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Conversación con los hombres
Voltaire

"Oh, átomos inteligentes[29] en los que el Ser eterno se ha complacido en manifestar su maestría y su poder; debéis sin duda gustar placeres puros en vuestro globo, pues teniendo tan poca materia y pareciendo sólo espíritu, debéis pasar vuestra vida amando y pensando, que es la verdadera vida de los espíritus. No he visto en ningún lado la verdadera felicidad; pero se encuentra aquí, sin duda". Ante este discurso, todos los filósofos sacudieron la cabeza; y uno de ellos, más franco que los demás, confesó de buena fe que, si se exceptúa un pequeño número de habitantes a los que los otros no tienen mayormente en cuenta, todo el resto es un conjunto de locos, de perversos y de desgraciados. "Tenemos más materia de la necesaria para hacer el mal, dijo, si el mal proviene de la materia; y demasiado espíritu, si viene del espíritu. Sepa usted, por ejemplo, que en este mismo momento hay cien mil de nuestra especie, cubiertos de sombreros, que matan a otros cien mil, cubiertos de turbantes, o que son masacrados por estos[30], y que, casi en toda la tierra, es esto lo que se estila desde tiempo inmemorial". El siriano tembló y preguntó cual podría ser el motivo de estas horribles querellas entre tan débiles animales. "El motivo, dijo el filósofo, es un trozo de tierra del tamaño de vuestro talón[31]. No es que alguno de estos millones que se hacen degollar pretenda nada de ella. Se trata de saber si pertenecerá a un hombre a quien llaman Sultán o a otro a quien llaman, no sé por qué, César. Ni el uno ni el otro han visto ni verán nunca la tierra por la que luchan; y casi ninguno de estos animales que se degüellan mutuamente, ha visto jamás al animal por el cual se hacen degollar". [32]

 

—¡Ah, desdichados!, gritó el siriano con indignación. ¿Puede concebirse esta absurda locura? Me dan ganas de dar tres pasos, y destruir de tres puntapiés este hormiguero de ridículos asesinos. — "No se tome usted el trabajo, le respondieron; ellos solos hacen lo necesario para su ruina. Sepa usted que al cabo de diez años no queda ni la centésima parte de estos miserables; y sepa además que aun cuando no hubieran sacado nunca la espada, el hambre, la fatiga o la intemperancia los hubieran llevado a casi todos. Por otro lado, no es a ellos a quienes hay que castigar, sino a esos bárbaros que desde el fondo de su gabinete de trabajo ordenan, mientras hacen la digestión, la masacre de un millón de hombres y en seguida dan gracias a Dios solemnemente”. El viajero se sintió emocionado de piedad por la pequeña raza humana, en la que descubría tan asombrosos contrastes. "Puesto que vosotros pertenecéis al pequeño número de los sabios, les dijo, y que aparentemente no matáis a nadie por dinero, decidme, por favor, en qué os ocupáis. — "Disecamos moscas, medimos líneas, agrupamos números; estamos de acuerdo sobre dos o tres puntos que entendemos, y discutimos sobre dos o tres mil que no entendemos". Resolvieron entonces el siriano y el saturniano interrogar a los átomos pensantes a fin de averiguar los puntos sobre los que estaban de acuerdo. "¿Qué distancia contáis, dijo, de la estrella de la Canícula a la estrella mayor de los Gemelos?". Respondieron todos a la vez: "Treinta y dos grados y medio. — ¿Qué distancia hay desde aquí hasta la luna? — Sesenta radios de la tierra en números redondos. — ¿Cuánto pesa vuestro aire?" Creyó haberlos atrapado con la pregunta, pero todos le dijeron que el aire pesa alrededor de novecientas veces menos que el mismo volumen del agua más liviana, y mil novecientas veces menos que el oro del ducado. El pequeño enano de Saturno, asombrado de sus respuestas, estuvo a punto de tomar por brujos a los mismos a los que había negado un alma un cuarto de hora antes.[33]

 

Finalmente, Micromegas dijo: "Puesto que tan bien conocéis lo que está fuera de vosotros, sin duda conoceréis mejor lo que está dentro. Decidme qué es vuestra alma, y cómo formáis vuestras ideas". Los filósofos, como en las ocasiones anteriores, hablaron todos a la vez; pero dieron diferentes respuestas. El más viejo citó a Aristóteles; otro, pronunció el nombre de Descartes; este el de Malebranche; otro el de Leibnitz; otro el de Locke. Un viejo peripatético dijo en voz alta con confianza: "El alma es una entelequia y una razón por la que tiene la posibilidad de ser lo que es. Esta es lo que declara expresamente Aristóteles, página 663 de la edición del Louvre". Y citó el pasaje[34]. "No entiendo bien el griego, dijo el gigante. Yo tampoco, replicó el gorgojo filósofo. — ¿Por qué entonces, pregunto el siriano, cita usted a un cierto Aristóteles en griego? — Es que, dijo el sabio, queda bien citar lo que no se entiende del todo en la lengua que se entiende menos".

 

El cartesiano tomó la palabra y dijo: "El alma es un espíritu puro que ha recibido en el vientre de su madre todas las ideas metafísicas[35], y que, saliendo de él, está obligado a ir a la escuela y aprender de nuevo lo que ya sabía y nunca más sabrá. — No vale la pena entonces, replicó él animal de ocho lenguas, que tu alma sea tan sabia en el vientre de tu madre para ser tan ignorante cuando tiene barba en el mentón. ¿Qué entiendes tú por espíritu? — ¿Qué pregunta es esa? dijo el pensador; no tengo la menor idea de qué cosa es; se dice que es lo que no es materia. — Pero, ¿sabes al menos lo que es la materia? — Perfectamente bien, respondió el hombre. Por ejemplo, esta piedra es gris, de una forma determinada, tiene tres dimensiones, es pesada y divisible. — Y bien, dijo el siriano, esta cosa que te parece divisible, pesada y gris ¿puedes decirme qué es? Tú ves ciertos atributos, pero la esencia de la cosa, ¿la conoces? — No, dijo el otro. — Tú no sabes, pues, lo que es la materia.

 

Entonces el señor Micromegas, dirigiendo la palabra a otro sabio que tenía sobre su pulgar, le preguntó qué era y qué papel cumplía su alma. "Ninguno, contestó el filósofo partidario de Malebranche; es Dios que hace todo por mí, veo todo en él y hago todo en él; es él que hace todo sin que yo tenga intervención. Sería lo mismo, pues, no ser. Y tú, mi amigo, dijo dirigiéndose a un leibnitziano, que estaba allí, ¿qué es tu alma? — Es, respondió el leibnitziano, una aguja de reloj que muestra las horas mientras mi cuerpo repica[36] o bien, si usted prefiere, es ella la que repica mientras mi cuerpo marca la hora; o bien mi alma es el espejo del universo y mi cuerpo el marco de ese espejo: esto está claro".

 

Un pequeño partidario de Locke[37] estaba al lado; y cuando le dieron la palabra: "No sé, dijo, cómo pienso, pero sé que jamás he pensado sino a través de mis sentidos. Creo que existen sustancias inmateriales e inteligentes; y que Dios puede comunicar el pensamiento a la materia. Respeto el poder eterno; no me corresponde limitarlo: no afirmo nada; me contento con creer que hay más cosas posibles de las que se piensa".

 

El animal de Sirio sonrío: no lo encontró el menos sabio; y el enano de Saturno habría abrazado al partidario de Locke de no haber sido por la extrema desproporción. Pero andaba por allí, desgraciadamente, un pequeño animalejo de bonete cuadrado[38] que interrumpió a los demás y dijo que conocía el secreto, que todo se encontraba en la "Summa" de Santo Tomás; miró de arriba a abajo a los dos animales celestes; y les sostuvo que sus personas, sus mundos, sus soles, sus estrellas, todo estaba hecho para el hombre. Ante este discurso, nuestros dos viajeros se dejaron caer uno sobre otro, estallando en esa risa inextinguible que, según Homero, es el patrimonio de los dioses[39]: sus hombros y sus vientres subían y bajaban, y en estas convulsiones el barco, que el siriano tenía sobre su uña, cayó en un bolsillo del pantalón del saturniano. Nuestros dos buenos viajeros lo buscaron largamente; por fin encontraron a la tripulación y la acomodaron con cuidado. El siriano tomó otra vez a los pequeños gorgojos y les habló con bondad, aunque con cierto enojo en el fondo de su corazón ante el orgullo infinitamente grande de los infinitamente pequeños. Les prometió escribirles un hermoso libro de filosofía en caracteres menudos para su uso[40], en el que encontrarían la esencia de las cosas. Efectivamente, les entrega el volumen antes de su partida; lo llevaron a París, a la Academia de Ciencias; pero, cuando el Secretario[41] lo hubo abierto, no vio otra cosa que un libro en blanco: ¡Ah, exclamó, ya me lo sospechaba!".  

 

Notas:

 

[29] Ver nota 24.

[30] Se trata de la guerra de 1736-1739 entre turcos por un lado y rusos y austriacos  por  otro.

[31] Crimea.

[32] El filósofo habla con la sabiduría de Micromegas y el sarcasmo de Voltaire.

[33] Demostración de que no debe juzgarse por las apariencias

[34] En la última edición se trascribe el texto en griego del pasaje de Aristóteles, de  que se trata.

[35] Voltaire reprocha a Descartes creer en la innatez de las ideas.

[36] En virtud de la armonía preestablecida, doctrina según la cual ''no hay acción directa de las sustancias creadas de una sobre la otra, sino solamente desarrollos paralelos que mantienen entre ellos, en todo momento, una relación regulada de antemano" (Lalande, ''Diccionario Filosófico").

[37] El pasaje denuncia las simpatías de Voltaire hacia la escuela inglesa, especialmente hacia Locke, representante del empirismo.

[38] Es decir, un doctor de la Sorbonne.

[39] Iliada, canto I, versos 599 y siguientes.

[40] El hombre no puede llegar a ver, y tal vez por eso es vanidoso.

[41] Es también Fontenelle; en el texto de 1752, en lugar de "Secretario" se dice "viejo Secretario". Y, en efecto, ya en 1737 Fontenelle tenia ochenta años. Renunció a su cargo de Secretarlo de la Academia en 1740.

 

Micromegas

Voltaire

Comentado y anotado por Raúl Blengio Brito
Ediciones de la Casa del estudiante

Autorizado por la Flia. de Raúl Blengio Brito
Digitalizado por Carlos Echinope Arce - editor de Letras-Uruguay
 

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