Con los desterrados de Horacio Quiroga

Reportaje a sus personajes

por Emir Rodríguez Monegal

Horacio Quiroga en la selva misionera

QUIROGA inventó literariamente a Misiones, pero no redujo a este gesto de creación sus relaciones con aquella tierra. Vivió allí gran parte de su vida; se identificó con el ambiente, con los tipos humanos; allí construyó su casa y su hogar. Con las propias manos, como los hombres primitivos. Allí quiso morir, como ha escrito en carta a Ezequiel Martínez Estrada (el amigo, el "hermano menor" como siempre lo llamaba):

"Sólo veré mañana o pasado en el sueño profundo que nos ofrezca la naturaleza, su apacibilísimo descansar. He de morir, regando mis plantas, y plantando el mismo día de morir. No hago más que integrarme en la naturaleza, con sus leyes y armonías oscurísimas, aun para nosotros, pero existentes."

Ya se sabe que el destino le reservaba otra muerte.

Misiones está ligada, entrañablemente, a la vida y la obra de Horacio Quiroga. Y por haberla éste volcado y expresado en sus mejores relatos, es hoy (de manera punzante) una imagen viva de su arte y de su persona. En mayo de 1949 visité Misiones con D. Darío Quiroga, hijo de! narrador. La Dirección interina del Instituto Nacional de Investigaciones y Archivos Literarios de Montevideo (Uruguay) nos había encomendado una misión de estudio, y pudimos documentar —en testimonios personales y en fotografía— esa imagen de Quiroga que todavía preserva la tierra. En "Marcha" (Montevideo, junio de 1950) publiqué aquella parte de interés general que encerraba la investigación, despojando al relato no sólo de lo que puede tener valor meramente técnico o especializado, sino de toda anécdota personal. Al preparar ahora esta segunda versión para "Gaceta Literaria" he corregido el texto y he agregado algunas citas tomadas de los mismos textos de Quiroga, y que ayudan a visualizar mejor los tipos y el ambiente.

Las bailantas

Camino del puerto, en Posadas, se encuentra todavía la Bajada Vieja. Por allí circulaban los mensú —"flacos, despeinados, en calzoncillos, la camisa abierta en largos tajos, descalzos ..., sucios ..—, ávidos de derrochar en los cafés que la bordean (verdaderos prostíbulos) la paga que los patrones les adelantaban por la nueva contrata: iban, continúa Quiroga, "tambaleantes de orgía pregustada". No llegaban al pueblo casi nunca; en la Bajada misma estaban las bailantas. Quiroga lo cuenta así:

"La noche llegaba por fin, y con ella la bailanta, donde las mismas damiselas avisadas inducían a beber a los mensú, cuya realeza en dinero de anticipo les hacía lanzar 10 pesos por una botella do cerveza, para recibir en cambio 1.40, que guardaban sin ojear siquiera."

Hoy se ha desvanecido el aura sensual y queda sólo la pobre estructura de madera, la clara miseria del barrio, con sus casas alineadas junto al camino en pendiente, sosteniéndose muchas de ellas sobre pilare que compensan el brusco desnivel del terreno: heterogéneas, llenas de parches, y ocupadas ostensiblemente por algún oscuro boliche o por la habitación de una familia pobre. Contra el cielo se recortan los aleros festoneados; alguna balaustrada incompleta, semi derruida, sobresale de las casas. El conjunto impresiona como un decorado al que cambiaron de destino bruscamente. (El ojo experto del crítico cree reconocer en la escenografía pueblerina esto portal de Don Juan Tenorio, aquel tapiz que también sirvió en Hamlet.)

En este mismo camino filmaron Mario Sofficci y su equipo Prisioneros de la tierra, sobre algunos cuentos de Quiroga. Por breve lapso recrearon en 1939 el ímpetu orgiástico del descenso de los mensú en el puerto, la gozosa ascensión de la Bajada Vieja, el frenesí industrializado de las bailantas. A la película y no a la mera realidad, ya transformada, deberá acudirse en este caso para revivir visualmente aquel mundo liquidado.

Quiroga-Cue

Horacio Quiroga conoció Misiones (mejor dicho: San Ignacio) en 1903, al recorrer la región como fotógrafo del equipo dirigido por Leopoldo Lugones y cuya misión era el estudio de las ruinas jesuíticas. El ambiente semisalvaje liquidó los restos de su postizo decadentismo, seriamente combatido ya en París (1900) por una experiencia que comprendió también la indiferencia de la gran ciudad y hasta el hambre. Como otros antes que él, como Isidoro Escalera y Pablo Vandendorp y Juan Brun, Quiroga fue hechizado por el lugar, de poderosa belleza. Regresó entonces a Buenos Aires pero no por mucho tiempo; en 1906, después de un fallido intento de aclimatación en el Chaco, volvió a San Ignacio. Compró allí un terreno que muchos despreciaron antes por ser estéril (decían) pero cuya hermosa vista sobre el río Paraná fue Quiroga el primero en descubrir. Morán, su alter ego de la novela Pasado amor, cuenta con orgullo: "Cuando yo compré esta meseta y el pedazo de monte que ve allí, todo el mundo se rió porque aquí no había sino piedras y linda vista. 'Si no lo viéramos trabajar cómo lo hace —dijeron en Iviraromí— creeríamos quo Morán es poeta. Sólo a él se le ocurre dar mil pesos por este páramo". Ahora resulta que todo el mundo solicita mis piedras para construir, — y gratis, porque son piedras; y Montserier. que no quiso pagar novecientos pesos por este retazo, indispensable para unir en un solo bloque sus dos mil hectáreas, estuvo aquí el mes pasado a decirme que un día u otro se vería forzado a comprarme mi propiedad para su mujer, porque tenía una espléndida vista al río."

Con tenacidad, con inspiración, Quiroga convirtió en habitables, en productivas, sus tierras. Empezó a construir su casa. Esto no significaba para él lo mismo que hacérsela construir. Significaba hacerlo todo con sus manos, desde el proyecto hasta la realización material, luchando contra si mismo, contra sus novatadas e improvisaciones que sólo se sostenían en el papel; luchando contra el feroz ambiente, contra el mismo agotamiento físico. Y sin descuidar la estética. Para mejorar la vista sobre el río, debió reforzar y hasta alzar la meseta natural; para embellecerla hizo cavar enormes hoyos para las palmeras, pinos y cedros que hoy bordean el terreno; debió cuidar pacientemente la gramilla, demasiado tierna para aquel trópico. Hasta en sus últimos, duros años, cuando ya la desdicha era su mejor compañera, cuando no se sentía más un creador y se acercaba oscuramente a la muerte por propia mano, todavía entonces alimentaba el deseo de embellecer, de perfeccionar, su hábitat, como escribo a Julio E. Payró, amigo de tantos años, en 1935:

"Estoy formando un parque-jardín que dará envidia a los potentados mismos. Y esto porque yo sé bien que las plantas tienen un lugar determinado en un terreno, fuera del cual son yuyos lo más. Verán ustedes un día el gusto "paysager" de su amigo. Esto es mi San M¡chele, con menos amor a las reliquias artísticas y mayor al arte vivo de la naturaleza que Munthe."

Llegó a construir dos casas en el curso de su vida: la vieja, de madera; la nueva, de piedra. Para el lector de Quiroga hay, sin embargo, una sola: la "casita (...) de madera, con techo de tablillas de incienso dispuestas como pizarra", que está en su cuento El techo de incienso; la que ve El hombre muerto en su agonía y que Quiroga describe con precisión: "Por entre los bananos, allá arriba, el hombre ve desde el duro suelo el techo rojo de su casa. A la izquierda entrevé el monte y la capuera de canelas. No alcanza a ver más, pero sabe muy bien que a sus espaldas está el camino al puerto nuevo; y que en la dirección de su cabeza, allá abajo, yace en el fondo del valle el Paraná dormido como un lago. Todo, todo, exactamente como siempre; el sol de fuego, el aire vibrante y solitario, los bananos inmóviles, el alambrado de postes muy gruesos y altos que pronto tendrá que cambiar..." Esa es también la casa que habita el protagonista de Pasado amor.

Hoy queda apenas el piso de portland. El abandono, la destrucción de los hombres y de la naturaleza, han colaborado en la desaparición de esa muestra ejemplar del esfuerzo y del ingenio de un hombre para quien la vieja misión de crear, poéticamente no se limitaba a la palabra. Queda, es claro, la casa nueva de piedra que está ligada a los últimos años de su vida y que fue construida lentamente, haciéndose cada vez mayor y más suya. Desde el estar, rodeado de ventanales que se abren sobre el río Paraná, contemplaba Quiroga en días de tormenta la selva y el agua. En una carta dice: "Estoy escribiendo en el living ... bajo la lluvia, y el río que no se sabe si es río o neblina." Allí trabajaba con sus manos haciendo cosas: piezas de cerámica de gusto precolombino; dibujos zoomórficos; alfombras rústicas, de colorido y diseño primitivos; encuadernación de libros en arpillera; animales embalsamados.

También leía los Motivos de Proteo de Rodó en que pudo encontrar tantas páginas sobre el hombre interior y solitario que él también era y que lo provocan a enviar (a él que era tan parco en todo menester de cortesía literarias dos breves y agradecidas cartas al pensador, ese Brand de Ibsen al que vuelve cada vez que lo azota una crisis moral y sobre el que escribe a Martínez Estrada (en julio 25, 1936):

"Es el único libro que releído 5 ó 6 veces. Entre los 'tres' o 'cuatro' libros máximos, uno de ellos es Brand. Diré más: después de Cristo sacrificado en aras de un ideal, no se ha hecho nada en ese sentido superior a Brand. Y oiga usted un secreto: yo. con más suerte, debí haber nacido así. Lo siento en mi profundo interior."

Otros escritores de esas horas de soledad, junto a las ventanas que dan al río son Dostoievski, en constante relectura, o Axel Munthe por el amor compartido a la naturaleza, a los cuentistas norteamericano» (Hemíngway, Caldwell) por su estilo directo y la cruda verdad de sus relatos. En esas últimas horas y meses de Quiroga ya no creaba cuentos. Escribía la crónica de sus días solitarios. "Solo como un gato estoy") para los amigos ausentes hacia los que vuelca una ternura reprimida y hasta torturada durante Untos año» de vida trágica.

Hoy, en manos ajenas, ésta es la casa que fue de Quiroga en San Ignacio dicen brevemente, con giro indígena: Quiroga-cué; en esa voz puede encerrarse todo lo que tiene de intolerable evocación la presencia de Quiroga, o mejor: la ausencia de su dueño y hacedor.

El escenario

San Ignacio es ahora un pueblo en retroceso; liquidada la falaz prosperidad de principios de siglo, hasta ha quedado sin alumbrado eléctrico. Conserva una apariencia de actividad, pero vive sólo por su importancia estratégica de frontera, por la vecindad de los yerbatales, por el atractivo turístico do las ruinas jesuíticas, ahora restauradas. El San Ignacio que descubrió Quiroga y que vive perdurablemente en su libro Los desterrados (1926) ya no es más. Podrá conservar vivo tal o cual tipo, pero ha perdido todo poder creador y hoy parece existir únicamente como marco de los cuentos de Quiroga.

—Por aquel cansino (en el monte, a la derecha de la casa) venia el hijo —cuenta Darío Quiroga que fue protagonista del suceso germinal del espléndido cuento de Más allá en que un padre alucinado por el miedo y el horrible rayo del sol cree caminar junto a su hijo, muerto al cruzar un alambrado.

—Ahí están los restos de la caldera de Los fabricantes de carbón— dice Darío, mostrando un hoyo en que hierros retorcidos y coloreados por orín documentan que antes de ser palabras sobre un papel ciertas aventuras fueron experiencias de Quiroga.

—Aquí mismo cayó, al cruzar el alambrado y sobre su propio machete. El hombre muerto. Y alzando la vista, vemos, efectivamente, el paisaje que el cuento describe e imaginamos el techo rojo de la casa vieja que ya no es más.

Cada sitio parece esmerarse en ser el puntual remedo, la dócil réplica, de las narraciones. ¿O será únicamente esa condición de antecedente que hoy parece transfigurada?

Atravesando el monte cerrado, a la izquierda de la casa, ayudados por machetes llegamos hasta una mesetita en la que Quiroga acostumbraba instalarse para escribir en completa soledad y encerrado en el corazón mismo de la selva. Entre las ramas so ve todavía la cinta plateada del Paraná, "dormido como un lago". Quiroga ha explicado en Pasado amor esa necesaria ilusión de contacto estrecho entre hombre y selva que está en la raíz de su creación narrativa. "La naturaleza de Morán (explica) era tal, que no sentía nada de lo que una separación de millones de años ha creado entre la selva y el hombre. No era en ella un intruso, ni actuaba como espectador inteligente. Sentíase y era un elemento mismo de la naturaleza, de marcha desviada, sin ideas extrañas a su paso cauteloso en el crepúsculo montés. Era un cinco sentidos de la selva, entre la penumbra indefinida, la humedad hermana y el silencio vital".

Todo el pueblo evoca los cuentos. Donde hoy está instalado el correo, habitaba la familia venezolana Palacios, cuya hija Ana María vivió con Quiroga la aventura romántica de Pasado amor. Cerca de las ruinas jesuíticas se encuentra la casa donde antes estaba instalado el bar descrito en Tacuara-Mansión. Al lado se levanta todavía la casa del naturalista Halvard Ekdal, cuy esposa Inés juega papel importante en la novela citada. Y luego, al pie del pueblo, el Paraná con sus correderas, o rápidos, contra los que sigue luchando aún hoy y para siempre la mujer de En la noche y cuyas márgenes siguen recibiendo el cadáver, hinchado de agua, de Van-Houten.

El San Ignacio de Horacio Quiroga vive sólo en sus cuentos; éste que ahora repaso parece la voluntaria reconstrucción, el escenario vacío. ¿Y los desterrados?

Van-Houten

Quiroga lo describió así: "Era belga, flamenco de origen, y se llamaba alguna vez Lo-que-queda-de-Van-Houten, en razón de que le faltaba un ojo, una oreja y tres dedos de la mano derecha. Tenía la cuenca entera de su ojo vacío quemada en azul por la pólvora. En el resto era un hombre bajo y muy robusto, con barba roja e hirsuta. El pelo, de fuego también, caíale sobre una frente muy estrecha en mechones constantemente sudados. Cedía de hombro a hombro al caminar, y era sobre todo muy feo, a lo Verlaine, de quien compartía casi la patria, pues Van-Houten había nacido en Charleroi". Salvo alguna acentuación del grotesco (tiene ambas orejas; le faltan sólo dos dedos) este Pablo Vandendorp que tengo ante mi vista en San Ignacio es el mismo que Quiroga presenta en Los desterrados, aunque ahora, emergiendo de la siesta y de la sombra de una galería de madera en una casa semitropical, parezca más un personaje de los convocados por la imaginación y la experiencia de Joseph Conrad que el pobre Lélian. Ante su figura plena de vida a los ochenta años se advierte lo que supo trasladar Quiroga al relato: la fuerza indestructible, la jocunda actitud ante la vida. No importa que todo el resto (anécdota, tratamiento dramático) sea creación literaria y carezca de todo apoyo en la realidad, quizá trivial. Para Quiroga bastaba el impulso que emana de esa naturaleza poderosa: la sustancia literaria, la ejemplaridad de su destino trágico, serían obra suya exclusivamente.

Juan Brown

Para muchos lectores de Quiroga quizá sea penoso saber que una de sus mejores creaciones —más claras y llenas de sombra, a la vez— esté copiada directamente de la realidad. Juan Brun, habitante silencioso de San Ignacio, es en lo esencial, aunque no en la anécdota, el mismo Brown de Los desterrados. Quiroga ha dejado su retrato literario: "Era argentino y totalmente criollo a despecho de una gran reserva británica. Había cursado en La Plata dos o tres brillantes años de ingeniería. Un día, sin que sepamos por qué, cortó sus estudios y derivó hasta Misiones. Creo haberle oído decir que llegó a Iviraromí por un par de horas, asunto de ver las ruinas. Mandó más tarde buscar sus valijas a Posadas para quedarse dos días más, y allí lo encontré yo quince años después, sin que en todo ese tiempo hubiera abandonado una sola hora el lugar. No le interesaba mayormente el país; se quedaba allí simplemente por no valer sin duda la pena hacer otra cosa".

Deliberadamente omitió Quiroga en esta descripción (aunque no en el cuento mismo) los más profundos valores de esta figura. El narrador quiso poner primero en evidencia, como pórtico, las graciosas contradicciones de su displicencia. Algunas palabras de sus cartas demuestran que no dejó de advertir la verdad esencial de este hombre. Así por ejemplo en una carta a Martínez Estrada lo llama "un gran hombre, visible y palpable en su ser moral", y en otra (a Julio E. Payró ésta) comunica un rasgo conmovedor del personaje: "Ando ahora ocupado con don Juan Brun en instalar la industria de los turrones de maní ... El pobre Brun está entusiasmado, y parece que con motivo. Tan pobre llegó a estar que los cinco primeros pesos ganados le parecieron diez mil. Y los empleó —los diez mil— en un par de zapatos a una sobrina que no tenía qué ponerse".

Cuando lo conocí, Juan Brun era ya como un fantasma del hombre que había llegado a ver las ruinas (cosa de dos días) y se quedó para siempre, del hombre que Quiroga encontró quince años después e incorporó a su ficción, del hombre que no vaciló en gastar su fortuna para calzar a una sobrina. Un accidente —había sido agarrado por un toro que le abrió el vientre y aunque curado, los intestinos formaban como una bolsa sobre un costado— lo había reducido casi a la invalidez. Silencioso y casi altivo, vivía en un rancho en las afueras del pueblo; pasaba sus mejores horas leyendo. Alguien le había prestado la biografía de Quiroga que escribieron sus amigos José María Delgado y Alberto J. Brignole y la estaba leyendo lentamente, remontando la corriente del tiempo hasta los orígenes de ese hombre que había sido su amigo y (también) su creador. No conocía los cuentos de Quiroga porque éste no hablaba de literatura sino con los literatos, y a veces ni con éstos. Pero ahora que estaba leyendo la vida de Quiroga, ya estaba maduro para conocer su arte y para encontrar, recorriendo alguna de las páginas de Los desterrados, su propio doble literario.

Don Isidoro, el narrador

Queda en San Ignacio un hombre al que Quiroga debe mucho: don Isidoro Escalera, que fue no sólo el mejor y más devoto acompañante, el colaborador y consejero en la construcción de su casa y en el adorno de su meseta, y otro padre para sus hijos en la dura hora de la muerte de su primera esposa: don Isidoro fue también, y sobre todo, el cronista de Misiones. Había llegado en 1897 y conocía la historia (la crónica) de cada uno. Se relacionó con Quiroga desde los primeros tiempos. Gracias a su arte consumado de narrador oral, a su vivacidad, a su memoria del detalle, pudo conocer Quiroga en su misma fuente y con tanta inmediatez como si hubiera sido él también testigo, tantas historias que convertidas en materia literaria, hechizan hoy a sus lectores.

La vinculación de don Isidoro con Quiroga fue exclusivamente personal. Don Isidoro recuerda sin reproche aun hoy: "Nunca me mandó ninguno do sus libros". De sus palabras, del tono con que habla de Quiroga, surge una amistad proflunda y la seguridad de una gran admiración recíproca que allanaba toda posible diferencia intelectual y que se expresaba sin duda por un trato sobrio, aliviado de efusiones pero no de afecto Por medio de don Isidoro pudo Quiroga llegar directamente al corazón de ese mundo humano que encerraba San Ignacio, pudo vivir su presente y también su pasado, sus orígenes cercanos, pudo integrarse sin necesidad de renunciar a esa hurania que tanto amaba, a esa soledad salvaje que había ido creciendo en él y le había obligado a dejar el mundo de ciudades y amigos y peñas literarias por el mundo primitivo del agua y los árboles y la tierra virgen, un mundo para rehacer, con el esfuerzo propio. En una carta a Martínez Estrada de agosto 27 de 1936 queda expresado algo de esto: "...Viera usted el gozo de ir abriendo el monte y sentir que la vista y el alma penetran en las tinieblas. Entra bruscamente el sol, y lo que es hoy detritus de lianas y bromeliáceas podridas, será este verano césped bajo, bien podado."

Puede asegurarse que con sus desterrados —de los que Pablo Vandendorp, Juan Brun y don Isidoro Escalera son paradigmas— Quiroga mantuvo una relación humana, no una relación literaria. Lo confirma sin orgullo pero con verdad una carta a Martínez Estrada: "No quiero hablar media palabra de arte con quien no comprenda." Y no podía esperar comprensión literaria de estos hombres que eran, sin embargo, sus amigos, sus mejores amigos. Quiroga nunca fue un mediocre; nunca posó de literato, y menos entre quienes sólo sabia de vida, de vida vivida realmente. Escribió porque era ése su destino, y para su trato con los otros hombres esa escritura era un accidente.

Horacio Quiroga: Entre personas y personaje - Capítulo 1/4 (1987) - Eduardo Mignogna

Horacio Quiroga: Entre personas y personaje - Capítulo 2/4 (1987) - Eduardo Mignogna

Horacio Quiroga: Entre personas y personaje - Capítulo 3/4 (1987) - Eduardo Mignogna

Horacio Quiroga: Entre personas y personaje - Capítulo 4/4 (1987) - Eduardo Mignogna

por Emir Rodríguez Monegal
Gaceta Literaria Nº 6 - julio de 1956

Gentileza de Razón y Revolución - Centro de Estudios e Investigación en Ciencias Sociales
http://www.razonyrevolucion.org/ceics/GACETA1/gaceta/GL6.pdf (versión en .pdf)
Digitalizado como texto word, y procesado como htm, por el editor de Letras Uruguay

 

Ver, además:

 

                     Horacio Quiroga en Letras Uruguay 

        

                                                      Emir Rodríguez Monegal en Letras Uruguay

 

Editado por el editor de Letras Uruguay

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