La bandera del Vardar

 
Yo soy el tercero de cinco hermanos, nacidos en una pequeña población crecida a orillas del río Manso, al que todos frecuentábamos. En el pueblo me conocían como "el Polaco", porque siempre fui medio "rubión" y de ojos claros, a diferencia de mis otros dos hermanos varones, "el Perico" y "el Chichino", más bien de cutis cobrizo, venidos a este mundo, como yo, de la unión de don Aurelio y de doña Carmen, dos criollos oriundos de aquellas riberas. 
Cuentan que mi bisabuela, por parte de madre, era una "gringa" de cabellos rubios, casi blancos, llegada a estas tierras en un barco, a eso de principios de siglo, proveniente de una región cuyo nombre terminaba en "avia", que nunca pudo conocerse con certeza.
De chiquilín me gustaba la pesca, y aunque a la escuela iba obligado, cumplía con los deberes de todos los días, pero no sin antes darme una vuelta por la orilla, jornada tras jornada, por ver cómo andaba el "pique", para conversar con los dueños de esa arrugada piel tostada y reseca de los rostros quietos, (que esperaban el tirón de un bagre amarillo para el almuerzo), y también para "desenfundar" mi aparejo de aquella bolsa de nylon, que siempre llevaba conmigo, y, lombrices prestadas mediante, intentar una mañana exitosa de mojarrones o de bogas, antes de ir a clase.
Tendría yo unos once años, estaría en cuarto o quinto año de escuela, cuando llegó, en una tórrida mañana, al amarradero de lo que llamábamos nuestro Puerto, un barco de pequeñas y coloridas banderitas, de como ochenta metros de largo, que debió recurrir a un atraque de emergencia en procura de reparar una avería que se le había producido en uno de sus motores, mientras navegaba río abajo, en busca del mar, cargado de maderas.
Esa obligada parada, que le insumió cuatro días, nos permitió a los niños de la escuela hacer una visita, el último día, a este barco de nombre indescifrable. 
Tal nombre estaba pintado a ambos lados de la proa. Eran símbolos que yo no había visto antes, y sobre los cuales la maestra dijo que: "son letras que se usan en Rusia y en Yugoslavia".
Al escuchar esta frase, aquel probable origen de la bisabuela se me subió de pronto por los dedos, me pareció que trepaba junto al olor de la cabina de mando, envolvía la ropa de los tripulantes que se secaba al sol de cubierta, y abrazaba mi asombro de aquella tarde.
Y me sentí diferente de los demás niños. Sentí como que estaba recorriendo el patio de mi casa, tocando las paredes de mi sangre. Que habría, tal vez, alguna de tantas banderitas que sería un poco mía, o que el nombre, en aquellas letras por mí desconocidas, podría ser el de un patriota, una ciudad, o un pájaro de la tierra de mi bisabuela.
No sé cuánto duró nuestra estadía a bordo. Quizás una hora, o algo más. Recuerdo que el propio Capitán del navío, en un español mal pronunciado y conjugado, fue quien ofició de guía, esmerándose en explicarnos todo, y en detalle, aquellos aspectos que creía más nos interesarían.
A mí se me hizo demasiado breve la visita. Cuando nos despidió, el Capitán nos saludó dándonos la mano, uno a uno, a los veintisiete niños y a la maestra, mientras nos convidaba con unas golosinas que tomaba de un recipiente que tenía a su lado.
Al tocarme el turno, lo miré, y fijando la vista en su desaliñada barba, alcancé a preguntarle sobre el significado de esas letras, de ese nombre, pintadas en la proa, a lo que me respondió muy cortésmente: - " Vardar, hijo mío."
Nada más alcanzó a decirme, los caramelos provocaron el desorden imaginable que creció por los ojos de los ansiosos visitantes e hizo que éstos se apretujaran junto al Capitán, desplazándome del resto de la respuesta.
Volví a la costa un par de días después de la partida del barco. Había estado todo el tiempo pensando en cómo develar las incógnitas que tenía en mis adentros. Me encontraba de nuevo en la orilla, con mi aparejo, los anzuelos y la mirada puesta en el agua, en los reflejos del sol en aquel suave oleaje que el viento del otoño provocaba.
Y la carnada. Y la "galleta" en la tanza. Y los deberes, ahora inconclusos.
Así se me había ido la mañana. Recogí la "línea" y me disponía ir a clase cuando uno de los viejos pescadores, que siempre me gastaban alguna broma, se me acercó y me dijo: - " Polaco, anteayer el Capitán del barco, antes de zarpar, bajó a la costa y me dio esta banderita con estas letras raras. Me pidió que se la entregara, de parte de él, a uno de los niños de la escuela que habían estado de visita. Me dijo que era rubio y que se había interesado en el nombre del barco. No sabés quién será? ".

Ing. Teodoro R. Frejtman
2do. Premio - Certamen Literario de Cuentos Breves
Depto. Cultura I.M.M. - Casa Cultural Uruguay-Suecia
Montevideo - Julio de 1993.

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