Un día, allá en Salto

 

Era todo un acontecimiento para mí. Tenía el sabor de una jornada muy particular, una especie de "expedición hacia lo  diferente", con preparativos que comenzaban desde los días previos, a partir del permiso...

Mis padres solían otorgarme su consentimiento para ir a Salto. Periódicamente. Entonces, todo en mí giraba en torno a ese viaje a otro País...Orgulloso de contar con la documentación legal que, a diferencia de otros compañeros de escuela, me permitían ir a pasar el día a esa ciudad, me brotaba por los poros de la piel la sensación de ser "un hombre grande" a los 11 años. Llevaba en los bolsillos del pantalón corto (aún no usaba los largos), la "lista de compras", que guardaba con esmero, y junto a ella vibraban las ilusiones de pasear, conocer, y de adquirir y consumir alguno de los productos que tanto nos gustaban.

Desde el puerto de Concordia se divisaba la orilla de enfrente, los tramos de costa barrancosa que diferenciaban al paisaje uruguayo. Y el río. Cristalino, majestuoso, espejado. Con los pescadores recorriendo los espineles, con sus precarias, pero pintorescas, chalanas y las expresiones incontenidas de alegría ante el hallazgo de algún patí o surubí, "pinchado" en la noche.

Yo era uno de esos "turistas" que partíamos en las viboreantes e incómodas lanchitas que unían ambos puertos, más de una vez rogando que no se le ocurriera al Hidroavión, que por entonces tenía como "pista de acuatizaje" la zona playera del Club Regatas Concordia, realizar su despegue, pues entonces, en la embarcación en la que viajábamos, nos íbamos a bambolear, y cómo, como consecuencia de los oleajes que aquel "pájaro de metal" provocaba.

El cruce del río tenía algo especial. El ruido ensordecedor del motor de la lancha, los rectos asientos de madera y el agua que, en oportunidades, esquivábamos debajo de nuestros zapatos, no eran inconvenientes que nos hicieran cambiar de opinión para una próxima excursión. El entorno, el aroma del "río de los pájaros", los "siriríes" con su vuelo corto y repentino, los dorados saltarines y un sol litoraleño, cargado de brillo y de colores, nos impulsaban a renovar cada tanto estas hermosas experiencias.

Llegar a Salto era para mí, a esa edad, como pisar un suelo de tierras lejanas. Una bandera diferente a la de mi escuela flameaba en los edificios públicos, y era, también, otro el personaje de la estatua ecuestre da la plaza principal. Otro tipo y forma de monedas y billetes se entremezclaban con los de mi país, dentro de mi mochila, y hasta los avisos publicitarios me anunciaban marcas y productos que no me eran demasiado conocidos.

Tienda "El Triunfo". " - Aquí sí voy a entrar... - ", me decía en cada oportunidad. Allí me esperaban los calcetines "chicle" que en Concordia no había y que, siendo toda una novedad para la época, adquiría de a dos o de a tres pares, superponiéndomelos dentro de los "probadores" del gran comercio, para pasarlos inadver­tidos por los controles aduaneros, de regreso a casa.

Lo que me empeñaba en "traer puesto" desde Salto eran unos cuantos centímetros cúbicos de la más famosa de las bebidas "cola", que por aquel entonces no había conseguido ingresar al mercado de mi ciudad, en razón de la presión que ejercían los productores locales de refrescos, a base de cítricos, empeñados en proteger sus industrias, dado que Concordia ha sido siempre un poderoso centro de plantación, cultivo y procesamiento de frutas, tales como naranjas, mandarinas y pomelos.

Mi padre me recomendaba no olvidarme de comprar para él al menos cuatro o cinco paquetes de cigarrillos de las más afamadas marcas internacionales, con los cuales se regodearía frente a amigos o familiares por la adquisición de aquellos fragantes "importados", a un precio envidiable.

Qué cosas lindas en las vidrieras de los comercios céntricos de Salto !. Lápices de colores alemanes, relojes des­pertadores musicales, camisas de "nailon" baratísimas, compa­radas con las nuestras, y más. Muchos de los automóviles me resultaban rarísimos; unas marcas y modelos que no existían en Concordia y que a su paso, senci­llamente, no podía identificar.

Lo que sí podíamos distinguir los visitantes era la calidez, la hospitalidad, la sencillez y la cordialidad de la gente de Salto. Era un placer ser correspondido ante una pregunta, la necesidad de alguna información, una guía para ubicarnos mejor en una ciudad que siempre se constituyó en un ejemplo de fraternidad para con los entrerrianos que la conocimos y recorrimos desde hace tantas décadas atrás.

El regreso a casa, pletórico de estas sensaciones, no podía promover en nosotros sino el deseo de retornar a Salto, de donde siempre volvíamos, hacia Concordia, con el corazón más cargado que la mochila

Ing. Teodoro R. Frejtman

Ir a índice de Narrativa

Ir a índice de T. Frejtman

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio