Los amores monstruosos

El autobús desea, con todo su árbol y todo su diferencial, 
a la linda voiturette de armoniosas líneas.

Poco a poco logra acercarse a su lado para 
arrullarla con la moderación del motor poderoso.

La voiturette, espantada por aquel estruendo, 
pega un legítimo salto de hembra elástica y huye.

De lejos, le hace adiós con el pañuelito azul del escape.

El autobús la persigue de inmediato. En su atontamiento 
de paquidermo rijoso apenas salva los obstáculos 
del nervioso y minúsculo tránsito callejero.

Persecución grotesca. Lo monstruoso detrás de lo alado.

El autobús se devora a la linda voiturette con los 
ojos de todas sus ventanillas ambulantes.

La voiturette se despereza con los brazos 
alargados de la velocidad.

De repente, se detiene junto al cordón de la vereda. 
Hembra, al fin y al cabo, se ha emocionado 
con la persecución empeñosa del autobús.

El autobús la ve detenida. Se le allega todo 
sudoroso; cayéndosele la baba hirviente por el tapón 
del radiador; todos los vidrios conmovidos; húmedos 
el parabrisas, los guardabarros temblorosos; los ojos 
de los faros desorbitados.

Va a detenerse. Pero -exigencias del trabajo-, el 
embrague le hace seguir de largo. ¡La norma! El 
autobús es para trabajar y no para enamorar 
voiturettes por las calles.

Entonces el pobre monstruo padece angustia rabiosa. 
Una rabia que se condensa en miradas de 
odio rojo que larga por los faroles posteriores.

Alfredo Mario Ferreiro
De El hombre que se comió un autobús, 1927

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