Guías para llegar a

Shakespeare

Ensayo de John Wain

(Traducción de María Antonia Oyuela de Grant)

William Shakespeare circa 1600

"Un escritor nunca debe escribir sobre lo extraordinario:

eso queda para el periodista.”

                            James Joyce a Djuna Barnes (1919)

Buenas noticias: Shakespeare ya no es impenetrable. Ni el espectador ni el lector tendrán que tolerar en lo sucesivo interpretaciones fantásticamente absurdas de críticos y directores escénicos. Inspira estas interpretaciones la vanidad, más que el propósito de poner a Shakespeare al alcance de su público, y se las justifica pretextando que, como nadie sabe lo que "quieren decir” sus obras, cualquiera puede usarlas como caja de resonancia para sus luminosas ideas personales.

Hace siglos que la presunta "oscuridad” de Shakespeare viene tomándose, especialmente en el teatro, como un cheque en blanco a favor de cualquier ingenio presuntuoso. Pero un ingenio que exalta sus menudas habilidades a expensas de la sabiduría de Shakespeare, es impertinente y burdo. En las páginas que siguen trataré de explicar, con la pesarosa y patética sensación de desaliento que abrumaba a Humbert Humbert cuando pretendía explicar algo a Lolita, que ya no hace ninguna falta. Que todas las personas que lo deseen podrán ver a Shakespeare y disfrutarlo directamente.

Y que las que no lo deseen, ni tengan otro interés que ejercitar su capacidad, estarían mejor empleadas escribiendo propaganda comercial para la T. V. Y, asimismo, que el modo más eficaz de acercarse a la obra de Shakespeare no es retroceder hasta ella desde el siglo XX, sino avanzar a su encuentro desde la antigüedad y los tiempos inmemoriales. Tiene más afinidades con la imaginación popular y con la tendencia colectiva de la humanidad a la fábula y a la metáfora, que con el "individualismo” del escritor contemporáneo, engendrado por la imprenta, y fomentado por los derechos de autor y las fotografías publicitarias. El mito, la saga y la balada nos ayudarán a contemplarlo sin espejismos engañosos; los "misterios" medievales y las Metamorfosis de Ovidio resultarán miras más exactas que los alardes técnicos del teatro actual.

En primer lugar debe advertirse que, gracias a la erudición, disponemos hoy de una perspectiva mucho más clara del Renacimiento. Ciertas obras, que no fueron concebidas específicamente con ese fin, han revolucionado en la realidad el estudio de Shakespeare. Así, no es posible seguir desconociendo su sentido esencial, desde que apareció en 1936 el libro de A. O. Lovejoy, titulado: The Great Chain of Being. No puede ignorarse, después de su lectura, que Shakespeare se propuso primordialmente formular una serie de juicios acerca del orden —orden en el cosmos, en el estado y en la intimidad de la psiquis humana— y también las consecuencias incalculables que acarrea desafiar este orden y procurar derribarlo. Infiérese de ello que las piezas tienen temas o, más bien, que cada una constituye una variación individual sobre un gran tema único, y que por lo tanto no pueden ser simples vehículos para el estudio del carácter.

La crítica del siglo XIX, que culminó en 1904 con Bradley, había intentado desentrañar su sentido, considerándolas como una galería de retratos. El propósito era disecar a los personajes, para analizar sus motivaciones, porque estando la literatura de ese tiempo dominada por la novela realista, los críticos creyeron poder aplicar a Shakespeare el método desarrollado en el estudio de Scott y Dickens. Se requirieron dos explosiones para eliminar el obstáculo. Consistió la primera en el esfuerzo colectivo de la investigación que, según dije antes, logró un enfoque justo del Renacimiento. Presta mejores servicios una obra de divulgación inteligente, como Shakespeare and the Nature of Man, de Theodor Spencer, que los más brillantes aperçus de Coleridge; y si nos duele decirlo, que nos duela. La segunda explosión se produjo dentro de la literatura misma. Como la crítica de cada período arranca del intento de explicar lo que a la sazón está haciendo el artista, fue necesario que Mallarmé, Proust, Yeats, Joyce, Pound y Eliot crearan una literatura nueva, para que pudiera surgir una nueva crítica de Shakespeare.

La crítica antigua, de mentalidad literal, y alimentada en la ficción realista, ignoró la naturaleza simbólica y poética de la obra shakespeareana. No indagó los temas, sino los caracteres; no mostró la poesía, sino el vestuario de un drama cuyos personajes, por algún extraño motivo, recitaban versos. El teatro complicó las cosas con un "sistema de estrellas” que atraía al público, no para ver Hamlet sino a Irving en el papel de Hamlet; no para ver Cimbelino, sino a Ellen Terry interpretando a Imógenes. Eran los tiempos en que Shaw podía permitirse manifestar su desdén por la inteligencia de Shakespeare. Nadie en aquellos días hubiera podido apreciar esa inteligencia en toda su pujanza y esplendor.

"No hay que enmendarle la plana a Shakespeare ” ¡Qué bueno sería ponerle marco a este lema y colgarlo en todas las salas de actores, en todas las oficinas de redacción, en el despacho de todo crítico! Pero cuando uno dice algo por el estilo, lo acusan de anacrónico. “Hace rato que pasó el siglo XVI”, le arguyen invariablemente, "hay que vivir al día. Reconstruir las ideas de Shakespeare en toda su pureza no sería más que un fútil ejercicio arqueológico, sin ninguna relación con lo que debe ser una experiencia vital” ¡Monsergas! La gente que habla así nunca se ha detenido a reflexionar cuáles son las ideas de Shakespeare. Y mientras no lo haga ¿cómo se atreve a asegurar que sólo tienen un interés arqueológico?

En realidad, los postulados de Shakespeare sobre el orden —orden indispensable para la felicidad, y en definitiva para la mera supervivencia— coinciden sustancialmente con la prédica de los intelectuales de mayor autoridad en nuestro siglo.

La “integración de la personalidad” ¿qué significa sino orden? ¿Y no es orden también el ideal de una vida instintiva plena, preconizado por Lawrence, como antídoto contra la desecación y el agostamiento que amenazan al hombre en la moderna civilización industrial? ¿Qué son los hombres automatizados, los marginales y el resto de los réprobos, sino personas que tratan de vivir al margen de la unidad, o sea del orden? ¿Es tan absurdo el punto de vista central de Shakespeare, que no deba dársele ninguna oportunidad de aflorar siquiera un momento?

Vana sería la crítica de Shakespeare si no permitiera vislumbrar su cosmovisión, a través de la maraña de conjeturas gratuitas, pedantes y contradictorias. Para lograrlo por el camino más directo, debe tratar de resolver las dificultades que se han ido acumulando en los tres siglos últimos. Algunas se reducen a simple falta de información. Y aunque digo “simple”, no niego que puede resultar muy complicado recuperarla, ni retaceo la gratitud que merecen los pacientes investigadores que aportan los recursos do un considerable saber, a la solución de pequeños problemas aislados. Pero las dificultades mayores surgen de una perspectiva defectuosa. Nos separan de Shakespeare tres siglos de una cultura sellada por el predominio de la letra impresa y, por lo demás, sometida en forma creciente al periódico, desde mediados del setecientos. Vemos su teatro, enturbiado por las brumas de una literatura casi exclusivamente naturalista. La crítica de caracteres, con su estrechez de criterio intrínseca, ha perdido vigencia; pero todavía no se percibe en todo su alcance la esencia mitopoyética de la obra de Shakespeare. Ya en 1929 se publicó Myth and Miracle, de G. Wilson Knight, según creo, la contribución más importante que se haya hecho en nuestros días al estudio de Shakespeare. Una generación entera de críticos fortificó ulteriormente la posición de Knight, aún refutando muchas de sus conclusiones. Pero el reajuste imaginativo consiguiente no se ha extendido más allá de los círculos intelectuales y literarios, y Shakespeare no es patrimonio exclusivo de los hombres de letras. El teatro, campo específico de su actividad, y meta de su vida, sigue bajo el influjo de ciertas actitudes eduardianas, y no cumple la función que naturalmente le hubiera correspondido: abrir la brecha para una genuina comprensión de su obra. La tarea penosamente cumplida por los críticos de la literatura, a costa de millones de palabras, pudo realizarse en el teatro sin esfuerzo ni controversia, con sólo montar las piezas como fueron concebidas originariamente, y dejarlas que hablaran por sí mismas. Porque captada en su inmediata realidad, y no a través de dispositivos ingeniosos que distorsionan la imagen, cualquiera de las piezas de la madurez revela instantáneamente su condición de mito. La sienten, aunque no la designen así, muchas personas para quienes la palabra "mito” sólo tiene el significado peyorativo de "cuento de viejas”. Sus símbolos, en cuanto tienen ocasión de manifestarse sin filtros ni explicaciones positivistas, funcionan bien y se trasmiten eficazmente a un público que no sabe lo que es un símbolo, y para nada necesita saberlo.

En busca de un caso concreto de este tipo de explicación mutiladora, acudo a la edición popular comentada que tengo más a mano: Macbeth, en el General Reader’s Shakespeare, de la Folger Library, cuyo texto, acompañado con una profusión de notas, se confió a dos eruditos de prestigio internacional. En el pasaje del Acto IV, escena 1, donde se produce la "Aparición de un Niño Coronado, con una rama en la mano”, los editores proponen esta interpretación, sin alternativa: "Malcolm, hijo de Duncan, con el símbolo de la estratagema que urdirá para sorprender a Macbeth, disfrazando de árboles a sus hombres.” Así explicada, la visión deja de ser un símbolo y se convierte en un acertijo. Porque los símbolos no son códigos que haya que desmenuzar para extraer un mensaje: fulguran, tienen vida autónoma, entrañan una pluralidad de significados en la peculiar simbiosis de poesía y drama en que consiste su ser. En el ejemplo que nos ocupa, si la idea de Malcolm está implícita en la imagen del Niño Coronado, también lo está el recuerdo de los descendientes de Banquo, de quienes las brujas predijeron que serían reyes, y a quienes se refiere Macbeth —en el solemne monólogo que revela la función esencial de Banquo en el drama— cuando dice a gritos que lo han engañado:

si es así,

por la prole de Banquo mancillé mi conciencia;

asesiné por ellos al bondadoso Duncan;

envenené la copa de mi paz con rencores,

por ellos; y la joya de mi destino eterno

entregué al Enemigo, sólo por que engendrara

una estirpe de reyes la simiente de Banquo!

Y en la visión que sigue, desfilan ante él ocho reyes, con Banquo a la zaga. En lo referente al camuflaje de hojas por cuyo intermedio el bosque de Birman avanzará contra Dunsinane, como es en sí mismo simbólico, Shakespeare no tenía ninguna necesidad de elaborar un segundo símbolo para simbolizarlo. Macbeth se ha coaligado con todo lo que significa esterilidad, muerte, condenación y estrago. Los personajes que encarnan los valores positivos de la pieza —Duncan, Banquo, Malcolm, hasta el invisible Eduardo el Confesor— están asociados con metáforas que sugieren desarrollo y fecundidad. Duncan expresa a Macbeth su gratitud, con estas palabras:

"He empezado a plantarte, y me esforzaré porque medres hasta alcanzar tu pleno crecimiento”. Cuando Malcolm llega al trono, declara: "Queda más por hacer: el tiempo nuevo pide una siembra nueva”. Eduardo de Inglaterra posee el don de curar enfermedades terribles, con la imposición de de su regia mano, y "... se dice que trasmitirá a sus reales descendientes la bendición de curar”. Los personajes buenos procrean; los malos son estériles. La tirada de Lady Macbeth sobre su lactancia, no contradice fundamentalmente el acongojado grito de Macduff: "Él no tiene hijos”. Si alguna vez los Macbeth engendraron un vástago, no quedó memoria de ello en sus huesos: están de parte de la muerte, no de la vida. Y cuando el ejército vengador lleva las verdes ramas hacia la fortaleza de Macbeth, el simbolismo abarca diversos aspectos: el engaño de las brujas, "esas malignas burlonas que juegan con nosotros con un doble sentido”; la suprema ironía de que sea precisamente Macbeth, el destructor del orden natural, quien se ha dejado embaucar por la profecía ambigua que anunció: "nuestro encumbrado Macbeth vivirá el plazo de la naturaleza”; y también las cosas verdes y vivas que sepultarán el recuerdo de Macbeth y de su cetro estéril.

No se necesita ser un “erudito shakespeareano”, sea ello lo que fuere, para interpretar los grandes símbolos axiales en su obra; pero sí hace falta tener una vislumbre de lo que significa un símbolo literario.

Shakespeare evolucionó de lo artificioso a lo no artificioso; de lo corriente y trillado, a lo fundamental y simbólico. Las primeras comedias lo muestran adicto a la moda italiana de las mascaradas, que lo elevaron de pronto muy por encima de la torpe mentalidad del Warwickshire rústico, e hicieron de él un rival afortunado de los ingenios universitarios. Su vena trágica inicial está igualmente condicionada por la época, ya desarrolle una romántica historia italiana de amor —con la consabida pareja joven que vence en astucia a los aburridos adultos— pero dando a la acción un desenlace trágico, en vez de un final feliz; ya retrate a un megalómano del Renacimiento, como Ricardo III, vaciándolo en moldes de Marlowe, e invocando al fantasmón tradicional de Maquiavelo. No obstante, a medida que madura, va deslizándose en sus piezas una multiplicidad de elementos que sólo podríamos identificar como derivados de la imaginación colectiva. Los argumentos empiezan a parecer cuentos populares; los personajes cobran carácter arquetípico, al par que una complejidad creciente; se acentúa en lo exterior su realismo psicológico, pero hunden raíces más y más profundas en el mundo de los sueños, los cuentos de hadas y el inconsciente colectivo. En Hamlet el material folklórico se despliega en un decorado extraído de la historia y la política. En Lear toda la situación inicial proviene del mismo ámbito imaginativo que Jack, el Matador de Gigantes, o Cenicienta y sus perversas hermanas. Basta un breve resumen en prosa de algunos argumentos, como el de Bien está lo que bien acaba, para transportarnos al mismo mundo. El Duque de Medida por Medida, que simula un viaje, y en vez de partir se disfraza y anda de incógnito entre su pueblo, deseoso de conocerlo más de cerca, es una figura cabal de cuento de hadas. Ya en las últimas piezas, los "Romances”, hasta el realismo psicológico se reduce y el interés principal se transfiere a lo mitopoyético.

La última pieza que escribió Shakespeare, y la única para la que no se ha logrado descubrir ninguna fuente, es La Tempestad. Pero sus diversos elementos tienen equivalencias verificables en un tema folklórico bastamente difundido, que retoña una y otra vez. Frank Kermode, en su prólogo para la edición de la serie Arden, dice: "En definitiva, la fuente de La Tempestad es un antiguo motivo que se repite casi universalmente en las sagas, las baladas, los cuentos de hadas, y toda la narrativa folklórica. La existencia de este motivo argumental da cuenta de numerosas analogías en La Tempestad. El temperamento irascible atribuido a Próspero, como al padre de la Sidea de Ayrer (pieza alemana que presenta estrecho parentesco con la de Shakespeare) se explica, en último análisis, por la circunstancia de que ambos descienden de un gigante hechicero de mal genio. También es un rasgo arquetípico que la princesa, como Miranda y Sidea, ayude en sus trabajos al príncipe cautivo, y le declare abiertamente su amor. Otro elemento muy antiguo es el acarreo de la leña que, en una etapa primitiva del relato, aparece como la tarea de talar el bosque, para luego arar la tierra, y ulteriormente recoger la cosecha, trabajos que el príncipe deberá cumplir en el término de un día. Puede encontrarse un antecedente remoto en la fábula de Jasón, y se han rastreado las ramificaciones de la historia a través de Europa y del Oriente.”

Dicho en otras palabras, Shakespeare, a diferencia del escritor moderno típico, no cifra su arte en la producción de materiales prístinos, sino en la estructuración armoniosa de un todo nuevo, con elementos conocidos y ya consustanciales a la conciencia europea contemporánea. Si comparamos a los escritores actuales con reporteros, por el afán con que cada uno trata de llegar antes que los otros para asegurarse la exclusividad de una primicia, a Shakespeare deberíamos compararlo con una fuerza de la naturaleza, que acopia viejos materiales para organizados en una síntesis nueva y más valiosa.

Éste es el cuño auténtico de la originalidad de Shakespeare. Su pensamiento no revoloteaba sobre la superficie de las cosas; partía del estrato más profundo y se remontaba desde allí, acumulando material a su paso, y transformándolo. Tan extraño resulta el proceso para la mentalidad del siglo XX, que cuando los estudiantes más jóvenes empiezan a conocerlo, suelen asombrarse al averiguar que no inventaba sus argumentos. Basarse en historias ya hechas les parece una falla, una ineptitud para producir algo realmente original. Redunda en honor de los isabelinos que no sintieran ningún interés por la clase de originalidad que habría impresionado a un Bernard Shaw, como impresionaría al director de cualquier periódico barato. Seguían adheridos al mundo medieval, donde la historia importaba más que el narrador. Para Chaucer, por ejemplo, la tarea principal del poeta consiste en relatar con frescura y eficacia, los cuentos que siempre han atraído la atención de los hombres. Le complace advertir al lector que encontrará sus narraciones en los “libros viejos”. De ese modo lo remite a un manantial de energía que trasciende toda contribución individual. Así, un escritor como Mallory llega al extremo de sostener la existencia de una fuente donde no la hay, para dar jerarquía a sus temas.

El cantor folklórico de nuestro tiempo pertenece a la misma tradición imaginativa. Para apreciar el equilibrio entre "tradición” y "talento individual” en una cultura oral, debemos reajustar nuestro pensamiento del modo que describe Albert B. Lord, en The Singer of Tales (Harvard, University Press, 1960). Durante muchos años, hasta los mismos especialistas en el campo del folklore han embrollado la investigación, obligándola a remontarse más y más en la búsqueda de presuntas "fuentes originales”. El profesor Lord dice categóricamente al respecto:

“La verdad del caso es que nuestro concepto de 'original de una canción’ carece de sentido en la tradición oral. Si a nosotros nos resulta tan lógico y necesario, es porque nos hemos formado en una sociedad marcada por la impronta de la escritura, que ha establecido en arte el canon de una primera creación fija, y por lo tanto suponemos que todo debe proceder de un original. Pero la primera emisión de un cantar en la tradición oral no coincide con esta idea del original escrito.”

En este ámbito es absurdo hablar de originales y de variantes. La fórmula "transmisión oral” ha contribuido a enredar las cosas, por cuanto sugiere una versión inicial estable, que pasaría de uno a otro cantor. Tampoco aclara el problema referirse a una "creación anónima”. El cantor narrativo tiene nombre propio, y su auditorio lo conoce perfectamente. Llamar anónima a la épica folklórica significa transferir a una abstracción vagamente definida el quehacer que cumplen en la realidad determinados hombres de carne y hueso. Lord sigue explicando:

"El autor de un cantar narrativo oral, o sea del texto trasmitido, es el ejecutante mismo, el cantor presente. Si el espectador dispone de vista normal, verá que es uno solo y no muchos. El autor de cualquiera de nuestros textos, siempre que ningún editor haya andado hurgando, es la persona que lo dictó, lo cantó, lo recitó o le dio expresión de una manera o de otra. Cada transmisión es un acto único: crea, no reproduce, y por consiguiente no puede tener más que un solo autor.

"En realidad, esto parece preocupar únicamente al hombre de letras, puesto que es el único que busca una versión original inexistente, ilógica e irrelevante. Los cantores niegan haber inventado el cantar. Lo aprendieron de otros cantores, según dicen. Hoy sabemos que ambas posiciones son legítimas, de acuerdo con lo que en cada caso se entiende por "cantar”. El intento de descubrir quién fue el primero que cantó una canción es tan vano como el de averiguar cuándo fue cantada por primera vez ... Desde este punto de vista, una canción no tiene un autor, sino una pluralidad de autores, ya que cada emisión constituye una creación, y por lo tanto es obra de un autor individual. Pero el concepto que acabamos de precisar difiere mucho de la hipótesis, o por mejor decir de las hipótesis, de uso general entre los homeristas, sobre la pluralidad de autores.”

Tanto Albert Lord como su predecesor Milman Parry, encontraron en Yugoslavia una épica folklórica cantada por hombres que aseguraban estar trasmitiendo fielmente lo que habían aprendido, sin agregados de su propia cosecha; y lo afirmaban en tono de convicción, aún en los casos en que tenían un estilo personal más acusado. Sólo la cultura del libro impreso traza líneas demarcatorias nítidas entre la contribución de un hombre y la de otro. Según ha señalado Marshall McLuhan en The Gutenberg Galaxy y otros libros, Shakespeare pertenece en este aspecto al mundo preliterario, como lo prueba su despreocupación por la inmortalidad impresa de sus "Obras”. Admitido esto, se comprenderá que el elemento legendario y fantástico de su teatro no fue en modo alguno intencional. Nosotros lo vemos a través de dos siglos de literatura fundamentalmente realista, en los que se sindicaba como anticuado o supersticioso a todo escritor que se valiese de leyendas y consejas. El empleo de materiales folklóricos en un artista moderno, por ejemplo en Grieg, supone habitualmente un propósito deliberado de retroceder hasta los orígenes. En Shakespeare era algo tan instintivo como respirar. El mundo del comercio, la lógica y el industrialismo ha relegado la imaginación folklórica a la literatura infantil, y la ha mantenido dentro de esos límites, cosa que no había ocurrido todavía en los tiempos de Shakespeare. Ni en los de Ovidio.

Ovidio, el poeta favorito de Shakespeare, merece nuestra atención. Tampoco él inventó asuntos nuevos; utilizó los mitos que todo el mundo conocía, y fincó su arte en la sabia orquestación de las fábulas y en la calidad de las palabras y las imágenes con que vistió los relatos. No sólo en los días de Shakespeare, sino mucho después, ésta continuaba siendo la preocupación máxima del artista literario. El cantor folklórico moderno que asegura a su público la fidelidad con que le cuenta la historia "como se la contaron”, sigue una tradición que se remonta directamente a la antigüedad. La Inglaterra en que nació Shakespeare era aún en gran parte medieval. Y cuando el poeta del Medio Evo no anuncia que imita una fuente determinada, dice haber soñado lo que relata. Así lo hacen Langland, o Guillaume de Lorris. ¿Por qué? Porque los sueños tienen una respetabilidad aceptada tan universalmente, como la respetabilidad de la tradición. En ambos casos hay un llamado implícito al inconsciente colectivo. La psicología profunda prueba que, por debajo de cierto nivel, todas las psiquis humanas se apoyan en un cimiento común. Los siglos medio* no conocieron la psicología profunda, pero estaban tan convencidos de esta verdad como nosotros; para ellos un sueño representaba siempre un mensaje, lo mismo que para el análisis de Jung. Claro está que, al recurrir a la convención del sueño, el poeta medieval no esperaba ser tomado al pie de la letra; se limitaba a emplear una fórmula convenida. John Vyvyan, en un libro reciente sobre SJwkespeare and the Rose of Love (ed. Chatto & Windus, 1960) hace un examen crítico del Roman de la Rose, acerca del cual observa pertinentemente:

"El cortejo de la Rosa, como Guillaume de Lorris lo relata, es un sueño, pero no de carácter naturalista, porque en la Edad Media la poesía de los sueños era una forma literaria que tenía sus propias convenciones. No quedan rastros de ella en la poesía contemporánea, y acaso el único arte que todavía puede resucitarla es el ballet.

"... Basta evocar El lago de los cisnes o Sílfides para recordar con cuánta facilidad se desliza el ballet en un mundo de ensueño, romance y alegoría, sin perder la lúcida vigilia de un arte exquisitamente disciplinado y altamente estilizado. No quiero forzar el símil más allá de lo justo, pero éstas son precisamente las virtudes que se admiran en Guillaume de Lorris, representante, por lo demás, de un género poético nacido en la corte, como el ballet, y destinado a los espíritus más cultivados de su tiempo. La apreciación de un arte de esta especie tiene las exigencias de una relación de amor, en que ninguna de las partes puede permanecer pasiva: se requiere una actividad creadora, tanto del artista como del público.”

Invitándonos a explorar el paisaje de sus sueños, el poeta medieval solicita nuestra participación. Leer esta poesía, dice Vyvyan, es como presenciar un ballet. O como escuchar a alguno de los cantores folklóricos que Lord describe, añadiría yo por mi parte. O como intervenir en cualquier clase de entretenimiento que exija del público una reactualización del material conocido. La novela, que mantiene en suspenso al lector con el interés de la intriga, es un producto envasado. Pertenece a la categoría de los bienes de consumo. La poesía no. Y tampoco las canciones infantiles, ni la épica, ni Kipling, ni Mallarmé. Shakespeare hubiera comprendido instantáneamente la verdad de la observación de Joyce que figura como epígrafe de este ensayo, aunque no viera ninguna necesidad de poner en palabras algo tan evidente. Claro: él no tuvo que vivir después de dos siglos de periodismo y de novela realista.

De ahí que su obra penetre fácilmente en el reino del mito. Lástima que esta palabra haya sido tan manoseada por los críticos literarios, pero no puede evitarse. Desde que la antropología científica hubo anulado la superioridad desdeñosa con que se consideraba antes a los pueblos "primitivos”, no quedó más remedio que rectificar ciertas opiniones. Y la forma de creencia a que alude la expresión "creer en mitos”, llegó así a verse en su verdadera realidad, como una fuente dispensadora de vida. La sociedad en que vivimos nos enseña a confiar en la razón desde la primera infancia. No debemos creer nada que no tenga un fundamento racional. Pero para el salvaje la creencia no es una cosa que se lleva en la cabeza, y que se saca a relucir como quien consulta un reloj. Es algo que se vive. Él cree con todo el cuerpo. El mito, que se consideró alguna vez como un medio conscientemente arbitrado para dar sentido a todo lo que resultaba inexplicable en la naturaleza, se ve boy como un esquema de vida.

El mito es participación. Pero también es participación la poesía. El vínculo que une al poeta con su lector u oyente trasciende la mera relación entre productor y consumidor que se da en el caso del novelista. El lector que responde a los ritmos e imágenes de un poema, a menudo sin poder decir a qué responde, está participando. De modo que cuando se dice en son de burla que "solamente los poetas leen poesía”, se enuncia una verdad literal. Los lectores de poesía pueden no ser poetas, en cuanto a escribirla se refiere; pero lo son, en cuanto participan en el acto poético. En cambio los lectores de novela no pasan de consumidores: se arrellanan en su sillón y dejan hacer al novelista.

Poesía es participación. El público que asiste a una pieza de Shakespeare flota en una marea de imágenes y ritmos, en gran medida subliminal. Veamos un sencillo ejemplo: en Macbeth, drama de usurpación, se encuentran a cada paso imágenes de ropas prestadas y que no ajustan bien. Caroline Spurgeon descubrió éste, entre una infinidad de hechos similares, cuando se le ocurrió hacer un inventario de las imágenes .de Shakespeare para analizarlas y sacar sus conclusiones. Pero ¿qué decir de los siglos en los que nadie prestó atención a estas imágenes? ¿Habrán permanecido inertes? No, por cierto. Cada vez que se representó la pieza, el chubasco incesante de alusiones a ropa mal ajustada, debió llegar forzosamente al público, aunque fuera de un modo subliminal. Y de seguro Shakespeare las introdujo del mismo modo. Es improbable que se dijera un día, en el momento de comenzar a escribir: "Tengo que acordarme de intercalar unas cuantas alusiones a ropas que no caen bien.” Lo natural es que irrumpiera en medio de su trabajo el material subconsciente, arrastrando estas imágenes ya plasmadas. Y al entregarse a su influencia, el público intervino en un diálogo. Participó en un acto creador.

Si el mito es participación, y la poesía es participación, el drama poético tenderá a cumplir aproximadamente la función social del mito, aunque no se vislumbre todavía por ninguna parte al crítico de mentalidad antropológica que lo diga. El peor enemigo de esta forma de vida es el marco escénico. Cuando los actores hablan en verso sobre un simple tablado, sin escenografía y sin divisiones violentas en actos y escenas, el público se apiña a su alrededor sobre tres lados de la plataforma, y puede mantener el diálogo fácilmente. Hágase retroceder a los actores hacia el interior de un cubo escénico, y el diálogo resultará más difícil. Sepáreseles del auditorio por medio del foso de la orquesta y una fila de candilejas, y se volverá imposible. El arco del proscenio elimina toda participación del público. Reduce a los actores a hablar entre sí, y no como en el teatro isabelino a medias entre sí y a medias con el público.

Creo que esto resuelve un viejo enigma: por qué murió el drama poético a principios del siglo XVIII, y por qué fracasaron todas las tentativas de restaurarlo, aún las de los mejores poetas. ¿Acaso no había en tiempos de Wordsworth, Coleridge, Keats, Byron, Tennyson, Browning y Beddoes talento poético suficiente para escribir una sola pieza en verso memorable? Cuesta admitirlo. La respuesta obvia es que escribieron para un teatro que había hecho imposible el drama en verso. La historia de la evolución escénica lo confirma. Al reabrirse los teatros en 1660, después del interregno puritano, se había perdido la tradición isabelina y jacobina, y se había adoptado el arco del proscenio. Pero el cambio no ocurrió de la noche a la mañana. Una investigación más atenta revela que los primeros teatros de la Restauración conservaban la plataforma saliente, si bien de superficie más reducida. Existía ya el arco del proscenio, pero se alzaba al fondo del escenario, y sólo una parte de la acción se desarrollaba detrás de él. El arco tenía postigos que se abrían a la vista del público para mostrar alguna escena nueva. Este teatro constituyó pues una forma de transición, y lo mismo puede decirse del drama coetáneo. Desapareció el verso blanco del drama isabelino, cuya fluidez se adaptaba igualmente a los ritmos de la conversación ordinaria que a los grandes vuelos líricos y oratorios. En su lugar, encontramos el dístico heroico, que con sus rimas isócronas y rimbombantes actuaba a la manera de un sistema de alarma. ' Era el amplificador que podía dar al verso la sonoridad requerida por un público que no ocupaba ya tres lados del escenario.

Pero cuando se desarrolle totalmente la convención del marco escénico, ya no bastará ni el dístico heroico. Será preciso llegar a nuestros días y a los teatros improvisados en iglesias y graneros, para que aquella participación vuelva a hacerse posible. Gracias a una feliz combinación de circunstancias, pudo montarse en 1935 Asesinato en la catedral, de T. S. Eliot, como parte en la fiesta de la Catedral de Canterbury. Pero estas mismas circunstancias se habrían malogrado, si el autor no hubiera comprendido el verdadero alcance de la oportunidad que se le presentaba.

Lo que debemos hacer si queremos disfrutar de la obra de Shakespeare, incorporándola al caudal de nuestra experiencia aprovechable, es trasladarla al lado de acá del marco del proscenio, acabar con productores geniales y con actores eximios, y dejar que hable por sí misma. Esto significa, en la práctica, una cuidadosa atención al lenguaje y un corte drástico al montaje de las piezas. Porque si el mito y el símbolo constituyen su resplandor, nunca del todo traducible, su encarnación concreta es el lenguaje. El mito no se deja reducir a fórmula: no podemos pincharlo con un alfiler y declarar: x significa y. Es algo demasiado vivo para ser analizado: sólo puede ser sentido. Las grandes líneas de lo que Shakespeare dice saltan siempre a la vista, y se relacionan siempre con su preocupación central por el orden. Pero los detalles titilan y parpadean: no hay que cortarlos y desecarlos. ¿Qué "representan” Ariel y Calibán? ¿El Superego y el Id? Tal vez. Pero al decirlo no hacemos otra cosa que reemplazar con dos términos abstractos, dos presencias tangibles. Si pertenecemos a la clase de personas que se sienten más felices con las abstracciones que con las realidades, tendremos la impresión de haber ganado algo. Pero no hay tal ganancia: sólo la vieja esclavitud a lo abstracto y racional, causa de tantas fealdades y neurosis en la vida moderna. ,

El medio de trasladar las piezas de Shakespeare a términos aprehensibles e inteligibles no es racionalizarlas, sustituyendo lo concreto por lo abstracto, sino incautarse de ellas a través del lenguaje. Sólo un neófito podrá suponer que digo una novedad. Muchas obras críticas excelentes, en especial An approach to Shakespeare, por D. A. Travesi, partieron de este punto. Por eso resulta más lamentable que el teatro, naturalmente indicado para abrir rumbos en este aspecto, haya preferido abstenerse. Contando con muchos buenos actores, y con un público reunido para escuchar y no para leer, pudo revelarnos a Shakespeare a través del lenguaje. Tal como son las cosas, lo ha ocultado detrás del espectáculo. Concentra sus esfuerzos en dar al público algo que ver, no algo que escuchar. Entonces viene el director con susi ideas originales, el actor con su perfil, el escenógrafo con su ejército de operarios, el electricista con su batería, y el diseñador de trajes con su aguda sensibilidad visual. Cada uno levanta una barrera entre Shakespeare y la gente que tiene derecho a su presencia. ¡Y el teatro hace todo esto "en interés del público”!

Ha olvidado que una pieza de Shakespeare es también un poema. Que no posee sólo virtudes dramáticas de estructura, suspenso y caracterización, sino además virtudes poéticas de imagen, ritmo y símbolo. Un público al que se le dé ocasión de oír en paz un texto sin demasiados cortes, captará el mensaje, aunque al salir del teatro no pueda expresar con palabras lo que le ha ocurrido. El efecto se ha logrado subliminalmente. Tomemos un ejemplo al azar: en Antonio ¡y Cleopatra las repetidas imágenes de limo y fango, el fértil fango del Nilo "vivificado” por el sol, que alberga al cocodrilo y a la serpiente, trasmiten al público la sensación de un elemento rico y fecundo, pero a la vez maligno y peligroso: la nostalgie de la boue, en definitiva. Al margen y por encima de esto, se le ha sugerido que el elemento de Cleopatra (como el de Molly Bloom) es el agua. Antonio la ve por primera vez en una barcaza que arde sobre el agua y después, en la locura de su amor, jura por "el fuego que vivifica el fango del Nilo”. Antonio, el romano, procede de un imperio cuyo hábitat natural es la tierra, un elemento sólido, fijo, inquebrantable. Si se mezcla tierra con agua se obtiene fango; si se añade más agua, se borrará toda forma reconocible. Cuando Antonio comprende al fin que el juego ha terminado y que ha perdido su autoridad de jefe, saluda a su asistente Eros, preguntándole:

Antonio:

           ¿Me reconoces, Eros?

Eros:

           Sí, mi noble señor.

Antonio:

           A veces vemos una nube con forma de dragón;

           Otras veces la bruma

           reviste la apariencia de un león, o de un oso,

           de un torreado castillo, de una roca pendiente,

           de una montaña hendida,

           de un promontorio azul cubierto de árboles,

           que cabecean hacia el mundo.

           Y todos estos signos

           son engaños del aire, mascaradas del véspero.

Eros:

           Sí, mi señor.

Antonio:

           Eso que aún es un caballo,

           con la fugacidad del pensamiento

           lo destruye otra nube y lo deslíe

           como el agua en el agua.

Eros:

           Así es, señor.

Antonio:

           Pues bien, pequeño Eros, tu capitán ahora

           es como esas visiones.

¿Por qué en un momento tan crucial, detiene Antonio la acción con un discurso sobre las nubes? El interrogante surge espontáneamente en cualquier inteligencia formada en la tradición del drama naturalista. Pero en realidad la acción no se ha detenido. Al introducir, precisamente en este punto, una vivida imagen de vapores flotantes, de nubes que no pueden mantener las apariencias gallardas y tangibles de osos, leones o dragones, un mundo de formas que se "deslíen” como el agua en el agua, se da la nota que corresponde intrínsecamente a Antonio. Los versos iniciales de la pieza contienen una imagen de inundación:

Sí, pero esta pasión de nuestro general

desborda de su cauce .. .

Y en este discurso de las nubes, Antonio sella su destino trágico con una aceptación definitiva, reconociendo el naufragio de su identidad romana. De ahí el símbolo del combate naval, librado no una sino dos veces, siempre contra el consejo de sus soldados, y las dos veces perdido. Cuando confía en el elemento de Cleopatra, traiciona el suyo.

El arte de Shakespeare radica en el habla, no en el espectáculo, el juego escénico, la tramoya, o los guerreros revestidos de armadura que saltan a lomos de sus caballos. Es arte de impersonalidad, destinado a operar únicamente a niveles máximos de hondura. No es realista, a pesar de su penetrante realismo psicológico; está más cerca del mito. Lo que justifica la importante influencia de Ovidio, y especialmente de Las Metamorfosis.

Este poema presenta un mundo de fantasía surrealista agudamente visualizada, donde las imágenes de cambio se precipitan con tal celeridad y con tan rápidos giros de humor, que no dan tiempo para que se fije en la mente de los lectores ninguna situación aislada. Sólo se graba la atmósfera ubicua de fluctuación e inestabilidad, atmósfera que no volverá a captarse hasta 1920, cuando aparezca el cine de vanguardia. Es el mundo creado por Cocteau en Le sang dún poète, donde los espejos emiten brazos, las leyes de gravedad se suspenden, lo cómico y lo horrible alternan con lo lírico, y al espectador le importa menos la suerte de uno u otro personaje, que su propia experiencia de penetrar en este mundo irreal y respirar su atmósfera. Por eso lamentamos que L. P. Wilkinson, cuyo Ovid Surveyed (Cambridge University Press, 1961) es el compendio más útil como introducción al estudio de Ovidio, mire con desdeñosa severidad toda tentativa de atribuir un significado más profundo a las fábulas de las Metamorfosis. "Está claro que (Ovidio) se propuso hechizar, y nada más.” Lo mismo se ha dicho de Cocteau. Pero si un artista consigue "hechizar” a su auditorio, ¿qué hace en realidad con él? ¿Puede alguien, en un plano superior al de una serie de televisión, "hechizar” a la gente sin comprometerla de algún modo en cierta visión particular del mundo? Wilkinson advierte de nuevo:

"Es tentador, especialmente para la mentalidad germánica, intelectualizar estos mitos; ver en Pigmalión, por ejemplo, al eterno perseguidor de la perfección ideal, insatisfecho con el mundo que lo rodea. Pero debemos guardarnos de imponer interpretaciones semejantes a fábulas que, sea cual fuere su origen mitológico, Ovidio relató sin duda por su valor ¡intrínseco, y por las paradojas psicológicas que lo intrigaban.”

La palabra "intrigar” resulta sospechosa en el pasaje anterior, así como el puyazo habitual contra la erudición germánica —por lo demás curiosamente anacrónico, ya que en nuestros días es la erudición americana, acusada de sobrepasar la medida, la que sirve de blanco a la irritable superioridad inglesa. Cuando la gente dice que "le intriga” alguna cosa, suele referirse a un interés poco serio. Uno puede sentirse intrigado por un chisme o por un crucigrama, nunca por verdaderos problemas intelectuales o morales. Ovidio contó las fábulas por "su valor intrínseco” (¿y en qué consistiría ese valor?) o porque sus vericuetos psicológicos lo "intrigaban”. Tal vez. Pero era, evidentemente, un artista insigne, y cuando un genuino artista selecciona su material, lo hace movido por razones profundas, cuyas raíces hay que buscar en los fundamentos mismos de su obra. La embriagadora sensación de movimiento que causan las Metamorfosis, ese alud de cosas que se funden, se esfuman y se transforman, ha fascinado siempre a los artista, particularmente a los visuales, ya que la sabia elección de los pormenores y la precisión plástica de la literatura ovidiana significan un constante reto. En una etapa formativa de su carrera poética, Ezra Pound se sintió atraído por diversas reelaboraciones renacentistas de temas extraídos de las Metamorfosis, y confieso que al estudiar yo esos mismos temas hace pocos años ("Ovid in English”, en Preliminary Essais, 1957) se me escapó el motivo esencial de ese interés. En la época de sus indagaciones sobre Ovidio, Pound estaba en plena composición de los Cantos, poema en escala épica donde se mantiene a respetuosa distancia de Virgilio y, evitando su marcha firme y majestuosa, que se desplaza de un punto a otro en forma perfectamente previsible, vira en dirección opuesta y ensaya la técnica ovidiana de la discontinuidad, los desenfoques repentinos y las bruscas mutaciones escénicas.

La técnica, como bastante a menudo se ha señalado, es cinemática, y el mejor título que puede alegar el cine para ser considerado un arte serio, es su entronque directo con esta tradición. Porque si verdaderamente existió un arte cinemático anterior al cinematógrafo, un film puede merecer algo más que el rótulo que le aplicó en sus comienzos la opinión conservadora: "versión mecánica del juego escénico, con trucos adicionales”.

La relación de Shakespeare con Ovidio evolucionó de afuera hacia adentro, de la periferia al centro mismo, como todos sus otros intereses. En las primeras piezas no va más allá de un gusto juvenil por la fastuosa fantasía ovidiana. Cuando Hotspur, en Enrique IV, vocifera de indignación, intentando convencer al rey de que su primo Mortimer ha opuesto una brava resistencia contra Glendower (Acto I, escena 3) ahorra aliento para una perífrasis típicamente ovidiana:

Tres veces resollaron y tres veces bebieron

de mutuo acuerdo en la corriente rápida del Severn,

que entonces, asustado de su aspecto sangriento

huyó medrosamente a través de los trémulos juncales,

a esconder su rizada cabeza en el bajío.

Ni la perífrasis tiene relevancia dramática, ni la digresión fantástica conviene al carácter de Hotspur: se justifica sólo por su estilo ovidiano. Ya en los años más maduros, cuando Shakespeare deje de sentirse atraído por este aspecto meramente fantástico de su modelo, seguirá manifestando en su obra una profunda afinidad con el poeta de las cosas que se funden, cambian, flotan y mudan de apariencia.

Tenía que ser así. Toda la obra de Shakespeare es una vasta metamorfosis. En cada una de las historias que cuenta, la gente se disfraza, se desfigura, finge ser lo que no es. Se trata aveces de una superchería deliberada. Otras, de autoengaño. En Lear, Edgar viste ropas de campesino y simula estar loco, aunque sigue perfectamente cuerdo. Malvolio, en cambio, viste ropas inadecuadas a su posición, y los otros personajes lo toman por loco y lo recluyen en una celda. Dos personajes intercambian sus vestidos, y se los confunde al uno con el otro. Falstaff y Hal representan una farsa en la que hablan imitando el tono de la majestad ofendida, y Hal rechaza a Falstaff en la ficción, antes de rechazarlo en la realidad. Hay mascarada, disfraz y confusión en todas partes. Cada comedia es una comedia de equivocaciones, y una tragedia de equivocaciones, cada tragedia. Un error, un malentendido, un espejismo, desencadenan en cada caso la acción. Yago engaña a Otelo, pero éste se ha hecho previamente vulnerable al engaño, por abandonar el mundo de su libertad heroica, para extraviarse en un mundo de intrigas que le es ajeno: el de la Venecia archisutil. Es el forastero —hasta el color de la tez dramatiza su condición— obligado a creer cuanto le digan, porque carece de elementos para formar su juicio propio. Lear, "que jamás ha tenido el menor conocimiento de sí mismo”, se autoengaña. Hamlet está turbado por sus emociones, y Antonio cegado por la pasión sensual. Macbeth aprovecha la verdad que Duncan ha reconocido tristemente:

"No hay arte que permita descubrir en los rostros

la intención de las almas..

Pero a su vez Macbeth se deja engañar, como Duncan, por los rostros en los que confía. Las últimas piezas presentan esta confusión de ,un modo más puramente simbólico y visual: un naufragio arroja a los viajeros a cierta isla donde deberán enfrentarse con la verdad acerca de mismos; la estatua de una reina muerta cobra vida, regalo del arte a la naturaleza.

Esto es lo que vincula a Shakespeare con la imaginación popular. Brujas y encantadores, gigantes y enanos, la lámpara de Aladino y la carroza de Cenicienta de los cuentos populares, reflejan el sentimiento universal que dice al hombre que todas las cosas cambian misteriosamente; que dos personas no ven nunca la misma realidad; que el mundo se nos escabulle y pasa. Lo que empieza el carácter inasible de la realidad, puede confiarse en que el autoengaño y el error humano lo terminen. La literatura realista tiene una historia breve, intermitente e incierta; surge accidentalmente aquí o allá (de ordinario en las condiciones que se dan en las grandes ciudades) y después desaparece durante siglos. Suele considerarse a nuestro tiempo una era realista, pero esto no es más que un infundio periodístico. Tanto, que cuando aparece un escritor realista cien por ciento, determinado a no escribir nada que no pudiera haber ocurrido alrededor de una mesa de sesiones, se le convierte en la novena maravilla. La gente lee a C. P. Snow, y habla de él, sólo porque es totalmente extraño a su experiencia. Beckett resulta mucho más familiar: todos conocemos a los dos vagabundos, a la pareja de los tachos de basura, a la mujer enterrada hasta el cuello en la arena. Los viejos mitos nos han acompañado mucho más tiempo que los Hombres Nuevos. John Lawlor reflexiona: "Por lo general se reconoce (tanto en nuestros días como en los anteriores a Locke) que un arte no naturalista puede sondear profundidades inaccesibles a la representación de causa y efecto. La obra de una generación de eruditos que nos enseñaron a asistir a una pieza de Shakespeare como a la audición de un poema, se relaciona con el sentimiento unánime de que se puede dar una imagen, más fiel de la realidad a través del símbolo y del mito, que por medio de una adhesión servil a los hechos y dichos cotidianos. El naturalismo cuenta con pocos defensores tanto en el teatro como en el gabinete de trabajo.” (The Tragic Sense in Shakespeare”, Chatto and Windus, 1961).

Esto demuestra, asimismo, la esencial unidad de las comedias y las tragedias. Ambas parten del error, el error de la ceguera espiritual que hace al protagonista enemigo del orden, y ambas llevan la acción hasta un desenlace de revelación y apaciguamiento. En el enjundioso libro de Russell A. Fraser, Shakespeare’s Voetics (Routledge and Kegan Paul, 1962), encontramos este notable pasaje; "Lo cómico deriva en cada caso de una explosión de incongruencia que se origina en la ignorancia. En la comedia, esta incongruencia puede ser muy grande, pero los autores serios la atenúan. Ninguna espada se hunde hasta el fondo. A ningún personaje se le ha dado capacidad para sufrir. El espectador asiste a un juego que lo compromete sólo intelectualmente. La comedia es alógica. Si no parece siniestra es porque el autor está lleno de piedad.

"En la tragedia se sobreentiende que la ignorancia del protagonista es irreparable, por lo menos mientras dura la crisis. La decisión de que así sea incumbe, una vez más, al dramaturgo: es una decisión completamente arbitraria pero que una vez tomada no puede rescindirse. La tragedia es lógica, única razón que la hace soportable. El autor se limita a poner en marcha los acontecimientos. Como el Dios del siglo XVIII, da cuerda al reloj y se retira. Los personajes, privados de su amparo o de su intercesión, son destruidos. Pero ni siquiera entonces intercede. Se abstiene, no por indiferencia, sino porque ha dejado de gobernarlos. Y no siendo ya el motor principal de la acción, enajenado de sus criaturas, e incapaz de mitigar sus padecimientos, no puede hacer otra cosa que decirles adiós.”

Como la obra de Shakespeare se basa en transformaciones y perspectivas deformantes, es natural que la acción dramática avance por medio de enigmas, mascaradas, y todas las formas difusas del símbolo y la alegoría.

Y también es natural que el resultado se imponga con la autoridad del mito y con su misma impersonalidad. A partir del 1600 aproximadamente, la obra de Shakespeare impresiona cada vez menos como el producto "original” de una imaginación aislada, con patente de propiedad y marca de fábrica, y cada vez más como la expresión genérica de la imaginación humana.

Vale la pena destacar, por último, que este enfoque de Shakespeare aclara por lo menos una vieja duda: por qué no atribuyó ninguna importancia a la edición impresa de su obra; por qué, ni en el ocio de sus últimos años, dio el menor paso para compilar y publicar un texto correcto de las piezas. Los críticos de los siglos XVIII y XIX, encastillados en su propia tradición literaria, juzgaron insoluble este problema. Algunos, en su desesperación, presentaron una burda caricatura de Shakespeare bajo los rasgos de un comerciante metalizado, indiferente al destino que pudieran correr sus obras después de haberles extraído una renta: un simple figurón grotesco que, en la etapa lógica subsiguiente, pudo mostrarse como un testaferro de Bacon o de cualquier otro aristócrata aficionado. Estas palabras de David Riesman sugieren la verdadera respuesta:

"Un libro, como una puerta, significa una invitación al aislamiento: el lector necesita estar solo, alejado del ruido ajeno. Esta verdad alcanza aún a las revistas de historietas infantiles, que los niños asocian con la circunstancia de estar solos, como asocian la TV con la familia, y el cine con la compañía de otros niños de su edad. Al contrario de la comunicación oral que mantiene unida a la gente, la imprenta constituye el medio aislador por excelencia.” (Explorations in Communication, ed, McLuhan y Carpenter, Beacon Press, Boston, 1960).

Si, como parece probable, Shakespeare no concedió ninguna importancia al libro impreso, debió ser porque lo vio instintivamente como un "medio aislador”, y no le interesaba ningún procedimiento que aislara al individuo. Su tema es el orden y la armonía; escribe sobre las cosas que mueven al hombre concertadamente y al unísono. John Lawlor, cuyo sensato y útil libro he citado ya, lo expresa con energía:

"Así como el castigo mayor es la soledad, la existencia aislada, así el sumo bien es el mantenimiento del vinculo natural, en particular la relación tiernamente grave entre padres e hijos... La máxima virtud personal de Shakespeare es un sentido inquebrantable de esta ley natural: por un lado, el castigo terrible de la existencia aislada; por el otro, las posibilidades infinitamente fecundas, cuando el círculo humano se mantiene unido.” Estoy seguro de que este punto de vista es acertado. El invariable restablecimiento del orden después del tremendo agotamiento de la lucha, demuestra el optimismo de las tragedias de Shakespeare. Transmiten esta concepción mediante un arte poético que incursiona en el mito. Poesía y mito comprometen al oyente en una participación de la que nos han excluido por demasiado tiempo los intermediarios, desde los críticos hasta los directores escénicos, desde los editores hasta los actores y es inútil prescindir del teatro, como muchas personas sensibles han tendido a hacerlo, y quedarse junto a la estufa, sin otro recurso que el libro y la propia imaginación. El aislamiento de la página impresa es tan nocivo como la pretenciosa extravagancia del teatro. Lo único que puede devolvernos a Shakespeare es una sana tradición teatral: de una vez por todas debemos armarnos de coraje y exigirla.

 

Ensayo de ensayo de John Wain (Inglaterra)

Traducción de María Antonia Oyuela de Grant (Argentina)
 

Publicado, originalmente, en: Revista "Sur" 289 - 290 Julio - Agosto - Setiembre - Octubre de 1964 - Buenos Aires, República Argentina

Gentileza de Biblioteca Nacional Mariano Moreno - Buenos Aires, República Argentina

Link del texto: https://catalogo.bn.gov.ar/F/?func=direct&doc_number=001218322&local_base=GENER


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