La crítica literaria en el siglo XX:
El ejemplo de Pedro Salinas

por Emir Rodríguez Monegal

"... un aficionado a la poesía, a su ejercicio, a su historia y a sus problemas". 

Pedro Salinas: Literatura española siglo xx.

Cuando en 1947-48 Pedro Salinas publica, sucesivamente, sus dos grandes libros de crítica literaria sobre Jorge Manrique y sobre Rubén Darío, ofrece como credenciales toda una existencia dedicada al comercio de los autores españoles, a la lenta y paciente revisión de sus textos, a la docencia de su lírica. Esta actividad crítico-pedagógica había sido iniciada oficialmente en 1914, cuando Salinas, de 22 años, fue nombrado Lector de Español en la Sorbona. A lo largo de todos sus días, a lo largo de sus diez volúmenes en verso que encierran una poesía, quizá la más pura de la lengua castellana contemporánea, Salinas había desarrollado una activa y penetrante obra crítica impar por su actitud, por su tono, en nuestra lengua, y sólo equiparable a la creada por T. S. Eliot en Inglaterra.

Cuatro libros —Reality and the Poet in Spanish Poetry, 1940; Literatura española siglo XX, 1941; Jorge Manrique o Tradición y originalidad, 1947; La poesía de Rubén Darío, 1948— encierran la parte más importante y visible de esa vocación. Porque Salinas no accede a recoger en libro su crítica hasta haber logrado una ancha madurez, humana y poética. (Su primer volumen crítico es de 1940, cuando ya hacía siete años que La voz a ti debida señalara la plenitud de su lírica.) Quizá sea este rasgo de contención, de feliz equilibrio, de serena perspectiva, el primero que se deba relevar al aproximarse a su obra crítica.

Una misma actitud prevalece en la comunicación de su poesía y de sus ensayos: la difusión parcial por medio de revistas literarias, el adelanto de alguna página, y luego —de tarde en tarde— el volumen que amplía el radio de publicidad. Y este acuerdo no debe extrañar a nadie, porque en Salinas no se produce una escisión entre la naturaleza poética y la naturaleza crítica; uno de esos casos que suelen prestarse al fácil simetrismo: por un lado, la sensibilidad poética; por el otro, la inteligencia crítica, ejerciéndose aisladas, casi incomunicadas dentro del mismo individuo. No. Salinas desarrolla su obra crítica —su poesía crítica— con la misma actitud, con las mismas potencias, con idéntica devoción, con que crea su poesía. Y si los resultados finales no son equiparables —¿puede acaso encontrarse el factor común entre un poema y una página crítica?—, el movimiento del alma que crea poesía o que crea crítica es el mismo.

Por eso parece adecuado pedir en préstamo a Jean Cocteau su tan fina calificación para aplicársela a Salinas. Poesía crítica, aclaro, y no crítica poética, en el sentido trivial de la expresión. Porque su aproximación al objeto no es la de quien busca la glosa "poética". Salinas se enfrenta a la realidad creada como el poeta a la realidad material primera, y crea con ella, a partir de ella y trascendiéndola al darse entero en el acto, una realidad crítica que no difiere en su raíz de la poética que su obra lírica aporta. (Difieren, eso sí, las realidades sobre las que actúa el poeta: una vez es la material del mundo; otra vez, la poética, realidad en segunda potencia pero no menos existente que la otra.) Y esta unidad de actitud puede rastrearse hasta en el vocabulario con que Salinas asedia sus distintas realidades. Si es cierto —como quiere Moreno Villa— que todo poeta tiene algunas palabras clave, podría indicarse, sin disputa, que una de las de Salinas es querencia, en toda la fuerza con que el poeta español potencializa el vocablo: fuerza de querer, querer en agónica vocación del ser, intencionalidad última del mundo. En las dos realidades poetizadas por Manrique y por Darío señala o descubre Salinas ese querer, esa querencia que es cifra de su propia poesía. Así, en la arquitectura de las Coplas indica un parentesco con las constelaciones celestes y apunta una diferencia: que éstas son obra de una ley física natural, y por tanto nada expresan, nada quieren, mientras que la constelación de Manrique, recibida de la tradición, pero creada por el poeta, revela un "querer" esa agrupación, del poeta, un designio. Del mismo modo, al analizar uno de los poemas más significativos de Darío (El Reino interior) pone en evidencia la profunda querencia del alma que, en sueños revela su doble anhelo:

¡Princesas, envolvedme con vuestros blancos velos! ¡Príncipes, estrechadme con vuestros brazos rojos!

Y el propio Salinas en un poema titulado Querencia (Hijo pródigo, Nº 4, 1943) canta:

Si al pasar junto a un espejo

mi misma imagen me duele,

porque no es como quería;

si se quiebra un mito y Dafne

llora en primavera al verse

brazos de carne, sin hojas;

si grita y grita el teléfono

y la otra voz está ausente,

y un porvenir se malogra,

todo es adrede,

el mundo algo quiere.  

Una misma raíz, una misma actitud. Porque así como el poeta asedia la realidad material, la penetra y la vive para crear su realidad poética, así el crítico asedia su objeto, lo penetra y lo vive (endopáticamente, como afirmaba muy bien de Torre) para crear su realidad crítica.  

II  

"The poet places himself befare reality like a human body before light: in arder to create something else, a shadow... The poet adds shadows to the world, bright and luminous shadows, like new light..." Pedro Salinas: reality and the poet in spanish poetry.  

¿Cuál es la poética de este crítico? ¿De dónde parte? El mismo se ha encargado de dilucidar el punto y a sus textos, precisos y luminosos, se ha de referir naturalmente todo comentario. En Reality and the Poet sostiene que el poeta tiene como objetivo la creación de una nueva realidad dentro de la vieja realidad. Aparecen aquí ya nombrados los dos agonistas del drama, y resulta ya planteada la situación inaugural y radical a la vez: el poeta, con su realidad íntima, personal, enfrentado a la realidad material. Y toda la acción se reduce a eso, al poeta superponiendo a la dada, otra realidad: la de su poesía. (El poeta, dice, agrega sombras al mundo, sombras brillantes y luminosas, como nueva luz.)

Frente a la concepción realista —de penosa miopía— afirma redondamente Salinas: La realidad, las cosas, están ya ahí creadas. Con reproducirlas tal cual, nada nuevo se crea, y la poesía tiene el deber primordial de crear. Pero, y ese es su conflicto, a base de lo ya creado: la realidad. Su labor no puede ser otra sino trasmutar la realidad material en realidad poética. O como él mismo señala en otro texto no menos afirmativo: Poesía no es sino el conjunto de relaciones entre esta realidad psicológica, extraña y anormal, el espíritu poético, tan excepcional y clarividente, y la realidad exterior, común y ordinaria, la realidad del mundo exterior.

Esta realidad poética que el artista instaura o crea, esta trascendente y trascendida realidad, ofrece, también, a la mirada del crítico la visión que el poeta tiene del mundo, lo que los filósofos llaman concepción del mundo. Por ella pueden precisarse los límites de la realidad material que el poeta aprehende, la cantidad y calidad de su vivencia del mundo. Así, por ejemplo, en las dos grandes realidades poéticas que estudia Salinas pueden palparse dos concepciones esenciales —la muerte en Jorge Manrique, el erotismo en Rubén Darío— que si a primera vista parecen inconciliables, cuando se las considera en profundidad revelan su común raíz humana.

Cuando el crítico maneja expresiones como concepción del mundo (o su más pedante expresión: Weltanschauung); cuando el crítico ataca, decidido, la realidad poética, puede pensarse que, en su vanidad, pretende alcanzar —y agotar— el último resquicio de lo poético. De ahí a pensar que lo ciegan el orgullo o la estupidez no hay un solo paso. Pero con Salinas no se corren estos riesgos. El poeta sabe demasiado bien que toda realidad es inagotable. Lo proclama, por ejemplo, este fragmento [El contemplado mar (poema)]:

¡Qué pareja tan hermosa 
esta nuestra, Contemplado! 
La mirada de mis ojos, 
y tú, que te estoy mirando. 
Todo lo que ignoro yo 
Te lo tienes olvidado; 
y ese cantar que me buscan 
las horas, sin encontrarlo, 
de la mañana a la noche, 
con blanquísimo estribillo, 
tus olas lo van cantando. 
(Variación V)

Salinas sabe que la realidad poética puede ser asediada pero no poseída totalmente. Ya en unas valiosas declaraciones a Gerardo Diego reconocía la imposibilidad final de superar la circunstancia que envuelve a la poesía para alcanzar su último reducto. Por eso, con ejemplar humildad, no olvida subrayar —oportunamente siempre— ese último resquicio de misterio, de sobrenatural, de milagro, que encierra el grave juego poético. Y cuando, en renovado y pujante análisis, trata de agotar el símbolo del cisne en la lírica de Rubén Darío, acaba por señalar sutilmente que se accede a la región del milagro. Si yo no me equivoco (escribe), los versos de Rubén, en cuanto tocan al cisne o a lo císnico ganan un temblor, un estremecimiento extraños, se animan de un alma particular, ya deriven hacia el ditirambo sensual, o a la languidez melancólica. Diríase que este símbolo se le adentró más que ninguno en su sensibilidad, y que los versos que le dictaba provenían de la fuente más honda de su ser, le salían trémulos de milagro. Es claro que este milagro no tiene el significado de lo incomunicable por desconocido, por ignorado. Al contrario, se da en una realidad alcanzable —incluso puede afectar la forma que el mismo Salinas denuncia en San Juan de la Cruz: un translucent mystery, almost transparent mystery—; pero no por ello resulta menos formulable por otro lenguaje que no sea el estrictamente poético.

Esa realidad que el poeta crea con la realidad material, ¿qué relaciones guarda con su vida? O dicho de otro modo: ¿qué vinculación existe, dentro de un mismo ser, entre el hombre cotidiano y el poeta? A esa pregunta ha contestado Salinas con un sustancioso examen de las relaciones entre el hombre Darío y el poeta Darío. Ante todo, advierte, debe discernirse claramente entre las mil acciones que el poeta va arrojando conforme vive en cuanto simple ser humano, al fondo de cada día que pasa, y esos otros actos de excepción, aspirantes a la inmortalidad, sus poesías. Pero también es preciso aclarar previamente las relaciones que existen entre el poema y su circunstancia para no resolver (o disolver) la esencia poética en el motivo o incitante que facilitó el nacimiento del poema. Porque un poema no está explicado cuando se sabe por qué lo escribió el autor, en qué momento de su vida, obedeciendo a qué impulsos, dentro de qué tradición. Se conocen entonces las circunstancias de su génesis y resulta localizado y, en apariencia, más nítido y accesible. La visión y el enfoque se precisan, pero la íntima realidad no ha sido alcanzada. Todavía no se ha abandonado la superficie; hay que penetrar desde allí. La partitura, el cuadro, el poema (escribe Salinas), los erigen los hombres sobre sus existencias materiales, precisamente para alzarse sobre ellas, para superarlas en una fabulosa operación de la fantasía que es incomparablemente más que la simple duplica, copia o repetición, con que la teoría realista extravió tantas cabezas. Por eso el método biográfico, y todos los que con él se vinculan, no pueden servir para iluminar la esencia del poema y se debe reconocer llanamente sus precisos alcances para poder emplearlos con eficacia.

Es claro que el conocimiento del hombre y su circunstancia facilita el descubrimiento de su tema. Porque lo que se debe fijar sobre la multitud de apariencias sucesivas o engañosas que ofrece una obra dada, es el tema que el poeta ha tratado de expresar a lo largo de su vida en tan distintas formas. Es decir: el tema vital que desde los adentros preside misteriosamente sobre los otros temas, los literarios; el tema que se presenta en la vida espiritual del autor con más persistencia que los demás; el tema que sirve a la obra de recóndito centro de irradiación, de principio constantemente activo, para sus varias creaciones. Tema humano genérico, preocupación de alma, nacido con ella, es anterior a cualquier intento de su expresión particular en un arte determinado. Y cuando el poeta se vuelca sobre la realidad, ese tema dirige oscuramente el proceso creador, se introduce en la realidad poética y logra expresarse por su intermedio.

Esta concepción del tema vital orienta la busca del crítico; casi podría afirmarse que es su principio organizador, el eje de su actividad. Así, cuando Salinas arriba a la vasta e irregular obra poética de Rubén Darío procura discernir entre sus (en apariencia) contradictorios caracteres y motivos, aquellos permanentes, para fijar, en un solo enfoque unitario, su tema. Esta preocupación no es nueva. Ya en un trabajo anterior, recogido en Literatura española siglo XX, había esbozado una teoría de Darío en la que, desarrollando una sugestión de Rodó, señalaba al cisne como el símbolo progenitor de la nueva poesía. Allí mismo, al ahondar más el tema, había llegado a descubrir que el supremo valor simbólico del cisne está en su capacidad de pasar de lo más espiritual a lo más sensual, sin dejar de ser él, siempre dentro de su misma naturaleza. Y el cisne representaría entre los animales la coexistencia en un mismo ser del impulso místico y el sensual, la personalidad de Rubén Darío, en último término.

Pero aquel primer enfoque no estaba libre de algunas apreciaciones injustas para con Darío y (por otra parte) tampoco conseguía subrayar con toda la fuerza necesaria la importancia del erotismo como tema de esta poesía. Aquel trabajo era, en verdad, un valioso intento de aprehender —en forma sumamente sintética— un tema excesivamente complejo. El mismo Salinas lo sentía así al escribir, premonitoriamente: Cuando se aborde el estudio de la temática de Rubén Darío será el tema del cisne uno de los capítulos más seductores. En el libro sobre La poesía de Rubén Darío se revela, en cambio, inequívocamente, el erotismo de toda esta obra lírica. Y en alguna página se precisa el sentido de lo erótico en Darío: un erotismo que no debe confundirse con el solo cumplimiento del deseo carnal y que no reduce su ardor sensual a la apetencia física. Porque, precisamente el valor de Rubén es alzarse del erotismo natural a una especie de conciencia de lo erótico, que cada vez se complica con adherencias extrañas y superiores al erotismo elemental, y le guía por ese camino al descubrimiento de su tema, y a sus más hermosas expresiones líricas. Su poetización de lo erótico es de tamaña profundidad, que sacándolo del tono lúdico superficial, discreteo de corte, o de grupo, lo convierte en palestra del juego más trágico, del gran problema del hombre. Y a lo largo de los capítulos del libro, en magistral creación, se va señalando el tránsito del erotismo juvenil (insuficiente e insatisfactorio en su misma avidez) al angustioso y trascendido erotismo final, cuando el poeta alcanza el sentimiento agónico: Lo erótico que lucha por no morir.

De la misma manera, al estudiar la poesía de Manrique descubre Salinas como motivo central el conflicto entre la tradición en la que se inscribe el poeta y su propia originalidad, conflicto que se desarrolla en torno al tema medieval de la muerte. Manrique recoge el pensamiento tradicional sobre la muerte y nada le añade. Pero su originalidad no resulta por ello afectada. Y ella debe buscarse en la actitud del poeta hacia la tradición, en lo que el poeta crea dentro de la tradición. En tres enfoques directivos se puede sintetizar ese aporte: 1º) la capacidad integradora de Manrique, que encierra en sus poemas todos los grandes tópicos del pensar medieval: tiempo, fortuna, muerte, menosprecio; que los da en toda su densidad humana; 2º) la capacidad de selección, que le hace escoger, entre la tradición macabra de la muerte y la tradición cristiana, inundada de luz, ésta última a la que ennoblece con su sobriedad; 3º) la animación o vivificación de las formas tradicionales, que les devuelve su expresión primera, recreándolas en toda pureza. Por eso se puede concluir este examen afirmando: Ese fue su modo de aceptar la tradición, de someterse al mandato de los que hicieron poesía de la muerte antes que él. Todo tradición, sí, son las "Coplas"; y todas novedad.

Y lo sorprendente es que estos dos grandes poetas, disparado el uno hacia el furor erótico, concentrado el otro en el memento morí, descubren en última instancia un territorio común. En efecto, no debe olvidarse que Jorge Manrique fue un poeta erótico, que supo cantar la pasión amorosa, el complicado dibujo de sus alternativas, la servidumbre que impone al amante. Y aunque su Eros fue cortesano y se alimentaba en una larga tradición literaria, Manrique supo comunicar ese temblor íntimo que también compromete al alma. Del mismo modo, Rubén Darío, ardido amante, acaba por descubrir al tiempo y a la muerte como límites inexorables de su afán y acaba por consumirse en erotismo agónico. Y es precisamente al tratar esta última etapa que recurre Salinas a la poesía de Manrique para subrayar y profundizar su contraste, contraste que, paradójicamente, los acerca y que, en definitiva, se resuelve en dos diversas actitudes frente a una misma realidad obsesionante: la fugacidad de la vida. Habría que revisar todo el capítulo VII (Pasó un búho sobre mi frente) para mostrar cómo al analizar allí los poemas de Darío, éstos se enlazan, por medio de alusiones directas o indirectas, a las Coplas, a las más auténticas vivencias de esta poesía. Y ese finísimo contracanto que ofrece Manrique se resuelve en acorde final al descubrirse un mismo movimiento en el alma de los dos poetas. Se puede concluir entonces: Le cercan (a Darío) los fantasmas del tiempo. Le duele el tiempo, en el corazón, "triste de fiestas". Estas palabras admirables despertaron, allá por los años de 1905, fiera indignación en los académicos y afines. Se veía en ellas irreconciliable contradicción, antinomia irreparable, y se llegó a calificarlos por el senado de las letras de disparate. Cuando son maravillosamente expresivas, no tan sólo del modo de ánimo del poeta en ese instante nocturno que nos comunica en este poema, sino de todo un estado de ser frecuentísimo en la sensibilidad eterna. ¿Es que cuando Jorge Manrique llama a sus versos la visión de la Corte del Rey Don Juan, con sus damas preciosamente arreadas, con sus galanes que trovan y danzan, con sus fuegos de amadores —todo ahora hundido en el hondón de la muerte—, no está queriendo hacer a los corazones lectores "tristes de fiestas"?

III

"Todo comentario a una poesía se refiere a ele­mentos circundantes de ella: estilo, lenguaje, sen­timientos, aspiración, pero no a la poesía misma. La poesía es una aventura hacia lo absoluto. Se llega más o menos cerca, se recorre más o menos camino eso es todo." Pedro Salinas, citado por Gerardo Diego en Poesía española. Anto­logía.

Con esas palabras en las que parece escucharse un último y puro eco de Stéphane Mallarmé, definía Salinas la incomunicabilidad final de la poesía. Pero esta clara y valiente aseveración no disminuye ni la penetración ni el ímpetu del asedio con que él mismo cerca a la poesía. Este asedio que, en definitiva, será estéril.

Ante todo, el crítico debe alcanzar un enfoque unitario de su objeto. O sea: debe alcanzar el centro vital que preside su organismo. Para ello, ya se sabe, hay que descubrir el tema del poeta. Se organizará así en torno de un punto toda la variada y contradictoria apariencia de la obra y la unidad prevalecerá sobre la confusión. Ya se han tocado los resultados prácticos de esta teoría en el caso ejemplar de Rubén Darío. Salinas pudo salvar al gran poeta del fragmentarismo incoherente al que lo había reducido casi toda la crítica anterior, y rescató así su verdadera imagen.  

Lograda la fijación del tema vital, Salinas procede a la captación de la realidad poética, operación en la que pondrá en evidencia su extraordinaria ductilidad, porque para alcanzar el tema, la raíz del tema, no ataca por un solo camino. Simultáneamente lo envuelve y lo rodea por varios, inquiriendo profundamente los distintos planos de su realidad. Para simplificar esta exposición de sus procedimientos se han intentado aislar algunas muestras de distintos tipos de aproximaciones (para usar la palabra tan querida a Charles Du Bos). Pero la mayor parte de las veces, esta realidad crítica no es susceptible de escindirse pedagógicamente en dos o tres acti­tudes y son muy frecuentes los casos en que varias se dan en un solo enfoque —como se verá a continuación.

A) Aproximación poética. Hay un pasaje de su Jorge Manrique, aquel que estudia las tan famosas Coplas 16 y 17, en que Salinas pone en evidencia su captación poética de la esencia del tema. En torno del Rey Don Juan el poeta congrega todo el desvanecido mundo cortesano, la sociedad de graciosas damas, la música y el perfume de una época, aventados por el tiempo. En medio de esa sociedad Salinas cree percibir al poeta. Otro personaje hay que yo vislumbro, el más conmovedor de todos, allí en medio de ese torbellino de los encantos cortesanos. El mismo poeta, Jorge Manrique. ¿Quién no siente que esos placeres no le fueron ajenos? ¡Cómo no recordar ahora sus poesías amatorias que forman el mayor bulto de todo lo que escribió! Poesías son de corte, empapadas de sensualismo cortesano.  

¿Qué se hicieron las llamas

de los juegos encendidos

de amadores?

¿Qué se hizo aquel trovar?  

En esas llamas avivadas por tanto soplo retórico, se ardió el poeta. Y él fue uno de esos trovadores de aquel incesante trovar de palacio. Hay en estos 24 versos un temblor, un estremecimiento que los distingue y los separa de todos los demás de la elegía, trémolo carnal, el temblor de la sensualidad, el temblor de los goces de los sentidos.

B) Aproximación psicológica. Los ejemplos abundan, y es explicable, porque Salinas piensa que el poema nace en el alma y al alma se ha de apuntar para captarlo en estado naciente. Quizá el ejemplo más claro sea aquél de Rubén Darío en que partiendo de una observación estilística, asciende el crítico hasta la fuente del habla. Salinas estudia la Canción de otoño en primavera y al llegar a los versos:  

Y de nuestra carne ligera 

imaginar siempre un Edén, 

sin pensar que la primavera 

y la carne acaban también  

señala que Darío sujeta una a otra, primavera y carne, por medio de la conjunción copulativa y. Al hacerlo, al emparentar a la carne con algo pasajero como la primavera, le reduce su imperio hasta entonces indisputado. Y al usar el adverbio también en lugar estilísticamente tan destacado como la rima, está subrayando el poeta esa fugacidad irreparable. Pero el adverbio (observa) está destacado, además, psicológicamente. Envuelve otro desengaño. En la fase hedonística Rubén se figura que lo venusino, el goce carnal dispensado por la Diosa, es excepción dentro del universo, y no paga tributo al tiempo; mientras todo camina rumbo a su acabamiento, el amor se escabulle de la carrera, y queda al margen de lo pasajero, suspenso en un sin tiempo. "También" significa que ahora el amor acata la ley de lo demás. Lo erótico entra, "también", en la danza general de la muerte.

C) Aproximación estilística. Aunque Salinas no pretende hacer análisis estilístico, ocasionalmente (se acaba de ver) aplica los principios de la estilística para captar en su intimidad un recurso expresivo o para revelar un movimiento escondido del ritmo. Un ejemplo memorable ocurre al analizar la misma Canción de otoño en primavera, especialmente los versos:  

Juventud, divino tesoro,

¡ya te vas para no volver!  

Es curioso (comenta el crítico) que Rubén para denotar algo que es ya vitalmente un pasado, hace uso del tiempo presente. ¿Está consumada la acción? En ese caso el "te fuiste" sería forma justa. Indudablemente, lo que ocurre es que, psicológicamente, el poeta siente ya la juventud como pasada, pero actualmente como todavía no acabada de pasar: más bien como pasando, como iniciando su paso. Se va, no habrá quien la detenga —"para no volver"— pero aún se la puede ver, en ese último momento de irse. Está aquí, y dentro de un instante ya no estará. Ese pormenor gramatical añade al verso un particular patetismo.

D) Aproximación erudita. Se logra a través de los comentarios, análisis y juicios ya realizados por otros. Aquí demuestra Salinas una especial maestría. Quizá parezca obvio afirmar que está al tanto de todos los estudios que preocuparon los temas por él abordados. Lo cierto es que sin abrumar con su erudición al lector, puede utilizarlos con autoridad, enjuiciarlos sin blandura pero cortésmente y hasta denunciar sus flaquezas. Tal como sucede, por ejemplo, con el libro de Arturo Marasso: Rubén Darío y su creación poética, en el capítulo V de su estudio. Pero la aproximación erudita no es nunca superflua. El aporte ajeno es requerido para iluminar un punto o es mencionado para enriquecerlo con nuevos enfoques. Tal como sucede con la interpretación que da Eliot de la tradición culta, a la que Salinas incorpora la tradición analfabeta, de tan ilustre linaje en la poesía española. (V. Jorge Manrique, capítulo IV: La valía de la tradición.) Tal como sucede cuando distingue lo permanente y lo transitorio de la poesía pictórica en Darío. (V. Capítulo VI: El jardín de los pavos reales.) Siempre la aproximación erudita abre nuevas perspectivas. Este análisis, que ha facilitado el examen de los distintos tipos de aproximación a la realidad poética, no debe hacer olvidar que dichas aproximaciones son movimientos que el crítico realiza simultáneamente, en un solo golpe creador, y que para exponerlos aquí en su individualidad ha sido necesario desglosarlos de su contexto al descubrir el fugaz momento en que uno de ellos actuaba casi solo. Pero lo que distingue a la crítica de Salinas es el movimiento unitario con que aborda su objeto y la certera y empecinada penetración con que lo cala. Porque ésta es —fundamentalmente— una crítica de esencias, que no se propone registrar (o describir) las fases y las apariencias de una obra poética. Pretende captar, en cambio, la realidad poética última, la concepción del mundo, el tema vital, la originalidad profunda. Y en todo momento el cuidado de la pieza o del verso o de la palabra no hace olvidar ese último objetivo, al que apunta con todo su ser el crítico. Por eso estos libros en que el poeta entrega su realidad crítica, aunque abundantes en páginas, sorprenden por su brevedad y su recuerdo parece caber en una sola voz: Jorge Manrique o la tradición de la muerte; Rubén Darío o el erotismo agónico.

por Emir Rodríguez Monegal
"Número"
Montevideo, marzo-abril, 1949
Año 1, Nº 1

 

Ver, además:

 

                     Pedro Salinas en Letras Uruguay

 

                                                  Emir Rodríguez Monegal en Letras Uruguay

 

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