La dignidad de los humildes: Albert Camus y José Saramago

The Dignity of the Modest: Albert Camus and José Saramago

ensayo de Francisco Vivar

fvivar@memphis.edu

The University of Memphis

Albert Camus

José Saramago

RESUMEN: Este trabajo tiene como punto de partida dos coincidencias: Albert Camus y José Saramago proceden de una familia humilde y logran el Premio Nobel de Literatura. Pocos años después escriben El primer hombre y Las pequeñas memorias para que sepamos de dónde vienen y cómo se ha configurado su identidad. La impronta autobiográfica de los dos textos manifiesta su memoria subjetiva a través de las imágenes que han proporcionado un sentido completo a su existencia. Mi propósito es buscarlos en esas imágenes para conocerlos y para comprender la obra. Además, quiero mostrar que la selección de estas imágenes esenciales tiene la intención de representar la vida y el destino de los seres humildes a los que con la escritura elevan a la máxima dignidad. Por estos elementos comunes confronto a estos dos escritores en un estilo expositivo que les otorga la palabra de modo que se iluminen mutuamente.

Palabras clave: Albert Camus; José Saramago; El primer hombre; Las pequeñas memorias; raíces familiares; memoria subjetiva.

ABSTRACT: This work has as a point of departure in two coincidences: Albert Camus and José Saramago come from a modest family and both achieve the Nobel Prize in Literature. A few years later they write The First Man and Small Memories, so that we know where they are coming from and how their personalities have been shaped. An autobiographical mark in both texts shows their subjective memory through a few images that give a sense of their authors’ existence. My purpose is to look into these images in order to have a better understanding of their work. Additionally, I will show that the selection of these essential images has the intention of representing the life and destiny of modest people that through writing are elevated to greater dignity. I expose both writers with their common elements and try to follow an expository style allowing their words to illuminate each other.

Key words: Albert Camus; José Saramago; The First Man; Small Memories; family roots; subjective memory.

1. Introducción

Elias Canetti en la conferencia sobre Proust-Kafka-Joyce ofrecida en 1948 destaca tres puntos pertinentes para conocer a estos escritores: la creación de una memoria subjetiva, la manera de ver el mundo y la relación que mantienen con la familia. Antes de explicar las semejanzas y diferencias entre ellos, presenta los prolegómenos del análisis. El conferenciante afirma que la primera preocupación del individuo actual es el cuidado de la herencia. Una persona que abre los ojos se encuentra ya con un mundo lleno de objetos y tradiciones que tienen significado para un número de sujetos, ya que los ayudan a vivir. Mirar alrededor no es suficiente. El ser humano necesita experimentar lo que está ahí como parte de sí mismo para encontrar una pauta coherente en la vida. Por esta razón es importante abordar el pasado como un todo. El camino más adecuado para afrontar el pasado lo ofrece la memoria subjetiva del individuo. Para alcanzarla Canetti (2013, 591-592) recomienda que «aprendamos todo lo que esta memoria individual pueda darnos, dejemos primero que se llene, y luego explorémosla y agotémosla; creemos algo así como una ciencia de nuestra propia memoria y obtendremos un dominio intelectual del pasado». Para ello la familia proporciona el descubrimiento del mundo; en ella vamos averiguando el significado de los objetos y de las tradiciones, a la vez que experimentamos la identidad. Es allí donde se dirige nuestra memoria subjetiva para comenzar el relato de la vida.

Elias Canetti (2013, 593) descubre que una de las pocas cosas que Proust, Kafka y Joyce tienen en común es «la impronta autobiográfica de bu ena parte de su obra». De tal manera, las biografías escritas sobre ellos son prescindibles, no han añadido nada indispensable, ya que sobre sus vidas «no podrá decirse nada que ellos no hayan averiguado ya por sí mismos y de un modo mejor» (Canetti 2013, 594). La verdadera biografía está en los textos. Sin embargo, algo que los diferencia muy claramente son las relaciones que los tres escritores mantienen con su familia. Y en este trato se configura una visión del mundo nueva y original en cada uno de ellos. Proust se siente integrado y protegido, Joyce se había aislado voluntariamente y alejado de su familia y país, mientras que Kafka mantuvo una relación desdichada con su padre. El intento de Canetti (2013, 608) ha sido «caracterizar a nuestros tres escritores, mostrarlos en relación con sus familias», con el objetivo de no solo exponer cómo eran, sino también para «mostrar el camino para explicar su relación con su obra». En definitiva, la familia se convierte también en una fuerza referencial para acercarnos a la obra. Y es precisamente esta importancia de la familia en la creación de la memoria subjetiva que configura una visión del mundo lo que destaco cuando me acerco a la obra de Albert Camus y José Saramago[1].

Desde el principio de nuestra cultura, la familia se presenta como un modelo de ser en el mundo. Es el primer lugar donde descubrimos la realidad, con sus certezas y contradicciones. Es el origen primero que nos identifica, donde empezamos a ser lo que seremos. El amor que se desarrolla y crece en la familia incide en la vida social, constituye una parte esencial de nuestra manera de ser en el mundo, de cómo nos relacionamos con los demás y de cómo tenemos que vivir para que nuestra vida adquiera sentido. Por esta razón, cuando creamos nuestra memoria subjetiva lo más común es regresar a los primeros momentos de la infancia y de la adolescencia para encontrar una respuesta a lo que ahora somos. El viaje de regreso a donde nacimos expresa la necesidad de volver a nuestros orígenes. Y lo hacemos por dos razones que pueden estar íntimamente relacionadas. La memoria selecciona aquellos elementos del pasado que determinan lo que se es en el presente; como consecuencia nuestra relación con la infancia determina lo que ahora somos. Por otra parte, quien vuelve siente que su pasado va desapareciendo rápidamente, tan deprisa que en poco tiempo no quedará una señal de aquello que fue. No es nostalgia, sino memoria. Frente al paso del tiempo y a la transformación constante del mundo contemporáneo, el individuo realiza una mirada al interior de su memoria en toda la amplitud, después crea la memoria subjetiva, donde encuentra aquellos elementos de su vida que están ligados a la perdurabilidad[2].

Albert Camus ganó el Premio Nobel de Literatura en 1957. Murió el cuatro de enero de 1960 en un accidente de tráfico a la edad de cuarenta y seis años. En su cartera llevaba el manuscrito de Le Premier homme (El primer hombre), un texto que estaba terminando. En este libro se presenta un mundo pleno de iluminadora belleza, acompañado de la más desoladora pobreza. El primer hombre es una obra ambiciosa y biográfica, donde el héroe, Jacques, se parece como si fuera su hermano gemelo a Albert Camus. El mismo autor confió a un amigo: «Estoy escribiendo un libro sobre mi familia» (Todd 1997, 743). El personaje Jacques Cormery acude a la tumba de su padre. Es el padre que Albert Camus no conoció porque murió el 11 de octubre de 1914 de resultas de una herida en la Gran Guerra. Después el narrador se detiene en la madre. Es la madre de Camus, la segunda de nueve hijos de una familia de origen español menorquina. Es parcialmente sorda, no sabe ni leer ni escribir, también es silenciosa y su vocabulario se reduce a cuatrocientas palabras. Contempla el mundo desde el balcón de su casa. Es la mujer de la limpieza en casas particulares de comerciantes. Comparte la casa con la madre, dos hermanos y los dos hijos. No viven en la miseria, pero sí en la pobreza. Esta última obra camusiana es un retorno a los orígenes, donde destaca por encima de todos la figura de la madre, a quien nuestro autor quiso con un amor absoluto, y, en segundo lugar, la persona del maestro que cambió la vida de un estudiante nacido en una familia paupérrima. El pasado ilumina el presente, a la vez que la edad madura del personaje se refleja en la infancia y en la adolescencia.

A José Saramago le otorgaron el Premio Nobel de Literatura en 1998. Una de sus últimas obras fue As Pequenas Memorias (Las pequeñas memorias), que publicó en 2006. Como indica el título son memorias pequeñas, donde no se incluyen relatos innecesarios. Lo importante es que permanezca lo esencial. El escritor portugués presenta aquellos elementos primordiales que determinaron el curso de su vida para que los lectores sepan de dónde salió el hombre que es Saramago. Él no tiene dudas de quién es ahora y para explicárselo al lector retorna a la infancia en busca de las huellas más tempranas. El escritor centra estas memorias sencillas entre los dos y los quince años. Estos son los años decisivos en la formación de su personalidad. Algunas formas significativas de su manera de ser son las de aquel niño y adolescente. José Saramago nació en la pequeña aldea de Azinhaga. A los dos años fue llevado a Lisboa, pero no dejó de estar en contacto con su familia rural, con sus abuelos, tíos y primos, que configuran el mundo en el que se desarrollaron Las pequeñas memorias. Y en este retorno a los orígenes que realiza Saramago destacan los abuelos maternos, que se convierten en una fuerza referencial en el imaginario del escritor. El amor a sus abuelos, el descubrimiento de la vida campesina, la atención a los pequeños detalles de la vida, la admiración de la sencillez y de la humildad de la gente común son algunos de los rasgos que aprendió en su infancia y seguirán siendo parte de la personalidad del escritor durante toda su vida.

En esta breve descripción de las vidas de Albert Camus y de José Sara-mago podemos apreciar dos coincidencias fundamentales que han sido el punto de partida de este trabajo: los dos proceden de una familia humilde y los dos son reconocidos con el Premio Nobel. Cuando leemos el discurso de aceptación del Nobel los dos escritores parecen hacerse la misma pregunta: ¿qué ha hecho posible que el hijo de una madre pobre y analfabeta y el nieto de unos abuelos campesinos y analfabetos sean premiados por haber realizado una obra literaria sobresaliente? ¿Quiénes nos ayudaron para sobreponernos a nuestra condición? Los dos están sorprendidos de la trayectoria de su vida: desde unos orígenes pobres y humildes han construido una obra que merece el premio más alto. Pocos años después del Nobel escriben El primer hombre, una novela autobiográfica sobre la familia, y Las pequeñas memorias, unas memorias pequeñas sobre la familia. Los dos escriben con orgullosa humildad para que sepamos de dónde vienen y cómo se ha configurado su manera de ser en el mundo. El recuerdo del pasado ilumina el presente. La infancia y la adolescencia mejoran la imagen de la edad adulta. La manera en la que se relacionan con el mundo está unida a la imagen de su familia. Por estos elementos comunes voy a confrontar a estos dos escritores en un estilo expositivo que les otorga la palabra de modo que se iluminen mutuamente. Los dos escritores quieren evocar el pasado familiar, recordar cómo fue la infancia y la adolescencia, qué personas fueron importantes en su educación. Además, los dos lo hacen con la intención de crear un mundo: la existencia común de las personas humildes[3].

El escritor francés afirmaba en El revés y el derecho «que la obra de un hombre no es sino ese largo caminar para recuperar, pasando por los desvíos del arte, las dos o tres imágenes sencillas y grandiosas a las que se les abrió el corazón una primera vez» (Camus 2010, 26). Es decir, como la memoria es finita, solamente a través de la escritura o de la obra de arte se pueden unir sentimientos, pasado y lenguaje. Por lo tanto, el desorden y la multiplicidad de la vida humana se comprenden mejor en unas pocas imágenes, que están en nosotros desde la infancia y permanecen en el tiempo, siendo más fuertes que nuestro pensamiento. Por su parte, José Saramago asegura que somos la memoria que tenemos y, aunque habitemos en un espacio, sentimentalmente siempre habitamos una memoria. Por eso debemos tener la responsabilidad de no olvidar y usar bien la memoria: «Para esto sirve la memoria, para conservar vivos a los que lo han merecido, el recuerdo de un hombre bueno» (Saramago 1998b, 304)[4].

Albert Camus y José Saramago configuran su memoria subjetiva a través de unas pocas imágenes que han proporcionado un sentido completo a su existencia. Como analizo a continuación, el lugar de origen y la casa, la madre trabajadora y los abuelos campesinos, el verdadero maestro o algunos hechos ordinarios son imágenes que sintetizan la vida de Camus y Saramago, pero también la historia de las personas humildes. Son imágenes esenciales que han permanecido en la memoria de los dos escritores que, elevadas a lo extraordinario, representan la vida y el destino de los seres humildes a los que la escritura eleva a la máxima dignidad.

2. Raíces

José Saramago empieza Las pequeñas memorias con una descripción geográfica e histórica de la aldea de Azinhaga, donde nació y vivió durante los dos primeros años hasta que sus padres empujados por la necesidad emigraron a Lisboa[5]. El escritor siente que ese niño, a pesar de tan corta edad, se convierte ya en un ser unido a esa tierra; ya que «la frágil simiente que entonces yo era había tenido tiempo de pisar el barro del suelo con sus minúsculos e inseguros pies, para recibir de éste, indeleblemente la marca original de la tierra» (Saramago 2006, 12). Los pies tocan el hábito de la tierra, la que siempre permanece, la misma que los abuelos labran y siembran siguiendo el movimiento de los astros. El escritor se sentirá unido a la tierra pisada de niño que le acompañará durante la vida. Y es que, aunque el niño José viva en Lisboa, regresa a esa aldea familiar con frecuencia, «durante toda la infancia y también en los primeros años de la adolescencia» (Saramago 2006, 13), porque allí viven los abuelos, los tíos, los primos, los amigos, las primeras personas que conoció. Por esta razón el escritor considera que esa humilde aldea «fue la cuna donde se completó mi gestación, la bolsa donde el pequeño marsupial se acogió para hacer de su persona en lo bueno y tal vez en lo malo, lo que sólo por ella misma, callada, secreta, solitaria, podría ser hecho» (Saramago 2006, 13). Lo que fue de niño es fundamental para configurar la personalidad del adulto. Sus raíces están apegadas a la tierra de una aldea y a la forma de vida campesina. El marsupial creció, vivió la infancia en plenitud, se convirtió en el hombre adulto y, después, en el famoso escritor que es hoy[6].

En Azinhaga permanece el recuerdo inalterable de la casa, «humilde como la que más», donde vivieron sus abuelos después de casados y nunca abandonaron, «allí vivieron siempre». Era una casa de tierra, «la construcción era de lo más tosco», tenía un solo piso, levantado un metro del suelo por temor a las crecidas del río. Había dos compartimentos, la habitación con dos camas que daba a la calle y la cocina, «una y otra de teja vana por arriba y suelo de tierra por abajo» (Saramago 2006, 108). De vez en cuando, cada dos o tres meses, su abuela cubría de barro la habitación. Este pequeño detalle acompañará siempre al escritor: «Todavía tengo en la nariz el olor de aquel barro mojado y en los ojos el color rojo del suelo que se iría apagando poco a poco, a medida que el agua se fuera evaporando» (Saramago 2006, 108). El olor y el color de la tierra permanecen en los ojos y en la nariz del escritor. La humilde casa acompaña la memoria de Saramago porque es parte fundamental de su identidad y conforma el desarrollo de su personalidad. Él mismo afirma: «La pobrísima morada de mis abuelos maternos, Josefa y Jerónimo se llamaban, ese mágico capullo donde sé que se generaron las metamorfosis decisivas del niño y del adolescente» (Saramago 2006, 20). La casa natal es el espacio de la existencia concreta, un lugar central de la vida, donde el niño crece con valentía o, algunas veces, se esconde con miedo, ahí se desarrolla la vida para bien o para mal. Aunque Saramago haya vivido en Lisboa o tenga su residencia en Lanzarote, el recuerdo de la casa de la infancia retorna como si fuera parte de su personalidad[7].

El regreso a la casa posibilita tener una idea más clara de uno mismo. Las paredes de la casa configuran también la persona que somos. La casa permanece en nosotros y nosotros estamos en ella. Gaston Bachelard señala que en una investigación sobre las imágenes de la intimidad la casa ocupa un lugar privilegiado. El suelo, las paredes, los muebles se constituyen en morada para un pasado inolvidable o para la memoria subjetiva. Y es una imagen inalterable «porque la casa es nuestro rincón del mundo. Es -se ha dicho con frecuencia- nuestro primer universo. Es realmente un cosmos en toda la acepción del término. Vista íntimamente, la vivienda más humilde ¿no es la más bella?» (Bachelard 1983, 34). La casa de la infancia está inscrita en nosotros, profundamente enraizada en la memoria acudimos a su imagen para habitar el pasado de la infancia inmóvil[8].

En El primer hombre Jacques Cormery, el personaje central de la novela, reside en París, pero sale de esta ciudad para retornar al lugar de sus orígenes. El protagonista cuando deja París para ir a África siente «una suerte de angustia feliz ante la idea de volver a Argel y la casita pobre de los suburbios» (Camus 2003b, 44). Y en este retorno, desde la gran ciudad hasta el miserable barrio periférico de Argel, el personaje experimenta el sentimiento de «volver a la infancia, de la que nunca se había curado, a ese secreto de luz, de cálida pobreza que había ayudado a vivir y a vencerlo todo» (Camus 2003b, 44). La luz de la infancia nunca le ha abandonado, ha sido una permanente compañía. La infancia también proporciona al personaje la posibilidad de conocer la presente identidad. La niñez le ha acompañado durante su vida y le ha proporcionado una forma de ver y conocer el mundo, la obligación de amarlo, la necesidad de hacerle frente para vencer las adversidades. En los primeros años encuentra su primera imagen. De esta manera el viaje de París a Argel es una vuelta a la infancia que realiza el personaje para explicar el camino recorrido desde las raíces hasta el presente. La crisálida se convirtió en mariposa, gracias a una infancia vivida en plenitud que le permitió crecer hasta llegar a ser la persona y el escritor que es en el presente[9].

Jacques vivía en una «casa miserable» compuesta de tres habitaciones. La abuela tenía un cuarto para ella sola, mientras que «en la otra había dos camas la de su madre y la que compartían él y su hermano» (Camus 2003b, 43). La tercera habitación estaba «casi desnuda, encalada», tenía una mesa en el centro, un aparador, un pequeño escritorio, cinco sillas y en el suelo «un colchoncito cubierto con una manta» en el que dormía su tío. Y en esta casita pobre crecieron el niño y el adolescente. Ha pasado el tiempo y el adulto siente que cada vez que regresa se le encoge el corazón al ver las primeras casas de los suburbios «exhibiendo sus ganglios de miseria y fealdad» (Camus 2003b, 44). Sin embargo, en ese barrio el niño se divirtió con los amigos con juegos sencillos y conversaciones inocentes durante el día.

Ahora bien, cuando pasaban las horas las calles se transformaban porque «empezaban a llenarse de sombras», entonces «el niño, presa de súbita angustia, corría a la casa miserable para encontrar a los suyos» (Camus 2003b, 119). La casa constituye el espacio de la familia, el lugar en donde se descubre el mundo, donde se encuentran la seguridad y el orden, la ternura y el amor. Jacques se encuentra a sí mismo en la confrontación entre el día y la noche, entre la luz y la sombra, entre la alegría y la angustia va desarrollando la propia personalidad que le servirá para insertarse en el engranaje de la sociedad. Vive con plenitud durante la luz del día en esas calles, las mismas que atraviesa con angustia en la oscuridad de la noche para llegar a la casa. Miserias, dificultades, miedos, imposibilidades y; sin embargo, la dignidad, la alegría y la pasión de vivir. Con la seguridad y el amor que le proporciona su familia el niño poco a poco va a descubrir la propia verdad e identidad, aquello que le da fuerzas para afrontar las dificultades que la vida le pone enfrente[10].

3. Pobreza

En el prefacio de El revés y el derecho, una colección de textos escritos entre 1935 y 1936 cuando Albert Camus tenía veintidós años, aunque fue publicado en 1959, manifiesta el escritor la importancia que tienen para comprender la verdad de su vida y la necesidad de su obra. El escritor afirma en el Prefacio: «En cuanto a mí, sé que mi manantial está en El revés y el derecho, en ese mundo de pobreza y de luz en que viví tanto tiempo y cuyo recuerdo me ampara aún de los dos peligros contrarios que amenazan a todo artista, el resentimiento y el contento» (Camus 2010, 12-13). La pobreza y la luz de Argel son la fuente que alimenta la vida de Camus. Y la escasez, que normalmente concebimos como un peso insoportable que deforma al individuo, no fue sentida por él como una desdicha porque la pobreza venía acompañada de la luz. Así lo explica Camus: «La pobreza nunca me pareció una desgracia: la luz derramaba sobre ella sus riquezas, iluminó incluso mis rebeldías. Fueron casi siempre, creo poder decirlo sin hacer trampa, rebeldías por y para todos y para que la vida de todos creciera en la luz» (Camus 2010, 13). La claridad del cielo infunde en quien mira un intenso deseo de vivir. En estas circunstancias creció Albert Camus, acompañado de la miseria y de la luz, que se convirtieron en maestros de vida: «La miseria me impidió creer que todo es bueno bajo el sol y en la historia; el sol me enseñó que la historia no lo es todo» (Camus 2010, 13). Amar al mundo y cambiar la vida será su responsabilidad como escritor[11].

Si nos movemos a El primer hombre nos encontramos con una imagen que ilumina el significado de las palabras enunciadas en El revés y el derecho. El niño Jacques y su grupo de amigos, todos tan pobres que no tienen dinero ni para comprar un humilde cucurucho de patatas fritas, se sienten plenos de riquezas y como si fueran reyes cuando se encuentran en las orillas del mar. Con las siguientes palabras describe el sentimiento vivido por estos niños en la playa: «La gloria de la luz llenaba esos cuerpos jóvenes de una alegría que los hacía gritar sin interrupción. Reinaban sobre la vida y sobre el mar, y lo más fastuoso que puede dar el mundo lo recibían y gastaban sin medida, como señores seguros de sus riquezas irremplazables» (Camus 2003b, 53). El escritor presta atención a los pequeños momentos que pueden pasar desapercibidos para convertirlos en la imagen de una especial vivencia de luz y alegría. Presenta la adecuación del joven con el lugar y las personas que lo rodean para descubrirnos la aspiración a la plenitud. El sol y la luz le ofrecen fuerzas infinitas y tenacidad para que la pobreza no se convierta en un obstáculo. Los niños disfrutan de un momento simple para elevarlo a lo extraordinario. Se apropian de la cotidianeidad y de la sencillez de la vida hasta convertirse en señores. Se relacionan con lo que les rodea sin dispersión, en una completa proximidad con el espacio y con los seres humanos[12].

En el discurso de entrega del Premio Nobel José Saramago recuerda a sus abuelos, Jerónimo y Josefa. Los abuelos son campesinos de vida simple y afincada en la comunidad del terruño. Cuenta que su abuelo se levantaba a las cuatro de la madrugada para sacar al campo a media docena de cerdas, cuya fertilidad servía para proveer el sustento a él y a su mujer. La vida familiar se desarrollaba en la escasez, ya que no era mucho el provecho sacado de la cría de cerdos. Y, a continuación, el laureado escritor se detiene en una especial vivencia que es una imagen de la pobreza y de la necesidad. Dice así: «En el invierno cuando el frío de la noche apretaba hasta el punto de que el agua de los cántaros se helaba dentro de la casa, recogían de las pocilgas a los lechones más débiles y se los llevaban a su cama». En Las pequeñas memorias regresa a este recuerdo para contarlo con delicada ternura. Estas son las palabras:

Todas las noches, mi abuelo y mi abuela iban a las pocilgas a buscar los tres o cuatro lechones más débiles, les limpiaban las patas y los acostaban en su propia cama. Ahí dormirían juntos, las mismas mantas y las mismas sábanas que cubrían a los humanos cubrirían también a los animales, mi abuela a un lado de la cama, mi abuelo en el otro y entre ellos, tres o cuatro cochinillos que ciertamente creerían que estaban en el reino de los cielos... (Saramago 2006, 157)

Nótese que la descripción termina con puntos suspensivos. No es necesario añadir más palabras para descubrir la humildad y dignidad de la vida sencilla: viven en armonía con su entorno. El escritor siente asombro ante el comportamiento sencillo. Es una admiración que se produce al descubrir lo originario, los principios básicos, los hechos elementales que nos sitúan en el mundo. Se detiene en una imagen originaria vinculada a la proximidad, al mismo tiempo que apreciamos una actitud sublime en los abuelos ante esa imagen llana y sencilla. Por supuesto, Saramago explica en el discurso del Nobel: sus abuelos procedían de esta manera con los animales, no por sentimentalismo o por tener un alma compasiva, sino para «proteger su pan de cada día, con la naturalidad de quien, para mantener la vida, no aprendió mucho más de lo que es indispensable». Del comportamiento práctico con el mundo surge el conocimiento. El gesto de los abuelos con los cochinillos manifiesta una indiscutible dignidad de la vida humilde, su manera de encarar los actos cotidianos y necesarios a través del trabajo muestra un esfuerzo sublime. Es un gesto que viene de muy lejos y ha existido siempre; pero que es necesario recordar[13].

4. Educación

Saramago y Camus procedían de familias humildes. No tienen ninguna duda de que han llegado muy lejos, de que sus logros son difíciles de explicar teniendo en cuenta sus orígenes. Se ven obligados a mirar atrás y a reconstruir la vida en el espejo de sus familias, pero también tienen que prestar atención a aquel maestro de escuela que cambió todo para ellos[14]. Un verdadero maestro puede cambiar la vida de los estudiantes.

El escritor portugués dedica unas páginas de sus pequeñas memorias al recuerdo de sus días de escuela. Después de terminar el primer grado, lo llevaron a la escuela del Largo do Leao, de donde todavía recuerda el apellido del director, Vairinho, porque se convierte en un maestro muy especial para él. De esta escuela señala: «Y fue aquí, ahora que lo pienso, donde comenzó la historia de mi vida» (Saramago 2006, 121). Posiblemente en la escuela, y gracias a un dedicado maestro, el niño descubrió su pasión por la literatura o quizás por la historia o las matemáticas. Él nos dice que aquí comenzó su vida, que José Saramago no habría sido el escritor que leemos y apreciamos sin la ayuda del humilde maestro. En las aulas de esta escuela, donde los alumnos se sentaban en pupitres dobles, el escritor recuerda con humor que un día, debido a su destreza en el ejercicio de la ortografía, le tocó sentarse «en el lugar del primero de la clase» (Saramago 2006, 122). Cuando está en tercer grado el profesor Vairinho llamó a su padre para decirle «que yo era aplicado, buen estudiante, y por tanto muy capaz de hacer el tercer y cuarto grado en un solo año» (Saramago 2006, 122). Además, para que avanzara con rapidez, el maestro Vairinho le daría clases particulares gratis porque «el profesor trabajaba por la buena causa» (Sara-mago 2006, 124). El escritor reconoce el corazón de este maestro que tiene esperanza en desarrollar las potencialidades que encierran sus estudiantes. Es el ejemplo de una dedicación plena al servicio de los estudiantes con el objetivo de que busquen el conocimiento que les ayude en el camino de la vida. Es en esa escuela donde el niño sintió la experiencia de la aventura del conocimiento y del libre cultivo de su curiositas. Por supuesto, el interés del maestro y la aplicación del alumno tuvieron buenos resultados: «Para orgullo de la familia, tanto la de la ciudad como la de la aldea, salí aprobado con distinción en el examen del cuarto grado» (Saramago 2006, 127). Después el adolescente entró en el liceo Gil Vicente donde, desde el primer año, fue «un buen estudiante en todas las disciplinas» y hasta llegó a tener tan alta reputación que alumnos mayores preguntaban «quién era el tal Saramago». Por supuesto, el padre estaba orgullosísimo del hijo y en el bolsillo llevaba un papelito para enseñárselo a los amigos bajo el título «Notas de mi campeón» (Saramago 2006, 128)[15].

Camus dedica un capítulo de El primer hombre a la escuela. Y lo hace porque fueron la escuela y un maestro los que cambiaron el destino del niño. El maestro ocupa un lugar especial en la vida de Camus y en el desarrollo vital del personaje Jacques. En las primeras líneas del capítulo nos encontramos con esta importante observación: «Pues el señor Bernard, su maestro de la última clase de primaria, había puesto todo su peso de hombre, en un momento dado, para modificar el destino de ese niño que dependía de él, y en efecto lo había modificado» (Camus 2003b, 120). De este maestro el estudiante aprendió las lecciones más importantes para continuar la pasión por el conocimiento. Cuando el señor Bernard estaba en clase «era siempre interesante por la sencilla razón de que él amaba apasionadamente su trabajo» (Camus 2003b, 126). Y ese amor se lo comunica a los estudiantes porque con su enseñanza el maestro «alimentaba en ellos un hambre más esencial todavía para el niño que para el hombre, que es el hambre de descubrir» (Camus 2003b, 128). En el último año de la escuela primaria el señor Bernard elige a los estudiantes más inteligentes para presentarlos a la beca de los liceos, avisándoles que «el liceo abre todas las puertas» (Camus 2003b, 128). Después de clase, y durante un mes, el maestro se quedará dos horas más trabajando con cuatro estudiantes de familias pobres para prepararlos para el examen. Y así llega el esperado día en que el bedel lee los nombres de los aprobados, entre ellos está Jacques. El maestro acompaña al muchacho a la casa donde, «en el pobre comedor», esperan con impaciencia la abuela y la madre para conocer el resultado. Dan las gracias al señor Bernard que sale de la casa y deja al joven solo con su familia. Desde la ventana el muchacho saluda por última vez a su maestro sintiendo

que lo dejaba solo, y en lugar de la alegría del éxito, una inmensa pena de niño le estremeció el corazón, como si supiera de antemano que con ese éxito acababa de ser arrancado el mundo inocente y cálido de los pobres, [...], para ser arrojado a un mundo desconocido que no era el suyo, donde no podía creer que los maestros fueran más sabios que aquel cuyo corazón lo sabía todo, y en adelante tendrá que aprender, comprender sin ayuda, convertirse en hombre sin el auxilio del único hombre que lo había ayudado, crecer y educarse solo, al precio más alto. (Camus 2003b, 152)

En el señor Bernard se encierran las características esenciales de todo buen maestro: la pasión, la entrega, la amabilidad y el trabajo. Él va a sacar a Jacques de su mundo para conducirle a donde no habría llegado nunca sin su ayuda. El maestro inculca en el joven el deseo de crecer buscando el conocimiento, aviva la ilusión de que es posible ir más lejos. Ha trabajado para que el niño pobre pueda tener acceso a una educación elevada que le separará de su familia. El joven puede sobrepasar las limitaciones familiares y sociales.

Efectivamente, Louis Germain cambió la vida del joven estudiante nacido en el seno de una familia pobrísima. Cuando Albert Camus recibe la noticia de la concesión del Premio Nobel, inmediatamente siente la necesidad de dar las gracias a su madre con un cariñoso telegrama y, cómo no, a su maestro de Argel que había hecho posible la formación escolar. Está agradecido al hombre que le preparó gratuitamente para optar a una beca en el liceo. A él se dirige el escritor treinta y tres años más tarde para agradecerle la oportunidad que le dio para lograr ser Premio Nobel de Literatura: «Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que era yo, sin su enseñanza y su ejemplo, no hubiese sucedido nada de todo esto» (Camus 2003b, 295). Se siente humilde al recibir tan importante premio, pero satisfecho por la oportunidad que le ofrece la ocasión «de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y de corroborarle que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso en ello continúan siempre vivos en uno de sus pequeños escolares, que, pese a los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido» (Camus 2003b, 295). Poco después el escritor dedica a su maestro, «Al señor Louis Germain», el discurso de aceptación en la ceremonia de Estocolmo. El 30 de abril de 1959 el maestro emocionado y agradecido escribe al amigo escritor para recordar aquella pasada relación con su pequeño Albert: «Creo conocer bien al simpático hombrecito que eras y el niño, muy a menudo, contiene en germen al hombre que llegará a ser. El placer de estar en clase, resplandecía en toda tu persona. Tu cara expresaba optimismo» (Camus 2003b, 296). Es muy importante y significativo que este intercambio epistolar se haya publicado como apéndice de la novela autobiográfica para ilustrar cómo ese maestro apasionado contribuyó a la formación de El primer hombre y para certificar que en aquel niño estaba el germen del hombre.

5. Familia

Camus, como Jacques Cormery, nunca conocerá a su padre. Sabrá que emigró a Argelia, que se casó y tuvo dos hijos, que murió muy joven en el frente durante la Gran Guerra. En el imaginario de Jacques, y de Albert, el padre es una ausencia que él solo ha tenido que llenar: «[el joven que] llegó a los dieciséis años, después a los veinte y nadie le habló y hubo de aprender solo, crecer solo, en fuerza, en potencia, encontrar solo su moral y su verdad, nacer por fin como hombre» (Camus 2003b, 167). Por otro lado, la familia materna de Camus procedía de Menorca. Su abuela, Catalina Cardona, salió de la isla en 1874 camino de Argelia, echada de su tierra por la pobreza y atraída por la aventura que otros menorquines habían seguido entre 1830 y 1850. En Argelia la abuela se casó con otro miembro de una familia menorquina y ya nunca regresaría.

Cuando Jacques regresa a la casa de Argel corre con impaciencia para estrechar entre los brazos a su madre. Esa mujer tan querida por el hijo tiene ya setenta y dos años, aunque aparenta diez años menos debido a la delgadez y al vigor visible. Al correr hacia ella para abrazarla el hijo de cuarenta años siente que ante ella todo parecía «como si nada pudiese contra su suave tenacidad, decenas de años de un trabajo agotador habían respetado en ella a la joven que el niño Cormery no tenía ojos suficientes para admirar» (Camus 2003b, 56-57). Es la primigenia imagen de unión, esa mirada que une a niño y madre, al adulto y a la madre, siempre permanece porque ofrece un sentido completo de la existencia. Al niño nunca le había faltado ni ropa, ni comida, ni el amor de su madre. Ella siempre estaba para los hijos, trabajando duramente todos los días solo por amor y entrega. Este sacrificio confiere dignidad a la conducta materna, reviste de grandeza y de reconocimiento las tareas más insignificantes[16]. Camus siente que su madre ha dado la vida por los demás, pero sin considerarlo un sacrificio. Aprecia que su madre no concebía otro modo de vida más que entregarse a la familia con amor. Por eso, en el momento en que Jacques la abraza, de nuevo se siente unido a las raíces, al conocido y apreciado tiempo de la infancia cuando la madre le sentaba en sus rodillas y él se hacía el dormido para tener la nariz debajo de la nuez, porque ahí, «en ese pequeño hueco, que tenía para él el olor, harto raro en su vida de niño, de la ternura» (Ca-mus 2003b, 57). El amor absoluto del hijo provoca la admiración hacia esta humilde madre que ha pasado la vida trabajando con tenacidad para sacar la familia adelante, que ha superado todos los obstáculos de la pobreza siempre mostrando ternura hacia los hijos[17].

El narrador destaca la humildad de la madre de Jacques, que limpiaba la casa de otros, lavaba y planchaba la ropa de los demás, siempre manteniendo la dignidad. Era una mujer «aislada en su semisordera», que no sabía leer, que tenía dificultad con el lenguaje, con un vocabulario limitado, que cada día llegaba a casa fatigada por el duro trabajo. En definitiva, esa madre había llevado «una vida ignorante, obstinada, resignada a todos los sufrimientos, tanto los suyos como los ajenos. Nunca la había oído quejarse, salvo para decir que estaba cansada o que le dolían los riñones después de haber lavado mucha ropa» (Camus 2003b, 59). Es una vida sencilla y humilde basada en la armonía entre la existencia individual y social que se concreta en el amor a los hijos. Este amor es más grande que ningún otro y permite afrontar con seguridad las miserias y los dolores, autoriza a tener en alta estima la existencia para nunca dejarse vencer por los peligros de la pobreza. La madre afirma la vida desde el duro trabajo. Ante la humildad y el esfuerzo callado de la madre, el hijo siente admiración. A pesar de ese amor absoluto hacia su madre, el narrador presenta un momento particular en que el joven sintió vergüenza de su familia. Jacques recuerda ese momento preciso. El estudiante tiene que explicar el trabajo de la madre en el liceo, donde la mayoría de los estudiantes eran hijos «de notables ricos». Jacques escribe que el trabajo de su madre es «ama de casa»; sin embargo, un amigo lo corrige para decirle que es más correcta la palabra «criada». En el instante en que escribe esta palabra el joven «se detuvo y de golpe conoció la vergüenza y la vergüenza de haber sentido vergüenza» (Camus 2003b, 175). A pesar de este sentimiento momentáneo, el joven Jacques está seguro de sí mismo, sabe muy bien que no deseaba cambiar de estado ni de familia: «Y su madre tal como era seguía siendo lo que más amaba en el mundo, aunque la amara desesperadamente. Por lo demás, ¿cómo hacer entender que un niño pobre pueda a veces sentir vergüenza sin tener nunca nada que envidiar?» (Camus 2003b, 176)[18].

El amor que siente Jacques hacia la madre se manifiesta en semejante medida en el amor que tiene a su tío y a la gente común y corriente. Al hermano de la madre le gustaba ir de caza con los amigos. El tío se llevaba al niño para que lo acompañara. Esos fines de semana permanecerán en la memoria del adulto porque fueron lecciones de vida: «Jacques aprendió esos domingos que la compañía de los hombres era buena y que podía ser un alimento para el corazón» (Camus 2003b, 97). Cuando terminaba la caza de conejos y perdices los amigos se sentaban para comer entre conversaciones y risas. En estos domingos, llenos de esfuerzo por las caminatas bajo el intenso sol, plenos de sensaciones bajo los olores del campo, Jacques «se sentía el niño más rico del mundo» (Camus 2003b, 100). El recuerdo de estos momentos manifiesta el optimismo ontológico de Albert Camus, encaminado siempre a descubrir lo mejor de la situación, a encontrar la alegría en los hechos sencillos, de buscar la proximidad con lo vivido[19]. Las lecciones más profundas se encuentran en los gestos más cotidianos, en los actos más comunes, en la conversación durante una comida compartida[20].

En la página que abre el último capítulo de El primer hombre el narrador recapitula sobre la vida de Jacques, del niño que fue y del adulto que es ahora. El resumen de su vida se conforma con las siguientes palabras: «Oh, sí, era así, la vida de aquel niño había sido así, la vida había sido así en la isla pobre del barrio, unida por la pura necesidad, en medio de una familia inválida e ignorante, con su sangre joven y fragorosa, un apetito de vida devorador» (Camus 2003b, 234). El aprendizaje de la pobreza y de la necesidad desembocan en el optimismo ontológico de Camus: desde la pobreza llega el deseo de vivir con intensidad. El joven preparado por la «desnudez de su infancia» puede encontrar su lugar en todas las partes porque «no deseaba ningún lugar, sino solo la alegría, los seres libres, la fuerza y todo lo que de bueno, de misterioso tiene la vida, y que no se compra ni se comprará jamás» (Camus 2003b, 234)[21].

Saramago comienza el discurso de entrega del Nobel con el recuerdo de sus abuelos maternos. Presenta ante los oyentes a quienes fueron «mis maestros de vida» para que puedan comprender mejor al escritor que es.

Y el escritor no tiene dudas de quiénes fueron sus primeros maestros: «Se llamaban Jerónimo Melrinho y Josefa Caixinha esos abuelos, y eran analfabetos uno y otro» (Saramago 1998). En Las memorias pequeñas, como en el discurso del Nobel, los abuelos son la fuerza referencial más importante en el imaginario del escritor. El escritor cuenta como aquel niño, y después el adolescente, ayudaba a su abuelo Jerónimo en las tareas de un campesino: hacía de pastor, cavaba la tierra, cortaba leña, sacaba agua del pozo. Es la vida campesina de la que había salido él mismo. En la compañía del abuelo se configuraron las raíces campesinas: la sencillez del origen[22].

El joven José regresaba a la casa de los abuelos un día de lluvia y viento, después de una feria de ganado donde había ido con el tío para vender unos cerdos. De ese tiempo pasado se configura una imagen, la de un hombre viejo con un cayado al hombro y un gabán embarrado: «El hombre que así se aproxima [...] es mi abuelo» (Saramago 2006, 155). Y en el recuerdo de esa imagen sintetiza el escritor la historia de una vida común a la de otros hombres humildes o, en concreto, la vida de todos los campesinos. Lo hace con estas sentidas palabras:

Arrastra consigo setenta años de vida difícil, de privaciones, de ignorancias. Y no obstante es un hombre sabio, callado, que solo abre la boca para decir lo indispensable [...]. Es un hombre como tantos otros en esta tierra, en este mundo, tal vez un Einstein aplastado bajo una montaña de imposibles, un filósofo, un gran escritor analfabeto. Algo que no podrá ser nunca. (Saramago 2006, 155)

Y de este hombre humilde recuerda con emocionado cariño los días que dormía junto a él debajo de una higuera, los relatos que le contaba de su vida pasada, la descripción de las estrellas o las historias y leyendas de la infancia lejana. De todos esos recuerdos permanece uno inalterable: «Pero la imagen que no me abandona en esta hora de melancolía es la del viejo que avanza bajo la lluvia, obstinado, silencioso, como quien cumple un destino que no podrá modificar» (Saramago 2006, 155). En el abuelo Jerónimo queda representado el destino de los humildes que no cambia, la imagen de la vida esforzada de tantos hombres[23]. Y aquí, por supuesto, es oportuno evocar la imagen de Sísifo, repitiendo su gesto una y otra vez, tan semejante a la del abuelo de Saramago. Camus (2003b, 157) detiene el momento del constante esfuerzo del «proletario de los dioses» con estas palabras:

En el caso de éste, vemos solamente todo el esfuerzo de un cuerpo tenso para levantar la enorme piedra, empujarla y ayudarla a subir por una pendiente cien veces recomenzada, vemos el rostro crispado, la mejilla pegada contra la piedra, la ayuda de un hombro que recibe la masa cubierta de greda, un pie que la calza, la tensión de los brazos, la seguridad enteramente humana de dos manos llenas de tierra.

Sin embargo, en la vida de los humildes también hay plenitud. Existe una armonía entre su existencia y lo que les rodea, mantiene un enraiza-miento con la circunstancia. José Saramago recuerda un momento muy especial del abuelo Jerónimo. Unos días antes de morir, como si tuviera el presentimiento de que se acerca el último día, su abuelo «irá, de árbol en árbol de su huerto, abrazando los troncos, despidiéndose de ellos, de las sombras amigas, de los frutos que no volverá a comer» (Camus 2003b, 156). El ser vivo enlazado al árbol representa el abrazo a la tierra, la intangible ligazón con todo lo creado[24]. El abuelo se disolverá en los elementos primarios y seguirá alimentando la tierra. José Saramago también evoca con claridad aquel día en que la abuela Josefa está sentada en la puerta de la casa en una noche estrellada, ante el silencio del campo, mirando al cielo con la serenidad de quien tiene noventa años y todavía mantiene «una adolescencia nunca perdida», pronuncia estas palabras: «“El mundo es tan bonito y yo tengo tanta pena de morir”. Así mismo. Yo estaba allí» (Camus 2003b, 156). Quien mira en el cielo las brillantes estrellas siente deseos de vivir. Miserias, trabajos, esfuerzos, dificultades, imposibilidades y, sin embargo, la dignidad de una vida lograda, vivida en conformidad con los suyos y con la naturaleza, con armonía de cuerpo y alma, con intenso amor a su entorno y a las pequeñas satisfacciones.

Los abuelos han vivido en armonía con la naturaleza, en contacto siempre con la realidad. En ellos ha existido una correspondencia entre lo exterior y su interior. Ambos dirigen sus pasos en el mismo camino, llevan la misma dirección; saben que lo profundo reside en lo más próximo. El sentimiento de amor hacia la naturaleza es amor a la vida entera. Jerónimo y Josefa sienten devoción por la vida que está basada en un sentimiento pan-teísta de comunión con la naturaleza, desarrollado en el continuo trabajo y en la necesidad. Es el panteísmo de los seres humanos sencillos que han regido los actos de su vida llevados más por el corazón que por la cabeza. El abuelo y la abuela asumen la existencia al experimentar en el abrazo la proximidad con el árbol o en la mirada a las estrellas el amor a la vida. Es la humildad de seres humanos que comprenden que en la vida hay más cosas admirables que despreciables[25]. Como el árbol los abuelos están enraizados en la tierra, pero siempre mirando a las estrellas. En el abrazo al árbol y en la contemplación de las estrellas percibimos la esencia originaria de la vida personal. El sentido de la vida queda cristalizado en estos dos momentos excepcionales. Saramago estaba allí, por eso puede contarlo, porque vio y escuchó dos instantes llenos de belleza y sentido[26].

6. CODA

El conocimiento de la pobreza, el aprendizaje recibido de los seres humildes, la pasión y dedicación del maestro y el modelo de vida de la madre conformarán la personalidad de Camus. El personaje Jacques cuando tiene cuarenta años se siente «reinando sobre tantas cosas y al mismo tiempo seguro de ser menos que el más humilde, y nada, comparado con su madre» (Camus 2003b, 234). El mismo Camus (2010, 14) confesaba en el prefacio de El revés y el derecho que siempre careció de la debilidad de la envidia, algo que debía, «ante todo a mi gente, que carecía de casi todo y no envidiaba casi nada». Por eso al reflexionar sobre la persona que es comprende que su familia fue la que le dio «las lecciones más elevadas, esas que duran siempre» (Camus 2010, 14). Por otra parte, Saramago (1998) también reconoce en el discurso del Nobel que cuando ha escrito sobre su familia lo ha hecho para «reconstruir y registrar instantes de la vida de las personas que me engendraron», con la intención de que «se supiese de dónde vengo y de qué materiales se hizo la persona que comencé siendo y ésta en que, poco a poco, me he convertido». Y en el largo recorrido de la vida Sara-mago comprende que del comportamiento práctico con el mundo surge el conocimiento, por esta razón entiende que sus abuelos son sabios[27].

Los escritores Camus y Saramago descubren en la humilde vida de la madre y en la vida campesina de los abuelos la sabiduría de la existencia. En ellos perciben una presencia en la tierra vivida con la máxima dignidad posible. Ellos se convierten en un modelo porque mantienen una vida que refleja la bondad y la pureza. En sus hechos y palabras no hay espacio para el orgullo, la soberbia o la envidia, solamente para la humildad, la bondad y la dignidad. La familia se convierte en modelo de plenitud de vida. En la relación con los seres humanos descubren la bondad, en su relación con la naturaleza existe un sentimiento de unidad. La vida está ligada al deber, es el que ofrece sentido a los actos cotidianos. Los abuelos aprenden a ver la belleza en lo que les rodea. El trabajo y el sacrificio ennoblecen a la madre. Los abuelos se concentran en torno a lo que les resulta esencial, con su sencillez viven plenamente el instante. En la madre el sacrificio por los hijos y la familia confiere suprema dignidad a la conducta, reviste de grandeza y de reconocimiento las tareas humanas más insignificantes. Los escritores esperan conservar la pureza de los seres comunes para aspirar a la humildad. Ellos viven con la suprema dignidad que todos necesitaríamos, ofrecen un ejemplo de bondad como principio de las relaciones humanas y garantizan un sentido a la existencia[28].

Camus y Saramago aprendieron del árbol de la vida de los seres humildes. Por supuesto, el espacio de la existencia de la madre de Camus y de los abuelos de Saramago es reducido, pero se conforma como una totalidad de vida. Los abuelos viven en un horizonte restringido, pero en su ámbito viven y actúan con seguridad, continúan con naturalidad su trabajo campesino y en la aldea de Azinhaga viven con plenitud. En el trabajo de la tierra y con los animales encuentran el objetivo que ofrece sentido a la existencia. La madre de Camus trabaja cada día hasta el agotamiento, pero en ella notamos la tranquila serenidad de quien ofrece su servicio a los demás, la pureza de sentimiento hacia los hijos. En los abuelos y en la madre aprendemos una lección de humildad, unas vidas sencillas fijadas al día a día; pero vividas con un sentimiento verdadero, sin adornos, metidos en cuerpo y alma en la existencia inmediata, con un intenso amor a las pequeñas satisfacciones[29]. La nostalgia que descubrimos en Saramago y en Camus no es la lamentación de un tiempo pasado, se encuentra en lo que es absolutamente real. En los gestos de los abuelos, en el duro trabajo diario de la madre, en la apasionada dedicación del maestro, en los actos cotidianos de la gente humilde se manifiesta la belleza[30].

Bibliografía

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Notas:

[1] Durante siglos la filosofía ha intentado definir qué es la identidad personal. Ya en 1640 John Locke en Human Understanding mantenía que no existe una identidad esencial, sino que la identidad se construye y reconstruye a través de actos de la memoria al situar el pasado del yo en relación con el presente del yo. Véase el libro editado por John Perry (2008) en el que presenta diferentes ensayos desde John Locke hasta los filósofos más actuales que estudian la relación íntima entre memoria e identidad personal. Como no es mi intención entrar en la problemática de la memoria, he seguido como modelo la conferencia de Elias Canetti para aproximarme a Camus y Saramago.

 

[2] Somos nuestra memoria, pero el pasado es siempre reconstruido y representado, no aparece en su totalidad. Cada individuo crea una narración de su vida que se inscribe en un marco sociocultural; este ámbito define qué es apropiado recordar, cómo recordarlo y qué significa ser yo. Un estudio amplio y diverso sobre cómo construimos nuestra autobiografía y cómo nos creamos en el proceso puede verse en Fivus y Haden (2003). Por supuesto, para los escritores la memoria también es finita, pero cada uno va a ofrecer su particular manera de aproximarse a la memoria personal. Así, por ejemplo, para Marcel Proust la esencia del pasado es la memoria involuntaria, los hechos son recordados gracias a estímulos sensoriales que aparecen de manera involuntaria; pero Albert Camus y José Sara-mago disponen de una memoria selectiva y de una memoria afectiva que recuerda aquellos hechos esenciales que están relacionados sobre todo con la infancia y la familia, que han conformado su identidad.

 

[3] En este trabajo no entro en el complejo terreno del género literario, en si existe la novela autobiográfica o en qué se diferencia de unas memorias. Es cierto que en las memorias se recuerda el pasado de la manera más exacta posible, y en la novela lo importante no son los hechos sino lo que se agrega a los hechos. Camus sigue las leyes de la ficción y Saramago las de la memoria. Sin embargo, como asegura Camus, su novela es un libro sobre su familia, y las memorias de Saramago son también sobre su familia. Para mí lo importante es lo que tienen en común los dos textos y los dos se basan en la realidad de su vida.

 

[4] Son pertinentes estas palabras de Saramago (2001, 203) sobre la novela: «Una ficción (como toda obra de arte) es, sobre todo, la expresión ambiciosa de una parcela identificada de la humanidad, es decir, de su autor. [...] Tal y como lo entiendo, la novela es una máscara que esconde y al mismo tiempo revela los trazos del novelista. Probablemente (digo probablemente.) el lector no lee la novela, lee al novelista».

 

[5] En Viaje a Portugal el escritor se detiene brevemente en Azinhaga «donde el viajero nació. Y para que no se crea que ha venido aquí solo por razones egoístas y sentimentales, irá a la ermita de san José, que tiene bellísimos azulejos azules y amarillos, ejemplares trabajados y techos admirablemente ornados»; sin embargo, en el año 1995 de su familia «quedan unos tíos, unos vagos primos, la gran melancolía del pasado personal» (Saramago 1998a, 225-226).

 

[6] Muchos años después, el 26 de febrero de 1995, en un recital de su prosa, Francesco di Maggio leyó media docena de crónicas que causan en Saramago estremecimiento, el mayor «cuando recordaban episodios de la vida del niño que fui: la imagen, para mí eterna, del abuelo Jerónimo caminando bajo la lluvia, la ida a la feria de Santarém para vender los lechones, el juramento que entonces me hice a mí mismo de no morir nunca. Ciertamente tendrá que buscarme en esas crónicas quien de verdad me quiera conocer» (Saramago 1998b, 491).

 

[7] En La caverna el narrador afirma: «Dicen los entendidos que viajar es importantísimo para la formación del espíritu, sin embargo, no es preciso ser una luminaria del intelecto para comprender que los espíritus, por muy viajeros que sean, necesitan volver de vez en cuando a casa porque sólo en ella consiguen alcanzar y mantener una idea pasablemente satisfactoria acerca de sí mismo» (Saramago 2000, 349).

 

[8] «Sólo debo decir de la casa de la infancia lo necesario para ponerme yo mismo en situación onírica, para situarme en el umbral de un ensueño donde voy a descansar en mi pasado» (Bachelard 1983, 43). Por supuesto, esa casa «está inscrita en nosotros. Es un grupo de costumbres orgánicas. Con veinte años de intervalo, pese a todas las escaleras anónimas volveríamos a encontrar los reflejos de la “primera escalera”, no tropezaríamos con tal peldaño un poco más alto. Todo el ser de la casa se desplegaría, fiel a nuestro ser» (Bachelard 1983, 45).

 

[9] El escritor francés se refiere a esos momentos en que los demás alaban su obra, y ante los elogios recibidos aparece un mismo sentimiento en Camus: «No, no es eso», hasta el punto que le resulta difícil aceptar la reputación que le dan. En cambio, cuando vuelve a leer las páginas de El revés y el derecho siente que sí es eso: «Eso, es decir, esa anciana, esa madre callada, la pobreza, la luz de los olivos de Italia, el amor solitario y poblado, todo cuanto da testimonio, desde mi punto de vista, de la verdad» (Camus 2003b, 21).

 

[10] «Nací pobre, bajo un cielo feliz, en una naturaleza en la que me sentía en armonía, no en hostilidad. Así pues, no empecé por el desgarramiento sino por la plenitud» (Camus 2002, 129). En uno de sus apuntes señala: «¿Quién puede decir “¿he tenido ocho días perfectos?” A mí me lo dice el recuerdo y sé que no me miente. Sí, esa imagen es perfecta, como perfectos fueron aquellos largos días. Eran alegrías enteramente físicas y todas contaban con el asentimiento del espíritu. La perfección es eso: el acuerdo con la propia condición, el reconocimiento y el respeto del hombre» (Camus 1985b, 172).

 

[11] En uno de sus primeros apuntes escrito en 1935 señala: «Que no se puede tener -sin romanticismo- nostalgia de una pobreza perdida. Cierta suma de años vividos miserablemente bastan para construir una sensibilidad. En ese caso particular, el sentimiento extraño que el hijo tiene por su madre constituye toda su sensibilidad» (Camus 1985a, 7). Por esta razón Camus apuesta por la realidad para enjuiciar todas las cosas. Para él la rebeldía «toma el partido del verdadero realismo. Si quiere una revolución la quiere a favor de la vida, no contra ella. Por ello se apoya primero en las realidades más concretas, la profesión, el pueblo, en que se transparentan el ser, el corazón vivo de las cosas y de los hombres. Para ella, la política debe someterse a estas verdades» (Camus 2003a, 346).

 

[12] Esa memoria de la luz, de la alegría, de los amigos de la infancia se convierte en perdurable acompañante. El laureado escritor en el discurso del 10 de diciembre de 1957 dado en Estocolmo, al final del banquete que clausuraba las ceremonias de concesión de los premios Nobel, pronuncia estas palabras: «Nunca he podido renunciar a la luz, a la dicha de existir, a la vida libre en la que he crecido. Pero, aunque esta nostalgia explique muchos de mis errores y de mis culpas, debo decir que me ha ayudado a comprender mejor mi oficio y que me ayuda todavía a mantenerme ciegamente junto a todos esos hombres silenciosos que solo pueden soportar en el mundo la vida que se les depara gracias al recuerdo o al retorno de breves y libres momentos de felicidad» (Camus 2010, 106-107).

 

[13] Es una de las tareas del escritor José Saramago: recordar la existencia común de los hombres, dar voz y actuación a la vida de las personas humildes. En Levantado del suelo da voz a los campesinos del Alentejo porque «Manuel Espada y Segismundo Canastro no tienen quien los cante y apadrine, es una conversación entre dos hombres, ya han dicho lo que tenían que decir y ahora cada cual va a su vida, sólo faltaría que tuvieran beneficio de cháchara y pincel, para este caso este narrador es suficiente»; ellos son campesinos que trabajan y se enfrentan a la injusticia y al abuso, y no reciben atención en los libros de la historia portuguesa, que están llenos de personas «que nos hacen sonreír» (Saramago 2000a, 326).

 

[14]  El 17 de noviembre de 1995 Saramago se siente asombrado, el motivo es el siguiente: «El muchachito que anduvo descalzo por los campos de Azinhaga, el adolescente vestido de mono que desmontó y volvió a montar motores de automóviles, el hombre que durante años calculó pensiones de jubilación y subsidios de enfermedad, y que más adelante ayudó a hacer libros y después se puso a escribir algunos, ese hombre, ese adolescente y ese muchachito acaban de ser nombrados Doctor honoris causa por la Universidad de Manchester. Allá irán los tres en mayo, a recibir el grado, juntos e inseparables, porque sólo así es como quieren vivir» (Saramago 1998b, 483). De Camus elijo esta cita que puede ser un ejemplo de su vida y un modelo de comportamiento para los demás: «Nada le viene dado a los hombres y lo poco que puede conquistar se paga con muertes injustas. Pero la grandeza del hombre no está en eso. Está en su decisión de sobreponerse a su condición» (Camus 2002, 18), unas páginas después afirma: «Ninguna vida es válida sin proyección hacia el futuro, sin promesa de maduración y de progreso» (Camus 2002, 83).

 

[15] Muchos años después el escritor portugués al contemplar el camino recorrido y los logros alcanzados también se sentirá orgulloso de sí mismo. Cuando el 5 de noviembre de 1997 viaja a Toledo para recibir el Doctorado Honoris Causa, que acepta con «orgullosa humildad», explica: «Es orgullo porque mi camino vital tuvo origen en el seno de una familia de campesinos pobres, es orgullo porque sin haber tenido la fortuna de beneficiarme de estudios universitarios, creo, no obstante, haber sido capaz de construir una obra digna» (Saramago 2001, 471).

[16] Louis Germain escribe en la carta citada: «Y estudiándote, nunca sospeché la verdadera situación de tu familia. Solo tuve una impresión en el momento en que tu madre vino a verme para inscribirte en la lista de candidatos a las becas. Pero eso fue, por lo demás, en el momento en que ibas a abandonarme. Hasta entonces me parecía que tu situación era la misma que la de todos tus compañeros. Siempre tenías lo que te hacía falta. Como tu hermano estabas agradablemente vestido. Creo que no puedo hacer mejor elogio de tu madre» (Camus 2003b, 296-297).

[17] La dedicatoria en la primera página del manuscrito de El primer hombre es para su madre: «A ti, que nunca podrás leer este libro». Cuando su madre tiene sesenta y siete años Camus le escribe: «Querida mamá, deseo que sigas tan joven y tan hermosa, y que tu corazón, que por otra parte no puede cambiar, siga siendo el mismo, es decir, el mejor de la tierra» (citado en Todd 1997, 752).

[18] En uno de sus apuntes escribe: «Sólo conocí esa vergüenza cuando me pusieron en el colegio. Antes todo el mundo era como yo y la pobreza me parecía el aire mismo de este mundo. En el colegio conocí la comparación. [...] Quería a mi madre con desesperación. Siempre la he querido con desesperación» (Camus 1985b, 276-277).

[19] Las palabras finales de El mito de Sísifo ofrecen una síntesis de su pensamiento: «Pero Sísifo enseña la fidelidad superior que niega a los dioses y levanta a las rocas. También él juzga que todo está bien. Este universo en adelante sin dueño no le parece estéril ni fútil. Cada uno de los granos de esa piedra, cada fragmento mineral de esa montaña llena de noche, forma por sí solo un mundo. La lucha por llegar a las cumbres basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo feliz» (Camus 2004, 160).

[20] En una de sus crónicas periodísticas apunta: «El mundo donde vivo me repugna, pero me siento solidario de los hombres que sufren en él», y señala pocas líneas después que la ambición que deberían compartir los escritores sería «dar testimonio y clamar, siempre que sea posible, en la medida de nuestro talento, por los que están sojuzgados como nosotros» (Camus 2002, 144). En otra de sus crónicas define con claridad su intención: «Si yo he intentado definir algo, no es, por el contrario, sino la existencia común de la historia y del hombre, la vida de todos los días que hay que edificar con el máximo de luz posible, la terca lucha contra la degradación propia y ajena» (Camus 2002, 242).

[21] La pobreza es una lección constante en la vida de Albert Camus. En el prefacio de El revés y el derecho señalaba que, a pesar de su pobreza, nunca sintió envidia hacia otros, y esta inmunidad «se la debo ante todo a mi gente, que carecía de casi todo y no envidiaba casi nada. Bastaron el silencio, la reserva, el orgullo natural y parco de aquella familia, que casi no sabía leer, para darme, a la sazón, las lecciones más elevadas, esas que duran siempre» (14). En sus apuntes insiste sobre la nobleza de su familia: «Junto a ellos no he sentido la pobreza, ni la necesidad, ni la humillación. ¿Por qué no decirlo? He sentido, y todavía siento, mi nobleza. Ante mi madre, siento que pertenezco a una raza noble: la que no envidia nada» (Camus 1985b, 370).

[22] «Ayudé muchas veces a este mi abuelo Jerónimo en sus andanzas de pastor, cavé muchas veces la tierra del huerto anejo a la casa y corté leña para la lumbre, muchas veces, dando vueltas y vueltas a la gran rueda de hierro que accionaba la bomba, hice subir agua del pozo comunitario y la transporté al hombro, muchas veces, a escondidas de los guardas de las cosechas, fui con mi abuela, también de madrugada, pertrechados de rastrillo, paño y cuerda, a recoger en los rastrojos la paja suelta que después habría de servir para lecho del ganado», afirmó Saramago (2014) en el discurso de aceptación del Nobel.

[23] Es la responsabilidad del escritor: mantener viva la memoria de los humildes. En Memorial de un convento, el narrador va dando los nombres de los trabajadores que construyen el convento y señala: «Todo cuanto es nombre de varón va aquí, todo cuanto es vida también, sobre todo si es atribulada, principalmente si es miserable, ya que no podemos hablarles de las vidas, por ser tantas, dejemos al menos aquí escritos sus nombres, esa es nuestra obligación, solo para eso escribimos, para hacerles inmortales, pues aquí están, si de nombres dependen, Alcino, Blas, Cristóbal [...]» (Saramago 1999a, 309). Pero también como ser humano Camus afirma: «El único esfuerzo de mi vida, ya que el resto se me dio gratuitamente y con largueza (salvo la fortuna, que me es indiferente): llevar una existencia de hombre normal» (Camus 1985b, 340).

[24] El árbol es uno de los símbolos esenciales que conecta a todos los seres humanos. Como señala Juan-Eduardo Cirlot: «El árbol representa, en el sentido más amplio, la vida del cosmos, su densidad, crecimiento, proliferación, generación y regeneración. Como vida inagotable equivale a inmortalidad» (1982, 77). En las mitologías y folclores el árbol es «eje del mundo y expresión de la vida inagotable en crecimiento y propagación» (1982, 79).

[25] Esta relación entre pobreza y naturaleza también está muy presente en la obra camusiana. En «El verano en Argel» presenta el exceso de bienes naturales frente a la escasez de bienes materiales de los pobres. Dice: «¡Singular país que al mismo tiempo da al hombre que nutre su esplendor y su miseria! No es sorprendente que la riqueza sensual de que está provisto un hombre sensible de estas comarcas coincida con la extrema desnudez» (Camus 1986, 46).

[26] En La caverna cuando Marta entra en el moderno apartamento del Centro en el piso 34, donde va a vivir con su esposo permanentemente, piensa que no soportará vivir allí, pero su padre, Cipriano Algor, anima a su hija diciéndola que podría volver a la alfarería siempre que quisiera, «entrar en la alfarería para comprobar que el barro tiene la humedad conveniente, después sentarse al torno, confiar las manos a la arcilla fresca, sólo ahora comprendía que amaba estos lugares como un árbol, si pudiese amaría las raíces que lo alimentan y levantan en el aire» (Saramago 2000b, 371).

[27] José Saramago señala en el «Discurso de entrega del Nobel»: «Muchos años después, escribiendo por primera vez sobre éste mi abuelo Jerónimo y ésta mi abuela Josefina, [.] tuve conciencia de que estaba transformando las personas comunes que habían sido en personajes literarios y que esa era, probablemente, la manera de no olvidarlos, dibujando y volviendo a dibujar sus rostros con el lápiz siempre cambiante del recuerdo, coloreando e iluminando la monotonía de un cotidiano opaco y sin horizontes, como quien va recreando sobre el inestable mapa de la memoria la irrealidad sobrenatural del país en que decidió pasar a vivir».

[28] Valores humanos tan necesitados y apreciados, pero que están desapareciendo con rapidez hasta el punto de que ya están casi olvidados. En Historia del cerco de Lisboa, Raimundo Silva, el corrector de pruebas y un conocedor del fingimiento humano, puede «imaginarse un tiempo en que el comportamiento humano será todo él artificioso, postergándose sin más contemplaciones, la sinceridad, la espontaneidad, la simplicidad, esas bonísimas y luminosas cualidades del carácter que tanto trabajo costaron definir e intentar practicar en las épocas ya distantes en que, aunque conscientes de haber inventado la mentira, todavía nos creíamos capaces de vivir la verdad» (Saramago 1999b, 236-237). Por su parte, Camus se encamina siempre en el sentido de lo mejor, en buscar lo admirable mejor que lo despreciable en la vida de los humanos, en la búsqueda de la felicidad y en la pasión por la vida: «No ceder; en eso consiste todo. No consentir, no traicionar. A ello contribuye toda mi violencia, y al punto que me lleve, mi amor me alcanza y, con él, la furiosa pasión de vivir que da sentido a mis días» (Camus 1985a, 47).

[29] En el relato breve que Camus justamente llama «Amor por la vida» que cuenta el viaje a Palma siente que «allí se hallaba todo mi amor por la vida. [...] Siento admiración porque pueden hallarse a orillas del Mediterráneo certidumbres y normas de vida, por que podamos encontrar en ese lugar satisfacción para nuestra razón de ser y justificación para un optimismo y un sentido social» (Camus 2010, 84-85).

[30] En el discurso de entrega del Nobel José Saramago comenta las palabras de su abuela «el mundo es tan bonito y yo tengo tanta pena de morir»: «No dijo miedo de morir, dijo pena de morir, como si la vida de pesadilla y continuo trabajo que había sido la suya, en aquel momento casi final, estuviese recibiendo la gracia de una suprema y última despedida, el consuelo de la belleza revelada». También Albert Camus señala: «Su rebeldía más instintiva, al mismo tiempo que afirma el valor, la dignidad común a todos, reivindica obstinadamente, para saciar su hambre de unidad, una parte intacta de lo real, cuyo nombre es la belleza» (Camus 2003, 321). Y en uno de sus apuntes decía sobre Europa: «Y esta Europa que aquí ofrece uno de sus rostros más constantes se aleja sin cesar de la belleza. Por eso se convulsiona y por eso morirá si para ella la paz no significa retornar a la belleza y devolver su lugar al amor» (Camus 1985b, 220).

 

ensayo de Francisco Vivar
fvivar@memphis.edu 
The University of Memphis

 

Publicado, originalmente, en 1616: Anuario de Literatura Comparada, 8, 2018, pp. 195-220

Ediciones Universidad de Salamanca (España)

Link del texto: http://revistas.usal.es/index.php/1616_Anuario_Literatura_Comp/article/view/20730

 

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