El escritor y la sociedad o ¿porqué se escribe?

A propósito de unas cartas de

Elizabeth Bowen, Graham Greene y V. S. Pritchett

por Emir Rodríguez Monegal

La pregunta no cesa de plantearse. Y cada uno contesta en la medida de su sinceridad, de su lucidez, de su urgencia. No es pregunta para transformarla en declaración de principios o en manifiesto; es para usarla en la intimidad de la conciencia como peso de sonda, como instrumento de cateo, por cada uno de los que escriben.

Y el soslayarla, el dejar que la propia obra la responda, no es —en definitiva— sino un modo más complejo o ambiguo de atacarla.

Pero el escritor no la debe considerar como planteada desde afuera, como una rendición de cuentas exigida por la sociedad. (Un funcionario se adelanta con el formulario en la mano y dice: Anote aquí, en la línea de puntos, por qué escribe usted.) El escritor debe promoverla y pensarla en diálogo consigo mismo o con sus colegas.

Tal es, al menos, la actitud adoptada por tres novelistas ingleses: V. S. Pritchett, Elizabeth Bowen y Graham Greene, los que en una serie de cartas tratan de precisar sus puntos de vista sobre las relaciones del escritor con la sociedad[1]. No hay en ellas intención de agotar todos los aspectos del tema ni de llegar a una conclusión universalmente válida. (No olvidan que escriben desde Inglaterra y como novelistas.) Pero hay sí, una común actitud de renovar los enfoques por una mirada honda sobre cada situación, abandonando toda pretenciosa actitud de trascendencia, empleando un tono coloquial y vivaz, rehuyendo la afectación y el dogmatismo.

Al plantear el tema de las relaciones entre el escritor y la sociedad, Pritchett señala en su primer carta (a Elizabeth Bowen) uno de los aspectos de la condición del escritor: su ambigüedad, ya que, como hombre, éste integra la masa, pero, como creador, se distingue de ella. Puntualizando esto y subrayando su peculiar experiencia, dice Pritchett: Si alguien me pregunta cuál es mi relación, no como individuo sino como escritor de ficción, con el rebaño[2] con la sociedad (...) —me quedo perplejo. No porque no tenga prontas una o dos pulidas respuestas para preguntas semejantes; sino porque he advertido que mi opinión difiere, aparentemente, de mi práctica. (...) Soy muy capaz de decir que el deber del escritor es predicar el justo manejo de esos rebaños, y zambullirse con un gran chapoteo en la gran agonía político-social de nuestro tiempo; y a continuación, me sentaré y escribiré novelas o cuentos que no presenten señales de cumplir tales propósitos.

En una segunda carta (también dirigida a Elizabeth Bowen) Pritchett asedia mejor el problema al alzar la pregunta: ¿Por qué escribo? Para precisar su pensamiento, recuerda una anécdota personal. Al publicar un cuento sobre el departamento de rayos X de un hospital, recibió la carta de una enfermera que lo felicitaba por denunciar allí uno de los males de la profesión; agregaba que había cumplido un gran servicio público. Para Pritchett esto era una novedad (muy agradable, por cierto). Pero ¿estaba equivocada la enfermera? No, contesta. Indudablemente, yo había expuesto un mal; pero cuando escribía no tenía idea de que lo estaba haciendo; ese no era mi propósito. Recuerdo que todo mi esfuerzo y, en verdad, toda mi conciencia se concentraba en la elección de las mejores palabras, las mejores imágenes, el mejor diseño para lo que estaba en mi imaginación. (...) Si alguna pasión social entró en el cuento era de tipo difuso y personal. (Una vez más, su testimonio subraya la ambigüedad del producto y la equívoca actitud del escritor frente a lo sociedad.) Por otra parte, como conclusión de su inesperada experiencia, exclama: Qué extraño (e instructivo) que mi desinteresado cuento haya parecido buena propaganda. Evidentemente la obra de un escritor comienza una vida propia después que sale de sus manos. Y agrega: Lo que me devuelve, después de un largo rodeo, a la pregunta: ¿Por qué escribo? No escribo para el lector, para la gente, para la sociedad. Escribo para mí, para mi propio auto-respetuoso placer, tratando de sobresalir y siempre sin lograr la exigencia que deseo. Si nadie me leyera nunca ¿escribiría? Quizá no; pero no podría dejar de escribir en mi cabeza.

Es claro que este monólogo que mantiene el escritor ante la sociedad, no deja (en cierto paradójico sentido) de establecer una comunicación con la sociedad. Es lo que advierte el mismo Pritchett al afirmar: Escribir es ser ingenuo, y uno de los extraños placeres del monólogo solitario es el descubrimiento de que uno se ha dicho en voz alta a sí mismo lo que los demás se dicen silenciosamente. (...) Sí, por medio de sus escritores una sociedad se comunica consigo misma. Cuanto mejor es el escritor, más puro es el tono de esta extraña línea telefónica.

La contestación de Elizabeth Bowen renueva profundamente el tema propuesto con cierta morosa lateralidad por su corresponsal. Ante todo, y con respecto a las relaciones actuales del escritor con la sociedad, ella cree que nunca hubo una época (...) en que el público en general, o, por lo menos, el anglosajón, haya sido más bondadoso con el artista o más consciente de su presencia. Incluso llega a preguntarse si no es posible que estos días las cosas sean casi demasiado propicias, y si eso no aflojaría la presión interna que debe mantener todo creador.

Al enfrentarse concretamente con la pregunta planteada por Pritchett y sobreentendiendo que el escritor se siente aislado de la sociedad, contesta: La gente solitaria y huraña no tiene relaciones: son bastante difíciles de relacionar. Si usted y yo fuéramos capaces de ser enteramente sociables y jaraneros, seríamos gente más simpática, pero no escritores. Si me siento fastidiada y a disgusto cuando me interrogan sobre la naturaleza de mi (como escritora) relación con la sociedad, es porque se me pregunta sobre la naturaleza de algo que, según lo que yo sé, no existe. Mis escritos, estoy lista a creerlo, deben ser los sustitutos de algo que carezco desde que nací —una sedicente relación normal con la sociedad. Mis libros son mi relación con la sociedad.

Y, continuando la sugestión de Pritchett de que el novelista al monologar comunica con la sociedad, Miss Bowen afirma que ese monólogo —en realidad, la invención de personajes que sienten, hablan, actúan— no cesará nunca, mientras exista un solo ejemplar del libro en que habitan. Lo que la lleva a descubrir que cada vez que se escribe un cuento se construye una sociedad. Es decir; se hace algo más que distraer o fascinar al público; se le ofrecen directivas. Y, también, forma. Porque la forma es, posiblemente, lo importante. Obsedidos por la forma en arte (escribe) usted y yo podemos olvidar la importancia de la forma en la vida. Esto la lleva a preguntarse si el deseo, la exigencia de forma, sobrepasa lo individual, si es un deseo de la masa. Ya que la diferencia entre masa y sociedad es, supone, la forma. Y aunque no puede continuar explorando estas ideas se le ocurre que el artista, en estos días, está siendo exigido, enfocado —a veces hasta puede sentirse bloqueado porque parece ser el otorgador de forma, un intérprete de dirección para la masa. La sociedad actual parece considerarlo poseedor del secreto. De aquí que lo asedie y lo interrogue incansablemente, ofreciéndole púlpitos y tribunas para que responda. Aunque el escritor (cree Miss Bowen) debe resistir esas solicitaciones y dedicarse a su oficio: escribir.

La correspondencia entre Pritchett y Miss Bowen fue enviada a Graham Greene. Al contestar a esta última, y reiterando una declaración de Charlotte Bronté, afirmaba: No puedo escribir libros manejando los tópicos del día; no da resultado intentarlo. Lo cual no significa, de ningún modo, que el escritor deba omitir sistemáticamente de su obra todo reflejo del mundo contemporáneo. Sería ridículo pretenderlo, ya que nuestra circunstancia (para emplear el lenguaje orteguiano) nos penetra y condiciona. Por otra parte, nadie menos calificado que Greene —cuyo mundo novelesco repite en cifra agónica las crisis del día— para desrealizar el mundo. Lo que se trata aquí es de confirmar aquella evidencia descubierta por Pritchett con su anécdota de la enfermera.

Al referirse concretamente a las relaciones entre el escritor y la sociedad, Greene quiere dejar bien deslindados, dentro del mismo hombre, el ciudadano y el escritor. Por qué confundirlos, pregunta. Todos debemos ser ciudadanos en nuestro tiempo libre, hacer colas, llenar formularios de impuestos, mantener a nuestras familias; ¿por qué no reducirlo a eso? ¿Por qué prolongar la relación? ¿Por qué intervenir en conferencias internacionales, firmar manifiestos, sentar cátedra en radios o periódicos, actuar como expertos en asuntos sociales o políticos? Esto no significa que el escritor no esté obligado a determinar lo que la sociedad puede exigirle legítimamente, lo que debe entregar al César, según la expresión de Greene. Ante todo, como cualquier ciudadano: mantener la familia (...), no robar al pobre, al ciego, a la viuda o al huérfano, morir si las autoridades lo exigen. Y agrega: Pese al elegante ejemplo de Gauguin, yo diría que si hacemos menos, somos tanto menos seres humanos y por consiguiente, quizá, tanto menos artistas. Y en cuanto a los deberes específicos del escritor, Greene apunta dos: decir la verdad tal como la ve y no aceptar ningún privilegio especial del Estado. Decir la verdad no significa exponer nada en particular; significa (para el escritor) ser exacto, y es un asunto de estilo. Es mi deber para con la sociedad (aclara) no escribir: “Me detuve ante un abismo sin fondo” o “bajando las escaleras, monté en un taxi”, porque esas declaraciones son falsas. A mis personajes no se les debe poner blanca la cara ni deben temblar como hojas, no porque esas frases sean clisés sino porque son falsas. No es únicamente un asunto de conciencia artística sino, también, de conciencia social. Ya vemos el efecto de la novela popular sobre el pensamiento popular. Cada vez que una frase de esas pasa a una mente acrítica, enloda la corriente del pensamiento.

En lo que se refiere a la protección del Estado, al interés que en el Estado despierta el escritor, Greene descubre aquí un mayor peligro que en la indiferencia. El ejemplo de Rusia Soviética (donde se favorece al escritor pero se le obliga a prestar ciega adhesión al régimen) no es el único. También la sociedad burguesa ofrece premios al artista y también compra con ellos su lealtad. Y lo que el escritor debe defender siempre, cree Greene, es su deslealtad. O para decirlo con sus mismas palabras: Quizá la mayor presión sobre el escritor la ejerce la sociedad dentro de la sociedad; su grupo político o religioso, hasta en algunos casos su universidad o sus patrones. Me parece que un privilegio que puede reclamar, quizá en común con sus hermanos los seres humanos, pero posiblemente con menos riesgos, es el de deslealtad. (...) La deslealtad es nuestro privilegio. Pero es un privilegio que nunca se conseguirá que la sociedad reconozca. Es por eso mismo más necesario que nosotros que podemos ser desleales con impunidad mantengamos vivo ese ideal.

Esta actitud de Greene podrá parecer más extraña aún a los que sepan que es miembro de la Iglesia católica. Por eso mismo, él afirma que no podría escribir ni una sola línea si no fuera desleal; es decir, si no presentara al mundo como es: un espectáculo nada edificante. Lo que equivale a ser, en verdad, profundamente leal.

Y concluye lapidariamente sobre este tema que ha ocupado a tantos creadores: La literatura no tiene nada que ver con la edificación. No sostengo que la literatura sea amoral, sino que presenta una moral personal, y la moral personal de un individuo rara vez es idéntica a la moralidad del grupo al que pertenece.

Al contestar, Pritchett adhiere a la idea de que la independencia del escritor es todo. Y amplía el concepto de deslealtad examinando rápidamente el caso del novelista católico François Mauriac. Se declara, en cambio, en desacuerdo con Greene en lo que se refiere a los privilegios que el Estado acuerda (o puede acordar) al escritor. Su examen (demasiado extenso y variado para resumirlo aquí) subraya, entre otras cosas, que el Estado capitalista ha destrozado el equilibrio económico del escritor y no ha despertado a sus obligaciones. Los impuestos, la competencia de las bibliotecas públicas que con la adquisición de un solo ejemplar sirven a docenas de lectores, la escasez de papel que elimina la posibilidad de reediciones y, por consiguiente, ciega una fuente de ingresos[3]; todos estos aspectos son considerados por Pritchett. El escritor se ve obligado a trabajar para revistas o para el cine o para la radio. Debe escribir para vivir, no para amasar fortuna. Dice Pritchett, hablando por muchos:

Yo no quiero dinero. Quiero tiempo. Quiero tiempo para hacer lo que considero mi propia obra. Parece innecesario subrayar que se toca aquí, en términos sobrios y precisos, un problema que compromete a todo escritor contemporáneo.

En realidad, las soluciones que propone Pritchett no son unilaterales y de ninguna manera suponen un solo tipo de subsidio por parte del Estado; se prevén, en cambio, distintas formas: reorganización drástica del sistema de bibliotecas, impuestos sobre las reediciones de clásicos, pensiones otorgadas por períodos limitados de tiempo, becas o bolsas de estudio concedidas por el gobierno. Es claro que todo esto, advierte, tiene sentido si se cree que la seguridad es la condición para la producción de mejores obras. Lo cual, en muchos casos, puede no ser cierto. El ejemplo de Balzac (que escribía acicateado por sus acreedores) o el de Trollope (que se había hecho un hábito de escribir) pueden ser aleccionadores. Y, también, el de aquellos que, como el poeta Collins, no escribían por falta de seguridad sino por irresolución. Pritchett llega incluso a admitir que quizá el peligro, la renunciación, el sufrimiento, sean las más fértiles condiciones de la vida del escritor —económica como espiritualmente. Aunque, en última instancia, él se resiste a aceptar la actual falta de planificación de la condición del escritor, y cree que la posibilidad de que no desaparezcan las obras de la imaginación individual (la novela, por ejemplo) depende en gran parte de una organización racional de esa misma condición. Porque, como señala, no es que la vida del escritor carezca hoy de planificación; es que la planificación proviene del siglo xviii y ahora nos parece formar parte de la naturaleza.

Al contestar, Greene amplía sus puntos de vista, reitera su confianza en la deslealtad, y aporta un nuevo elemento. No estoy muy seguro ahora (escribe) de que el escritor no tenga ninguna responsabilidad frente a la sociedad o al Estado (...) distinta en especie a la de sus conciudadanos. Recuerda usted el gran apotegma de Thomas Paine: “Debemos tener cuidado de proteger aún a nuestros enemigos de la injusticia”; y es ahí —en el establecimiento de la justicia que el escritor tiene mayores oportunidades y por tanto mayores responsabilidades que, digamos, el farmacéutico o el agente de estado. Porque en cierto sentido, si ha alcanzado algún éxito, es más su propio dueño que los demás; es su propio patrón: puede exponerse a ofender; porque uno de los principales objetos de su arte (hablo, es claro, del novelista) es despertar simpatía. Si podemos despertar una comprensión simpática en nuestros lectores, agrega más adelante, no sólo hacia nuestros más perversos personajes (lo que es fácil; hay allí una cuerda, ligada a todos los corazones, que podemos sacudir a voluntad), sino hacia nuestros personajes presumidos, complacientes, exitosos, habremos triunfado al volver un grado más dificultosa la obra del Estado; y es éste un auténtico deber para con la sociedad: ser una piedrita en la máquina estatal. En cambio, Greene aparece en disidencia al examinar el punto de vista de Pritchett sobre las relaciones entre el Estado y el escritor, y le opone su posición individualista, afirmando con su estilo tan peculiar: Permanezco intransigente. Me parece incuestionable que si alguna vez los escritores son tratados como clase privilegiada, desde el punto de vista de los impuestos, perderán su independencia (...). Que se nos dé protección y pronto olvidaremos cómo manteníamos alejado al lobo en los inviernos pasados. Y otro peligro es que el privilegio aísla, y no nos conviene vivir alejados de la fuente de nuestros escritos por más confortable que sea el exilio. (...) Es posible, aunque no lo creo probable, que los impuestos puedan matar a la novela, pero no matarán la pasión creadora. (...) El hombre siempre encontrará la manera de satisfacer una pasión. Escribirá, como cometerá adulterio, a pesar de los impuestos.

La última carta es de Miss Bowen. Al escribir a Greene, ella reconsidera las opiniones emitidas hasta el momento. Está de acuerdo con ambos: con Prichett en que el principal deber del Estado para con el escritor es el de dejarlo solo; con Greene, en que el deber (o el imperativo) del escritor es ser desleal. Por otra parte, rechaza, con este último, cualquier concepción planificadora de la condición del escritor. Aun más: cree que debe ser promulgada la idea de que dicha profesión es riesgosa, ultraexigente, solitaria, deshumanizadora y que es improbable que nunca sea enteramente recompensada. Y agrega: Me parece que la idea general del público de que el escritor, de alguna casi siniestra manera, debe divertirse mucho, y al mismo tiempo, se queja por no ser pago a alto precio por ello, es igualmente injusta y correcta[4].Miss Bowen cree, además, que el conflicto es esencial para el creador; cree, también, que el escritor logrará la estatura de un cabecilla de la Resistencia en un mundo organizado y planeado cada vez más al detalle. El escritor —fácil parece deducirlo— debe ser un guerrillero.

El contenido de las cartas es mucho más rico de lo que cualquier resumen puede indicar. Muchas cosas quedan aquí sin relevar, aunque los puntos fundamentales ya han sido presentados. Como lo señala Pritchett en un Prefacio, la conclusión general de este simposio informal podría ser (desarrollando la sugestión final de Miss Bowen) que el escritor es un resistente, un guerrillero, y su única fuerza es la de seguir luchando y huyendo; su debilidad, la de traicionar por la tortura política o comercial. Creo que esta visión sintetiza bastante bien las ideas de aislamiento, inconformismo, independencia, deslealtad, riesgo y simpatía que agitaron estos tres novelistas ingleses a lo largo de sus cartas. Creo que la imagen puede proponerse a nuestra consideración más íntima. Creo que debemos preguntarnos si como escritores cada uno de nosotros es (debe ser) un resistente.

Notas:

[1] Estas cartas han sido recogidas por Pritchett y publicadas en un delgado volumen bajo el título Why Do I Write? por Percival Marshall (London, 1948)

[2] No hay aquí ningún sentido peyorativo; Pritchett usa la expresión rebaño (herd) para indicar la masa humana indiferenciada que el mismo integra en tanto que hombre.

[3] Es cierto que este argumento lo desarrolla Misa Bowen en una carta posterior, pero como está ya sobreentendido en la exposición de Pritchett lo apunto aquí.

[4] Julien Benda escribe en Un régulier dans le siecle (París, NRF, 1937): Encuentro injusto que se me dé por una crónica que me toma algunas horas, y que me encanta hacer, lo que gana en una semana un obrero que trabaja forzado y que debe alimentar a cuatro hijos.

 

por Emir Rodríguez Monegal
Revista "Número" Año I Nº 3

julio / agosto de 1949

 

Ver, además:

 

      Graham Greene en Letras Uruguay            

        

                                                      Emir Rodríguez Monegal en Letras Uruguay

 

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