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Lo que les ocurrió con los hombres
Voltaire

 

Micromegas, mucho mejor observador que su enano, vio claramente que los átomos hablaban entre sí; y se lo señaló a su compañero, el cual, avergonzado de haberse equivocado sobre lo de la generación, no quiso creer que semejantes especies pudieran comunicarse las ideas. Tenía el don de las lenguas tan bien como el siriano; pero no oía hablar a los átomos y suponía que no hablaban. Por otra parte, ¿cómo estos seres imperceptibles podían tener órganos vocales, y qué podían decirse? Para hablar, es necesario pensar, o poco menos; y si pensaban es que tenían el equivalente de un alma. Ahora bien, atribuir el equivalente de un alma a esta especie, le parecía absurdo. "Usted ha creído, dijo el siriano, hace muy poco, que hacían el amor; ¿supone usted que puede hacerse el amor sin pensar y sin decir una palabra, o por lo menos sin hacerse entender? ¿Cree que sea más difícil producir un razonamiento que un niño? A mí, tanto lo uno como lo otro me parecen grandes misterios. — Yo ya no me atrevo a creer ni a negar nada, dijo el enano; ya no me atrevo a opinar. Hay que tratar de examinar a estos insectos; opinaremos después. — Bien dicho, replicó Micromegas; y de inmediato sacó un par de tijeras con las que se cortó las uñas, y con el recorte de la de su pulgar, hizo allí mismo un gran altoparlante como un enorme embudo, cuyo canuto colocó en su oído. La circunferencia del embudo cubría el barco y toda la tripulación. Las fibras circulares de la uña registraban la más leve vibración; de manera que, gracias a su habilidad, el filósofo de allá arriba oyó perfectamente el zumbido de nuestros insectos de acá abajo. En pocas horas llegó a distinguir las palabras, y por fin a entender el francés. El enano hizo lo mismo, aunque con más dificultad. El asombro de los viajeros crecía a cada instante. Oían a los gorgojos hablar con bastante buen sentido; y este capricho de la naturaleza les parecía inexplicable. El siriano y su enano ardían de impaciencia por trabar conversación con los átomos; pero temían que su voz de trueno, sobre todo la de Micromegas, ensordeciera a los gorgojos y no pudieran hacerse entender. Era necesario disminuir el volumen. Se  metieron en la boca pequeños mondadientes cuyas puntas afiladas orientaron hacia el velero. El siriano tenía en sus rodillas al enano, y el barco con su tripulación sobre una uña; inclinaba la cabeza y hablaba bajo. En fin, mediante todas estas precauciones y algunas otras todavía, comenzó así su discurso:

 

"Insectos invisibles[24], que la mano del Creador se ha complacido en dar vida en el abismo de lo infinitamente pequeño; le agradezco que se haya permitido descubrirme secretos que parecen impenetrables. Tal vez no se dignaran miraros en nuestra corte; pero yo no desprecio a nadie, y os ofrezco mi protección".

 

Si alguna vez hubo alguien asombrado, fueron los que oyeron estas palabras. No podían adivinar de dónde venían. El capellán del barco recitó las oraciones de los exorcismos, los tripulantes juraron y los filósofos concibieron un sistema; pero pese al sistema, no pudieron adivinar quién les hablaba. El enano de Saturno, que tenía la voz menos fuerte que Micromegas, les explicó en pocas palabras en qué empresa se hallaban. Les contó del viaje de Saturno, los puso al corriente de quién era el señor Micromegas; y después de haber lamentado que fueran tan pequeños, les preguntó si siempre se habían hallado en este estado tan próximo a la nada, qué hacían en un planeta que parecía pertenecer a las ballenas, si eran felices, si se reproducían, si tenían un alma, y cien otras preguntas de este tipo.

 

Uno del grupo, más audaz que los otros, y ofendido porque se dudaba de su alma, observó a su interlocutor con su cuadrante, y luego habló así: "¿Usted cree, señor, que puesto que mide mil toesas de la cabeza a los pies, es usted un...? — ¡Mil toesas!, gritó el enano; ¡Santo Cielo!; ¿cómo puede saber mi altura?; ¡mil toesas! No se equivoca en una pulgada; ¿este átomo me ha medido!; es geómetra, conoce mi tamaño; y yo, que no lo veo sino a través de un microscopio, ¡no conozco el suyo! — Sí, lo he medido, dijo el físico, y mediré correctamente incluso a vuestro gigantesco compañero". La proposición fue aceptada; Su Excelencia se acostó cuan largo era, pues si se hubiera mantenido en pie, su cabeza hubiera quedado oculta por las nubes. Nuestros filósofos le plantaron un gran mástil en un sitio que el doctor Swift[25] nombraría, pero que yo no, dado mi gran respeto por las damas. Luego, mediante una serie de cálculos geométricos, concluyeron que lo que veían era, en efecto, un joven de ciento veinte mil pies. Entonces Micromegas pronunció estas palabras: "Veo más que nunca que no hay que juzgar nada por su tamaño aparente. ¡Oh, Dios, que has dado inteligencia a seres que parecían tan despreciables; lo infinitamente pequeño te cuesta tan poco como lo infinitamente grande; y, si es posible que haya seres más pequeños que éstos, es posible también que tengan un espíritu superior al de esos soberbios animales que he visto en el cielo, y cuyo pie cubriría íntegramente el planeta en el que he descendido".

 

Uno de los filósofos le contestó que podía creer sin vacilar que existían, en efecto., seres inteligentes mucho más pequeños que el hombre. Le contó, no todo lo que Virgilio ha dicho de legendario sobre las abejas[26] sino lo que ha descubierto Swammerdam[27] y lo que Réamur ha disecado[28]. Le informó, en fin, que hay animales que son para las abejas lo que las abejas son para el hombre, lo que el siriano mismo era para esos animales enormes de que hablaba y lo que estos grandes animales son para otros seres delante de los cuales no parecían sino átomos. Poco a poco, la conversación adquirió interés y Micromegas habló así.

 

Notas:

 

[24] El siriano, al fin de cuentas, utiliza los mismos procedimientos que los oradores terrestres; aquí empieza su discurso con un solemne apóstrofe. 

[25] Es  decir: que Swift no hubiera vacilado en identificar en sus   ''Viajes de Gulliver", de 1726.

[26] Referencia  a.l  canto  IV  de  las  "Geórgicas".

[27] Se  trata  de un  científico  que publicó  en  el  siglo XVII  sus observaciones sobre la vida de las abejas.

[28] Réamur   había   escrito   "Memorias   para   la,  Historia   de  los Insectos".

 

Micromegas

Voltaire

Comentado y anotado por Raúl Blengio Brito
Ediciones de la Casa del estudiante

Autorizado por la Flia. de Raúl Blengio Brito
Digitalizado por Carlos Echinope Arce - editor de Letras-Uruguay
 

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