Felicidad y otras tristezas

 Libro de cuentos de María Inés Silva Vila

Prólogo de Graciela Franco

María Inés Silva Vila o lo fantástico como metáfora

María Inés Silva Vila perteneció cronológicamente a la generación del 45 y se sintió integrada a ella como lo deja saber en los escritos que, a su muerte, fueron recogidos en el libro Cuarenta y cinco por uno[1]. En él, revive una serie de anécdotas y recuerdos de las décadas del cuarenta, cincuenta y sesenta en las que fue, como ella se llama, “testigo” de dicha generación compartiendo intereses y vivencias con algunos de sus más importantes integrantes. Esta forma de considerarse —testigo y no animadora— concuerda con la mirada que, sobre la ubicación de las mujeres del 45, planteó ya Alicia Migdal y recogió Ana Inés Larre Borges en el artículo que, a la muerte de la escritora, publicó en Brecha[2], Ellas tuvieron una actitud de pasividad, ocuparon un lugar secundario aunque, o quizás por esto mismo, como señaló el propio José Bergamín, “el problema de su generación es que las mujeres escriben mejor que los hombres” [3].

Silva Vila publicó su primer libro en el 51, La mano de nieve (cuentos), el segundo en el 64, Felicidad y otras tristezas (cuentos) y los otros en el 69 y en el 71, Salto Cancán y Los rebeldes del 800 (novelas). Su libro póstumo se editó en 1993. Según Pablo Rocca, autor del prólogo y la selección de cuentos de la antología de Silva Vila, publicada por Banda Oriental[4], la ambigua recepción crítica recogida por su obra se explica por el género, la literatura fantástica y la ausencia de un bagaje teórico de parte de los críticos de la época que permitiera entenderla, criterio con el que coincidimos en parte. Frente al realismo omnipresente de la generación crítica, alguno escorado hacia una veta posregionalista (Arregui, Da Rosa), otro más “cosmopolita” (Martínez Moreno, Benedetti), la literatura cuasi-poética, elusiva, que “merodea” los hechos en lugar de contarlos, para “internarse en los sueños, las alucinaciones, los recuerdos, el extrañamiento y el desasosiego que causan”, al decir acertado de Rocca, desconcierta e irrita a los hombres del 45.

La propia autora se refiere, en su libro Cuarenta y cinco por uno, a las duras polémicas sobre el punto mantenidas por ella, que defendía la literatura fantástica, con Carlos Maggi y Manuel Flores Mora, que la trataban de arte menor y vencían su obstinada defensa con una pulida retórica que ella no poseía. Respecto al carácter fantástico de su literatura, mucho se ha dicho y poco se ha precisado. Es Graciela Mántaras quien, en su prólogo a una antología de M.I.S.V., enumera las valoraciones que, sobre este punto, se han hecho entre los críticos que la han estudiado:

El mundo de las ficciones de M.I.S.V. convoca lo fantasmal, lo fantasmagórico, lo misterioso, lo onírico. Benedetti habló a su propósito de “señales entre la niebla”; Rodríguez Monegal de “una zona vaguísima de la literatura fantástica”; Ángel Rama de “testimonio cierto del trasmundo”; Arturo Sergio Visca de “clima de poesía y misterio” y “atmósfera fantasmal”; Rubén Cotelo de “atmósfera onírica y mágica”; Ana Inés Larre Borges señaló el infrecuente destaque simultáneo “en el clima y la inventiva de sus relatos” y cómo ese “clima extraño, real y onírico [. . .] mostraba sin énfasis una sensibilidad peculiar”[5].

Pero hay otro aspecto de esta literatura que, aunque solapado en el sesgo fantástico de su enfoque, también debía resultar intranquilizador al círculo patriarcal de los “alacranes” del 45, como los llamó Angel Rama. Quizás esa vertiente de su narrativa cuentística explica la angustia existencial presente en ella, expresada a través de los temas de la constante presencia de la muerte, la represión, el miedo, la pérdida de la identidad, la frustración, la alienación.

Este rasgo de su narrativa se suma al de las escritoras que, en la primera parte de la década del cincuenta comenzaron a publicar sus obras y fueron objetadas por los críticos que “no podían leer”[6] una literatura femenina que aportaba una nueva mirada acerca de la realidad. Entre ellas se encontraban las que provocaron escándalo como Armonía Somers con La mujer desnuda que, en 1950, fue sospechada de ser la obra de algún hombre o de un colectivo, porque era imposible imaginar que ese texto demasiado “atrevido” para la época perteneciera a una mujer. En el 53, su libro de relatos El derrumbamiento mereció una reseña desde Marcha de parte del pope de la crítica canónica, Emir Rodríguez Monegal, cuyo título era “Onirismo, sexo y asco” que demolía el libro y a la autora, así como otro crítico, Ariel Badano, desde La gaceta uruguaya, mandaba a la autora a la clínica psiquiátrica de donde le achacaba haber sacado a sus personajes.

Otra damnificada por buena parte de la crítica patriarcal fue Clara Silva, aceptada como poeta, pero denostada como autora de La sobreviviente, su novela de 1951[7], cuya protagonista, Laura Medina, es una mujer libre y conflictiva que busca su destino sin protegerse en las decisiones del mundo masculino y aún es capaz de denunciar los perjuicios que le impone su “condición de mujer”.

María Inés Silva Vila parte de un planteo menos directo pero, al mismo tiempo, más trágico, y en un puñado de cuentos expresa una situación similar. En la crítica a la obra de Silva Vila, excepto la mirada inquisitiva de Angel Rama[8], que desde el título de la reseña señala la importancia del enfoque femenino en la obra, y la opinión de Pablo Rocca, que se refiere a que los cuentos “se encuadran en contextos opresivos para la percepción femenina”[9], no he encontrado un enfoque analítico que tenga en cuenta dicha percepción.

Las novelas

A contrario sensu de la cronología, voy a comenzar analizando brevemente las novelas de Silva Vila para dedicarme luego, con mayor extensión, al estudio de sus cuentos.

En una primera mirada, su primera novela Salto Canean[10], es lo contrario a sus cuentos: maneja un realismo descacharrante, recorrido de un lenguaje jugoso y arcaizante como sus propios personajes, quienes representan a la “aristocracia” decadente de la sociedad salteña de la primera mitad del siglo XX, llena de prejuicios y acercándose inevitablemente a su caída definitiva. Sin embargo, una lectura más atenta descubre, en la propia sustancia de los personajes, un grado de grotesco tan acentuado que los lleva casi a la inverosimilitud y envuelve a su mundo en una especie de existencia fantasmal. Fue leída como una alegoría del Uruguay anterior a la crisis que llevaría a la ruptura institucional de 1973 y que, de alguna forma, ya la anunciaba.

La figura de Martín Saavedra[11] es la de un Don Quijote pueblerino, que lucha con milicos y contrabandistas en lugar de galeotes y gigantes y sueña con el mundo guerrero de la patriada, como sucedáneo de la caballería andante. Con el ingrediente de picaro que le falta al verdadero Quijote, éste “toma” lo que no es suyo, en especial, un codiciado caballo; intenta obtener y quizá logra los favores de alguna viuda y también se enamora de una presunta doncella entrevista a la distancia. Por ella es que, al final, muere cuando quiere acudir en su búsqueda cruzando el río, aunque sólo termina en el pozo estancado, ahogado en su sueño. Los otros personajes (y también los críticos) llaman a esto “suicidio” mostrando la diversidad de las perspectivas.

La hermana Bernarda, más que personaje, es icono; es “la grande”, “la inmensa”, “la gran gorda”, siempre temida aunque pocas veces activa en el desarrollo de su autoridad; y es también la protagonista de la gran escena final donde oscila en su silla de ruedas, enorme y poderosa sobre la ciudad toda, a la que despreciaba: “la risa de la mayor de las Saavedra bajaba desde el Olimpo sobre los pobres mortales”.[12] mientras la antigua mansión familiar era rematada.

Como sugiere Juan Justino da Rosa[13] la obra tiene un carácter chejoviano y a la familia de aristócratas rusos de El jardín de los cerezos se le emparda la de estos patricios salteños, así como el escribano Cocuchi es una versión más débil o más solidaria, menos burguesa de Lopajin que asume el peso de la familia sobre sus hombros hasta el final. Toda la obra podría configurar un entramado simbólico del fin del poder de una clase social, cuyo punto culminante es el momento del velorio de Martín con la borrachera de los “elegidos” incluida y la sórdida fiesta de disfraces final.

El caballo robado y devuelto que escapa y desaparece, así como Ernestina (la hermana menor), cuya leyenda aventurera se multiplica y dispersa y la supervivencia que parece eterna de Bernarda, son elementos cuasi-fantásticos que dotan al relato de la carga de humor, levedad, maravilla que permitió a Pablo Rocca acercarlo a Cien años de soledad y, por tanto, suponemos, al realismo mágico.

En esta novela, las mujeres son percibidas como se las observa desde el mundo patriarcal del que forman parte. Son brujas autoritarias como Bernarda; adúlteras, reales o potenciales como Anastasia y Ernestina; ridiculas en su afán de belleza y siniestras en su competitividad por obtener el agrado de los hombres; en ambos casos, Ernestina. Esta mirada del mundo femenino desde la ideología hege-mónica cuenta con la ironía que permite mediatizar el enfoque y envolver a personajes masculinos y femeninos en una misma suerte de lente condescendiente, tierna, com-prcnsiva, que dista mucho del de la muchacha que, en el filo de los cincuenta, percibía contextos opresivos donde la feminidad era reprimida a través del estereotipo y la dependencia. Quizá la grotesca figura de Ernestina, desnuda en su bicicleta repartiendo su sensualidad sin ataduras, sea una respuesta paródica[14] pero honesta a algunos interrogantes.

Los rebeldes del 800[15]  es su segunda novela y el texto en el que más se separa de sus antecedentes cuentísticos. El prólogo de Carlos Maggi quizá nos dé una pista de los afanes de la autora. Se titula cortazarianamente “Instrucciones para su uso” y advierte o más bien subraya: “Este trazado sobre los rebeldes del 800 en la Banda Oriental no inventa sucesos, elige. Cuando mucho, elige con humor”[16].

Este es un dato fundamental que ya se ve un poco en el segundo conjunto de cuentos y, aún más, en la novela Salto Cancán. La propia autora advierte acerca de ese vuelco de su personalidad hacia el humor, un rasgo que le llega con la madurez y que le endulza la visión trágica, distiende el dolor y enternece la visión del prójimo. Así es como, en esta novela, los héroes menores, como en una moderna ¡liada, tienen permitido ser observados con una tierna ironía que los rescata como personajes entrañables: Perico Viera amoscado por su analfabetismo; Venancio Benavídez con su reloj inglés midiendo el tiempo que se le otorga al enemigo para la rendición; Zalagüeza con el velo de la novia pendiendo en su sombrero como doble insignia, la de su devoción patriótica y la de la conyugal; son algunos de estos inolvidables orientales que le ganan la partida a un Artigas que sigue teniendo mucho de procer intocable y que, en la obra, existe sólo a través de sus mentas o de los documentos por los que se expresa[17].

Hay una reivindicación de lo que el prólogo de Maggi nombra como “¡jóvenes desconformes y escandalosos que no se ceñían a lo establecido y que intranquilizaban mortalmente a sus mayores!” Y agrega subrayando con itálicas: “La historia se repite[18].

¿Cómo no interpretar estas palabras en la contextua-lización de 1971, año de confrontaciones y de novedades políticas en Uruguay? Así, el final del prólogo encauza la figura de Artigas desde el simpático joven rebelde al maduro y responsable revolucionario que toma en sus manos el “levantamiento de los muchachos de Soriano y le da otro carácter”[18].

Resulta obvio que este aporte de Maggi cuenta con el aval de la autora quien, por ejemplo, para contar algunos momentos de la novela, lo cita largamente. Silva Vila, entonces, imbuida del espíritu de los tempranos setenta crea una obra comprometida en la cual, mediante una visión fresca y renovadora de la historia, aporta un mensaje edificante al “aquí y ahora” que le tocaba vivir.[20]

La obra novelística de Silva Vila tiene un carácter dispar. Salto Cancán liquida una mitología personal y familiar: “A lo largo del relato, Salto se me moría entre las manos, dejaba de ser el lugar único y mágico y se iba rompiendo estallando en imágenes contradictorias, burlescas”[21].

Pero al destruirla, la sublima, de modo que Martín Saavedra, por ejemplo, el patricio prototípico de la ideología patriarcalista, se convierte en un héroe cuya historia de amor es elegida por la autora para integrar un libro donde el enfoque sobre este concepto había sido entregado a las mujeres[22].

La capacidad de percibir los puntos de coincidencia entre los seres más disímiles es lo que, según la autora, la transforma dotándola del distanciamiento que le permite el humor y, sobre todo, la capacidad de reírse de sí misma. Así, su obra pierde el tono trágico del primer libro y aun, en algunos momentos, del segundo, como veremos más adelante.

Su otra novela, Los rebeldes del 800, si bien no alcanza, pensamos, el carácter de una obra unitaria, logra capítulos memorables en los que su intención de desempolvar la historia se logra largamente y la frescura y el humor vuelven muy disfrutable el relato de algunos episodios históricos.

La obra cuentística

Está integrada, como dijimos, por dos libros publicados, La mano de nieve[23] y Felicidad y otras tristezas[24], que incluye, a su vez, el primero de ellos. Un cuento fue publicado en la revista Asir (“El idiota”) así como otros dos, que permanecían inéditos, lo fueron en la antología del 96 ya citada, “El visitante” y “Los contrabandistas”. Uno más fue dado a conocer antes en Correo de los viernes y también integra dicha antología (“Por un dedo”). En la segunda antología publicada por Ediciones de la Banda Oriental en 2001, se recoge “La casa en la feria”. Cinco cuentos permanecen aún inéditos.

Son, por lo tanto, veintisiete los cuentos firmados por María Inés Silva, a los que se podría agregar “Las cruzadas”, que integró el libro Aquí la mitad del amor contada por seis mujeres[25], luego publicado como un capítulo de la novela Salto Cancán[26].

¿Una narrativa femenina que no osa decir su nombre?

La mano de nieve debe su título —tomado de una metáfora becqueriana— a la sugerencia de José Bergamín, el intelectual y poeta español que vivió parte de su exilio en Montevideo y constituyó una poderosa influencia en un sector importante de los intelectuales del 45[27]. El título resalta la importancia del tema de la muerte a través de la obvia metáfora y efectivamente el tema está presente en todos los cuentos del libro, a veces en grado superlativo.

La protagonista de los mismos es, en casi todos los casos, una mujer joven, de acuerdo con la edad de la autora cuando escribe el libro y esa es una de las causas, aunque no la única, por la cual las experiencias de la infancia y la adolescencia aparecen cercanas, vividas, en constante conflicto con el presente. El clima de los cuentos de La mano de nieve tiene un elemento común que es la sensación de miedo que recorre a los personajes protagónicos, así como la presencia real o presentida de la muerte que la despierta y la mantiene viva.

Hay una veta trágica en el libro que se plantea desde el título, cuya filiación romántica ya señalamos y que explica ese tono al que nos referimos antes. La muerte es temor y atracción, así como la infancia, y la adolescencia es paraíso perdido y mundo cerrado, opresivo, del cual se siente nostalgia por su pérdida, impulso de evasión e irredimibles e imposibles deseos de regresar. La crítica que observa con especial sutileza este aspecto es Graciela Mántaras:

Especialmente perspicua es la penetración de M.I.S.V. en las zonas de lo vago, lo indeterminado, lo que está en trance de cambio, lo evanescente. Por eso la adolescencia es la edad preferida de sus personajes, porque es la edad en que se viven y se descubren las transformaciones, los matices, las evanescencias. La ambigüedad del mundo adolescente con su conflicto entre el niño que se niega a morir y el joven que pugna por nacer, entre el duelo y la celebración; con su descubrimiento de la sexualidad y de la muerte; con sus obligadas elecciones, es un mundo que M.I.S.V. ha retratado con mano maestra como no ha hecho ninguno de nuestros escritores[28].

En este primer libro hay tres cuentos que despiertan especial atención, como corroboración del enfoque femenino de la narrativa de esta escritora, que me interesa subrayar: “El espejo de dos lunas”, “El mirador de las niñas” y “La muerte tiene mi altura”.

El primero de ellos trae a la memoria el recuerdo del Faulkner de “Una rosa para Emily”[29], con esa casa a oscuras cuyas ventanas no se abrían nunca; con el reloj parado; con “el único rayo de luz” que ilumina la niña de bronce que está sobre la mesa del comedor y las suelas grises de los zapatos de la segunda tía muerta, que luego es “el mismo rayo de sol” (85)[30] que “toca” el cadáver de la tercera. De la misma forma, el “envoltorio de papel de diario amarillento y lleno de polvo, como si hiciera mucho tiempo que estuviera atado” (86), que entrega Ernesto como ofrenda para la tumba de las tías (“para C. Brunet, mi novia querida”) y los presuntos ataúdes y mortajas prontas para sus usuarias que esperan en el misterioso cuarto de arriba concluyen un cuadro similar de necrofilia.

Como en otros cuentos, se plantea la oposición entre el paraíso de la niñez y el mundo adulto atado a la muerte, aunque también exista la conciencia en la protagonista, esa joven “pesada de adolescencia” (79), de que la única manera de vivir es pagar el precio del sufrimiento que implica el crecer: “Me contuve pensando en cómo había deseado completar mis estudios, asistir a clases. Ahora podía hacer todo eso. Debía quedarme un tiempo más” (83).

Es la misma situación que vive la protagonista de “Mi hermano Daniel”: “Yo quería ser una mujer fuerte e independiente y no una niña sensible. No podía tolerarme cosas de esa índole” (135). Esto se dice a sí misma la joven protagonista porque, al marcharse de su casa y dejar a su pequeño hermano, tiene el presentimiento de que no va a volver a verlo. La intuición se cumple y es horror y culpa: “la muerte [...] no creo que se hubiera atrevido contra los dos” (135). Por eso: “Me sentía culpable, triste” (139). En un mundo en que el temor al pecado y a la muerte lo ocupa todo, no hay lugar para la independencia. Esta se ve entorpecida por los deberes familiares y, sin embargo, ni siquiera el impulso que la lleva “como a una criatura, a los brazos de mis padres” (139), le devolverá la felicidad, sino que, por el contrario, le dará la certeza de la premonición cumplida.

Pero junto a esta temática se desarrolla otro miedo: el de la pérdida de la identidad, ejemplificado en “El espejo de dos lunas” por las grotescas figuras de las tías “igualitas como monedas”, unidas en una vida de encierro y silencio, y en un pacto que las llevará, una tras otra, a la misma muerte. La protagonista teme caer en la misma pérdida de identidad, de la que el espejo es símbolo, ya que refleja imágenes y las multiplica impidiendo la conservación de la unidad. Pérdida que es temor y quizás, a la vez, atracción, porque ella comprende que “con mi manera de ser, de vestir, tan diferente a ellas, rompía la ilimita-ción, la eternidad que ellas intentaban en su flaco y oscuro parecido” (82).

Todo el relato es visto desde el punto de vista de la muchacha que llega a la casa, que rechaza y, sin embargo, se siente atraída por esa atmósfera enrarecida, oscura, misteriosa que espía por el ojo de la cerradura, es decir que percibe, quizás, distorsionadamente envolviendo al lector en la duda sobre la veracidad de los acontecimientos, al uso de alguno de los mejores cuentos del maestro Poe.

Desde el título, el otro cuento, “El mirador de las niñas”, empieza a tomar un sentido siniestro cuando nos enteramos de que no son las niñas las que miran, sino las miradas (o quizás ambas cosas). La historia plantea la existencia de dos mundos: el masculino, patriarcal, integrado por el padre y sus amigos, distantes, misteriosos, autoritarios; y el femenino, pasivo, casi estático, sometido a las reglas de aquél, traspasado de miedo, habitante precario de una casa que no le pertenece más que provisoriamente, por la decisión del padre.

En el altillo, la “piecita” sórdida, como también se la nombra, y no el prestigioso “mirador” del título, en la oscuridad distante, se esconde el misterio: las niñas atrapadas: “era una galería de niñas extrañas, de caras largas, de ojos fijos, con las manos cruzadas, estáticas, entre un confuso mundo de líneas [...] Me impresionaban como niñas que habían sido ya mujeres, niñas de un sexo detenido en la madurez y un alma obligada a decrecer, a aniñarse. Me atraían aunque me provocaban un creciente malestar” (90)[31]. Antes, la madre le había dicho “que aquellas no eran cosas para mí y se acercó para estudiarlas mejor” (90). El mismo movimiento de atracción y rechazo se da en ambas mujeres. Atraen y provocan malestar, son figuras de la abyección, tal como las nombra Julia Kristeva[32].

Hay algo morboso y siniestro en las acuarelas, como lo hay en el mundo masculino que acude a la media noche: “todos juntos, como en una peregrinación” (87). La presencia de lo religioso —en este caso aludido por la comparación— que se alia al misterio y que se desliza hacia lo aberrante, es frecuente en la narrativa de Silva Vila.

Hay sugerencias de vampirismo, por ejemplo, en Angélica quien, poco a poco, se asemeja más a las imágenes de los cuadros; se aniña, empalidece como “aquellas niñas cadavéricas como pequeños desangrados, colgados a la misma altura”. Sugerencias de pedofilia en los hombres que han instaurado esa obsesión por “mirar” niñas colgadas, estáticas, con los brazos cruzados y los ojos fijos a las que la protagonista ‘conoce íntimamente’: “me fueron contando sus cosas, sus recuerdos de cuando habían sido mujeres” (91).

Esa es la clave del cuento: ellas son retenidas en la habitación misteriosa, obligadas a decrecer hacia la infancia, aun con su sexo maduro, es decir, aun mujeres, aniñándose. Todo el cuento es una metáfora de la convención social manejada por el hegemonismo patriarcal sobre la mujer, que la decreta niña, dependiente, atada a la autoridad del varón: estática y silenciosa como la protagonista por la obediencia al padre, del que aprende su actitud ante la vida: “Si bien mi padre dio a mi casa una vida extraña, yo no quiero, ahora que ha muerto, cambiar nada; porque yo nací y crecí dentro de esa vida y cambiarla sería dar muerte a lo que verdaderamente soy” (87). Aparece aquí el tema del estereotipo, es decir la construcción social que pretende determinar las características, en este caso de un género:

El primer mecanismo ideológico burdo pero muy eficaz, que apunta a la reproducción y al reforzamiento de la desigualdad por género es el estereotipo. Éste puede definirse como un conjunto de ideas simples pero fuertemente arraigadas en la conciencia, que escapan al control de la razón. [. . .] [L]os estereotipos han de ser enmarcados en el contexto de las definiciones sociales del sexo. [. . .] [C]reencias, valores, estereotipos y normas ampliamente compartidos por los miembros de una sociedad y formados a lo largo del tiempo.[33];

Judith Butler afirma sobre el punto:

El género no debería entenderse como una identidad estable o el lugar de una agencia desde la cual surgen las acciones, por el contrario, el género es una identidad tenuemente constituida en el tiempo, instituida en . el espacio exterior a través de la repetición estilizada de acciones[34].

También llama Butler “fantasma normativo del sexo”, porque se vuelve invisible como construcción cultural y también por lo persecutorio.

En el constructo femenino, que se remonta a un pasado muy lejano, como lo muestra, por ejemplo, Simone de Beauvoir en El segundo sexo[35], la mujer aparece ligada a la naturaleza, a lo primitivo, a lo que debe ser controlado, a lo que se debe temer. El hombre, en cambio, es lo racional. Así, la mujer minusválida, la eterna infante es quien debe ser protegida, supervisada por el varón, el padre, en un principio; el marido, después, es un estereotipo que la escritora denuncia y que, en el cuento que estamos considerando, es representado de una forma impactante[36].

La única rebeldía de la protagonista de “El mirador” es el relato que sólo puede realizar ahora, cuando su padre ha muerto y antes fue “estar entre esas criaturas, oírlas, hacerlas crecer nuevamente, ayudarlas a recordar”. Hay un elemento simbólico que aparece casi al final: el pequeño pie que busca entibiarse en la mano de la protagonista, ambiguo símbolo fálico y de muerte, que ya había aparecido reiteradamente en “El espejo de dos lunas”, cuando los cadáveres de las tías eran descubiertos por sus pies. También aparecen, a través de imágenes, peces y tortugas que colaboran con la extrañeza y la sugerencia de lo fálico.

El cuento concluye con la mirada de la relatora que busca en los dibujos “empalidecidos por el tiempo” y cree adivinar “un rostro viejo que me mira y que llora, o el empezar a ser de una vida” (95). Pequeña esperanza que se diluye cuando, en las líneas finales, aclara que “[siempre me han dicho que veo cosas donde no las hay” (95) clausurando así el relato con la mención de la imposición de los otros sobre sus sueños o sobre sus certezas, que se suma a la represión en el silencio ordenado por el padre. Como dice Josefina Ludmer: “Saber y decir, demuestra Juana, constituyen campos enfrentados para una mujer; toda simultaneidad de estas dos acciones acarrea resistencia y castigo”[37]. La palabra es lo negado a la mujer y, con ella, aun, el pensamiento: “veo cosas donde no las hay”. Por eso, ahora que el padre ha muerto, las dice.

Sobre el tema al que este cuento nos convoca, ya Angel Rama, reseñando Felicidad y otras tristezas había señalado que:

Dentro de la generación del 40, María Inés Silva aporta una nota propia y distinta, menor, coherente, que se singulariza por dos rasgos: lo fantástico y lo femenino, no entendido como elementos yuxtapuestos sino imbricados en un mismo proceso que devela la alienación.[38]

Se detiene el crítico, muy especialmente, en la mirada que sobre la alienación plantea Silva Vila y destaca la importancia que ha adquirido esta temática en la literatura femenina. Cree que por ser la mujer un sujeto condicionado a considerar el mundo a través de la conducción y la interpretación masculina, se tipificó como una figura enajenada que, en el momento de la liberación producida en el siglo XX, tiene la posibilidad de recorrer dos caminos contradictorios:

Un dramático reconocimiento de la realidad, como quien viene de otro planeta y descubre el horror en que normalmente viven los seres humanos y de ahí la nota ácida y el cinismo de muchos libros de mujeres, frecuentemente concentrados en los aspectos sexuales más golpeantes o la creación de un universo fantasmal que prolonga la enajenación y la describe desde dentro, sin poder superarla.[39]

La mirada de Angel Rama parece certera; sólo quedaría por preguntar si ese “describir desde dentro” implica necesariamente la imposibilidad de superar la enajenación o si constituye la elección literaria a través de la cual la escritora exorciza sus fantasmas y los de sus lectores, permitiéndonos a todos ver hacia dentro para entender.

“La muerte tiene mi altura” está construido en base al relato de la protagonista, una mujer joven en la víspera de su boda. Pero hay un fragmento del cuento contado por otra relatora, una niña que dialoga primero con aquélla, Andrea, y le cuenta parte de la historia, hasta que repentinamente retoma el relato la primera narradora. Se establece así una especie de lucha de identidades, ya que la niña es igual que la propia Andrea en su infancia, así como la mujer que descubre en el espejo y que después la persigue es como ella misma: “Ella tiene mi misma altura” (120).

Este cuento complejo y quizás desconcertante en su factura se vuelve imprevistamente exacto. La niña estaba muerta en su caja de cristal, como la infancia de Andrea lo está, con sus represiones, sus temores: la niña que no puede comer ni hablar y ni siquiera soñar para no pecar y poder tomar la comunión[40]; la que no puede darse vuelta en la iglesia porque allí no debe comportarse “como en la confitería” (115).

Cuando Andrea —que ha ¡do a la tienda a probarse el vestido de su inminente boda— cree enterarse de la muerte de Pablo, el hombre con el que ha de casarse al día siguiente, se queda estática: “Pero tú no podías oír porque estabas pensando que Pablo estaba muerto. Por el espejo viste desaparecer a la mujer. No te habías dado vuelta. Seguías mirándote, inmóvil, como una de las novias de la vidriera” (118). Antes se había hablado de: “las incansables novias que parecían esperar frente al altar, repitiendo día y noche el gesto de una novia de verdad. Cuando entraste, las novias se multiplicaron por todos lados” (117).

En aquel momento, las empleadas se fijaron en ella y la llevaron al vestidor. La vistieron; ella se miró y percibió en el espejo la imagen de la que luego la perseguirá:

Cuando advertiste que las dos imágenes se iban a confundir en una y sobre todo, cuando advertiste que la más alejada, la que en realidad no eras tú a pesar de tener tu rostro, tenía tu misma altura, creiste, como aún crees ahora, que también había llegado la hora de tu muerte. Te pareció que si permanecías quieta, ella helaría primero tu imagen y que después avanzarían juntas hacia ti para recorrerte de frío y de silencio. (119)

Entonces escapa. En la huida, el vestido blanco se ensucia de barro, los zapatos de raso se hunden en los charcos, el tul se desgarra; el barro actúa “como una palabra fea, como un mal pensamiento” (113). Pero no puede detenerse “porque los hombres y las mujeres que ahora se contentan con asombrarse me rodearían y no me dejarían seguir” (113).

El vestido de la otra, en cambio, antes de desaparecer ante la presencia de la pareja que se reencuentra está “blanco, sin una mancha ni una arruga en el tul, donde sospecho un ángel” (120). El simbolismo del barro sobre el blanco vestido de novia es claro, así como la blancura congelada, angélica del vestido de la perseguidora. Andrea elige no quedarse quieta; vence la atracción de la pasividad; se niega a ser una más de esas novias-maniquíes que esperan frente al altar.

La similitud de este cuento (así como “Omnibus” y “Último coche a Fraile Muerto”) con “Lejana” de Cortázar ha sido señalada por Mario Benedetti[41] y luego por otros críticos. En el cuento que integra Bestiario, se transcribe el diario de la protagonista, Alina Reyes, quien manifiesta un progresivo acercamiento a un ser distante, la “lejana” del título, otra mujer, desconocida, extranjera, quien poco a poco se va apoderando de su mente hasta que Alina viaja a su encuentro, se abrazan, la mujer ocupa su lugar y Alina el suyo. Cortázar plantea el clásico tema del doble en el cual, al final, los roles se invierten.

En el cuento de Silva, en cambio, el desdoblamiento —que también existe, obviamente— sólo expresa un conflicto personal de Andrea, la protagonista, que se enfrenta primero a la niña que fue y luego a la mujer que se le impone que sea, un maniquí vestido de novia, blanca, impoluta, perfecta, muerta. En Cortázar, la perspectiva es metafísica, ya que los dos sujetos existen simultáneamente en dos mundos diferentes. En Silva Vila se podría hablar de una perspectiva psicológica, quizás de una “imagen especular” o de un “sujeto oponente o antagónico”, distinto del doble canónico[42].

La huida es una forma de la preservación; se produce la suciedad, el desgarro como un modo de simbolizar la acción de vivir, la no-alienación. Es casi inevitable, aquí, recordar la opinión de un crítico que leyó, en cierto sentido de manera muy inteligente, la obra de esta autora. Me refiero a Rubén Cotelo y a su estudio de la función simbólica de las viejas mansiones, la oscuridad, los espejos, las puertas en M.I.S.V.:

Están allí para resguardar y proteger recintos psíquicos, ámbitos de misterio, lugares prohibidos y tabúes que ofrecen revelaciones y recompensas para quienes las abran. Las adolescentes de Silva Vila tienen que franquearlas [. . .] [L]as habitaciones son las distintas residencias de una infancia inmovilizada, de un paraíso que debe ser resguardado[43].

Esta sutil visión del mundo de la escritora, lo lleva, sin embargo, a la crítica acerba, cuando cree percibir que no hay cambio, “maduración”, desde La mano de nieve a Felicidad y otras tristezas[44]. Mántaras recoge en el prólogo citado la opinión de Rubén Cotelo y cuestiona de manera muy adecuada su peregrina postura que exige la transformación del escritor demostrando que eso es un prejuicio absurdo.

Lo que quizá no percibió la crítica es la actitud patriarcalista de Cotelo, a quien le molesta, curiosamente, el mundo representado por la autora, y llega a atribuirle las actitudes de sus personajes. Así es que dice:

Entre el primer volumen publicado y el segundo, la adolescente ha crecido, pero no ha madurado ya que se ha transformado en una mujer aniñada, en un ser pasivo, en una mujer planta, como admite una de ellas. La ambigüedad y los conflictos de la adolescencia que disimulan el retroceso ante la vida, se ha convertido en estupor, anonadamiento, torpeza y algo de estupidez.

Parecería que una atrayente personalidad literaria se hubiera quebrado, coagulado, enquistado en tomo a esa experiencia rica, ambigua y dramática que es el tránsito de la infancia a la adolescencia[45] .

Luego, por segunda vez en el artículo, Cotelo nombra a Carlos Maggi, esta vez para indicar en él una conducta disímil a la de ella: “Curiosamente el esposo de esta escritora, Carlos Maggi, ha fustigado en ensayos y piezas teatrales este síntoma [la resistencia al cambio que ve en ella, como la ve en el país todo] que representa el fin de la infancia del Uruguay”[46]

Es curioso, también para quienes leemos desde este presente, el enojo y la actitud admonitoria del crítico, que parece acudir a la autoridad de un par, Carlos Maggi, para que ponga en vereda a su mujer o, simplemente, busca dejar en claro su superioridad. Quizá esta reacción nos permita entender cuál era la actitud de gran parte de la crítica masculina hacia las mujeres escritoras aun en los avanzados sesenta.

Sobre los otros cuentos de La mano de nieve, hay que destacar “Ultimo coche a Fraile Muerto”, un prodigio en cuanto a creación de un clima que envuelve al lector en una especie de sueño que descubre, al final, como recurrente, pesadillesco. Construido en base a imágenes de claroscuro, la simbólica dificultad de visión del protagonista colabora a ese mismo juego de confuso-nítido, donde nunca se sabe qué es lo que se ve.

La obsesiva imagen de la cara de Cecilia que lo llama desde “un agua oscura”, la figura misteriosa y caricaturesca a la vez, del cura con su gorrito redondo, el muchacho con sus ojos en blanco, el ataúd presuntamente vacío, el misterioso caballo que aparece y desaparece, el ómnibus blanquecino que ya se da por perdido, todo es sueño en este coche “que recorre una pista sin principio ni fin, una verdadera cinta de Moebius en el espacio infinito”, como dice con exactitud Amanda Berenguer[47] . El cuento es el más enigmático y sorprendentemente perfecto del libro.

En “La mano de nieve” se vuelve a la protagonista femenina, en un relato en tercera persona. Las obsesiones de la muerte se ven aquí concretadas, ya que la historia toda es la del proceso de la muerte de la protagonista, presunta suicida, desde que sale de la casa con la certeza de “disponer de su próximo e indeciso cadáver” (105).

Nuevamente se suceden las imágenes religiosas expectantes que provienen del Convento cercano (así nombrado, con mayúscula). Por la mente de la joven agonizante pasan el presente en una pequeña síntesis que reseña el deterioro, el sinsentido de su vida, y el pasado, donde todo parece ser juego y alegría y se remite al mundo de sus siete años. Aquí aparece, sin embargo, el dolor: “Los hermanos mayores la humillaban con un trato distinto, alejándola de ellos, imponiéndole interminables juegos” (107). Y a ello se suma un descubrimiento, el de la muerte como pérdida, como vacío y, sobre todo, como horror, en cuanto anticipo de la suya propia: “Hubiera deseado decirles lo que ella misma sentía poseer en el fondo de su angustia, que sentía forcejear en ella misma como cosa propia, algo igual a lo que había caído sobre el pequeño Duende para matarlo” (108) Ese es el momento del quiebre; el fin de la infancia y el comienzo del dolor.

Hay luego otro recuerdo, el de una espera inútil, en la adolescencia. Se expresa elípticamente como “un bote dado vuelta [. . .] Todo estaba detenido, hasta sus ojos estaban fijos en la abertura del camino por la que no venía nadie” (109). Más adelante se cierra la intriga: “De pronto, algo pesó en sus manos, y la cara del muchacho que no llegaba, quedó frente a ella, más viva que nunca, junto al bote y la rama y la luna de significado estricto” (110). Mientras tanto, en una especie de trasmundo al que la agonía o la muerte misma la ha llevado, una procesión de almas, otra forma de lo religioso o lo sagrado, se ha formado.

Es sumamente interesante que esta escritora integrada a una generación de fuerte raigambre crítica, en un país laicizado por el batllismo, recoja un pensamiento religioso donde se representa un más allá concreto como lo hace aquí o en “La playa”, por momentos apocalíptico o dantesco, como lo hará en “La muerte segunda”, al que luego matizará con el humor sin abandonar su planteamiento teológico como en “La divina memoria”. La prevalencia de la educación religiosa recibida se hace sentir en especial en las mujeres escritoras que, aun renegando de ella, demuestran sus ataduras, quizás porque el mensaje religioso es singularmente opresivo respecto a su género y porque su impronta tuvo socialmente un mayor peso sobre el mundo femenino.

En este espacio sobrenatural reaparecen algunos seres queridos llevando una imagen en sus manos. Cuando la cara del muchacho del bote llega a las suyas, ella sabe que “nada más importaba ya. Sobre sus ojos corrió ese tiempo detenido y perfecto que ella había perseguido” (110). Este es un primer final del cuento que se corresponde con la realidad interior del personaje y con la del mundo sobrenatural al que accede. El otro final es cuando se menciona al grupo que rodea el cadáver y reza y a “la mano de nieve [que] dibujó una lenta cruz en el aire sobre la muchacha” (111). Este es el único cuento de este conjunto donde lo sobrenatural está concretamente presente y no sólo sugerido. Al mismo tiempo, es también el único donde la muerte, si bien temida en un momento, aparece luego como una forma de hallar la felicidad anhelada.

La visión religiosa que aparece en el texto es doble. Por un lado, se manifiestan las figuras misteriosas, siempre hostiles, que en este caso se identifican con las monjas del Convento; por otro, “la mano de nieve” refiere a un poder sobrenatural; la larga procesión de almas muertas, el ultramundo donde llanto y sonrisas parecen sellar el encuentro eterno en un verdadero re-ligarse. Quizá la escritora expresaba en este cuento que quiso jerarquizar —ya que con él le dio título a todo el libro— un verdadero sentimiento religioso que asomaba por detrás de su mirada crítica a las convenciones de la religiosidad tradicional.

En “Una pluma de pájaro”, por último, la narradora inventa un personaje, una especie de Cenicienta o Alicia en el país de las maravillas que sueña con un mundo que no existe hasta que, al final, acepta que se ha engañado. Lo paradójico es que la pérdida de la ilusión se produce inmediatamente después de que se confirma el milagro.

La “transacción con el mundo”

En Felicidad y otras tristezas el clima es otro y ya el título lo señala. Hay una paradoja aquí, pero el tono se ha moderado. Todo es, en general, más leve y pesa más el humor, lo que no quiere decir que el mensaje sea más optimista ni la mirada sobre la existencia humana menos dolorida.

La propia autora nos da una clave pesimista cuando enumera sus cuentos como “tristezas” aunque, a la vez, este sustantivo no tiene el tono trágico que podía haber nominado los cuentos de La mano de nieve.

El epígrafe de Henry Miller elegido por la autora, enfrentado al cuento que abre y da título al libro, podría parecer algo descolocado. Es que el tono del epígrafe es grave, hasta algo solemne, apuesta al ser humano y a la lucha por su ideal, a su “milagro”. A esa búsqueda que lo lleva a vadear la sangre podrían estar relacionadas las tristezas, pero en “Felicidad” no hay ni sangre ni tristeza sino más bien desconcierto en el lector, después de la sonrisa inicial.

Sin embargo, esa mujer joven que cuenta su triunfo actual, el “lugar en el mundo” que ha conquistado, ha logrado su “milagro”. En los otros nueve cuentos, en su mayoría se trata de conseguir ese sueño. Así, en “La playa”, la pareja espera al hijo y éste a la mujer amada. En “Toda la noche golpeando”, un sueño roto, sin embargo, promete un milagro esperanzador. En “El sueño es una sombra”, el shakespeareano título[48] expresa el fracaso del milagro deseado igual que en “Las islas”, en “Un paseo a la luz de la lluvia”, en “Bajo un ángel de piedra fría” y en “La divina memoria” (los cinco podrían llevar el título del primero). En “El otro” se busca lo milagroso (la invocación del diablo) y esto se logra aunque, paradójicamente, el encuentro conduce a la muerte indeseada. El único cuento que no cumpliría con la idea del milagro buscado es “La muerte segunda”.

Hay tres cuentos en el libro, los ubicados en el primero, quinto y último lugar, en una decisión autoral que juzgamos premeditada y que se destacan por un carácter más liviano en apariencia, con una cuota de humor e ironía evidente en dos de ellos: “Felicidad” y “La divina memoria”, y con toques de realismo y de esperanza en “Toda la noche golpeando”. Esta estructuración de la obra le da un carácter mucho más ameno, distendido que a La mano de nieve y responde a la nota que la autora publicaba en Marcha en 1965:

Los pequeños héroes de mi primer libro —que casi siempre son heroínas— no surgen en primera instancia, sino que están predeterminados por el tema, y por lo regular, el tema viene a su vez de una sensación. Esta sensación sería pues el germen de la narración y también su finalidad: el cuento se ha logrado si en su totalidad reproduce esa sensación originaria en el lector.

En mis últimos relatos [...] trabajo-creo con seres menos extremados, que a veces sonríen y hasta esperan[49]. [.. .][L]a motivación poética va siendo sustituida por un tipo de ocurrencia más especulativa.

Yo no sé, por ejemplo, por qué se me ha ocurrido inventar dos personajes como el archivero de La divina memoria y la muchacha de Felicidad. Los dos hacen sonreír un poco, pero yo nunca he tenido sentido del humor. Tal vez es que estoy viendo las cosas de otra manera, y he empezado a aceptar el mundo como es, transigiendo también conmigo misma, con mis propias limitaciones. ¿Provendrá de esa toma de conciencia, ese dejo de humor, esa especie de ironía solidaria, de burla y de adhesión al mismo tiempo?[50]

De acuerdo con estas reflexiones de Silva Vila sobre su obra, creo percibir que lo fantástico se va retirando poco a poco de la vida cotidiana de sus personajes. Este es un rasgo que separa claramente un libro del otro. En La mano de nieve, los cuentos tenían un elemento fantástico o al menos lo sugerían[51] haciéndolo convivir con la coti-dianeidad. En Felicidad y otras tristezas, en cambio, se puede distinguir fácilmente entre aquellos cuentos donde está presente lo sobrenatural y lo fantástico y aquellos otros donde prevalece lo real. Así, “Felicidad”, “El sueño es una sombra”, “Toda la noche golpeando” y “Un paseo a la luz de la lluvia” podrían ser llamados “realistas”, aun cuando sus personajes actúen a veces en forma “extraña”.

“La playa”, “La muerte segunda”, “Bajo un ángel de piedra fría” y “La divina memoria” se instalan en un mundo sobrenatural (aunque “Bajo un ángel” engaña astutamente al lector sobre el punto) que tiene sus reglas y que no “toca” al mundo “real”, es decir, que no provoca ningún trastocamiento en sus reglas (si lo hace, no es percibido en éste como en “La divina memoria”, cuando Eliezer cambia el destino de Natalia). Los casos de “El otro” y “Las islas”, se parece más —en el sentido de la inclusión de lo fantástico— a lo que se había visto en La mano de nieve.

En “Felicidad” y “Toda la noche golpeando” se puede volver a atisbar la temática que apuntaba hacia la problemática de lo femenino, más claramente en el segundo de los casos, pero en ambos de una manera desdramatizada, casi divertida, con una doble ironía que revierte hacia la protagonista y los lectores desatentos, quizás. La muchacha de “Felicidad”, la encuentra en quedarse quieta, simplemente sentada dejando que la peinen como una muñeca: “Como dice mi madre: esto es casi como ser actriz” (11). La clave está en ser otra; aceptar el rol que se le impone, “dar con su destino”. Antes debía dejar de pensar en trabajar, porque según la madre “es un crimen que rompas con ese muchacho” (9), aunque a él no le interesara ni su trabajo ni ella misma y eso no fuese más que una excusa para justificar la ruptura. La torpeza, el desinterés caricaturizados de la muchacha caen en la comicidad, en el grotesco, aunque alguna de las anécdotas del cuento sean contadas como reales por la propia autora (con alguna variante) en Cuarenta y cinco por uno[52];.

Ángel Rama lee este cuento de forma esquemática y podríamos hacerlo de igual manera atendiendo al humor con que se caricaturiza la torpeza de la protagonista o a ese final de muñeca en la vitrina, que nos llevaría a hablar de alienación. Pero el cuento mismo, y luego la confirmatoria lectura de las anécdotas de Cuarenta y cinco por uno, nos pueden inclinar a descubrir una ironía mayor que se oculta en la otra, la obvia. La muchacha que se alegra de su destino de “casi actriz”, como le dice su madre, un ama de casa que la miraba “siempre en primera fila, aprobándome con una sonrisa” (11), en realidad se ha salvado de otro destino que no desea: el casamiento, el trabajo doméstico, los hijos, los empleos para los que no está ni quiere estar preparada, la vida concebida como sórdida rutina.

Sentada en su vitrina puede ser como un árbol y pensar colores y formas; esa muchacha se parece quizás más a las del 45, cuando tenían que hacer para los hombres tareas que odiaban olvidando momentáneamente sus “veleidades” literarias y ateniéndose a los roles que su “condición de mujer” les imponía[53].

“Un paseo a la luz de la lluvia” también entra en el mundo femenino en el que Adriana despierta y recuerda a un marido con “el gesto cansado de todos los días” (59); su bata es gris y su vestido negro, hasta que todo se transforma, quizá por una misteriosa grieta en el tiempo. Se sospecha en un principio en un milagro del que se hace dueña: “se armaba de nuevo [. . .] con padres, trajines estudiantiles y tardes de domingo” (60).

El relato se centra entonces en ese volver atrás, en un intento de recuperar el pasado, feliz, inútil y doloroso a la vez, hasta que, al capturar el reflejo de su propia cara en un vidrio, “le fue devuelto el tiempo, que se abatió implacable sobre ella” (64). Si bien no hay explicación precisa sobre lo sucedido, todo apunta a interpretar los hechos como una crisis psicológica de la protagonista. Ya no hay milagro, no existe la grieta en el tiempo; no hay espacio para lo fantástico.

El otro cuento de este conjunto que se relaciona estrechamente con la temática femenina es “Toda la noche golpeando”, señalado por muchos (Benedetti y Rama, entre otros) como el mejor del libro, quizás en atención a su carácter realista o al cumplimiento más acabado de la forma cuento. Aquí tampoco hay sesgo fantástico que dificulte la lectura. Laura, la protagonista, es una solterona que vive en casa de su hermana casada y recuerda el esplendor del pasado familiar hasta que comprende que debe irse, “que estaba de más”.

Sabía que estaría aun más sola, pero por lo menos se sentiría con derecho a su soledad, con permiso para estar triste, libre para obrar a su antojo, libre aun para cambiar. Porque las cosas más sencillas pueden sorprender, a los que no están acostumbrados a vemos tal como fuimos siempre. Tienen una idea de nosotros y no podemos modificársela sin lesionarlos. Laura había llegado a ser con el tiempo una perfecta solterona. Se vestía de oscuro y no se maquillaba. Era metódica, discreta y puntillosa. A veces, sin embargo, sentía como una necesidad de actuar de otra manera: cosas tan simples como empolvarse la cara o fumar en la cocina a medianoche. Pero estaba obligada a su apariencia desvaída, como era de rigor que fuera a misa todas las mañanas o que se acostara poco después de la cena. Si no, ella adivinaba en los ojos de los demás el asombro, sospechaba la sonrisa burlona, a sus espaldas, caía, en fin, inevitablemente, en el ridículo. (38)

Se ejemplifica en la historia de Laura el tema del estereotipo. Es una mujer, pero además, es solterona; ha perdido la posibilidad de vivir, de desear, de ser. Pretender transgredir la norma la lleva al ridículo, que es una dura forma de la represión. El propio cuento juega con el equívoco cuando lleva al personaje a una situación que podría acercarla a la comicidad: se enamora de un joven, un adolescente al que presume un hombre mayor. Sin embargo, hay una segunda oportunidad y una toma de partido de la narradora respecto a la posibilidad de la esperanza. Laura se plantea que “[l]as historias maravillosas suceden a quienes son capaces de concebirlos” (43), pero cuando se desilusiona, llega a la opinión contraria: “los milagros no son de este mundo” (43). La narradora interviene, entonces: “se equivocaba pensando que esas cosas no pasan” (43).

“El sueño es una sombra” muestra, desde el título, el carácter escéptico del libro todo y el cuento es una ilustración de lo mismo. Como muchas veces en Silva Vila, la joven narradora y protagonista se ubica en un “ahora” y empieza a desgranar el largo flashback que culminará nuevamente en el presente. En referencia a su pasado de niña dice: “Suspiraba todo el día por lo que estaba fuera de mi alcance: ser grande, viajar alrededor del mundo, fumar interminables cigarrillos o vestirme de negro. Pretendía guardarme la luna en el bolsillo como una moneda más” (31). Esta es la clave del sentido del cuento: el sueño, el deseo, no su concreción, allí está la felicidad, en eso consiste. Por eso, cuando concreta el sueño (“sobre esas piedras quería edificar mi casa” (34), dice heréticamente la muchacha) se da cuenta de su error: “todo me resultó odioso, como si estuviera cometiendo, a mi pesar, un sacrilegio” (35). La casa reciclada, las ruinas reconstruidas han dado lugar a la mansión donde ya no alienta “el aire de algo perdido, la presencia de lo que ya no está y aún tiene voz para llamar” (35). En busca de concretar su sueño, lo ha destruido. Por eso, el fuego es la única esperanza para reconquistarlo.

En este relato está presente la mansión ruinosa, el misterio escondido en la oscuridad, el tema obsesionante de la muerte de un ser querido, pero todo es real. Sólo se juega con un temperamento apasionado y quizás delirante, pero lo fantástico no forma parte del relato. De todos modos, es importante señalar el tono que vuelve a ser trágico, como si la joven escritora de La mano de nieve se negara a abandonar totalmente su registro.

El último cuento, “La divina memoria”, es el otro que se maneja con el humor y la ironía, como ya dijimos. También tiene un rasgo particular: el protagonista es un ángel, antes carpintero, en el futuro, habitante de la tierra, trabajador a destajo sin memoria y sin esperanza.

La estructura del relato tiene de dos momentos. El primero es la carta de Eliezer, el ángel archivero, a Dios y el segundo es el relato en tercera persona donde se da cuenta del destino final de aquél. El tema es la justicia divina y su inescrutabilidad, la imposibilidad del ser humano de entender y aceptar la voluntad divina, la búsqueda humana del milagro y, por último, una visión de la vida en el mundo como infierno donde se expía una culpa difícil de aceptar, la que se expresa en el pensamiento de Dios, anterior a la condena: “¡Desconfiad de quienes claman por demasiada justicia!” (74).

Hay tres cuentos en el libro que se relacionan con la representación del más allá, aunque seguramente también “La divina memoria” nos plantea, en su final, lo mismo. Ellos son: “La playa”, “La muerte segunda” y “Bajo un ángel de piedra fría”.

Angel Rama habla de cómo en La mano de nieve los cuentos no avanzan en la representación del tema de la muerte: “lo rodean, lo decoran, en definitiva, lo escamotean”[54]. El autor lo siente con pavor, pero no lo penetra. En cambio, ve en Felicidad y otras tristezas, un cambio importante en este sentido, “una mayor gravedad en la captación de los significados”[55]. Estamos de acuerdo con este criterio: hay una concreción de mundos que antes estaban apenas sugeridos. Estos cuentos son un ejemplo de esos cambios.

En “La playa” y “Bajo un ángel...” se dan climas y se bosquejan respuestas que podrían parecer contradictorias, como si la escritora tentara diversas respuestas para un tema que la desborda, la agobia, la obsesiona y al que se iba a enfrentar en una relativamente temprana etapa de su vida. El primero representa el reencuentro y lo promete, extrañamente, en ese orden y en un clima de nostalgia irredimible, como dejando claro que la pérdida es inevitable y que sólo se logrará un sucedáneo.

La playa es el lugar del reencuentro de las almas pero, en este caso, es también el lugar desde donde se mira el horizonte, la tierra que rememora el sufrimiento, no sabemos cuál, si el allí vivido o el de sentirse exiliados de ella. El recuerdo del tiempo que se contrapone con el “inmutable mediodía” del que disfrutan en la compañía que han elegido. Pero la espera también los ata al tiempo: “Cómo se demora el muchacho —decía ella. [. . .] [A] veces me confundo. Me parece que lo estoy esperando como antes de nacer. Es la misma ternura” (13). La espera llega a su fin y se produce otra, la del muchacho que espera a una mujer, como si el tiempo no pudiera dejar de existir. Hay un segundo momento en el relato que, en ese orden invertido de que hablamos, promete el reencuentro.

Acuerdo con Mario Benedetti en que este relato “impresiona como la desnuda armazón de un relato mayor”[56]. La escritora logra el clima, plantea el tema, bosqueja algunos datos y los deja allí, solo para hacemos pensar.

En el segundo cuento, en cambio, lo que se anuncia es la pesadilla recurrente de la incomunicación, al menos entre vivos y muertos. Nuevamente juega con el equívoco. Embarca al lector en una búsqueda que, aparentemente, tendrá su satisfacción: la protagonista está siempre a punto de encontrarse con el amado. El relato es la suma de los desencuentros hasta que el ángel del título recibe bajo su piedra fría a la mujer que, sabemos, buscará mañana, una y otra vez, el reencuentro.

En “La segunda muerte” el planteamiento teórico es mayor; empieza con un epígrafe que nos remite al Apocalipsis y el tipo de castigo evoca la ley del contrapaso, de origen árabe, que manejó Dante en La Comedia. En este caso, se produce la inversión de los roles como en el “Lejana” cortazariano. Nora se metamorfosea en María, la sirvienta a quien humilló y por la que está allí, fijada en su obsesivo recuerdo; se sugiere que Martín Ortega se transforma en su esposa, esa mujer a la que tanto necesita por siniestros motivos:

sintió bruscamente necesidad de tenerla cerca, de disponer de ese único punto vulnerable que le había encontrado al mundo. Ella se desangraba por él en un llanto diario, en un llanto banal, sin importancia, doméstico y que era, sin embargo, el único desquite posible. (18)

La justicia divina es aquí lejana y fría, pero perfecta.

Mientras el ángel bonachón transformado en mártir de la caridad, Eliezer, se gana la simpatía del lector que proyecta en él sus dudas, sus anhelos, sus ideales, la “tristeza” a que nos remite la autora es la cruda verdad de una Natalia corrompida que corrompe y un infierno en la tierra, mucho más creíble que los fuegos infernales dantescos, donde el trabajo embrutecedor, sin esperanzas, con la goma mascada “que no se puede tragar” es el único “pe-dacito de felicidad” (75).

En “El otro”, la cotidianeidad adolescente de los amigos se ve conmovida por los relatos de aparecidos que los tientan a volver a la fantasía de la cercana infancia, cuando “cada objeto tenía la posibilidad de ser otro: el que ellos quisieran; como si hubieran poseído una varita mágica capaz de dar lugar a la aventura” (25). La tentación de lo desconocido los impulsa entonces a embarcarse “en un extraño juego”. Con algo de la perdida infancia, pero despojados de toda vergüenza, porque era una prueba, era “como columpiarse entre dos aires”, como “sentir el frío de lo que no se conoce” (27). La muerte de uno de ellos, la pelea sorda y violenta con un ser desconocido, el “otro”, todo lleva a la confirmación de la presencia de fuerzas sobrenaturales que obran sobre la realidad y la transforman.

En “Las islas” el protagonista “había vivido intentando tocar la realidad con una mano y con la otra el milagro, la aventura, el riesgo, todo aquello que se animara a borronearle al planeta su impávida cara de monigote congelado” (52). La isla que se vislumbra en la lejanía es una promesa que luego se frustra y es cambiada por otra, hasta que un nuevo viaje lo lleva a la primera, a la inicial, donde descubre que el tiempo ha pasado, que lo importante es lo que había abandonado: “Extendió las manos para ver si aún era posible guardar algo. Pero ya no era tiempo” (58). Y lo que es peor: “No se veía ninguna isla en el horizonte” (58).

En ambos cuentos, pues, la búsqueda del milagro, lo único que podría salvar al hombre de “un mundo rotundo y cerrado, inapelable” (51) conduce a su destrucción, en una aporía que, como en La mano de nieve, vuelve a ser trágica.

Conclusiones

La obra de María Inés Silva Vila es breve pero enjundio-sa. Sus libros de cuentos encierran quizás la parte más interesante de su narrativa, en cuanto a que vemos en ellos un sesgo más personal, una manera a través de la cual se expresa una personalidad conflictuada, rebelde, donde los temas de la feminidad oprimida, las preguntas metafísicas sobre el sentido de la vida, la presencia obsesiva de la muerte, la justicia divina y el temido más allá están presentes y se contestan en un abanico de posibilidades que, en la mayoría de los casos, apuntan a una dolorosa y pesimista visión del sufrimiento humano.

Hacia el final de su obra, el problema de la opresión femenina se expresa a través de un cuento tan breve como “Por un dedo”, donde una mujer, ama de casa, descubre la pérdida de su pulgar izquierdo y su transformación en burbuja que esconde de los suyos, primero, porque “sentía que su obligación de esposa y madre era no alterar el orden familiar con su problema y recién cuando se encontró a solas en su cuarto, se permitió darle la trascendencia del caso”[57].

Luego, sin embargo, al probar que puede seguir con sus tareas domésticas, y embelesada por aquel “milagro” que la singulariza entre todos, lo muestra orgullosa, de su diversidad, pero no es percibido por su entorno familiar ya que nada ha cambiado, y ella sigue oficiando las mismas funciones para las que se la requiere. Este brevísimo opus, es una muestra sutil de su mejor obra. Aquí también, la metáfora fantástica, esa burbuja brillante, el pequeño milagro que hace única a la mujer, es la estrategia literaria que permite, sin obviedades, la expresión más acabada de la autora.

Graciela Franco

María Inés Silva Vila nació en Salto el 23 de noviembre de 1926 y falleció en Montevideo el 10 de agosto de 1991. Su familia se trasladó a Montevideo cuando ella tenía seis años. Desarrolló estudios primarios y secundarios hasta concluir el segundo año de Preparatorios, como se lo denominaba en aquella época. Se casó el 2 de agosto de 1950 con Carlos Maggi, abogado y escritor, conocido ensayista y una de las figuras más importantes de la dramaturgia de la generación del 45. Con él tuvo dos hijos, Ana María, en 1952, y Marco, en 1957, abogada y artista plástico, respectivamente. Trabajó en la Biblioteca del Comité Consultivo Internacional de Comercio. Sus lecturas fueron principalmente los narradores modernos, la generación perdida de EE.UU., los franceses exis-tencialistas y, entre ellos, Simone de Beauvoir. No practicó ninguna religión, pero era creyente, poseedora de una espiritualidad que podría denominarse religiosa. Desde muy joven se presentó a concursos literarios en diversas revistas del medio montevideano recibiendo siempre premios o menciones, aunque nunca primeros lugares, quizá porque el género fantástico o “raro” de sus textos desconcertaba a los jurados o no coincidía con los gustos de la época. Publicó en vida La mano de nieve (Montevideo: Fábula, 1951) Felicidad y otras tristezas (Montevideo: Arca, 1964), Salto Cancán (Montevideo: Alfa, 1969) y Los rebeldes del 800 (Montevideo: Girón, 1971). Luego de su muerte, se editó un libro que recoge una serie de artículos que publicó en el semanario Jaque en los ochenta, Cuarenta y cinco por uno (Montevideo: Fin de siglo, 1993). Algunos de sus cuentos inéditos se editaron en las antologías El visitante y otros cuentos (Montevideo: EBO, 1996) y Ultimo coche a Fraile Muerto y otros cuentos (Montevideo, EBO, Colección “Socio Espectacular”, Montevideo, 2001).

Notas:

Notas:

[1] Montevideo: Fin de siglo, 1993

 

[2] Ana Inés Larre Borges, “Una narradora original” en Brecha, 16 de agosto de 1991.

 

[3] En Ana Inés Larre Borges, ob. cit.

 

[4] Pablo Rocca, “Las transacciones imaginarias de María Inés Silva Vila” en El visitante y otros cuentos (Montevideo: EBO. 1996). Rocca también prologa Último coche a Fraile Muerto y otros cuentos, nueva antología de EBO (Montevideo: Colección “Socio Espectacular”, 2001).

 

[5] Graciela Mántaras.“¿Dónde estarán tus vagos ojos grises...?” en Antología de María Inés Silva Vila, Montevideo: Signos, colección Libros para todos, 1992.

 

[6] Esto sostiene Hugo Achugar en “Clara Silva: campo de batalla de la generación de 1945. Una breve síntesis de un trabajo en elaboración”. Hugo Achugar sostiene que “Mi ponencia buscaba ilustrar a través de la novela de Clara Silva, o mejor dicho de su narrativa [. . .], algunas de las características de dicha batalla: cómo no se podía leer lo que era propio de una escritura o una sensibilidad de mujer o, mejor dicho, cómo sólo las mujeres podían hace? lo. En La palabra entre nosotras, Montevideo: Banda Oriental, 2005, p.211, libro resultante del Primer Congreso de Literatura Uruguaya de Mujeres, Montevideo 2003.

 

[7]  Buenos Aires: Botella al mar, 1951.

 

[8] En “Fantasía, alienación, femineidad”, Ángel Rama, en Marcha, Montevideo, Año XXVI, N° 1254, Segunda Sección, p.4.

 

[9] Pablo Rocca, “Las transacciones imaginarias de María Inés Silva Vila” en El visitante y otros cuentos, Montevideo: EBO. 1996

 

[10] Montevideo: Alfa, 1969.

 

[11] Vale la pena atender a la sugerencia del apellido elegido por Silva Vila para su personaje y las resonancias respecto al nombre del autor de Don Quijote.
 

[12] Ob. cit., p.305.

 

[13] En “Los narradores entre el realismo y sus fracturas" en Historia de la Literatura Uruguaya Contemporánea. La Narrativa del medio siglo, Tomo I, Pablo Rocca y Heber Raviolo (eds.), Montevideo: EBO, 1996.

 

[14] ¿Será quizás una parodia de la mujer desnuda somersiana?

 

[15] Montevideo: Editorial Girón, 1971.

 

[16] Ob. cit., s/p.

 

[17] Para mostrar la forma irreverente en que es tratada la historia en la novela, valga recordar el titulo del capitulo dedicado al relato del episodio de Asencio, “Rashomon del grito de Asencio”, para expresar las distintas versiones que los participantes daban del hecho de forma de atribuirse la mayor gloria en el mismo.

 

[18] En María Inés Silva Vila, ob. cit., s/p.

 

[19] Ibíd.

 

[20] La editorial que publica el libro se destacó por la publicación de escritos políticamente comprometidos, por otra parte.

 

[21] En Cuarenta y cinco por uno, p. 131.

 

[22] Me refiero a “Las cruzadas”, cuento que se publicó en Aquí la mitad del amor contada por seis mujeres (Montevideo: Arca. 1966) y que se integró luego, como capítulo XXII, a la novela de la que hablamos.

 

[23] Montevideo: Fábula, 1951.

 

[24] Montevideo: Arca, 1964.

 

[25] Montevideo, Arca, 1966, como ya apuntamos.

 

[26] Los datos fueron tomados de la prolija investigación de la que da cuenta Pablo Rocca en su antología ya citada.

 

[27] Este dato lo aporta Carlos Maggi (esposo de Silva Vila) a Rocca.

 

[28] En el prólogo de la Antología, ya citada, pp.8-9.

 

[29] Cuento de William Faulkner incluido en Estos trece, 1931.

 

[30] Los números entre paréntesis corresponden a los números de páginas de la presente edición.

 

[31] El 7 de mayo de 1965, María Esther Gilio escribía una nota titulada “Cabrerita” en la segunda sección de Marcha, pp. 1 y 12, donde contaba una visita a la Colonia Etchepare para entrevistar al pintor Raúl Javiel Cabrera, el verdadero autor de los cuadros descritos en el cuento de María Inés Silva y en quien se inspira para su realización. Gilio también los describía: “Una galería de ñiflas inocentes y diabólicas, angelicales y sexuales. Cuerpos de impúberes y senos desbordantes. Madonas con un mundo de promesas sexuales en la mirada [...] Niñas en actitud estática y expectante, los brazos cruzados cubriendo el sexo”.

 

[32] Poderes de la perversión, Buenos Aires: Siglo XXI, 1988.

 

[33] Rosa Cobo Bedia, “Género”, en Celia Amorós (dir.) Diez palabras clave sobre mujer, Celia Amorós. Estella (Navarra): Verbo Divino, 1995, p. 67.

 

[34] En Lucía Guerra Mujer y escritura: fundamentos teóricos de la critica feminista. Santiago de Chile: Cuarto propio, 2008.

 

[35] Este libro fue publicado en 1949 y leído por la generación del 45.

 

[36] La propia autora, veinte años después, en Salto Cancán, en clave de humor, nos da una confirmación de esta misma interpretación. En referencia a Anastasia, la hermosa y deseada por todos, señora de Barrabino, dice la narradora: “pero a mujer de tanta cuantía no iba a hacerle desfavor la mengua del habla, siendo sus interlocutores rioplatenses, hombres acostumbrados al paisaje vacuno de suculentas carnes y algún que otro mugido, que siempre es lo que menos importa. Embelesados y sin comunicárselo, todos coincidieron en que aquella señora era una niña y que tenía además un gran misterio”. Montevideo: Alfa, 1969, pp. 15-16.

 

[37] “Las tretas del débil”, ensayo publicado en La sartén por el mango, Puerto Rico: El Huracán, 1985. La Juana a la que se refiere es Sor Juana Inés de la Cruz, la famosa monja y escritora del siglo XXVII que tuvo que ejercer sus “tretas” para lograr plasmar su palabra.

 

[38] En Marcha, ob.cit.

 

[39] Ibíd.

 

[40] Una situación similar se plantea en Salto Cancán con “Olímpico”, cuando el muchachito que es entrenado por su padre, a quien le pide permiso para soñar lo que quiera por un rato, antes de dormirse.

 

[41] Mario Benedetti, “María Inés Silva Vila y sus señales entre la niebla” en Literatura uruguaya. Siglo XX. Montevideo: Arca, 1988. También en el Prólogo de Cuarenta y cinco por uno de Silva Vila: “María Inés Silva Vila de la niebla a la transparencia”, Montevideo: Fin de siglo, 1993.

 

[42] La idea que desarrollo aquí se apoya en el trabajo de Alonso M. Rabí Do Carmo “Dobles e imágenes especulares en Julio Cortázar” (a propósito de “Lejana”, “La isla a mediodía” y Rayuelo). Disponible en http://sis.bib.unmsm.edu.pe/San_marcos/n24-2006/o08.pdf

 

[43]  Rubén Cotelo, Narradores uruguayos. Caracas: Monte Avila, 1969, p.229.

 

[44] No es esta la opinión de críticos como Angel Rama o Mario Benedetti. Incluso la propia autora, en su “Transacción con el mundo”, una reflexión sobre sus cuentos que da a conocer en Marcha el 19 de febrero de 1965 y que se publica luego en la Antología de EBO de 1996, manifiesta lúcidamente este cambio.

 

[45] Ob. cit., p.230.

 

[46] Ibíd.

 

[47] Amanda Berenguer en “Carta a María Inés Silva Vila” en la Antología de Signos citada, pp.85-91.

 

[48] Hamlet dice: “El sueño en sí, no es más que una sombra”. Hamlet, escena VIII, Acto II.

 

[49] El nombre inicial de “Toda la noche golpeando” parece haber sido “Toda la noche esperando”, a juzgar por el testimonio de Arturo Sergio Visca en su Antología del cuento uruguayo contemporáneo (Montevideo: UDELAR, Letras Nacionales, 1962).

 

[50] “Transacción con el mundo” en Marcha, 19 de febrero de 1965.

 

[51] Quizás no era así en “El espejo de dos lunas” donde lo raro, lo misterioso, lo necrofílico no llegaban, sin embargo, a incluir necesariamente lo sobrenatural.

 

[52] Alguna de las torpezas en las tareas domésticas son atribuidas a “la holandesa”, una de las esposas de Onetti, a Ida Vitale o a la propia autora.

 

[53] En el texto de Amanda Berenguer ya citado, la poeta —que fue amiga de la escritora— atribuye a María Inés las características singulares de la protagonista de ese cuento.

 

[54] Ángel Rama, ob.cit.

 

[55] Ibíd.

 

[56] Mario Benedetti, ob.cit.

 

[57] En Último coche a Fraile Muerto y otros cuentos. Montevideo: EBO, 2001, p.29.

 

Prólogo de Graciela Franco

 

Publicado, originalmente, en: Volumen Vol. 187 María Inés Silva Vila

Colección de Clásicos Uruguayos

Biblioteca Artigas del Ministerio de Educación y Cultura
Se terminó de imprimir en Montevideo, 25 de agosto de 2011

Gentileza de la Biblioteca Nacional de Uruguay

Link del texto: http://bibliotecadigital.bibna.gub.uy:8080/jspui/handle/123456789/72382

 

Ver, además:


                         María Inés Silva Vila en Letras Uruguay

 

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