El veranillo de San Juan
cuento de Enrique Estrázulas

Nunca me fijé en el tipo que leía en el muro. Bueno fuera que cuando había trabajo una se pusiera a mirar esas cosas. Era el hazmerreír de las otras muchachas, pero a mí no me daba ni risa ni pena. Yo elegía la esquina del bulevar donde la noche era más sucia y, aunque estaba cerca de él, jamás cambiábamos una sola palabra. Él buscaba la luz del farol y yo el costado de la penumbra. Pero nunca pensábamos en nosotros ni nos importaba un comino qué hacíamos a esa hora.

El traje que él usaba tenía un no sé qué de diario viejo. Yo me lo imaginaba oxidado, al traje, a él, al libro que leía. El libro me hacía acordar al fondo de una licorera que era de mi tía. El licor se había ido quedando del color del libro desde el día en que mi tía murió. Y yo nunca miraba la licorera porque me daba un poco de asco, igual que él y que el libro.

Él o el muro, para mí daban lo mismo.

A veces yo salía antes del crepúsculo y el tipo ya estaba instalado. No sé por qué un día se me ocurrió que, a pesar de todo, el desgraciado me traía suerte. Era una buena esquina y el barrio era de quintas.

Algunas veces lo oía reír. Él se reía del libro (una risa como un aplauso), de las cosas que diría el libro y una no iba a andar preguntándole. No me molestaba que se riera ni que llorara, como le pasaba otras veces. Por mí... que hiciera lo que se le antojara. Nunca nos habíamos mirado la cara y yo hacía meses que estaba en el oficio. Me levantaban muchos autos. El, ni sacaba la vista del libro o de los libros que eran todos del mismo color no sé si a causa del farol o de qué, aunque sospecho que era siempre el mismo libro color licor de huevo. Los autos me levantaban o me dejaban de vuelta en el mismo sitio. En verano había más trabajo, más gente en la calle.

Alguna vez, de día, yo lo había visto sentado en otros muros. Pero de noche buscaba el farol. Ese bichicome era del barrio; de eso estaba segura. De lo que no estaba tan segura era de que fuera un bichicome porque los bichicomes no leen. De repente, si no fuera porque leía, yo lo hubiera sacado a pedradas de abajo del farol en alguna noche de bronca. Y la otra cosa era que nunca se metía, nunca decía nada.

Era, como quien dice, una estatua.

Cuando se iba a dormir era fácil darse cuenta. Los dos ruidos venían casi juntos: el del libro que se cerraba y el del salto en la vereda. Caminando parecía un bicho, con aquel sombrero y aquellos pantalones por encima de los tobillos sin medias, los talones torcidos y el temblor en la mano izquierda.

No era viejo, pero parecía un viejo.

En las noches de lluvia no estaba. Yo me quedaba sola en el refugio de la parada, un refugio de chapas donde el agua rebotaba como un tamboril. Las lluvias empezaron en otoño. Entonces el trabajo era menos. Los días corrieron parejos con el agua. Estuvo lloviendo casi todo el mes y, por suerte, esa lluvia caliente no espantó demasiado a los hombres. Durante esos días no lo vi. Después empezó el frío y no tuve más remedio que alargarme las polleras o ponerme pantalones. Yo siempre dejaba afuera la mitad de las nalgas y un pedazo de bombacha metiéndose entre ellas. Cualquier brisa, cualquier ademán para agacharme dejaba ver todo aquello. Fue lo que hice mientras duró el verano en que pude vivir sin apremios.

Al final del otoño fui a los bares del puerto. Pero a ese puerto apenas llegan barcos y el único negocio es estafar extranjeros. Los bares estaban llenos de changadores.

Por eso volví a la esquina.

En mayo tiritaba de frío. Alguien había roto el farol de una pedrada y el tipo del libro no estaba más.

La verdad es que en ese momento, tal vez por el frío, supongo que nos hubiéramos contado algunas cosas. Eso se me ocurrió cuando el tipo ya no estaba más y entonces volví a creer en aquello del principio: él me traía suerte. Porque ahora no estaba y yo me moría de frío, sentía hambre y no había un solo auto que parara por mi.

Había noches en que yo ni siquiera salía de la pensión porque me daba cuenta que era inútil, que no tenía sentido pasarme la noche en una esquina. En eso pasé el invierno, yendo de la esquina al puerto y del puerto a la esquina. No tuve más remedio que volver al puerto porque en El Ancla estaba más abrigada. Me dejé explotar por un estibador haciendo las mesas y dándole la mitad de lo que ganaba. Pero de vez en cuando volvía a la esquina, por las dudas, cuando la noche era más tibia, aprovechando el tiempo.

Fue durante el "veranillo de San Juan" cuando pasó aquello. No me olvido porque el calor arrancó justo en la fecha y todas estábamos contentas. En esta ciudad nunca reparan nada y las calles se confunden de rotas. Pero al farol lo habían arreglado, brillaba como el oro viejo, y el pobre tipo estaba otra vez sentado en el muro, leyendo lo de siempre. Se había olvidado de sacarse el sobretodo negro, con hilachas colgando, se había olvidado que, de repente, en pleno invierno, aparecía el verano. Así lo quería un santo.

Yo volví a lucir las nalgas, la gordura provocadora de mis piernas. Y el trabajo volvió con todo, igual que antes.

"Ojalá que nunca se baje del muro" -pensaba.

Sentía ganas de embalsamarlo ahí.

Fue largo el veranillo. Cayó un chaparrón fuerte y otro más, seguido de lentos aguaceros. La noche en que granizó me imaginé que se iba el calor junto con el pobre tipo aquel.

Nosotras siempre usamos amuletos: la rubia Gladys usa una pata de conejo, Mabel un crucifijo y Liz una herradura en el llavero. Cuando empezó la granizada él corrió conmigo hacia el refugio de las chapas.

Tenía el sombrero lleno de piedras heladas y unos ojos de bambi que nunca le había visto. Bastó que me mirara con esos ojos para que yo me diera cuenta que el amuleto mío tenía que ser él. Pero como yo no tenía plata para comprarlo lo único que podía pedirle era que siguiera en el muro, que yo le iba a pagar por estar sentado ahí.

Éramos los únicos en el refugio de las chapas.

-Oiga... -le dije-. Después de este granizo viene el frío. ¿No es cierto?

-Contésteme... -insistí-. ¿Cuánto dura el verano de este invierno?

El tipo se rió. Como yo no sé hablar, pensé que había dicho una pavada. Eso creí.

-¿Por qué me lo pregunta? -dijo, por fin, sin contestarme nada.

-Porque usté lee, por eso le pregunto.

El tipo se volvió a reír y yo empecé a enojarme. Me hizo sentir como una idiota. Lo peor que me pueden hacer es no contestarme.

-Dígame... -le dije-. ¿De qué se ríe?

-De mí... -dijo, triste.

-¿Por qué?

-Todos se ríen de mí. ¿Por qué no me puedo reír yo también?

-Yo nunca me reí de usté. Usté me trajo suerte...

Me di cuenta que hablar no servía para nada. Entonces le mostré un poco las piernas, el pedazo de bombacha, medio culo, levanté los pechos y me acomodé los pezones. El miraba todo. Estuve segura de que lo empezaba a calentar, que esa era la mejor manera de atraerlo.

-Yo no le voy a cobrar a usté -le dije y me le acerqué un poquito más.

De repente abrió el sobretodo y yo me metí adentro. Le pregunté sí quería tomar un taxi y con un gesto me dijo que no, que no necesitaba. La granizada había parado pero llovía mucho todavía. El sobretodo tenía mal olor, algunas estampas pinchadas con alfileres. No sé hacia qué lugar me llevaba encerrada en el mismo abrigo. Yo no veía nada. Caminamos muchas cuadras sin decir palabra. Yo sólo oía la lluvia.

Me metió en una de las quintas del barrio. La casa estaba llena del mismo olor del sobretodo, se venía abajo por la vejez y la humedad.

Nos acostamos en una cama de bronce, bastante hundida y muy ruidosa. Me amó hasta más no poder, sin gritos ni jadeos, con los ojos cerrados, hasta que se durmió encima mío. Cuando abrió los ojos de bambi (esos ojos eran lo único lindo que tenía, todo lo demás era sucio y deforme) ya estaba amaneciendo y yo le pedí que esa noche volviera al muro. Le dije que lo amaba, que por favor volviera, que me cuidara desde allí, leyendo el libro, le dije otras mentiras y me seguía mirando.

Como asombrado me miró una hora.

Ahora me sigue por las calles, me espera a la salida de los bares del puerto, oculto en las recovas, hecho un ovillo. Lo tuve que mandar a la mierda porque mi desgracia siguió apenas llegó el frío. Él no tenía nada que ver con mi suerte, él no era más que el desgraciado del muro. Pero me manda estampas (de aquellas estampas que vi en el forro de su sobretodo) y sigue jodiendo, agazapado en todas partes.

Me sigue como una araña, espiándome el culo que nunca volvió a tocar, haciendo de cornudo detrás de cada puerta. El otro día lo saqué a pedradas del muro porque ya no lee más. Se sienta a mirarme como una lechuza. Y me dio un poco de lástima porque en el apuro por disparar se dejó el libro.

El libro amarillo, dedeado, se llama La Santa Biblia y por la dedicatoria me enteré que es el sacristán de una iglesia del lugar. Mañana se lo pienso devolver aunque, pensándolo bien, sería mejor dejárselo en el muro. No creo que nadie se lo lleve de ahí pero si se lo roban me voy a sentir peor y si voy a la casa va a empezar otra vez a seguirme por las calles. De manera que no sé qué hacer con este libro aquí, ahora que empiezan otra vez los truenos y el viento revuelve los tarros de basura y el temporal se viene y yo no sé.

cuento de Enrique Estrázulas
Los fuegos de Ansina y otros cuentos
Lectores de Banda Oriental
Montevideo - 1999

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             Enrique Estrázulas en Letras Uruguay

 

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