La farándula

 
El chorro de lanzaperfume cruzó la noche penetrante y se incrustó en el vestido negro y el corpiño rojo. Hizo humo, un agujero, y corrió pesadamente hacia abajo. El dedo volvió a hundirse en el gatillo metálico, el liquido incoloro bajó en el tubo cilíndrico y un nuevo chorro se acható humeante contra la seda negra del vestido. El corpiño rojo se encogió. La mano de Federico apretó por tercera vez en la noche el gatillo y el liquido volvió a bajar en el tubo alargado y el chorro perforó la seda. El pelo negro, los ojos (negros y blancos), la cara de la mujer lo miraban.
Federico corrió a lo largo del salón con el lanzaperfume en la mano. El brazo se recortaba contra la luz negra. Las serpentinas colgaban de la araña pendiente del techo luminoso. La mujer corría adelante. El vestido negro de seda, la tela roja, la piel blanca. Federico estiraba la mano, el largo brazo, la camisa blanca en la noche y no lograba alcanzarla. El ruido de una matraca lo detuvo.
La mujer se había colocado delante de una farándula oscura y ondulante. Un pirata, una aldeana holandesa y un hombre con el cabello empolvado y largas medias blancas, la seguían tomados de los hombros delicados. Ahora levantaron las manos, iniciaron un paso hacia un costado y se tomaron de la cintura.
Federico corrió hasta la cabeza de la fila. La mujer movió la mano, los dedos alargados, las uñas pintadas. Le señalaron la cola. Resbaló hacia atrás. Y fue el último en la fila. La larga hilera, negra y roja en la puntas daba dos pasos a un costado y uno hacia el otro lado.
Federico oía la música lejana. Veía las cabezas. Negra la del pirata, castaña la de la aldeana, blanca y empolvada la del hombre de traje claro. Y tomado de la cintura trataba de avanzar. Resbalaba.
La tela roja, los brazos y el vestido negro y sedoso se recortaban allá adelante. La hilera negra se cimbraba a cada paso. Y Federico se esforzaba por llegar allá, a la punta, a la cabeza de la fila. Fue pasando de lugar en lugar. Primero desplazó al hombre de la cabellera empolvada, luego aprovechó un desliz de la aldeana y al fin tomó al pirata por la cintura, lo dio vuelta haciéndolo girar en redondo y se encontró con la cintura de la mujer entre sus manos.
La larga fila negra se movía, se cimbraba. Y Federico tomado de la cintura de la mujer, tocaba la seda negra y veía la mancha roja. Hacia un costado, entre las serpentinas arrolladas, vio el tubo de lanzaperfume que había perdido en la carrera resbaladiza detrás de la mujer. Estiró un pie y no pudo alcanzarlo. Lo volvió a alargar. Y por fin, tirando de la mano una y otra vez, lo pescó.
Inclinó el tubo hacia abajo y el chorro corrió sobre la seda negra. La mujer movió la cabellera enorme y se sacudió. Inclinó otra vez el tubo alargado y la mujer gritó. Y cuando por última vez el chorro cruzaba la oscuridad y se incrustaba en el vestido negro y la tela roja, vio lo que había esperado. El chorro humeó, hizo un agujero redondo en el vestido y besó la piel tersa, desnuda y blanca. La larga fila se cimbraba.

Gley Eyherbide
El otro equilibrista y veintisiete más
Arca
Montevideo, 1967

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