veo en el campo, entre los animales

que cuidas y arreas.
Cuando el pasto acarreas,

semejante a una hormiga

que tiembla bajo el peso de su carga.
Te veo descansar de tu fatiga,
con expresión amarga,
entre los tuyos, sin hablar siquiera.
Te veo en todas partes, donde quiera.

Tú llenas el espacio

de la vida, hombre útil.
Tú eres el vulgo inmenso,

inmenso como el mar, que es una inmensa

muchedumbres de olas. Voy suspenso

de tus secretas ansias, tras tu paso.
—Ese hombre que encontramos al acaso

siente y piensa. ¿ Qué piensa ?...

 

En ti, hombre oscuro,
hay una oculta luz, una imprevista
poesía hecha de prosa.
Tus virtudes

sin poesía valen la poesía

del mundo. No tienes inquietudes

espirituales, pero en cambio tienes

dolores sin grandeza, sin belleza y sin voz,

¡nada más trágico!
Hombre vulgar que vas y vienes
en tu trajín insustituible,
paso a paso te sigo;
luego en tu mesa con tu pan comulgo.
Hastiado estoy del vulgo irredimible
de los que no son vulgo,
¡y te bendigo!
y no concibo el gozo
de las sañudas gentes
cuando aciertan en los blancos vivientes.

 

Me agrada la pechuga

de la perdiz y el pato,

y me los como a veces con lechuga

si alguien me los coloca sobre el plato,

pero los quiero bien y no los mato.

 

Aquí sentado al borde
del río, me reflejo
en sus ondas, acorde
con la tranquilidad de mi aparejo
que se duplica en el movible espejo.

 

Yo estoy en una punta

 y en la otra punta el alevoso anzuelo,

y entre las dos la caña que nos junta.
Yo he matado el anhelo;

y el pez que muerde me lo manda el cielo.

 

Yo le dejo morderme la carnada

sin que mi sentimiento y mi conciencia

me lo reprochen. Nada

me impide reducir a la impotencia

al pez que aguardo con feroz paciencia.

 

Pero ¿en verdad aguardo

al pez como a su presa
aguaita entre las ramas el leopardo?
No es realmente el pez lo que interesa,

sino la paz, que como el sol nos besa.

 

Y cuando el pez se clava

y la boya se agita,

el pacífico sueño se me acaba.
Mi mano apresa el cuerpo que palpita,

y en la tierra fatal lo precipita.

 

No hay sangre pero hay muerte.
El pescado me mira

con su mirada inerte.
No leo en ella ira

ni desesperación. Nada me inspira.

 

Mas también es mi hermano.
“Mi hermano pez”. Como su pena es muda

sin compasión lo ultima nuestra mano,

cual la del cazador torpe y sañuda.

Pescándolo egoísta y “muy humano”

pesco mi paz de un día este verano.

 

El hombre se divierte

jugando con los pobres animales

juegos de sangre y muerte.
Los hombres somos fieras racionales

y el mal ajeno cura nuestros males.

 

Mi caña pensativa
es un arma terrible bajo el cielo.
Pero yo tengo un alma inofensiva
que en hacer mal no puede hallar consuelo.

 

     ...........................................................

 

¡Chito! Que ya otro pez mordió el anzuelo.

poema Emilio Frugoni (1933)
del libro "Poemas civiles"

Biblioteca Rodó Nº 118

La Bolsa de los libros - Claudio García & Cia. Editores

Montevideo 1944

 

Texto digitalizado, y editado, con el agregado de imagen, por el editor de Letras Uruguay

Inédito en el cíber espacio al 1 de noviembre de 2016.

 

Ver, además:

 

            Emilio Frugoni en Letras Uruguay

 

Editado por el editor de Letras Uruguay

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