El último Síndico

 
Desde los años cincuenta o antes, el hombre trabajaba llevando libros.
Además de hacer su labor para varios comercios de la ciudad, él trabajaba para la Central de Agencias de Quinielas del Departamento, y tenía a su cargo la Contabilidad y Administración de una importante empresa con sigla de Siete Letras, lo cual le otorgaba un título que se me hacía por demás misterioso e importante por aquellos años.
Era el Síndico de la Institución.
Fuera porque nunca había oído hablar de Síndicos en ninguna parte, o por su porte especial, él me llamaba la atención.
Era alto y delgado; elegante, como de un metro noventa, e iba siempre absolutamente impecable en su presentación.
En invierno traje oscuro, camisa blanca, corbata de seda, zapatos de charol, sobretodo de grueso paño y sombrero. Siempre de elegante sombrero cuya ala apenas rozaba con discreción, dando las buenas tardes con una cabezadita a las señoras que cruzaba por la ciudad.
A veces llevaba una gran carpeta de cuero, que yo suponía encerraba el secreto de su profesión: seguramente miles de columnas prolijamente alineadas de números que imaginaba escritos en tinta y absolutamente cuidados en forma y contenido, de acuerdo a la apariencia de su dueño.
En verano vestía trajes claros de hilo, camisas crema y corbatas en tonos pastel; zapatos, que a veces eran de dos colores y sombreros livianos ahuecados a izquierda y derecha, por el molde del fabricante, y por su propia mano cuando se los quitaba para recalar en la Confitería, y pedir un té.
Me llamaba la atención que ni al quitarse el sombrero se desordenara un milímetro su irreprochable peinado a la gomina, que en los costados parecía trazado pelo a pelo como con compás y regla; tal era su perfección.
Yo lo miraba y pensaba: "Glostora", que era un frasquito de vidrio tallado con etiqueta amarillenta que había visto en el ropero de mi bisabuela, y que decía "loción".
No estaba segura si aquello era actual o una reliquia, pero tampoco dudaba de que si hubiera solo un frasco sobre la faz de la Tierra, seguramente la vieja "Farmacia Pasteur" lo reservaría con un mes de anticipación especialmente para el Síndico, ya que a todas luces era imprescindible para su aseo y aspecto personal.
Si el tiempo se presentaba lluvioso, su atuendo se completaba con gabardina y largo paraguas con el que tocaba delicadamente las baldosas al caminar: una vez sí, una vez no.
Pero, además de cumplir su trabajo y tener fama de hombre honrado y cabal, a las ocho y media en punto de la noche encaminaba sus pasos hacia el mismo sitio todos los días, para asistir a su esparcimiento ritual: el cine.
Yo tenía la certeza de que ni el maquinista de la sala había visto en su vida más películas que aquel hombre, o si las había visto habría sido sin mirar.
Mientras tanto, estaba segura de que ese espectador no perdía coma en la lectura, ni en la puesta en escena, ni en las recreaciones de época, y era lo que se dice un auténtico estudioso de filmes, actores, actrices, directores, autores de la música y la fotografía.
Seguramente habría visto varias veces "Lo que el viento se llevó", "Por quién doblan las campanas" y "Ben Hur", junto a quién sabe cuántos cientos más de las que yo no sabía ni el nombre.
Era por demás curioso ver llegar su gallarda figura a una de las salas ciudadanas de los sesenta, y que lo acompañara a su butaca linterna en mano, el sosías local del mismísimo Randolph Scott, que mirado detenidamente era realmente un calco del original.
Mirar ese minuto era un cortometraje aparte para el resto de los espectadores; extraño e irreal.
A la mañana siguiente el hombre tomaría su café, vestiría su traje, y entre trabajo y trabajo pasearla su elegancia por la calle principal hasta las ocho y media, ni un minuto más, ya que a esa hora la propia Rita Hayworth le estaría esperando para comenzar.
En mi memoria el hombre no se jubiló nunca, nunca dejó de estar elegante y aunque de tres cines solo uno sobreviviera en los noventa, descarto que a las ocho y media los porteros lo verían entrar.
Pero su realidad era muy otra.
Estaba enfermo hacia dos meses o más.
Es así que para él se había suspendido el tiempo por muy largos días de hospital.
Allí no había libros con números, ni porteros, sino nurses y material médico.
El no recordaba ya las causas que lo habían atado a aquella blanca cama, pero su esqueleto parecía haberse convertido en plomo por la inercia que le invadía.
No pensaba en comer; no quería su té.
Nunca había mirado antes la burda televisión ni ahora quería hacerlo, así que permanecía absorto, de cara a la pared que, como pantalla con la linterna apagada, no tenía absolutamente nada para ofrecer.
Así fue mucho, mucho tiempo.
Y una noche sin día, el hombre dejó al hombre quieto.
Lo miró por última vez desde arriba, y se marchó.
Nadie lo vio pasar, en parte por la llovizna.
Pero exactamente a las ocho y media, vestido de impecable traje azul, camisa blanca y corbata de seda, gabardina clara y zapatos de charol, él ajustó su sombrero, abrió el enorme paraguas, y caminó invisible entre la multitud hacia el Cine Italia, para no perderse la última de Humphrey Bogart.

Con los ojos redondos - Cuentos
María Ferrer
Edit. Prisma - 1996

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