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Aprendiz del barro
cuento de Enrique Estrázulas

 

In memoriam Alfredo de Simone

 

Ayer fue primero de mayo. Montevideo estuvo tocado por la resolana de un cielo aguachento. Olía a basural, a bostero y a tedio. Y a rosas. A rosas también olía. Nadie recolectó la basura.
Fue por eso.
El viejo se pasó el día contra el caballete y el árbol, enchastrando la arpillera. Pintaba como un poseído: a golpes de espátula. Prendía un pucho con el otro. Ese brazo tullido y la pierna que arrastra no lo dejan vivir la vida que merece. Pobre viejo.., no le hace bien pintar. Queda excitado, de mal humor y entonces bebe. Dice que un cuadro jamás queda terminado. Por eso sufre. Todo lo tiene que hacer con una sola mano. Fuma, se enchastra, se mete sin querer la pintura en la boca, se rasca las orejas. Estoy seguro que se intoxicó otra vez, que no probó un solo buche de la botella de leche que le traje.
Estaba sordo, ciego, rodeado de gente. Mientras hubo luz siguió como un maníaco en la calle. Algunos pibes le tiraron piedras, pero ni pestañeó. Los negritos jugaban al fútbol. A él le interesaban los muros, las variantes del cielo en los altillos. Me lo traje al oscurecer. Y ahí quedó la calle Ansina, tirada junto al primus, como un desperdicio. Desde aquí siento el olor a pintura fresca. El viejo empasta tanto que la tela tarda días en secarse. Después queda el óleo prendido como cáscara. Luego sucede eso que no puedo explicar, que casi nadie entiende. Ahora vuelve a toser. Estamos divididos por una sábana, por una crujiente pared de cartón. Y no sé cómo hacemos para vivir en esta pieza.
-Ayer hubo diálogo -dice o me dice, eso nunca se sabe- .. .ayer hubo diálogo con los muros. No es sólo la luz. ¡Qué va a ser la luz! El que habla es el muro, es el muro que cuenta. Si la calle no habla es imposible. Yo no puedo... no puedo.
Está excitado. Un poco de delirio. Pero tal vez pase. Si se tomara la leche de una buena vez, si dejara de envenenarse con la grapa. Está amaneciendo. Estoy seguro que dentro de un rato sale a pintar otra vez. Hace días que está pensando en el gasómetro, allá en el fondo de la calle Isla de Flores. No entiendo por qué pensará en el gasómetro. Ya lo vieron vagando por ahí. Eso me lo contaron en el boliche del vasquito. Anoche volvió a hablar del gasómetro del color local y qué sé yo... todo durante el insomnio. El viejo mira mucho antes de decidirse a pintar. Ahora se levanta. Mejor me hago el dormido. Sí, al parecer está tomando leche, debe dolerle el estomago. Y además, todo el otro dolor.
Se va. El caballete y la arpillera al hombro. Con ese guardapolvos parece un arco iris, está tan sucio como su paleta. Anoche fue la tos, pero otras son los clavos, los olores de los bollones, las moliendas. Él mismo se prepara todo. No hay horarios aquí. Se me ocurre que yo nunca aprenderé a pintar. Esta vida no es para mí. Pero tampoco me animo a dejarlo solo. Es más que un desvalido: hipocondríaco. Eso dijo el único médico que lo vio.
Se fue. Hace días que no habla. Pero yo le conozco bien el corazón. Voy a tratar de dormir unas horas. Después veré qué hace. Estoy seguro que me lo encontraré en el gasómetro. Ojalá que no le pase nada. La botella de leche está vacía. Sí. Menos mal que se tomó la leche.

Acabo de correr a los botijas. Otra vez le estaban tirando piedras. Tratan de atormentarlo con la pelota: juegan a pegarle al caballete. El viejo es un ángel. Entendió que enojarse es peor. Me lo encuentro sentado en la vereda, armando el cigarro con la mano rojiza y verde, la única que mueve. Le estoy hablando de almorzar y no me contesta una sola palabra. Huele como a curtiembre. No sé cuánto hará que no se baña.
No sé qué decir de lo que acaba de pintar. Pero la calle Isla de Flores es más parecida a ella misma en el cuadro. Y el gasómetro al fondo como una triste cosa. Así quedó. Si vendiera alguno de estos cuadros podríamos tirar un poco más. Pero no le interesa vender nada. Los amontona debajo de la cama y ya no quiere ni oír hablar de exposiciones. La mayoría de la gente se ríe. Dicen que son enchastres. Siempre sucedió igual. Después caen como buitres. Mejor ni pensar en eso.
-Diga, viejo... ¿Qué le parece si nos vamos? -le pregunto con la voz más humilde que puedo impostar.
-Irnos.., irnos... -ironiza como si hablara por el quiste sebáceo que tiene al costado de la boca.
-Están haciendo asado en el tanque... en la otra esquina.
-Tú no entiendes nada. Para esto tengo tiempo ahora. ¡Y nada más que ahora! -se enoja-. En cambio, para comer hay todo el tiempo que quieras.
-Pero esos botijas... la pelota.
-Déjalos. No me molestan para nada. Estoy enojado con la luz. ¿Entiendes? Es la luz lo que no me deja oír. ¿Alguna vez preguntaste lo que significa "vivienda"? No... nunca. Estoy seguro que nunca. Bueno. Las calles están llenas de viviendas. Es la vida del hombre o yo qué sé. No sé lo que te digo ni para qué.
-Mire.., mire. Nuevos rayos de sol. ¡Fíjese ahora!
-¡Qué sol ni sol! El sol me deja la calle ciega. ¡Es la luz! -vuelve a gritar-. ¡Estoy peleando con la luz! ¡ Carajo!
-Bueno. Adiós -digo y me levanto, vencido.
-Vení m'hijo. Perdoname, m'hijo... perdoname.
Está a punto de llorar y me ha ensuciado la manga tomándome con la mano enchastrada. Me retiene con tanta fuerza que no hay forma de zafarse. Y yo estoy verdaderamente furioso, con rabia por no haber entendido nada de lo que me dijo. Creo que jamás entenderé. Por algo me cruza los cuadros de un pincelazo y me grita: ¡Así no! ¡No inventes nada! ¡Dejá que te lo diga el paisaje! No. No tengo paciencia. No tengo paciencia aunque vuelvo a sentarme a su lado, en este roto cordón de vereda. Y siento, como siempre, que es el único hombre que me acompaña en el mundo.
-Yo... lo que te decía, m'hijo... te decía que hay que esperar. Yo... por ejemplo, cuando pinto una negra y la negra se va... bueno. No importa. La negra se va pero se queda. Lo que importa es cómo se quede. A veces se queda pero no está la negra... en la tela. Eso digo... m'hijo. El otro día...
Un acceso de tos lo interrumpe y he notado que el viejo escupe una substancia rara, de feo color. Los botijas se han ido y la calle tiene un tono crepuscular. Oigo el pitar de un manicero, ruido de lonjas y un vapor que vuelve. El río está al fondo, más allá del gasómetro. Ahora, por suerte, nadie nos mira. El viejo se ha levantado, tiene la espátula en la mano tullida y se ha puesto de golpe a pintar con la otra, incrustando los dedos, arañando y abollando la tela.
-Lo espero junto al tanque, allá en la esquina - le digo y no me oye.
Sé que es mejor dejarlo. En estos momentos no oye a nadie. Me vuelvo un instante: parece un epiléptico. Está en pleno trance. Pinta desesperadamente y tan sólo la noche podrá sacarlo de ese lugar. A veces ni siquiera la noche. Yo voy a comer y me da un poco de vergüenza. Me parece que nunca aprenderé nada. Sólo si tuviera la valentía de él. Pero ser él es imposible. Yo soy este y no quiero seguir enloqueciéndome con esa idea porque no sé en qué terminaré y basta, basta por hoy. Lo que me hace falta es un buen pedazo de asado, ese que humea en la parrilla del tanque partido, en la esquina del negro Pirulo.

He comido y me han dicho que Brenda preguntó por el viejo. Si el viejo se entera no la dejará vivir. Alguien lo quiso confundir. Esa mujer lo admira. Nada más. Ni siquiera las prostitutas le soportan el tufo, las costras de pintura. Y él ya no tiene idea de lo que es un buen baño. Si se lo digo se pondrá furioso. Es mejor ocultar lo de Brenda o al menos avisarle que el viejo me habló de ella un día entero. Nadie como yo conoce su soledad, esa necesidad de creer en un amor que no existe. Yo sé que marchó con el caballete hasta la casa de ella, que se le ocurrió pintar la luz de la ventana. Yo lo sé pero no dije nada. Es mejor no decirle. El viejo pintó su propia sombra, una sombra espiando la ventana encendida. Creo que leyó las poesías de ella y las devolvió llenas de olor a queroseno. Ahora tiene esa manía. Luchar contra eso es muy difícil. Porque copió los poemas en papel de almacén y los lleva abultándole el bolsillo izquierdo. El viejo no viene y ya es muy tarde. Muy pronto Pirulo apagará el fuego. Le llevaré un pedazo de carne a la pieza y más leche. Me imagino lo que habrá sido el día de hoy. Estará más enfermo que ayer. seguramente más nervioso.
A medianoche no ha llegado y tengo que salir a buscarlo. Él no acostumbra meterse solo en los boliches. Cuando toma lo hace en la pieza, a oscuras. Estoy seguro que no ha comido. Voy cuesta arriba con la esperanza de encontrarlo. Hace frío y mayo huele a polen, a secreto rumor.
No sé. Pero puede estar trepado en las azoteas, buscando manchas o macetas partidas. Eso lo hace a cualquier hora. Ultimamente pinta demasiado y yo no sé qué querrá decir eso. Tal vez no sea un buen augurio. En cambio yo hace tiempo que no pinto nada. Se me ocurre pintar sólo cuando él se queda quieto. No debo ser pintor; eso es lo que sospecho.
Lo vi. Tal como pensaba está en la esquina. Ojalá no me vea porque no quiero que sepa lo que sé. Sigue pintando; vive un verdadero frenesí y eso me preocupa. Daré la vuelta de manzana y me lo toparé de frente, como si fuera una casualidad. Para esas cosas es muy ingenuo. Se enojaría mucho si me descubre en el papel de tutor, de cuidador o eso.
Las calles están vacías, casi todos los faroles apagados. Esta es la ciudad de los gatos. En cada lata de basura me encandilan. Gatos y más gatos, silencio y más silencio. No he conocido animal más prudente. Con razón dice el viejo que los gatos no existen. Ya no se oye ni un redoble de tamboril, ni una murga. Esta es la época en que todo el Barrio Sur se queda mucho.
He vuelto a la esquina y el viejo ya no está. Ni hay luz en la alta ventanita. Supongo que por eso se habrá ido. Y bien. Otra vez calle abajo, rumbo a la pieza de la calle Tacuarembó. No sé si el empleo del museo remediará algunas cosas. Pero dicen que ya se lo consiguieron. Frugoni le mandó una carta a Batlle. En el museo cobrará un sueldo, pero quién sabe qué hace con él. Y además, dudo que cumpla el horario, que vaya como es natural todos los días. Otra vez la lucha por llegar a fin de mes, por conseguir dinero para pagar la pieza. Pronto tendré que irme y no sé qué será del viejo. Tampoco sé si tengo derecho a dejarlo solo. Pero no puedo dedicar mi vida entera a esta tarea. Es cierto que quiero ser pintor. Sí, eso es cierto, pero a este precio... Dicen que para ser un artista hay que estar agujereado, tener una fisura, una llaga. El viejo está lleno de todo eso. Pero yo, yo no tengo ni siquiera pasado. Y al final de cuentas, tiene razón el Eclesiastés: "Vanidad de vanidades, todo es vanidad ...." Yo, pintor.., no me hagas reír. Pintor yo...

El primus se huele desde la calle. Tal vez esté calentando el pedazo de asado que le traje. Entro rápidamente y me lo veo quemando los poemas, el papel de estraza donde los copió. Algo habrá pasado y para peor noto que sigue sin probar bocado, que el pedazo de carne está entero.
-Lo estuve esperando para comer -le digo y me mira con esa mirada que yo temo.
-Desde hoy estás en lo mismo. Te has pasado el día en eso.
-Sí, la verdad es que no he pintado -digo, indefenso.
-Si por lo menos hubieras mirado. ¿Has mirado algo acaso?
-Lo vi pintar a usté. Eso me basta -respondo, seguro.
-No haces más que rondarme, lo que debes hacer es mirar, atacar los objetos, armar combate, emocionarte, eso.
-Sí, viejo. Es lo que trato.
Se acostó sin comer y yo tengo otra vez un hambre terrible. La comida del viejo se echará a perder y yo no quiero insistirle para evitar una pelea. Irma insiste en que tengo que vivir con ella. Alquiló un altillo en Ansina y lo ha llenado de plantas, de floreros, de libros. Dice que no tengo por qué vivir con el viejo para ser su discípulo. Le han entrado unos celos terribles. Es claro que yo le dedico mucho más tiempo a él que a ella. Y entonces se arma lío. La única manera de hacerlo comer es destapar la botella de vino. Así que he puesto todo sobre la mesita de madera, he picado el asado y al oír el ruido del líquido en los vasos se incorporó de golpe, sin hacer preguntas. Se ha sentado conmigo y logré hacerlo comer algo de carne. Le gustó mucho la idea del vino y, sorpresivamente, cambió de carácter. Empezó a hablar desenfrenadamente, todo a raíz de que Brenda apagó la luz de la ventana. Yo lo quiero hacer entender que a esa hora la gente duerme pero insiste con un monólogo incoherente. Me entero entonces que no lo dejó entrar, que ella o que alguien no lo dejaron entrar esta noche, que él tan sólo quería mostrarle la pintura, que ella había preguntado por él y que no tenía sentido todo eso.
-Un día me acosté con una negra -me explica a gran velocidad, masticando y bebiendo como con hambre repentina- y no hablamos una sola palabra. La negra se desnudó para que la pintara y yo la pinté. Claro que ese día (mastica y bebe al mismo tiempo y la luz de la vela le hace brillar los ojos grises, la cara deformada, barbuda, cruzada de colores) yo tenía el traje blanco. ¿Te acordás del traje blanco? Bueno. Ahora es mi guardapolvos pero ese día estaba nuevito. Y yo ni siquiera me saqué el traje para hacerle el amor a la negra. Fue en una pieza del conventillo Medio Mundo. Después un día la vi bailando por la calle, junto a un escobero, la saludé y ya ni se acordaba. Otro día estaba en la calle, pintando el conventillo. Ese conventillo habla mucho, por eso lo pinté Y bueno. Yo estaba con el mismo traje pero ya no era el mismo, ya era... ya era el guardapolvos. Entonces la negra... la negra.
-Sí, me imagino, viejo. Coma, coma que le hace bien.
-Bah... tú siempre con lo mismo. ¡Te estaba hablando de Brenda y de la ventana!
-No, viejo. Me estaba hablando de una negra, de un conventillo. ¡Qué negra ni negra! A la negra la pinté, la dejé, me tiró piedras. Pero ella es otra cosa... ella es como la luz cuando la luz me entiende. Eso es ella.
-¿Usté la quiere? -le pregunto sintiéndome un idiota.
-Creo que ella también... creo.
-¿Por eso quiere comprarse un traje nuevo?
-¡No seas idiota! ¡Esas eran cosas de la negra! ¿No te estaba diciendo que ella es otra cosa?
-Bueno... bueno.
-Sí... otra cosa...
-Cuénteme, cuénteme nomás.
Lo estoy oyendo hablar, tratando de no quedarme dormido. El no me mira cuando habla. Por suerte no me mira. Pero él sigue su monólogo caminando entre las telas tiradas, pisando yerba y restos de pan duro. De repente he visto entrar el alba por el verdoso resplandor de la ventana. Ahora está cansado de arrastrar la pierna. Se recostó en el catre, sin parar de hablar al mismo tiempo que han tirado un papel por debajo de la puerta. Lo recojo y leo que hoy mismo debe presentarse en el Museo de Bellas Artes. Por suerte se confirma lo del empleo. Pero se está durmiendo y yo aprovecho para no avisarle. Ha bostezado. Se calla poco a poco. Menos mal que le salió el empleo en el momento en que yo debo vivir con Irma. Al menos tendrá una entrada segura. Hablaré con la hermana para que lo administre aunque esa italiana tiene muy mal carácter y le falta el corazón de él. Ella cocina y lo mejor será que vivan juntos. El viejo se ha quejado del estómago, volvió a toser. Le alcanzo un vaso de leche y bebe la mitad. Ahora duerme, parece que duerme.

Las cosas andan mucho mejor y el viejo va todos los días al museo. Lo del empleo lo celebramos en una cantina y él tomó muy bien que me fuera con Irma. Lo bueno es que vivimos muy cerca y nos vemos a diario. Fuera de su manía de vigilar la ventana encendida, últimamente está de buen ánimo y ha dejado de pintar. Debe ser una aberración esto de alegrarse porque deje de pintar. No sé. A mí me importa más su destino personal y trato de ignorar que no tiene otro destino personal que ese. Creo que nunca, nunca hay equilibrio. Yo estoy haciendo unos paisajes de puerto. Lo último que pintó el viejo fueron rosas. Hay que ver lo que son esas rosas: un conjunto de pétalos sangrantes que dicen mucho más que las flores. Y yo dele pintar barquitos, grúas, chatarra. Irma está encantada porque vivo con ella. Tenemos un canario y un nido de gorriones pegado al altillo. A veces se levantan como chorros de pájaros buscando el cielo. Ah... si pudiera pintar eso.
El viejo está bien, come todos los días, vive con la hermana.
Hoy ha venido a verme y, como siempre, Irma lo atendió más o menos. Dice el viejo que en el museo cuelgan cualquier cosa. Los pintores que admira no alcanzan a contarse con los dedos. No transige con nada y creo que está bien. Le conté que vuelvo a estudiar arquitectura y no dijo una sola palabra. Se compró un traje con el primer sueldo del museo y, aunque no pinta, ya parece un andrajo. Él nunca se quitó la ropa para dormir.
Irma abrió la ventana con bastante fastidio, pero el viejo no ha notado nada. Le ha dado por caminar y ponerse a hablar contra los talleres de pintura.
-Salen alumnos como de una fábrica de chorizos -dice-, todos con el sellito de la técnica. La sabiduría y la técnica no existen... pero de eso no se dan cuenta. Dele con la teoría, con los modelos, con las rayitas...
Se ha sacado la boina y he visto que le cruza la nuca un golpe de espátula, una fina raya verde en la melena cenicienta. Irma está deseando que se vaya pero yo le he pedido que sirviera café hace rato. Le pregunto qué tarea le encomendaron en el museo y me responde que es algo así como un sereno. Yo sé que detesta que lo llamen administrativo, funcionario, etc.
-Pero tengo escritorio, me paso la tarde sentado. Todo eso se lo debo a Frugoni. Si él supiera los mamarrachos que cuelgan diría que aquello es un jardín zoológico.
El viejo se sentó en la mecedora, se bebió de un sorbo el café que trajo Irma y quedó inmerso en un mutismo total. Ahora me quedo mirándolo, puedo mirarlo con tranquilidad porque el silencio va a durar mucho rato. Es cierto. Alguien me lo dijo y no recuerdo quién: parece más un canillita que un artista.
-Es hora de almorzar -dice Irma con tono imperativo.
Le duele que la ignore. Me ve muy asombrado con el espectáculo del viejo clavado en la mecedora.
-Es horade almorzar -repite, subiendo de tono.
Entonces miro el reloj y veo que se ha quedado muy atrás el mediodía, que el viejo ya debería estar en el museo. Y entonces he sospechado que odia la hora de llegar al museo. Sería mejor invitarlo a almorzar por más que para Irma signifique una tortura. Tiene la mirada clavada en la ventana y mira una cornisa vecina, un racimo de pájaros que yo no puedo pintar y que en cualquier momento alborotan el cielo del barrio negro. Esos ojos grises pueden más que los ojos de casi todo el mundo y son más cándidos (ahora, por ejemplo, parecen de ángel) cuando le siguen el vuelo a un picaflor que zumbó junto al florero de Irma en la ventana. El siempre dice que la vida le dio una sola cosa: los ojos; dos globos melancólicos que Dios me libró de haberlos tenido si los observo bien. Por su transparencia puede verse lo que hay adentro de este Cuasimodo que tanto incomoda a Irma hasta el punto de haber puesto a todo volumen un disco de jazz que enloquece el altillo y que nada tiene que ver con este barrio de tamboriles. La pobre Irma se equivocó porque el viejo está encantado con el disco; no precisamente con el disco sino con los movimientos descalabrados que hace el vecino de enfrente, el negro más viejo de la cuadra, cada vez que lo oye. Marca el ritmo con su pata de palo y da la sensación de que puede caerse a pedazos de un momento a otro. Ahora Irma está francamente indignada y creo que ha llegado el momento de poner un poco de orden aquí.
-Se queda o se va - ha dicho ella mirándome a mí porque sabe que el viejo no la oye.
-Hará cualquiera de las dos cosas - le contesto y se va a la cocina.
La pobre ni siquiera pudo dar un portazo porque lo que separa la cocina de este living-dormitorio-baño es nada más que una cortina con flores bermejas. Desde aquí oigo la violencia de las ollas y los platos, su exacto estado de ánimo. El disco terminó y el viejo se agarró con un gesto de dolor el estómago. Le sirvo leche en seguida y bebe tres sorbos mirando el reloj de pared que está junto al calendario. Ha recordado de repente la hora.
-Hasta luego, m'hijo -me despide y se va bajando la escalera de caracol lo más rápido que puede, saltando con una sola pierna.
Oigo suspirar a Irma con alivio. Le digo que no tengo ganas de almorzar. Ahora se me ocurre tratar de pintar los pájaros de la cornisa, los que estaba mirando el viejo. Coloco el caballete en la ventana, trato de emocionarme. No sé si serán los golpes de los quehaceres de Irma alrededor, no sé qué será. Lo cierto es que apenas tomé el pincel y busqué los colores, apenas traté de concentrarme, los pájaros se han volado. Ese vuelo fue lo mejor que he visto. Pero no lo retengo. Tengo el recuerdo fresco, puedo explica el vuelo, aunque no sé qué hacer con esta mano inútil, tan perfecta y tan blanca.
He tirado todo por el piso: caballete, pinturas, aguarrás, pinceles... Es inevitable patearlo todo, desahogase, jurar que no tomaré más un pincel en mi vida.
Ahora soy yo el que está en la mecedora, mirando el vacío, oyendo a Irma gritar.
-¡Vas a limpiar todo eso inmediatamente!...

No sé cuánto hará que no veo al viejo. Me dijeron que ahora está mal, que no habla con nadie y además se cansa de pintar. Dicen que queda como arrumbado en el escritorio del museo. Hay días en que no va. Tendría que irlo a ver aunque estoy metido de pies a cabeza en la arquitectura. Son dos exámenes clave los que estoy preparando. No los puedo perder. Las cosas con Irma andan muy bien ya que me ve todo el día en casa y casi nadie me viene a visitar. El viejo no vino más. No creo que se haya dado cuenta de nada, de ningún desaire. Lo extrañé de golpe. Así que en este atardecer lluvioso, con este frío de agosto, me largo hasta la pieza a ver cómo anda. Son muy pocas cuadras. Las calles se han llenado de macetas partidas, de malvones quebrados; se ve que hubo guerrilla entre los botijas.
Me atendió la italiana de muy malagana. Ahora vive con ella, una ruinosa casa de inquilinato.
-Está en la pieza -me dice-, hace días que está encerrado.
-¿Ha comido?
-¿Qué se piensa usté? Yo lo atiendo, pero no quiere comer. No me habla.
-¿Lo ha visto el médico?
-No, no quiere. Se queja pero no quiere.
-¿Puedo pasar?
-Y bueno... pase. Si él lo deja entrar...
El viejo está sentado en la cama. No le brillaron los ojos cuando me vio. Francamente, no sé si me vio. Pero sabe que estoy. La pieza parece un cubil: pan duro, diarios viejos, yerba. Y los cuadros debajo de la cama, abollados, llenos de polvo.
-Alguien preguntó por él. Quiso saber si estaba vivo. Nada más -me había dicho la hermana.
-No lo dudo. No dudo que algún cuervo esté rondando esta pocilga -me digo al mirar las telas arrumbadas.
Es mejor no decirle nada. Y esperar. Ya me di cuenta de algo, de lo peor. He mirado la única tela que está de frente en la penumbra, detrás de un taburete: la ventana de la casa de ella, aquella tierna ráfaga amarilla, está borrada por dos costras rabiosas, definitivas. La ventana se cerró para siempre. Lo ha comprendido, algo le dijeron, no sé. No me interesa. Ya me imagino todo y es por eso que ya no se mueve. Se nota que hace mucho que no pinta: no hay color en las manos, ni en las solapas. Se ha puesto todo gris; ahora parece realmente un viejo.
Si le traigo leche la italiana se pondrá furiosa. Ella cree que lo cuida. De todas maneras le mandaré un médico. Algo hay que hacer.
-No, no me cuides -dice y me asusto-, no quiero que me cuiden.
Me está mirando los zapatos. No quita la mirada de allí y yo empiezo a moverlos.
-Buscá el color local, no viajes, no inventes. Emocionate... ¿eh? ….. siempre te dije.
-No, viejo. Ya no pinto más. No sirvo.
-¡No vayas al taller! ¡Te digo que no vayas al taller! -grita.
-Shhh... cállate -rezonga la italiana.
-¡Nada de talleres... detesto los grupos! -insiste.
Es inútil aclararle nacía. Él no sabe lo que me duele verlo así, lo que daría ahora por encontrarlo en trance, con esa epilepsia que le venía de golpe, empastando arpilleras, como un loco lleno de salud. Y no como este enfermo. Todo indica que ese tiempo ha pasado.
-Mañana volveré -le digo porque no aguanto más la pesadumbre, no me soporto aquí-, le dejo los cigarros, viejo.
Ha mirado la cajilla con avidez y ya se dispuso a encender el primer cigarrillo, rompiendo la cajilla con la mano tullida.
-¿Así lo cuida usté? -me reprocha la italiana.
-Déjelo... lo alivia.
-Se ve que no tiene que aguantarlo...
-Traiga le leche. Mañana el médico.
-Sí, si lo deja entrar.
-Lo dejará.
La calle me liberó de aquello. Camino y me doy cuenta cuánto he cambiado. Acabo de huir, como un cobarde, con ganas de volver a mis asuntos. Sin embargo hablaré con un médico amigo para que vea al viejo. No puede quedar ahí, tirado.

Irma está encantada porque aprobé el examen pendiente y sigo estudiando a un ritmo tremendo, No la inquietó para nada mi decisión de dejar la pintura para siempre y ahora me recuerda con risas el día del ataque, cuando desparramé todo por el piso.
Hoy es el primer día primaveral en medio de la invernada y los botijas armaron un gran partido de fútbol en la calle sin tráfico. Hace rato que estoy mirando el partido para distraerme un poco y salir un rato de los libros. Encontré un perfecto rayo de sol en la vereda y aquí me he quedado, fumando, recostado a la pared rosada del almacén. He notado que los negros son mucho más elásticos y rápidos para jugar al fútbol, sobre todo cuando hacen un pique con esa media llena de trapos y papeles que usan como balón. Ya estoy un poco aturdido con los gritos, siento dolor en la nuca. Eso siempre me sucede después de estudiar.
Ahora estoy caminando por la calle Durazno para cambiar el panorama y me lo encuentro de sopetón. Es lo que menos me imaginaba. Me lo voy a topar de frente. Camina más lentamente que antes y arrastra la pierna sin moverla un ápice, el brazo tullido ya es un gancho. Está en harapos y apenas me fijo en todo eso pasa de largo sin reconocerme, sin haberme mirado, creo.
-¡Hola, viejo! -le grito.
Y sigue, como un zombi. Entonces corro unos metros y lo tomo de un hombro. Se ha dado un susto tal que abrió los ojos grises espantados. No puede ser que le cueste tanto recordarme, porque me está observando como cuando miraba el gasómetro, como cuando esperaba que una pared hablara. Y... en fin. Yo no tengo más remedio que decir algo. De lo contrario nos pasaremos así la tarde entera.
-El médico, mi amigo... fue a verlo... ¿no es verdad?
-Hipocondría. No sé qué quiere decir eso. Dijo "hipocondría" y se fue. Tú... tú debes venir.
Le explico que estoy estudiando, que me perdone, que no tengo casi tiempo de comer, me deshago en explicaciones.
-El maldito taller... -vuelve a decir.
Yo sé que es imposible sacarlo de eso. No entiendo bien qué quiere significarme con lo de taller, pero (aunque tal vez sean cargos de conciencia o la imaginación mía) a mí me llega como una ironía tremenda. Entonces es mejor darle la razón.
-Sí, es el taller, viejo.
-Yo también me estoy olvidando de mirar (y duda). Sí, de mirar. Y todo por culpa del maldito taller. Mire, m'hijo. Es mejor olvidarse de mirar. Allí, en la sombra, en el catre, me siento bien sin mirar nada.
-¿Y el estómago?
-¿El estómago?... hipocondría el estómago -dice con desprecio-. Chau... m'hijo.
Lo dejo ir, claro. Le prometo una visita, lo palmeo. Pero fueron insoportables las ganas de disparar de aquella pieza, con olor a jaula, sin una gota de aire. Eso no me pasaba antes porque antes yo mismo me encargaba de ventilar. Y en ese inquilinato no hay ni un pozo de luz. Me olvidé de preguntarle por el museo. Supongo que le habrán dado licencia, que habrán tenido un poco de consideración. Al menos sigue llamándome "m'hijo", como antes. Quiere decir que no me ha perdido el cariño. El es incapaz del rencor. Yo, aunque no soy su hijo, significo la única cosa que tuvo, el único que lo comprendió (bah, es un decir), que lo acompañó y lo siguió a todos lados. Debo volver a estudiar. El cielo de pronto se ha nublado y ya se levanta la humedad del río. Este barrio es pintoresco, pero al final deprime un poco. Habría que haber nacido en él. Voy a encerrarme y a prender la estufa. Irma ya debe estar nerviosa.

La italiana vino a golpear la puerta a medianoche. Estábamos haciendo el amor con Irma y justo los golpes en la puerta. La vieja está desesperada.
-¡Fuego! ¡Fuego! -me grita.
Me pongo el piyama otra vez y así salgo a la calle, corriendo con la vieja.
En la puerta del inquilinato ya están los bomberos, con una manguera como una boa metida en el corredor. Los bomberos no nos dejan pasar y no veo al viejo por ningún lado. Sólo vecinos, la mayoría en ropa de cama.
-¿Qué pasó? -le pregunto a la italiana-. ¿Qué hizo el viejo?
-Yo volvía de lo de mi hermana. Él no habló en todo el día. No me dejaba entrar al cuarto. Dío me mandó temprano... ¡fue Dío!
-¿Y el viejo?
-No quiere salir de la pieza. Fue con el primus.
-¿Quiso quemase vivo?
-No sé... no sé. Estaba todo lleno de humo. Yo golpeaba, golpeaba... y nada. Después vi fuego en la puerta. Y corrí, llamé a los vecinos.
-Está todo apagado -le dijo un bombero a la italiana-. Fueron algunos cuadros... nada más.
-¿Cuadros? -pregunto con angustia.
-Unos pocos cuadros... -repuso el bombero y se fue.
-¿Y el viejo? -le alcanzo a preguntar mientras vuelve a sonar la sirena del carro.
-Está bien. Tose, nada más -llega a contestarme. Entramos a los fondos del conventillo y vemos un gentío mirando al viejo como a un bicho raro. Está sentado en el taburete, tosiendo. No contestó una sola pregunta. La italiana le mintió a la policía a instancias mías. Dijo que el viejo se había dormido con el primus prendido. Hay tres cuadros carbonizados y el humo todavía no salió de la pieza. Debajo de la cama hay aún muchas telas. Las miro con alivio. La italiana (con ese carácter de los mil demonios) está echando a empujones a los vecinos. Por fin me quedo solo con el viejo. La ropa que nunca usa se ha quemado toda, también su famoso guardapolvos. El olor a quemado hace más soportable este sitio. Por el corredor entra el viento de la noche y juega con la leve humareda de la pieza. Por el corredor entra el viento de la noche pero el viejo ya se levanta y cierra.
La italiana ha lanzado una maldición en un dialecto de su país, seguramente contra el viejo.
-¿Usté pensaba salir de la pieza? -le pregunto con voz segura-. ¿Pensaba salir o quedase?
- …
-Contésteme. Usté me oyó muy bien.
Es la primera vez que soy duro con él. Estoy malhumorado y con frío.
- …
- …
Abro la puerta y veo a la italiana en camisón, hablando bajito y con odio, sacudiendo el aire con una sábana. El viejo aprovechó para cerrar y dar dos vueltas de llave. Me dejó afuera.
-Esconda los fósforos -le digo.
-Dío lo perdone -responde y señala la puerta recién cerrada.
-Buenas noches -digo deseando irme-. ¿No necesita algo?
-Vaya, descanse.
En el corredor cuchichean las comadres. Un loro enjaulado está excitadísimo, hablando sin parar del suceso. Una vieja dispara de la rendija de la puerta en el momento en que abro. Me hizo recordar a una gallina. Me voy. Hace un frío tremendo en la calle y yo tengo las pantuflas empapadas por los charcos de agua del incendio apagado. Corro en piyama hasta doblar en Ansina y llegar al umbral. Alguien se ha reído al verme así pero yo trepo como un mono la escalera de caracol y me encuentro a Irma de lo más tranquila, leyendo en la cama. Por milésima vez concluyo en que la odio con amor o quizá la ame con odio.
Empezó con las preguntas pero no pienso contestarle ni una. Acabo de tomar una pastilla. En diez minutos estaré dormido.

Se fue el año.
Con los muchachos de la facultad hemos comprado pollos y champagne. Hay muchas cosas para celebrar. Han corrido los meses y llegamos a un 31 de diciembre victoriosos. Irma llenó el altillo de velitas, de papelitos de colores y hay más floreros que nunca. Los cohetes están reventando desde el mediodía en todo el barrio Reus y me siento contento con la celebración. Me ha ido tan bien que ahora el fin de año no me parece triste. Hay regalos para todos y mucho repiqueteo de lonjas en la calle. Los lubolos preparan su fiesta y han encendido fogatas a los costados de las aceras.
Los muchachos van llegando y me parece que el altillo es chico para tanta gente. El crepúsculo caluroso augura un largo beberaje esta noche. He pensado en invitar al viejo. No creo que pueda sacarlo de la pieza pero pienso que se merece una buena borrachera, aunque sea la última. No sé qué pasará pero ya le advertí a Irma que iré a buscarlo. Enseguida cambió de cara pero sabe que hoy es un día especial. ¡Qué diablos! Así que apenas se doren los pollos lo voy a sacar del cubil y haré cualquier cosa para alegrarle la existencia. Debe hacer un mes que no lo veo ni tengo noticias. Hemos descorchado ya más de una botella y aquí se está armando jolgorio. Estoy en el estado de ánimo ideal para ir a buscarlo, soy capaz de sacar a un tigre de una jaula. Sí, estoy seguro que lo convenceré.
-¡Voy por el viejo! -grito entre aprobaciones y silbidos porque ya todos saben algo de él.
De la esquina parten flechas voladoras, fuegos artificiales. Los negros toman vino, en los zaguanes, sentados en el cordón de la vereda. Van y vienen con damajuanas desde el almacén rosado hasta los conventillos.
He visto la casa más descascarada, más sucia, con gusto a ruina. Penetro por el siniestro corredor y golpeo. Oigo radios vecinas y me imagino la cara de la italiana, ese pajarraco que ha de abrirme la puerta. Golpeo y nada. Parece que no hay nadie. Ahora le doy con el puño cerrado. Eso tal vez llame la atención.
-¡Feliz año nuevo! ¡Feliz año nuevo! -repite con voz de marioneta el viejo loro del corredor.
-Feliz año nuevo -le deseo y vuelvo a golpear, desanimado.
-Se fue... se fue... el mugriento se fue -dice el loro.
Sí. Seguramente se lo oyó a una vecina. Pero... ¿dónde habrán ido? No es normal que me ponga a dialogar con el loro. Golpearé alguna de las puertas vecinas. Es probable que me informen algo. Y en eso estoy, golpeando en la madera llena de chinches y nombres a navaja.
-El mugriento se fue -repite el loro y tengo ganas de tirarle con algo.
Alguien corre una cadena de seguridad y la puerta se abre unos centímetros. Sin que pregunte nada me responde una voz rasposa.
-Hoy se lo llevaron al Maciel. Fue por el estómago. Cáncer... dijeron.
-Gracias -respondo apenas.
Las manos en los bolsillos, con el ánimo más jodido que ese sórdido corredor de inquilinato, voy saliendo hacia no sé dónde.
-Se fue... se fue... el mugriento se fue -me repite el loro.
-¡Te vas a la puta que te parió! -le grito.
Me llueven las respuestas, los insultos del loro, pero ya estoy en la calle y miro hacia el cielo encendido de pirotecnia, sobre los techos mansos del suburbio. Hospital Maciel, pienso. Y el maldito consuelo así es la vida me sale sin querer. Ahora busco un taxi. Falta una hora para la medianoche y me importa ya un rábano que me esperen en vano. De manera que busco las calles del norte y no encuentro el más mínimo síntoma de tráfico. El caso es que, vencido, he vuelto al alegre altillo con el aire de un perro mojado. He contado lo que pasó y, de un soplo, les arruiné la fiesta a todos.
Me convencieron de que debo esperar la medianoche, olvidarme un poco y tomar otra botella de champagne. Atruenan los tamboriles afuera. Yo ya estoy borracho, maltrecho de abrazos y de buenos augurios. He fingido hasta el hartazgo. Irma está convencida de que estoy bien.
Cuando dieron las doce explotó la ciudad. Y la calle también. Los cuerpos desnudos de las negras salieron a la calle al ritmo de un violento borocotó. El entusiasmo de los muchachos fue tal que se han mezclado en el baile callejero y se llevaron las botellas al baile. Suben y bajan empapados en sudor. Y lo mismo hace Irma, que quiere hacerme bailar a toda costa.

He bailado. Hace ya rato que me olvidé del viejo y ando tambaleante con una botella en la mano. Ahora me acordé de golpe y tomé el automóvil de uno de los muchachos de arquitectura. Irma no se dio cuenta. Estoy más lúcido porque vuelve el dolor, el odio por el loro inocente, el cariño por el desarrapado del que algún día tendrán que hablar todos los hipócritas de este mundo. Estoy bebido, violento, encariñado. Y manejo a mis anchas por las calles vacías, acelerando como cualquier otro ebrio feliz e irresponsable.
Así voy yo.

En el Maciel me atendió de mala gana un gordo de túnica impecable. Bien se nota que aquí vienen los pobres. Se fue y volvió al desgano, bostezando.
-No hay médico de guardia -dice-. Es mejor que vuelva mañana.
-Bien. Yo espero al médico de guardia.
-Se pasará la noche entera. Váyase y vuelva.
-¿Dónde está él?
-En la cuarenta, Pero no puede pasar.
-Anúncieme. Tenga.
-Guarde el dinero. Es el reglamento.
He roto los billetes temblando de furia y el gordo se asustó un poco. No sé cómo estará mi cara: lo que menos debe notase es el alcohol que tengo adentro.
-Suba. Golpee en la cuarenta.
Salgo como un bólido. Lo veo tratando de hacer coincidir los billetes que rompí sobre la mesa y subo. Abro la puerta sin golpear y la encuentro con el viejo solo: la melena desparramada sobre una almohada blanquísima. La irrupción violenta le hizo abrir los ojos y apenas sentí un susurro.
-M'hijo.
Lo beso en la frente fría, aprieto mi mano en su mano tullida. Él también aprieta, aprieta hasta que el dolor me hace aflojar.
-¿Y su hermana? -pregunto.
-Se ha ido. Fue por la otra hermana. A eso fue...
-¿Cuánto hace que está solo?
-Ah... cuánto hace...
Comprendo lo estúpido de mi pregunta. Me he pasado la vida haciéndole preguntas idiotas al viejo. Cierra los ojos, creo que está dopado.
-Mira... -dice reincorporándose con una queja sorda. Se ha sentado en la cama. Yo lo oigo.
- ….
-Lo estoy oyendo. Algo iba a decirme.
-Mira un poco cómo ha quedado todo.
-¿Qué cosa, viejo?...
-Digo... tú te acuerdas muy bien del fuego, del fuego que hubo.
-Sí -respondo-. Del fuego que usté no iba a apagar.
-¡Exacto! -afirmó con unos ojos de alegría que nunca le vi-.
¡Exacto! De ese fuego yo te hablaba (y siento vanidad porque me aprueba, escucho casi eufórico de dicha) de ese fuego que ya ves... ya ves cómo ha dejado todo.
-Todo... -afirmo aunque entendí a medias.
-Ahora m'hijo... ahora creo que aprendimos a mirar. ¿No es cierto?
Estoy mirando donde mira el viejo: una pared descascarada con un Sagrado Corazón en el centro, la imagen más vulgar del mundo. Creo que el viejo se fija en la pared.
-Mirar no es mirar -digo, dudoso.
-¡Eso!
- ….
-A veces creo que no he mirado nunca.., creo que algunas cosas me han mirado a mí... y me olvidaron. Porque... la verdad... no me miraron.., y... por ejemplo...
-Lo entiendo, lo entiendo -digo para detener el delirio.
-¿Tú recuerdas el lío de la negra? Claro que lo recuerdas. Bien. Tú en esos días no entendías eso. Pero ahora ya sabes por que me tiraban piedras. Mira.., mira gracias al fuego cómo ha quedado todo.
-Nadie apagó el fuego.
-¡Eso! ¡Claro que sí! Son ahora las cosas como tienen que ser -dice en calma y reacciona imprevisible-. Y tú... tú con los idiotas de las mangueras. Solamente a ti se te puede ocurrir una bobada semejante. Siempre te dije: jamás pintes rosas porque las rosas...
-Pero usté pintó rosas.., viejo -lo interrumpo.
-¡Claro que pinté rosas! Por eso hice fuego. ¿Quién entiende las rosas? Vete al taller a entender las rosas, vete a mirar con todos las rosas sin sufrir, llénate el altillo de floreros. ¡Ah... Dios mío!
-Algo entiendo -aclaro, tembloroso.
-Recién entendías algo. ¡Ahora no! -dice gritando-. Ahora estás otra vez con el taller y nada significa el fuego para ti...
Abruptamente ha entrado alguien. Es el médico. Lo noto por la forma de mirarme, por el inyectable que trae en la mano.
-Debe retirarse -me indica con voz de bóveda y un enfermero me señala la puerta.
El viejo ha quedado mirando la pared y no me dieron tiempo ni a despedirlo. Decido esperar afuera, en este pasillo que huele intensamente a desinfectante.
-Sí, es cáncer -me dice el médico al salir y no le pido que agregue nada más.
Al irme ha entrado la italiana. Apenas una mueca fue el saludo. Salgo penosamente y aún oigo los cohetes en la ciudad.
-Buenas noches -me dice el gordo de la entrada-. Feliz año nuevo.
-Eso mismo... -le digo y me voy.

He vuelto muchas veces al hospital. Y el viejo me ha echado, me ha retenido llorando a veces, ha despotricado contra todas las abstracciones que no entiendo. El dolor lo enfurece y habla sin parar hasta que un hilo de voz es lo único que oigo apagarse y morir. Cada día está más debilitado. Es imposible seguir en esto de manera que resolví pasar unos días en la playa para olvidarme un poco. Lo hice por consejo de Irma que me notó muy abatido.
La playa me hizo bien.
Al regresar de las vacaciones me enteré de que la italiana está otra vez en la pieza del inquilinato. Con ese dato ya lo supe todo.
Ahora soy arquitecto. En realidad, fue lo que festejamos a fin de año con los muchachos de la facultad. He querido salir de este barrio para no repasar las calles que pintó el viejo. Irma dice que soy un masoquista.
Ayer fui al Cementerio del Norte, a llevarle unas rosas. Supe que los restos del viejo pasaron al urnario uno, número 127. Lo habían enterrado en la tierra, con cuatro o cinco testigos. Estoy decidido a irme del altillo de la calle Ansina. Mañana empiezo a ejercer el título y quiero alejarme de todo esto. Irma está feliz con la idea y ya estamos por alquilar un apartamento con vista al mar.

Enrique Estrázulas
Los fuegos de Ansina y otros cuentos
Lectores de Banda Oriental
Montevideo - 1999

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