Alma de grafito

 

... arma poderosa del escritor, del inspirado poeta, siervo dócil entre los dedos vacilantes del niño, indispensable herramienta del sabio incansable, compañero inseparable del estudiante, el obrero, el comerciante, el periodista, instrumento fecundo de la intelectualidad humana y de su laboriosidad creadora ... M. S. (1938).

A las voces que se levantan profetizando que el lápiz, humilde y menospreciado, cenicienta de los elementos utilizados para la escritura, va camino a su final, oponemos nuestra certeza que no será así mientras continúe siendo un instrumento que logra la magia que la mano del hombre se mueva y libere el pensamiento.
La expresión lograda con el lápiz deja la huella de la emoción y sus trazos poseen la sensibilidad creativa, necesaria para acceder a las dimensiones de la intuición y de la interioridad humanas.
El lápiz abre las puertas a la construcción de mundos imaginarios, logrando que, tanto textos como dibujos, se transformen en llaves, accesos, revelaciones de profundos sentimientos, gracias a los cuales es posible explorar los umbrales del ser, aumentando el conocimiento íntimo, imprescindible para vivir en armonía y trascender.
Desde niños nuestros primeros garabatos se constituyen en el reflejo del alma, siendo el comienzo del camino de la comunicación con nuestro entorno más próximo. Como puerta de la lengua, en su grado más alto, por medio de nuestras primeras letras iniciamos la elaboración del universo de las ideas que nos llevarán al descubrimiento de las más audaces aventuras del hombre para comprenderse a sí mismo, a sus congéneres y al planeta en el que habita.
En el extremo opuesto está la goma de borrar. Borrar es como desalojar el espíritu. El acto de borrar parece haber nacido a partir de no ser ordenados a la hora de pensar. Aprendemos a hacer cosas y luego a no aceptarlas, a vivir en el ensayo de la prueba y el error. Es que si fuésemos rigurosos en el pensar y si lo hiciéramos con detenimiento antes de escribir, el borrador sería innecesario ya que si la mente tiene claro qué va a trazar, el dibujo o el texto surgen firmes y fieles al pensamiento y a nuestra espontaneidad.
Cuando un dibujo no es borrado, ofrece la posibilidad de estudiar toda la trayectoria, no sólo del trazo, sino de la chispa de nuestra individualidad, emotiva y espiritual, para llegar a un resultado. Borrar, además, es propiciar diversas maneras de olvido, es desdibujar un mapa de la mente y descartar la historia de la búsqueda, tan trascendente para el hombre.
Son también enemigos del lápiz el sacapuntas y el olvido. Uno como aparato que no conoce de ternura y es capaz de destrozarle el alma, tal como también lo hacen el filo del cuchillo o el de la antigua hoja de afeitar; el otro como causa de los lápices perdidos. El lápiz a veces se pierde; le encanta esconderse debajo de los papeles, o dentro de un bolsillo de una prenda de vestir, arrimarse a las patas de la mesa o de las sillas y, al final, siempre reaparece entre las páginas de un libro, o posado en el pabellón de la oreja de quien lo ha buscado tanto.
El lápiz corriente, de 18 centímetros de largo, puede unir en un trazo continuo Montevideo con La Floresta, escribir no menos de 45 mil palabras y sobrevivir a 17 sacadas de punta.
Relatan los historiadores que un manuscrito de Teófilo, jurisconsulto de la Antigua Grecia, fue hecho al parecer a lápiz. Además de esta lejana referencia, la primera noticia haciendo alusión al lápiz como tal ocurrió en el año 1565 en un tratado científico sobre los fósiles, del suizo Conrad Gessner, quien describió un objeto formado por madera y una mina.
Una anécdota que llega a nuestros días desde el año 1564 señala que una fuerte tempestad derribó un enorme árbol en un poblado del condado de Cumberland, en Inglaterra. Debajo de sus raíces fue hallada una masa de cierta sustancia negra de aspecto mineral, desconocida hasta entonces: era una veta de plombagina, o "plomo negro". Fue el grafito más puro encontrado en ese país y posiblemente en el mundo entero. Los pastores de los alrededores comenzaron a usar trozos de este material para marcar sus ovejas mientras que otros habitantes de la zona los partían en forma de varitas, que luego vendían en Londres bajo el nombre de "piedras de marcar". Estas varitas tenían dos inconvenientes: se rompían fácilmente y manchaban las manos de quien las tocaba. Algún genio desconocido resolvió el problema de la suciedad envolviendo un cordel alrededor y a lo largo de la vara de grafito, para ir quitándolo a medida que se gastaba.
En 1760, el químico Kaspar Faber, artesano de Baviera, Alemania, mezcló grafito con polvo de azufre, antimonio y resinas, hasta que dio con una masa espesa y viscosa que, convertida en varita, se conservaba más firme que el grafito puro.
Treinta años más tarde el químico francés Jacques Conté, por orden de Napoleón, se dedicó a hacer lápices ante la escasez de ellos a causa de la guerra con Inglaterra. Hacia 1795 Conté produjo por primera vez lápices de grafito, previamente molido con arcillas, prensando barras y luego horneándolas en recipientes de cerámica, logrando fabricar lápices de diferente dureza y altísima calidad.
En 1812 en Concord (Massachusetts, EE.UU.) William Monroe fabricó una máquina que producía tablillas semicilíndricas de madera de 16 a 18 centímetros de longitud. A lo largo de las mismas el aparato marcaba estrías en el centro del delgado semicilindro. Monroe unía con cola las dos partes de madera, pegándolas en torno al grafito. Así fue como nació el lápiz tal y como lo conocemos en la actualidad: útil, económico, portátil, versátil y adaptable a la mayor parte de las culturas de la Tierra.
A pesar de la avalancha de herramientas tecnológicas creadas para dibujar y escribir, para los artistas de occidente, los lápices son sagrados, por eso muchos de ellos guardan los pequeños trozos sobrevivientes, pues arrojarlos a la basura sería un pecado contra la imaginación.
Como arte y capricho, dibujar es una opción para ver el mundo a través de huellas de grafito cargadas de emociones, de fascinantes experiencias, de vivos sentimientos y también de manifestaciones del lado más oscuro del ser humano.
El lápiz es el instrumento intelectual más descuidado y subestimado en la historia de la humanidad. Sin embargo quienes le profesan a esta herramienta su más sentido amor han dicho que "desde la primera vez que se le sostiene en las manos, que se huele su madera aromatizada y su pintura nueva, que se muerde su pezón de goma y su carnoso cuello de cisne, se sucumbe ineludiblemente a su encanto mágico".

Ing. Teodoro R. Frejtman

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