Metáforas de interacción en Aristóteles
ensayo de Margarita Vega Rodríguez
mvega@fyl.uva.es
Universidad de Valladolid

Hay metáforas muertas que reviven cuando se rescatan significados ocultos por la sedimentación de interpretaciones históricas y culturales. Ese es el caso de la teoría aristotélica de la metáfora. Ésta ha sido considerada como el prototipo al que subyacen todas las teorías de la metáfora hasta este siglo. Sin embargo, se podría decir que la comprensión aristotélica de la metáfora ha llegado a nosotros en estado fósil. En muchas ocasiones, es incluso un tópico frente al cual contraponer los estudios actuales que resaltan las funciones epistémicas de la metáfora.

Dadas las carácteristicas del uso de metáforas por Aristóteles y de su misma teoría, es preciso ahondar en el pensamiento aristotélico para lograr una mejor comprensión de la metáfora. En primer lugar, quiero exponer brevemente cuál ha sido la trayectoria que ha seguido el estudio de la metáfora desde que Aristóteles ofreciera la primera exposición de la misma. En segundo lugar, señaralé las etiquetas con las que comúnmente se describe la teoría de la metáfora en Aristóteles y cómo pueden encontrarse en su obra afirmaciones que se contraponen a ellas. Por último, trataré de mostrar cómo no sólo la letra, sino también 'espíritu' del pensamiento aristotélico es coherente con las actuales interpretaciones interaccionistas de la metáfora.

1. Una retrospectiva histórica de la metáfora

La retórica clásica definió la metáfora como una comparación abreviada (casos in praesentia) o elíptica (en los casos in absentia). La retórica considera la metáfora como un fenómeno se clasifica dentro de las figuras que constan de una sola palabra (Ricoeur 1980, 11). Se define como tropo por semejanza y, en cuanto figura, consiste en un desplazamiento que, a través de una sustitución, logra una ampliación en el sentido de las palabras. Ricoeur sitúa dentro de este ámbito a Aristóteles y salvando una distancia de siglos, el estudio de retórica de P. Fontanier.

Efectivamente, Aristóteles, enumera las metáforas dentro de las distintas clases de denominaciones: "todo nombre es o bien un nombre usual, o un nombre insigne, o una metáfora, o un nombre de ornato, o un nombre ideado por el autor, o un nombre alargado, o acortado o modificado" (Poética 1.457 b, 1-3). Así, hasta el s. XIX, todas las taxonomías del significado figurado se centraron en la denominación más que en otras unidades de significación como la oración o el texto.

En la retórica clásica, la función y origen de la metáfora es la de proporcionar placer estético al entendimiento. En estas retóricas, la metáfora ocupa un lugar preeminente pues logra transformar el lenguaje ordinario confiriéndole una cualidad poética, es decir, logra la elevación artística del lenguaje. Sin embargo, frecuentemente se ha interpretado que esta función no tiene propiamente un carácter cognoscitivo.

Dentro de esta tradición, Cicerón (De Oratore) toma la idea de transferencia en el significado de los nombres y caracteriza la metáfora como el resultado de operaciones lógicas que además tienen un efecto estético. Horacio (Ars Poetica) subraya la capacidad de la metáfora para hacer presentes relaciones de similitud y armonía entre las cosas; Longino (De lo sublime) admite que la metáfora trae al discurso cierta armonía y adecuación si se utiliza con acierto y discreción. Quintiliano recogió la afirmación aristotélica sobre la relación de la metáfora y el símil, subordinando la metáfora a este último: "in totum autem metaphora brevior est similitudo" (1947, 8:8) y subrayó la idea de transferencia de significado de un nombre a otro. Vianu (1971) destaca la función de esclarecimiento que Quintiliano asigna a la metáfora al señalar que ésta tiene que ser más poderosa que la expresión propia a la que reemplaza: "plus valere eo quod expellit." La Rhetórica ad Herennium también asigna a la metáfora la capacidad de dar viveza y sintetizar el pensamiento poéticamente.

Hawkes (1989, 15) indica que, si bien, generalmente, en todas estas retóricas se concede a la metáfora un papel preeminente entre los tropos, sin embargo, el intento de aislar la metáfora, primero como una característica del lenguaje poético y, luego, como un efecto ornamental, puede llevar a que, en algunas circunstancias, sea deseable tener un lenguaje sin metáfora, que fue precisamente el derrotero que siguió el estudio de la metáfora posteriormente, en los s. XVII y XVIII.

El racionalismo y el empirismo del s. XVII comenzaron a considerar esta figura desde el punto de vista puramente estilístico promoviendo una depuración del uso de figuras en el lenguaje. En el pensamiento de Locke o de Hobbes la metáfora aparece como un recurso que puede entorpecer la claridad de la razón. Es propiamente en este momento cuando surge la idea de "sustitución", que más que una traslación de significado, supone que las figuras estilísticas pueden ser reemplazadas por paráfrasis literales sin pérdida de significado. Esta posibilidad de sustitución subraya el cometido meramente ornamental, en el sentido más simple y externo, de la metáfora. En algunos discursos esta sustitución no sólo es aconsejable sino necesaria para no oscurecer la forma lógica del pensamiento. Por ello se aconseja una especie de sobriedad en el uso de expresiones retóricas que podrían ocultar la claridad y evidencia del pensamiento.

Frente a esta idea racionalista del lenguaje, surgen otras corrientes que destacan los aspectos imaginativos y creativos presentes en la metáfora. Es todo un contexto de pensamiento que reacciona frente a la vertiente racionalista y que no es más que su otra cara: la reivindicación de los aspectos irracionales que vienen a ser el contrapunto de este ideal de claridad y distinción en el lenguaje. Así por ejemplo, la vertiente historicista del lenguaje en el s. XVIII considera que el origen del lenguaje se encuentra en la metáfora, que es el instrumento primigenio mediante el cual el hombre asimila la experiencia de la realidad.

No es posible desligar estas ideas de las aportaciones posteriores del romanticismo literario, del uso que hacen de la metáfora y del papel que reivindican para ella, así como de las numerosas publicaciones que a principios del XX hablan del poder intuitivo de la metáfora. De acuerdo con los teóricos del romanticismo literario (Shelley, Wordsworth y Coleridge), en la metáfora se condensa la actividad de la imaginación que toma contacto con la realidad mediante la creación y la fantasía frente a la fría razón analítica. La función de la metáfora tiene en estos planteamientos una valencia cognitiva que intenta suplir el desprestigio de la metáfora dentro de un paradigma racionalista y responde a la escisión entre razón e intuición típica de la modernidad.

Tras este breve recorrido por la historia de la metáfora señalaré cuál ha sido la interpretación y evaluación que se le ha dado a la teoría aristotélica. Es frecuente, en los estudios sobre la metáfora actuales, encontrar diversas críticas a las teorías clásicas por asignar a la metáfora funciones marginales. En Aristóteles, y en su idea de metáfora como comparación, radicaría el punto de partida de dicha reducción.

Sin embargo, el hecho de que retóricos como Quintiliano y Cicerón, redujesen la metáfora a mera comparación y recurso estilístico, privándola de todos los privilegios cognitivos que hoy se la atribuyen, más que una reducción, responde a la ausencia de una tradición racionalista a sus espaldas. En la época clásica, si bien la metáfora pertenece al ámbito de la denominación, al quedar enmarcada en el contexto de una retórica cuyas funciones pueden cifrarse en ser adorno del discurso, agente de persuasión y catalizador en el proceso de aprendizaje, la metáfora no pierde del todo su carácter cognitivo. En la época clásica la función cognoscitiva ha acompañado a la metáfora aunque quizás sin una tematización explícita y perfilada de la misma (cfr. Barceló 1980).

Es, precisamente, la asimilación de esta tradición por el pensamiento racionalista la que restringió e interpretó de modo reduccionista estas funciones. En opinión de Genette (1970) y Ricoeur (1975), la defunción de la retórica en el s. XIX, cuando desaparece como disciplina en los centros docentes, vino precedida por una reducción de la retórica tal y como fue ideada por Aristóteles y coincide con la pérdida del carácter cognoscitivo de la retórica. El desarrollo de una disciplina restringida a la teoría de la elocución y a la teoría de los tropos y desconectada de la filosofía es lo que finalmente habría desembocado en su desaparición en el s. XIX. En otro sentido, también puede añadirse que, quizás, esta desintegración vino producida por una vinculación excesiva con una filosofía que trataba de emular los ideales los ideales de claridad y precisión científica como ha señalado M. Hesse (1995). Parecen más propios de la escisión entre razón e intuición los binomios entre lenguaje ordinario/lenguaje figurado, nombre propio/nombre figurado, logicidad/alogicidad, que de la función asignada por Aristóteles a la retórica. En el caso aristotélico, como se verá, la pluralidad de funciones de la metáfora se corresponde con distintas formas de decirse la realidad y el pensamiento.


2. Plurisignificación de la metáfora en Aristóteles

Para tener una idea aproximadamente coherente de la teoría aristotélica acerca de la metáfora es preciso examinar los distintos tratamientos de la metáfora que se encuentran en toda la obra aristotélica, que pueden parecer incluso contradictorios, y el uso de metáforas en el mismo pensamiento de Aristóteles, como señala A. Marcos (1996). La ambigüedad que suscita la teoría aristotélica de la metáfora, añade E. Bustos (1992) muestra que Aristóteles trata de dar cuenta en distintos lugares y contextos de un fenómeno demasiado complejo como para poder ser limitado a una teoría categórica.

A. Marcos (1996) considera que en la obra aristotélica encontramos: 1. junto con un desarrollo de la teoría de la metáfora (Retórica 1405a y ss., Poética 1457b y ss.), 2. afirmaciones explícitas sobre la prohibición del empleo de metáforas en la metodología científica (Meterológicos 357a, De la generación de los animales 777a, y sobre todo Analíticos Posteriores 97 b) y, a la vez, 3. el empleo de las mismas a lo largo de toda su obra científica e incluso en los textos filosóficos (cfr. los estudios de G.E.R. Lloyd 1987; E. Montuschi 1993; E. Martino 1975 y S. Gastaldi 1993). Estas perspectivas aconsejan una interpretación coherente en el contexto de toda la obra aristotélica a luz de las distintas afirmaciones sobre la metáfora que aparecen en sus escritos. La búsqueda de coherencia entre lo dicho y lo hecho por Aristóteles parece fundamental. Se han apuntado ya algunos de los aspectos con los que se tipifica la teoría aristotélica de la metáfora: comparación, sustitución, denominación. Primero considero algunas rectificaciones a este estereotipo de la teoría aristotélica de acuerdo con una consideración global de las afirmaciones sobre la metáfora y del uso que Aristóteles hace de ellas en sus escritos. Después, paso a desarrollar cómo la teoría aristotélica puede ser considerada como una teoría, en cierto modo, interaccionista.

1. La teoría aristotélica se adscribe a una interpretación decorativa. La metáfora, afirma Aristóteles, es como "el condimento de la carne" (Retórica 1406 a). Subyacente a su teoría se encontraría la idea de que el mundo y las palabras son dos ámbitos separados y que la manera en que algo se dice no afecta a lo que se dice (Retórica 1405 a). El lenguaje es un modo de describir la realidad pero no de cambiarla.

2. Además, algunas afirmaciones harían pensar en un Aristóteles opuesto al uso de metáforas: "Si en la discusión dialéctica hay que evitar las metáforas, es obvio asimismo que no hay que usar metáforas ni expresiones metafóricas en la definición" (Analíticos Posteriores 97b) y: "en todos los casos en que un problema resulta difícil de abordar, hay que suponer que necesita una definición o que ha sido expresado multívocamente o en sentido metafórico" (Tópicos 158b). Además, "todo lo que se dice mediante metáforas es oscuro" (Tópicos 138b).

3. También hay motivos para adscribir a Aristóteles a una teoría de la metáfora como símil. Aristóteles relaciona la metáfora con el símil, afirmando que en la comparación existe un añadido que produce una merma de eficacia retórica y poética (Retórica 1.410 b).

4. En otros casos, se ha querido ver, en una rígida distinción por parte de Aristóteles entre la Retórica, la Poética y la Dialéctica, como propone Hawkes (1989), la raíz de la idea reduccionista de la metáfora. Las metáforas estarían únicamente circunscritas y autorizadas en el lenguaje poético y retórico, en ningún caso en el filosófico y el científico.

5. El hallazgo del silogismo por Aristóteles también se ha visto como un factor decisivo en la idealización de los conceptos, que en parte sería la causa de la idea de comparación. En este fijismo de los conceptos se basaría la distinción aristotélica de las metáforas por el género y por la especie, que Stanford (1936) considera del todo mecánica. La naturaleza del desplazamiento metafórico es referencial y Aristóteles identifica cuatro modos: "La metáfora consiste en dar a una cosa un nombre que también pertenece a otra, la transferencia puede ser de género a especie, o de una especie a género, o de especie a especie, o con fundamento en una analogía" (Poética 1.457 b). La idea de que la palabra y el concepto que ésta expresa son el modo de significar propiamente los objetos se encontraría subyacente a la teoría comparatista.

Frente a todas estas ideas podemos recordar que, como A. Marcos (1996, 79) ha señalado, Aristóteles no desaprueba el uso de metáforas, sino más bien el uso de metáforas no acertadas (cfr. Metereológicos 357a y ss., De la generación de los animales 747a 34 y ss., 777a , Tópicos 127a, 347b, Metafísica 991a, De las partes de los animales 1079b; Política 1264b, 1265b). Y este desacierto puede venir dado porque no son utilizadas en el contexto oportuno o porque no son buenas metáforas. Es entonces cuando la metáfora no logra su finalidad que es la de confierir a la expresión una claridad que nada más puede dar (Retótica 1405a). Lo característico de la metáfora es que "nos hace ver" (Retórica 1411a) y representa las cosas en acción (Retórica 1411b).

Por otro lado, distintos pasajes hacen suponer que la comparación es considerada como un tipo de metáfora, más que la metáfora un tipo de comparación ya que las comparaciones son "metáforas carentes de una palabra" (Retórica 1407a). Así, se daría una subordinación de la similitud a la metáfora y no a la inversa, como se ha interpretado en toda la tradición posterior. En este sentido, Maidagan (1995) señala que, en la teoría aristotélica, la metáfora y la similitud son dos figuras diferentes pues la similitud, inversamente a la metáfora, no responde a una atribución, es decir, no es una epíphora. En la metáfora, no se transporta el sentido de una palabra a otra, sino que se atribuye una denominación a un objeto. En el caso de la similitud no hay esa atribución: cuando se dice "la vejez es como el ocaso" (similitud), no se está atribuyendo a la vejez un nombre que no le pertenece, que le extraño, mientras que en "la vejez es el ocaso" sí se produce esa atribución no usual.

E. Bustos (1992) estima que, precisamente debido a las implicaciones comparatistas con las que se ha asociado a la teoría aristotélica, la subordinación del símil a la metáfora es un aspecto de gran interés que además tiene implicaciones cognitivas. El símil consiste en la afirmación explícita de una similitud entre dos objetos o hechos, pero sin cualidad novedosa alguna, es decir, sin cualidad poética. Es adecuada en los casos en que la afirmación de tal similitud es plausible por la cercanía conceptual de los objetos que se emplean. Sin embargo, la metáfora consiste en la expresión de una similitud impensada, sorprendente, novedosa: "una buena metáfora encierra una percepción intuitiva de la semejanza en las cosas que no son similares" (Poética 1.459 a); por ello tiene una cualidad poética y no requiere la formulación categórica de esa similitud, sino analógica. La metáfora aporta conocimientos nuevos: "(…) las palabras inusitadas o glosas las desconocemos, las palabras propias las sabemos ya, y es la metáfora la que nos enseña especialmente" (Retórica, 1410b 13-15).

Por lo que se refiere a la idea de sustitución, ésta implica que haya un término o expresión sustituida. Sin embargo, precisamente la ausencia de un término sustituido es uno de los casos en que Aristóteles considera justificado el uso de una expresión metafórica: cuando no existe un término específico para designar una realidad (Poética 1.457 b).

Por lo que se refiere al supuesto aislamiento de la retórica aristotélica, si se tiene en cuenta su conexión con la filosofía, con un tipo de lógica que hace uso del argumento verosímil, parece evidenciarse la aplicabilidad del instrumento retórico y, por tanto, de la metáfora, a ciertos aspectos de la realidad que no pueden estar sometidos al carácter restringido de una lógica rígida. Así, la posible distinción de discursos, más que a una incomunicabilidad de los mismos, conduce a la interpendencia de cada uno y evita la falta de acierto que supondría equiparar bajo una lógica unívoca, todos los aspectos de la realidad. De alguna manera, remite a la afirmación aristotélica que refrenda la pluralidad de sentidos con los que se dice la realidad. Más que una tensión entre lenguaje ordinario/lenguaje figurado como logicidad/alogicidad, el caso aristotélico atiende a las distintas formas de decirse la realidad y el pensamiento. Dado que la lógica aristotélica es plural, también puede concederse cierta apertura y dinamismo conceptual que precisamente vendría dado por el funcionamiento metafórico. Para Aristóteles (Refutaciones Sofísticas 165a) el lenguaje es inexacto debido a la misma naturaleza de la realidad, ya que hay más entidades que términos. Gambra (1991) señala que para Aristóteles, el funcionamiento metafórico viene a suplir y enmendar esta falta.

La estructura de la retórica aristotélica mantiene su pretensión epistémica ya que puede distinguirse en ella: 1. Teoría de la argumentación que es su eje principal y que mantiene su conexión con la lógica demostrativa y la filosofía, a través de la dialéctica. 2. Teoría de la elocución. 3. Teoría de la composición del discurso. Es precisamente, su relación con la dialéctica, y no su identificación, lo que crea una tensión entre ambas que impide su fusión (Ricoeur 1980, 18). Esta tensión se cifra en que, entre el uso salvaje de la palabra por el dominio del poder y la botánica taxonómica de las figuras, se encuentra la fusión regulativa de la argumentación a la que le somete la filosofía. La filosofía es capaz de cumplir esta función precisamente al mantenerse al margen del deseo de poder por la pretensión de verdad que guarda (Ricoeur 1980, 21): "En el lugar de encuentro del temible poder de la elocuencia y de la lógica de lo verosímil se sitúa una retórica vigilada por la filosofía".

Si no se mantiene la distinción de discursos, retórico y filosófico, la filosofía se asimila a una forma de retórica con lo que se transforma en la más peligrosa ideología del poder, la de "disponer de las palabras sin las cosas y de disponer de los hombres disponiendo de las palabras" según apunta Ricoeur (1980, 19). Otra posibilidad es que la retórica quede absorbida y absolutamente regulada por la filosofía perdiendo su autonomía. Así, la retórica puede disolverse por un exceso de contenido pero también de formalismo. Este drama interno a la retórica es, según Ricoeur, el que le proporciona su dinamismo, sin él se vuelve planta de herbolario. Precisamente, la crisis de la retórica del XIX se debería a la primacía de la palabra que, basada en el sentido de lo propio y desarrollada con un espíritu taxonómico, habría acabado por matar el carácter discursivo de la retórica aristotélica plenamente ligado al carácter social, público del hablante. En este sentido afirma Ricoeur (1980, 19):

La retórica de los griegos no sólo poseía un programa mucho más amplio que la de los modernos, sino que debía a su relación con la filosofía todas las ambigüedades de su estatuto.

Precisamente, la taxonomización de la metáfora se produce en el contexto de una idea de razón como claridad y distinción, como señalan Hesse y Radman (1995). La planta de herbolario a la que se reduce la metáfora no es otra que la sequedad del pensamiento víctima del nihilismo producido por un intento de captación de la realidad desde una idea unívoca del concepto. La recuperación cognitiva de la metáfora implica la apertura de la racionalidad a todas las formas de la realidad. La ambigüedad de la retórica surge de su función persuasiva, no coercitiva. La idea de persuadir mediante el discurso abre al ámbito donde:

El tipo de prueba que conviene a la elocuencia no es lo necesario, sino lo verosímil, pues las cosas humanas, sobre las que deliberan y deciden tribunales y asambleas, no son susceptibles de la necesidad o constricción intelectual que exigen la geometría y la filosofía fundamental. Por lo tanto, en vez de denunciar la doxa (opinión) como inferior a la epistêmê (ciencia), la filosofía puede proponerse elaborar una teoría de lo verosímil que proteja a la retórica frente a sus propios abusos, disociándola de la sofística y de la erística. El gran mérito de Aristóteles fue elaborar este vínculo entre el concepto retórico y el concepto lógico de lo verosímil y construir sobre esta relación todo el edificio de una retórica filosófica.

Por tanto, en Aristóteles, la retórica puede valorarse, en algunos aspectos, como una cierta lógica y como un instrumento de conocimiento, aquel que trata del carácter social humano. En este sentido, se comprende que la práctica científica que describe Aristóteles en sus escritos no pudiera verse libre de este carácter social de la investigación y, por tanto, que no pueda evitar el uso de metáforas, por mucho que en el contexto científico Aristóteles ofrezca ciertas prescripciones metodológicas que prohíben su uso y que tienen la paradójica función retórica de lograr la enseñanza del saber científico.

Por último, si tenemos en cuenta las descripciones de la metáfora como aquello que no puede ser aprendido de otro -"es lo único que no se puede aprender de los demás y es la impronta del genio" (Poética 1.459 a)- parece que no es posible mantener el mecanicismo que se achaca a la teoría aristotélica. Así, la metáfora no se basa en mecanismos que se puedan aplicar de forma regular y precisa. En ese sentido, la metáfora implica el ejercicio de la imaginación y de la sensibilidad, se trata de "ser metafórico." Con palabras de A. Marcos (1991):

Deberíamos afirmar una vez más que entender metáforas nuevas requiere con frecuencia un esfuerzo interpretativo. A esta tarea heurística subyace el descubrimiento poético de nuevas relaciones analógicas. Toda metáfora acertada lleva consigo lo que podemos llamar inercia heurística. El despliegue de la metáfora en analogías, por tanto, requiere la concurrencia de toda la inteligencia.


3. "La metáfora pinta las cosas en acción"

Podemos también considerar, no ya ciertas declaraciones de Aristóteles sobre las funciones de la metáfora, sino propiamente el núcleo de lo que constituye la definición de la metáfora.

Como ha señalado Maidagán (1995, 80) se ha de admitir que, el metafórico, es ciertamente uno de los tipos de nombre en la clasificación aristotélica. Ahora bien, no ha de perderse tampoco de vista la inclusión del nombre en la léxis. El nombre no sólo es una parte de la léxis, sino que también lo es del logos (enunciación), unidad superior a aquel y, a la vez, el último de los integrantes de la léxis. Por ello, cualquier modificación en el nombre lo será de aquella unidad superior que lo contiene. Esta doble pertenencia pone de manifiesto que la relación de la metáfora al nombre no se opone a su relación a la atribución. Esta distinción es clave para la formulación de una teoría de la metáfora basada en la atribución y no en la denominación, y es precisamente Aristóteles quien allana el terreno a la primera. Sin embargo, aún podemos dar un paso más.

La raíz de la confusión en que se basan las definiciones de la metáfora y toda la teoría de los tropos durante siglos, especialmente las adoptadas por la tradición aristotélica, es la de confundir el proceso con el resultado. La metáfora es claramente la aplicación de un nombre impropio a un objeto, y las diferentes maneras de efectuar tal proceso se producen por desplazamiento del género a la especie, de la especie al género, de especie a especie o con fundamento en una analogía (Poética 1.457b,7). Pero la metáfora se describe como el acto, como el proceso de metaforizar. Así, lo que contrapondría las teorías clásicas de las actuales sería, como ha señalado M. Johnson (1982) el carácter constructivista de las segundas, o con palabras de Ricoeur (1975) el carácter nominal de las primeras y el genético de las segundas. La metáfora es un proceso.

Sin embargo, en la teoría aristotélica podemos distinguir la metáfora de lo que es la acción de metaforizar. Y esto es lo que justifica que podamos seguir ahondando en las implicaciones cognitivas que tiene el "ser metafórico" y dar un paso más para considerar que la teoría aristotélica sobre la metáfora no sólo puede considerarse como atribución, según propone Maidagán, sino de acuerdo con las últimas indagaciones interaccionistas, como una actividad que subyace a los procesos cognitivos.

Su vinculación con los procesos cognitivos viene dada por la naturaleza de esta acción de metaforizar: la metáfora es percibir la semejanza y pinta las cosas en acción. Así señala Aristóteles "(…) pero lo más importante con mucho es dominar la metáfora. Esto es, en efecto, lo único que no se puede tomar de otro, y es indicio de talento; pues hacer buenas metáforas es percibir la semejanza" (Poética 1459a). Por otro lado, en la Retórica señala que la metáfora: "También agrada si presenta ante los ojos el objeto" (Retórica, 1410b) y "llamo poner ante los ojos algo a representarlo en acción" (Retórica 1411b). El rasgo fundamental de la metáfora, consistiría en un acto de conocimiento, en una percepción por la cual se captan rasgos de afinidad pero en una relación de semejanza activa.

Podemos recordar qué tipo de actividad considera Aristóteles que es el conocimiento. En Aristóteles, la acción cognitiva se entiende por contraposición a otro tipo de acción, el movimiento: "Pero 'estar en acto' no se dice de todas las cosas en el mismo sentido, sino analógicamente" (Metafísica 1048b). Aristóteles distingue la práxis de la kínesis o movimiento imperfecto. La kínesis (adelgazar, aprender, caminar, edificar una casa, etc…) se caracteriza por tener término, peras, pero no fin, porque mientras se da el movimiento cinético no se posee el fin y cuando se alcanza éste cesa el movimiento. Aristóteles entiende el conocimiento como práxis téleia: ver, vivir, ser feliz, pensar, poseen el fin, telos, de su propio acto, y la posesión del fin no implica su terminación, peras (Metafísica 1048b). "En cambio, haber visto y ver al mismo tiempo es lo mismo, y pensar y haber pensado. A esto último llamo acto, y a lo anterior, movimiento" (Metafísica 1048b). Aristóteles entiende el conocimiento como un tipo de práxis, como un tipo de movimiento que, en su misma actividad, logra su fin, en este caso conocer. Sin embargo, para ello tiene que consistir en un tipo de acción precisamente distinta de lo que se pretende conocer: esta diferencia es la que capacita para generar la similitud. Así, sólo si las similitudes se crean puede darse cierto conocimiento acertado de la realidad. Una teoría del entendimiento que no sea suficientemente creativa no puede dar cuenta de la creación de similitud. Así, la creatividad como actividad implica que el conocimiento de la realidad no es adecuación pasiva sino transformación activa, en el sentido más energético.

La consideración cognitiva de la metáfora en Aristóteles como una teoría interaccionista, se justifica por la capacidad que Aristóteles confiere a la metáfora para ver la cosas en acción. La interacción, que implica la activación de dos pensamientos en acción manteniendo sus parecidos y diferencias, se corresponde con la idea aristotélica que intenta ver el carácter activo de la realidad que no puede ser descrito de un modo atomístico, sino relacional, en actividad de unas entidades con otras. Además, la estructura intencional que Aristóteles reconoce en el conocimiento, posibilita la creatividad de la interacción pues sólo de acuerdo con una mímesis activa puede el pensamiento "recrear" la realidad y conocerla.

Por contraposición a la idea "clásica" de la metáfora, las notas de novedad y capacidad cognitiva que trae la consideración actual de la metáfora parecen como más ciertas, incontestables y originales. Sin embargo, podemos descubrir que entre la idea clásica, que parece estar enarbolada por la teoría aristotélica de la metáfora, y los estudios actuales sobre la metáfora se dan ciertas conexiones que, de algún modo, confirman el acierto que supone la consideración cognitiva de la metáfora. No parece necesario trazar una falla tan profunda entre el tratamiento de la metáfora en la actualidad y el que le concedió la tradición retórica; es por el contrario, la continuidad en los problemas la que justifica y da mayor consistencia a la tematización actual de la metáfora como fenómeno cognitivo. Ésta describe una nueva idea de la racionalidad en la que cooperan ambas tradiciones. Para ello es preciso desprenderse de la lectura de la teoría aristotélica tal y como se contempla desde el prisma de la teoría del conocimiento de la tradición racionalista y que hoy sigue vigente en muchas de las formas que adoptan nuestras teorías del conocimiento. Esta no es otra que la puerta de salida que busca una posmodernidad que ha recibido como herencia el pesado fardo de un determinado modo de comprender la racionalidad: la idea de una racionalidad no vital.

De este modo, la metáfora aparece, al igual que en las reflexiones actuales, como el recurso metafórico que intenta, desde una idea no unívoca de la racionalidad, abrirse a las distintas formas de relacionarse el pensamiento con la realidad de acuerdo con distintas habilidades de la racionalidad.  

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© Margarita Vega Rodríguez
mvega@fyl.uva.es
Universidad de Valladolid


Publicado, originalmente, en Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid Nº 11 Año IV marzo/junio de 1999

Espéculo (del lat. speculum): espejo. Nombre aplicado en la Edad Media a ciertas obras de carácter didáctico, moral, ascético o científico.

El URL de este documento es http://www.ucm.es/info/especulo/numero11/met_ari.html 

 

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