Entre biblias y calefones

 

Los domingos, mientras que el resto de la ciudad parece desperezarse lentamente, Montevideo amanece desde El Cordón desplegando por sus calles una curiosa y agitada mescolanza de gentes y de objetos, de voces y de aromas, de ofertas y de etnias, como en los históricos mercados persas de Bujara, Gurgan o Hamadhan, allá por el Siglo IX.

Como un inquieto cambalache al mejor estilo discepoleano, la tradicional Feria de Tristán Narvaja, parienta de la porteña de "San Telmo" y del "Mercado de las Pulgas" de Paris, se instala a la intemperie capitalina exhibiendo su inalterable continuidad de décadas, con un perfil propio, a semejanza del que aportan las crónicas sobre el "Shuk" jerosolimitano, el "Rastro" madrileño o los afamados Portobello Road, Bermondsey, New Caledonian y Camden Lock de Londres.
Originalmente llamada "Yaro", la calle de la feria tomó su actual denominación en 1919 en honor al Dr. José Patricio "Tristán" Narvaja (1819-1877), fraile, político, jurisconsulto, codificador, catedrático y académico, de origen argentino, padre de nuestro primer Código Civil.
La feria se ubica en un espacio rodeado por ese aire de cultura que irradia la cercana presencia de, entre otros, la Universidad de la República y la Biblioteca Nacional, las Facultades de Derecho y de Ciencias, el Teatro La Gaviota y el monumento a Dante Alighieri.
Partiendo desde la arteria montevideana por excelencia, 18 de Julio, extiende su columna vertebral hasta la calle La Paz, a lo que deben sumarse sus crecientes prolongaciones por paralelas y transversales que alcanzan hoy, en un vasto laberinto de tentaciones, los amplios alrededores del barrio, por más de treinta cuadras, donde el duende y el bullicio tempranero siguen siendo los mismos que la caracterizaban cuando fuera inaugurada el 3 de octubre de 1909.
Sumergidos en el tumulto de Tristán Narvaja es imposible no vivir la atracción de tan colorido paseo por el que transitaron a lo largo del tiempo un cúmulo de personajes que quedaron grabados en el anecdotario del paisaje: Miguel Tablas ("Cachivache"), dedicado a la compra-venta de cualquier tipo de cosas. Alcira Velazco ("Cotorrita"), con sus variados modelos y accesorios que daban vida al inconfundible tono verde de sus atuendos. Iris Cabezudo, parricida, vagabunda y noctámbula del Cordón. Juan Antonio Rezzano ("Fosforito"), émulo de Chaplin, "hombre sandwich", dueño de una simpatía que trasmitió desde sus personajes de mimo e improvisador de pequeña figura.
Lo más insólito, y en cualquier estado de conservación, puede ser comprado, vendido, o canjeado, "a la vista y sin reclamo", mientras toma vuelo una negociación entre una heterogénea y ávida clientela y un conjunto multitudinario de experientes feriantes, fijos o temporales, muchos de ellos con varias generaciones en el lugar.
Los puestos de venta varían caprichosamente y hacen de la feria un mercado de los sentidos muy particular que nos lleva a experimentar el deleite ante un impecable juego de toilette de porcelana, sellada por "Villeroy & Boch", original del siglo pasado, hasta escuchar el latido contagioso de la lonja de un "repique", caminador por la vereda del ritmo y la limosna.
Desde rozarnos con un turista alemán que pregunta a "media lengua" el precio de una locomotora de juguete, fabricada en hojalata de la época de la Primera Guerra, hasta transformarnos en asombrados espectadores del incesante movimiento de los hámsters, enjaulados y escurridizos.
Desde apostar a la "mosqueta", callejera y perseguida, tramposa y turbulenta, hasta descubrir el "valor de colección" que tienen enseres, de esos iguales a los tantos que regalamos cuando nos mudamos la última vez.
Desde hacer "flor de compra" con lo mejor de Troilo y Grela, en un disco de pasta, donde fuelles y bordonas lloran un increíble "sentimiento gaucho", hasta rechazar los excesivos decibeles con que el puestero canta su pregón de bananas asoleadas.
Desde el fumar abaratado de un furtivo cigarro con filtro "de free shop", hasta leer "de contrabando" un libro de poemas de Juana, buscando la obra que Fernandito debe llevar a la escuela mañana lunes.
Desde someternos al control de la presión arterial, a partir de una arrinconada banqueta, pequeña y "en balanza", hasta probarnos un sombrero de paja con barbijo, enemigo del sol y la canícula.
Desde percibir los penetrantes sahumerios que se consumen lentamente ante nuestro agredido olfato, hasta toparnos con el vociferante miembro de una secta que ofrece la salvación del alma desde un megáfono sin fuerza, hijo de un improvisado púlpito.
Desde masticar la solitaria bronca, resultado de no haber encontrado el repuesto que el instalador sanitario indicara, hasta degustar la más "artesana" de las empanadas de carne, aceitosa y arrugada.
Desde ser embestidos por la viejita que se disculpa al tropezar en las baldosas levantadas, mientras va en busca de reponer el termo matero que su perro le hizo añicos, hasta resguardarnos por un momento de la insinuante llovizna, bajo la carpa de lona del bicicletero, que viene de La Unión en su Brasilia con el tráiler lleno de accesorios.
Desde "pulsear el precio" con el anticuario judío, que saca un samovar de un sótano húmedo y oscuro, para exponerlo en las típicas mesitas, hasta desconfiar del oculto "punga" que espera al acecho para dar el certero golpe traicionero.
Desde oír el sonar, soplado y quechua, de la zampoña andina, hasta reflejarnos en los caireles dormidos de una araña de cristal checoslovaco o en la concavidad de una brillante cuchara sopera de acero Shefield o Solingen.
Desde darle paso al jubilado que llegó a la feria con boleto gratuito a "vichar" alguna tijera para podar el ligustro del jardín, hasta envidiar la manualidad del tallador desconocido que expone su madera, ansiosa de pasaporte.
Desde vernos invadidos por "ese" olor envolvente e incomparable del "choripán" de la esquina de siempre, hasta esperar que nuestra esposa se decida por alguna de las tantas variedades de plantas de interior, enmacetadas y salpicadas del agua tenue que el florista les arroja a modo de rocío imaginario.
Desde quedar perplejos por el costo casi prohibitivo de los "muranos", "carraras", "bavarias", "sèvres" o "limoges" que lucen en los escaparates del "marchand", que ahora tiene un sofisticado sistema de alarma en su local, hasta sentir la pena que provoca el indigente que vende artículos de deshecho, esparcidos desordenadamente sobre un trozo de sucia tela plástica estirada en el suelo caliente del cemento.
Así, cada fin de semana, miles de personas se ocupan de hacer renacer lo que para muchos estudiosos es el símbolo popular resultante del espíritu singular de la sociedad uruguaya y sus vertientes culturales. Es que, a diferencia de los ejemplos europeos y aunque abarcando, como aquéllos, toda la gama del espectro, Tristán Narvaja no ha perdido el sentido ancestralmente auténtico de las ferias que se originan a partir de intentar cubrir las necesidades básicas de la población, logrando satisfacer al visitante que, investigando y hurgando en cuanta oferta se presenta a su paso, encuentra casi sin querer la renovada excusa para retornar el próximo domingo.

Ing. Teodoro R. Frejtman

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