Soledad y erotismo en De círculo y ceniza de Piedad Bonnett Solitude and erotism in De círculo y ceniza by Piedad Bonnett
Ensayo de Marcelo Urralburu
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Resumen: a pesar de que De círculo y ceniza (1989), el primer poemario de Piedad Bonnett, ha sido considerado un libro heterogéneo, escrito a lo largo de casi una década, y con una organización caprichosa, este trabajo se propone estudiar de forma orgánica sus diferentes partes para encontrar un hilo conductor o una trama que no es tan dispersa como se presupone. Con este objetivo, aplicamos un marco teórico para abordar cuestiones estéticas como, por ejemplo, la figuración del flaneur bogotano y el universo erótico y amoroso de la poeta a la luz de pensadores como Octavio Paz o Georges Bataille. Palabras clave: Piedad Bonnett, soledad, erotismo, flaneur, poesía Abstract: although De círculo y ceniza (1989), the collection of Piedad Bonnett’s first poems, has been considered a heterogeneous book, written over almost a decade, and with a whimsical organization, this paper in-tends to study its different parts in an organic way to find a conductive thread or a plot that is not as scattered as previously assumed. With this objective, we apply a theoretical framework to address aesthetic issues such as the figuration of the flaneur of Bogotá and the poet’s erotic and loving universe in the light of thinkers like Octavio Paz or Georges Bataille. Keywords: Piedad Bonnett, Solitude, Erotism, Flaneur, Poetry Introducción Como un “espejo múltiple, un poliedro girando en el aire. Su unidad está dada por la diversidad de sus varias caras” (Bonnett, 2009: 13); con estas palabras describía José Watanabe el primer poemario de la colombiana Piedad Bonnett: De círculo y ceniza (1989). Cada una de estas caras o superficies poemáticas dibuja un mismo horizonte desolado y solitario, pero en honda comunión o identificación con el otro. Este trabajo tiene por objetivo desentrañar determinados aspectos éticos y estéticos de esta ópera prima, para comprender en qué proporción se despliega esta diversidad dentro de la unidad del libro. Al ser su primer poemario, resulta dificultoso establecer una imprimación única en sus poemas que difieren tanto en cronología, composición y temática. Sin embargo, nos atrevemos a trazar la línea que inaugura su trayectoria poética y así abordar aspectos genésicos y genéticos de la poesía bonnettiana. Pretendemos, pues, comprender sus preocupaciones primeras, aunque ciertamente menos orgánicas y maduradas; en definitiva, una mirada de conjunto sobre su primera tentativa poética. De círculo y ceniza está dividido en tres partes que, si bien mantienen un intenso diálogo entre sí, están perfectamente diferenciadas. Según su ordenación: “El hombre en su trinchera”, precedido por una cita del grupo británico The Beatles (“Ah, look at all the lonely peopleí); “La batalla del fuego”, cuya cita será de un verso de Miguel Hernández (“Porque la pena tizna cuando estalla...”); y, por último, una referencia a Jorge Luis Borges (“Según se sabe, esta mudable vida / Puede entre tantas cosas, ser muy bella”) da paso a “El sueño de los años”. En el umbral del libro, a modo de prólogo, aparece un poema dedicado “Al lector”. Con esta breve descripción, más que nada, damos cuenta de las no pocas tradiciones que confluyen en la obra de Piedad Bonnett. Cada parte proyecta una vía creativa distinta, aunque a veces se produzcan trasvases entre cada una, pues despliegan ya desde sus títulos, tres temáticas fundacionales de su poesía: una poesía cargada de compromiso social, una poesía de gran intensidad erótica y una tercera que ahondaría en la potencia creativa de la ensoñación y del paso del tiempo. Todas ellas, sin embargo, proceden de una misma voz y están atravesadas por las mismas dinámicas. Diríamos que, en el fondo, todos los poemas se articulan desde la exterioridad y la intimidad como polos de experimentación de una “soledad compartida”, tan solo parcialmente anulada por el encuentro entre la poeta y su lector. Ética y soledad Cuando afirmamos que los poemas de Piedad Bonnett presentan una dialéctica entre la exterioridad y la interioridad del poeta, ¿a qué nos referimos? Sin duda, advertimos en muchos de sus poemas un gran compromiso social que refuerza la impronta de Miguel Hernández en su poesía, así como la influencia de los “poetas comunicantes”, como alguna vez denominara Mario Benedetti a los poetas que cultivaban un lenguaje más popular y cercano. Pero con decir esto no basta; nos interesa comprender, primero, qué sentido tiene esta inclinación política de su poesía y, segundo, cómo se conjuga con el resto de su obra —por ejemplo, la erótica— sin desvirtuar su sentido. Esta dinámica dialéctica a la que nos referimos, entre la intimidad y aquello que se reconoce como externo, en realidad, se trata de la particular relación que surge desde el sujeto poético —en tanto que es también sujeto político, inevitablemente— con su comunidad. Difícilmente podríamos articular en estas páginas una conceptualización ajustada de la “comunidad”, sobre todo, en un mundo globalizado y, simultáneamente, en proceso de desarticulación de los vínculos sociales. Pero, en general, podemos referirnos a este concepto en tanto que comunidad política que comparte un mismo o varios códigos lingüísticos — clave igualmente compleja tratándose de la lengua española. Estas apreciaciones pueden resultar algo básicas, pero no debemos olvidar que la escritura se dirige hacia una lectura y, como toda comunicación, tiende a anular la distancia entre el yo y el otro. Procedamos por partes: ¿qué lugar ocupa la poeta en su comunidad? Ciertos investigadores han acertado en señalar una notable influencia de la poesía francesa en la obra de Bonnett, que, en determinados momentos, recupera la figura del flaneur (Romero Carbonell, 2019: 131-154). Está claro que Walter Benjamin consolidó esta figura como un paradigma poético a partir de la obra de Charles Baudelaire, pero cabe comentar cómo se transforma este “paseante” u “observador” de la vida moderna cuando aparece en una ciudad como Bogotá hacia finales del siglo XX. Desde quien habita la multitud salvando su distancia, su individualidad, hacia quien se siente incapaz de conectar efectivamente con cualquier tipo de otredad. Entre ambos median las transformaciones sociales y culturales del capitalismo tardío, por ejemplo, la aparición del “consumidor” como nuevo protagonista del escenario urbano (Quijano Gómez, 2018). Para explorar esta posibilidad, nos remitimos a las reflexiones de Zygmunt Bauman sobre la condición del flaneur en la “sociedad líquida”, expuestas en su texto “Desert spectacular”. El cambio no se habría producido en el escenario urbano, por así decirlo, puesto que muchas de las grandes ciudades conservan sus grandes avenidas históricas así como sus pasajes, sino en la manera en que el sujeto habita dicho escenario. Ya no existe la posibilidad de detenerse sobre la singularidad de los edificios, de las calles, y de las gentes, como mostraba el flaneur decimonónico con su inclinación detectivesca. Más bien, como señala Bauman, las personas circulan por la ciudad con miedo de detenerse, forzándose a no perder el rumbo y a no permanecer “a la intemperie” urbana (Tester, 2015: 147-149). En todo caso, acudir a estos “lugares antropológicos”, empleando la terminología de Marc Augé (2000), actualmente tiene un ánimo turístico, lo cual nuevamente revela la vacuidad de la experiencia comunitaria. Para definir la transformación de este escenario, que como hemos señalado no es propiamente material, Bauman considera oportuno plantear la metáfora del “desierto” —tal vez, influido por “desierto de lo Real” de Jean Baudri-llard (2016). Un espacio donde no existen los edificios ni los pasajes; un espacio sin “lugar”, sin encuentro posible con el otro. Tan solo existen “aquí y allí” como categorías de la subjetividad inmediata, aducirá Bauman citando a Edmond Jabes (Tester, 2015: 140). ¿Qué implicación tendría esto? Una vez abolimos la categoría habitacional del espacio, una vez desaparecen los “lugares antropológicos”, tan solo somos capaces de habitar el tiempo. Si parafraseamos a Ernst Bloch: habitamos entre el “ahora” que desaparece y lo que “todavía no” termina de llegar (citado en Tester, 2015: 138). Un presente que se reproduce infinitamente; cada vez más olvidado de sus orígenes y menos consciente de su porvenir. Esto es lo que ha movido a Gustavo Guerrero a utilizar el concepto de un “presente pre-sentista” —original de Fran^ois Hartog— para referirse a las nuevas formas de temporalidad en la literatura hispanoamericana en la década de los noventa (2019: 35). Piedad Bonnett se adelanta, en este sentido, con respecto a esta tendencia “presentista” en algunos de sus poemas en De círculo y ceniza. Si nos detenemos sobre el poema “Bogotá”, probablemente donde mejor queda plasmada su formulación del flaneur, apreciaremos algunos los aspectos teóricos que hemos expuesto. Solo el primer verso, “Aquí voy yo, sin metas y sin rumbos”, ya nos permite un primer acercamiento consistente: hay una redundancia deíctica del presente y del sujeto como única certeza de existencia, como acción de desplazamiento también, pero que inmediatamente pierde su “voluntad” cuando se reconoce sin un destino concreto. El trayecto se convierte en una necesidad inaplazable (“Necesito inventarte, recorrerte”), pero que, lejos de abrir una esperanza-dora posibilidad, genera un profundo sentimiento de dependencia y de soledad: “Pero te siento ajena y enemiga”, lo cual remarca una individualidad que destaca no por su singularidad dentro de la masa, sino por su desconexión absoluta con la realidad social: “yo perdida / y para siempre sola en tus entrañas” (Bonnett, 2017: 23). La ciudad se formula como el polo de una otredad negativa, amenazante, asfixiante, pero necesaria y sin escapatoria: define los contornos del yo poético, que constantemente debe reforzarse con una deixis casi acomplejada del “aquí”, del “tú” y del “yo”. Sin que sea posible, por otro lado, una existencia sin dicha otredad: “En ti me reconozco, reconozco mis días”, y sin que se produzca un futuro cambio en dicha realidad (Bonnett, 2017: 24). La poeta cuestiona incluso la existencia de un futuro dentro de esa identidad y de esa otredad: “y [reconozco] los días futuros (que quizás no existan)” (24). Como podemos observar, el tiempo se diluye en un eterno presente que es agonizante y solitario, pero necesario, odiado y deseado por partes iguales. Y por recuperar la noción teórica de “espectáculo”, hasta cierto punto cercana al “simulacro” de Baudrillard, podremos encontrar una cierta fascinación recelosa en las coloreadas calles de la ciudad, que esconden tras de sí la tristeza gris de la violencia y soledad: “Mosaico de zaguanes y de tardes rosadas / y de calles mezquinas que exhiben sus colores” (24). Esta lectura nos descubre, en primer lugar, un flaneur actualizado y que, en cierto modo, compatibiliza recorrer una ciudad amenazante y espectacular con un sentimiento de pertenencia no exento de cierta nostalgia: “mirarme en la nostalgia de un postigo” (Bonnett, 2017: 23). Esto significaría que aún persiste una idea de “hogar”, aunque indefiniblemente compleja, y un lugar a donde regresar —aunque sea a través del recuerdo, como en “Regreso”. No se produce aún en esta poesía el salto a un “turista multicultural” sin hogar que Byung-Chul Han identifica como paradigma de la sociedad digital, como es lógico tratándose de un poemario anterior a los años noventa (2018: 63). Pese a lo que pueda parecer, no nos hemos alejado de la noción de “poesía comprometida”; nos interesaba la manera en que la poeta habita y recorre la ciudad de Bogotá, pero esta travesía está poblada por una otredad igualmente abismada. En su actitud de flaneur y en su descripción de la vida urbana, la poeta se encuentra con otras soledades con las que tiende a identificarse o, por lo menos, conservan un lugar en su imaginario poético. Estamos de acuerdo con Adriana del Pilar Rodríguez cuando califica de “cotidiana” la poética de Piedad Bonnett, en tanto que presenta una “necesidad de comunicación con otras realidades”, contando “las cosas como son, como aparecen en el mundo de manera simultánea” (2007: 129). No obstante, ¿cuáles son estas realidades con las que se comunica? ¿Cuál es su cotidianidad o, mejor dicho, qué surge de ella? Pongamos por ejemplo algunos versos de “Domingo”, donde se lee: “Domingos de ciudad, / rudo bostezo de sol adormecido. / La miseria pasea sus ruidosos colores / inventándole un nombre a la mentira” (Bonnett, 2017: 19). En realidad, observamos que cuando la poeta posa su mirada sobre las cosas de la vida cotidiana, sea una calle o un parque, descubre la tragedia escondida tras el simulacro: inventa un nombre a la mentira. La luz solar, paradigma del conocimiento y del bien en toda la tradición de Occidente, aunque adormecida, sustenta la mentira sobre el escenario social: por la luz distinguimos los diferentes colores, que no constituyen una particularidad de los objetos en sí. De manera que la luz ya no posee una significación positiva, no solamente por su simbolismo tradicional, tampoco en su sentido práctico; las luces de la ciudad son ahora letreros lumínicos de propaganda y cambian nuestra percepción de la realidad. Desvirtúan nuestra percepción del entorno urbano, como supo observar Paul Virilio en La máquina de visión (1998). Por su parte, Piedad Bonnett siente la responsabilidad de descubrir la miseria, diluyendo los colores entre las pequeñas tragedias cotidianas, según hemos visto en los versos ya citados. Es en la noche, en cambio, en pleno recogimiento de los sujetos, cuando se observa con mayor nitidez la verdad tras el simulacro. Donde se revela la soledad y la tragedia de cada sujeto, de manera particular, como una condición humana que se instala en la intersección, ahora sí, entre la intimidad y la comunidad. María Dolores Romero supo ver esto, con gran intuición, al identificar dentro de la poesía de Bonnett “una soledad compartida y fraternal como espacio de convivencia entre la poeta como residente de esta tierra y los otros” (2019: 112). Debemos remitirnos ahora a un poema de fuerte impronta gongorina, de título “Soledades” (2017: 15), que pone en juego muchos de los elementos que hasta ahora hemos destacado: “Exacto y cotidiano / el cielo se derrama como un oscuro vino” son los primeros versos donde se empieza a intuir un cierto tono religioso de raigambre cristiana, y más adelante continúa: “un canto de mujer abre la noche”. Reconocemos, entonces, este recogimiento que suscita la noche, y se inaugura un tiempo poético distinto: se produce un cambio de escenario y surgen ante nuestros ojos otras caras, otras vidas, otras soledades: Es la hora en que el joven travesti se acomoda los senos frente al espejo roto de la cómoda, y una muchacha ensaya otro peinado y echa esmalte en el hueco de sus medias de seda. Abre la viuda el clóset y llora con urgencia entre trajes marrón y olor a naftalina, y un pubis fresco y unos muslos blancos salen del maletín del agente viajero. (Bonnett, 2017: 15) En este poema encontramos como “otras soledades” a un espectro de seres adscrito al ámbito de lo femenino, lo que podría interpretarse de muy diferentes maneras. Nosotros, atrevidamente, lo entendemos como una denuncia de la soledad femenina, género tantas veces hostigado en la cotidianidad que sufre y tiende a desarrollarse hacia dentro, en oposición a un público masculino: senos postizos, peinados ensayados, trajes pasados de moda. Un inventario de objetos que son la libertad y la jaula de la feminidad, según cómo se observen. En cualquier caso, esta otredad no se produce necesariamente hacia el género femenino; también aparecen “niños”, “viejos”, “putas” y “enloquecidos”. Seres en el exilio y que pertenecen a la realidad cotidiana de cualquier ciudad, pero que en su sufrimiento revelan una soledad marginal, una tragedia común. Como dice el último verso de “Soledades”, a todos “nos envuelve la noche por los cuatro costados” (2017: 15). Los poemas de soledad y de solidaridad son tan solo una parte en la variedad heterogénea del poemario. Eso es cierto, mas debemos reconocer su valor y significación concretos dentro de la totalidad de poemas. Más aún, trataremos de explicar por qué esta variedad siempre se desliza en un registro único, persistiendo en la poesía de Piedad Bonnett una serie de ideas que han conformado una tradición literaria en nuestra historia y que, por si no fuera suficiente, están sólidamente arraigadas en los autores más destacados de la lengua española. En cualquier caso, ahora nos preocupa cómo se formula esta solidaridad poética, no meramente como temática, sino como registro o preparación previa de escritura que conduce hacia una ética. Este es un matiz fundamental: es responsabilidad del poeta “revelar” la verdad trágica que se esconde tras el espectáculo, poner al descubierto esas realidades marginales o deliberadamente escondidas por la sociedad —como la prostitución, la locura o la vejez, cada una en su tragedia—, por ende, la creación poética se convierte en un ejercicio intrínsecamente ético. Esto quiere decir que la poeta no está obligada a escribir “sobre” el otro, sino que la poesía en sí misma está escrita “desde” el otro. La ética está inscrita en la actuación poética, de la misma manera que lo está la política como “comunicación” entre sujetos acosados por la soledad. Por otro lado, además, su estética tiene un fondo irónico en tanto que revela el vacío tras los valores sociales, a través de los objetos cotidianos (Rodríguez Peña, 2018: 121). La poesía sería, entonces, un desvelamiento romántico de la verdad que se esconde tras el “espectáculo” capitalista (Debord, 2010). Creemos que una de las claves poéticas de Piedad Bonnett se encuentra en la toma de conciencia con respecto del compromiso que nos exige la realidad política: desde la ética, desde la empatía con el otro, desde el reconocimiento de su marginalidad y de su soledad, aspira a anular las diferencias que asolan a la comunidad lingüística y busca tender puentes que permitan el entendimiento. La palabra, menos por su contenido que por su condición de “palabra comunicada”, tiene el poder de sensibilizarnos contra las tragedias cotidianas. El siguiente fragmento pertenece a “El quehacer poético y la ética de la autenticidad” (2000), donde Bonnett aclara ciertas cuestiones pertinentes: En un país que se ahoga en muertos, el poeta no tiene la obligación de hablar de muertos, mientras no se olvide de ellos. En un país que se revienta de corrupción y violencia, también es posible que la poesía hable de amor, pero inevitablemente será un amor donde se sentirá la latencia de la guerra. Para el poeta, tener una ética de la autenticidad significa estar comprometido ante todo con su propia verdad: la suya es una búsqueda de palabras, pues [...] su tarea es la de penetrar esa realidad al convertirla en palabras. (2000: 55) Esta reflexión en torno a la ética de la autenticidad podría aportarnos muchas claves de interpretación; de igual modo, asoman en ella muchos rastros e influencias literarias de todo tipo. Muchas de sus lecturas reconocidas, como Miguel Hernández, muestran también un compromiso más arrojado, por ejemplo, pero según Romero Carbonell también podemos rastrear en sus lecturas de Jorge Luis Borges una raíz ética y filosófica (2019: 368). Nos tomamos la licencia ahora de referirnos al poema “Hijos de la época”, de Wislawa Szymborska, puesto que en él reside una clave poética primordial: “Somos hijos de la época, / la época es política” (2017: 313-314). Con esto insistimos en el carácter eminentemente político de la poesía bonnettiana: en el mismo momento en que se introduce la otredad como condición humana —la soledad, el amor y la guerra—, se advierte, implícita pero incesante, una correspondencia entre ética, poética y, finalmente, política. De círculo y ceniza comienza con esta cuestión, no por capricho, sino porque marcan un modo de lectura para el resto de poemas que vendrán. Erotismo y melancolía Piedad Bonnett vehicula su compromiso político a través de una “soledad compartida”, perspectiva que debemos tener en cuenta a la hora de comprender el resto de su poesía. Sin embargo, nos desplazamos ahora hacia otra forma de expresar la soledad y otras ideas derivadas de la misma. En la segunda parte del poemario, aquella que se intitula “La batalla del fuego”, encontraremos poemas de muy diferente índole pero que comparten, en mayor o menor medida, un intenso erotismo. Pretendemos, pues, explicar por qué no se produce un cambio de perspectiva o prisma con respecto a los primeros poemas sobre la soledad. No se trata de una ordenación arbitraria de los temas, ni un descuido; sino de una consecuencia lógica de este compromiso. Es un dilema que se inserta de nuevo en la dualidad “soledad/común”. Para ser rigurosos, nos vemos obligados a recuperar algunas de las reflexiones que articulara Octavio Paz en su libro El laberinto de la soledad (1950). Este autor será fundamental para nosotros, no únicamente por este ensayo, sino porque creemos que representa una tradición en la que deberíamos enmarcar la obra de Piedad Bonnett. Así pues, traemos para su consideración el siguiente fragmento: Sentirse solos posee un doble significado: por una parte consiste en tener conciencia de sí; por la otra, en un deseo de salir de sí. La soledad, que es la condición misma de nuestra vida, se nos aparece como una prueba y una purgación, a cuyo término angustia e inestabilidad desaparecerán. La plenitud, la reunión, que es reposo y dicha, concordancia con el mundo, nos esperan al fin del laberinto de la soledad. (Paz, 2015: 350) Conciencia de sí y distanciamiento; necesidad de salir y encontrarse con el otro. La soledad, según la entiende Octavio Paz, es una condición, una cualidad intrínseca de la vida humana que nos empuja a salir y a comunicarnos con los demás. Ahora bien, nunca es suficiente y difícilmente escapamos de este sentimiento, que a veces nos sirve de refugio, y si finalmente lo conseguimos será por tan solo unos instantes. En realidad, nos encontramos ante una reformulación del mito del “retorno al origen”, expresión de una herida que no podemos subsanar por nosotros mismos y para que la necesitamos del otro. ¿Cómo explicamos esta cuestión? La humanidad, al tomar conciencia de sí, experimenta seguidamente la distancia con respecto de la naturaleza: la percibe extraña y amenazante, un entorno hostil del que sobreponerse y sobrevivir. No es una idea original ni reciente, se puede hallar en casi todas las tradiciones occidentales remontándonos hasta la Antigüedad. Sin embargo, con el ánimo de localizar una tradición concreta, recurrimos a los términos del Romanticismo europeo para explicarnos. Friedrich Holderlin definía este sentimiento de desarraigo como una “condición intermedia” del hombre, cuya tragedia sería experimentar la materialidad natural desde una distancia crítica (2014). Nuestra conciencia de sí, que desemboca en nuestra libertad y en nuestra conciencia de alteridad, nos impediría integrarnos en la totalidad del Ser, estar en sintonía con el cosmos. Este desarraigo, que tiene mucho que ver con la experiencia romántica de lo “sublime”, nos produce un sentimiento de contradicción y de extrañamiento ante los procesos naturales que tienen lugar en nuestro mundo y que difícilmente comprendemos. Señalamos esto, aunque someramente, porque es en esta grieta donde se inserta la “ironía” en oposición a la “analogía” cósmica. De manera que la soledad es consecuencia de esta experiencia irónica y, como señaló Octavio Paz, revela también una necesidad de comunión, de superación de dicha individualidad (1993). Según Georges Bataille, existiría una “discontinuidad” entre cada ser con respecto de los demás; es decir, entre una identidad y su alteridad, mientras que solamente dos eventos supondrían una ruptura de esta realidad o, por lo menos, su cuestionamiento: la muerte y la reproducción, indefectiblemente vinculadas entre sí (1979: 23-40). Creemos que estas realidades biológicas son igualmente funcionales en términos estéticos dentro de la poesía de Piedad Bonnett, como lo fueron en otros autores antes que ella. Siempre a través de paradojas, estas experiencias humanas terminaron por desarrollar una significación religiosa que se manifiesta en las ceremonias funerarias y eróticas de todas las civilizaciones humanas. La sexualidad adquirió nuevas formas de placer y de seducción, definitivamente desviadas de la mera reproducción (Paz, 1993: 9-30); la muerte adquirió igualmente una significación religiosa cada vez más sofisticada a través de la técnica al servicio de la guerra (Bataille, 1979: 110-113). Pareciera que nos alejamos de la cuestión, pero no es así. Es necesario explicar esto porque el erotismo adquiere una significación profunda en el poemario de Piedad Bonnett. En primer lugar, se explica a través de la experiencia de la soledad, que no es sino una experiencia desgarrada de la “discontinuidad” de los seres y que nos empuja hacia la “continuidad” erótica; en segundo término, el erotismo también puede ser interpretado como transgresión de l’interdiction, las normas prohibitivas que rigen cada cultura (Bataille, 1979). De manera que, por ejemplo, se opondría a las exigencias productivas de la sociedad, pues las ceremonias del erotismo prescinden de todo horizonte práctico. ¿Cómo se materializa esta doble tensión en el poemario? Por un lado, estando la poesía social estrechamente vinculada a la clase trabajadora —véase el poema “En el exilio”— , no parece compatible con esta temática; sin embargo, por el otro, la comunión erótica es el desenlace natural desde la “soledad compartida”. Tras aproximarnos brevemente a estas cuestiones, procedemos a comentar aspectos más concretos. “La batalla del fuego” es el poema que inaugura y nombra la segunda parte del poemario. En él se presentarán varios aspectos eróticos para su posterior desarrollo poemático, pero ante todo nos interesa la identificación del deseo erótico —erótico y no amoroso todavía, pues se describe como una experiencia universal que carece de objeto concreto de deseo— con la violencia y la guerra. Exactamente como argumentaría Georges Bataille. Lejos de perderse la continuidad con los poemas precedentes, el escenario sigue siendo predominantemente urbano, pero ha visto sus contornos desdibujados y las fronteras sociales desaparecen: “Esta es la batalla del fuego. / Como un jinete apocalíptico / devasta la ciudad derruida”. No es una experiencia puntual, no obstante, pues la vida queda vinculada a este erotismo, que se convierte en condición irremediable: “A los que no conocen los azotes del fuego, / la muerte, traicionera, tomará por asalto. / (Ella no sabe que ya estaban muertos)” (Bonnett, 2017: 29), y así asistimos a este desfile de personajes, ahora marcados por la experiencia erótica. La intensidad erótica del lenguaje no pierde su horizonte físico, sin lugar a dudas, donde “los cuerpos desnudos, de los niños sonrientes” experimentan “la inocencia de los amaneceres” (2017: 30). Sin embargo, además de esta vivencia sin culpa, podemos identificar el erotismo fuera de la experiencia humana. En el poema “Armonía” (2017: 32), encontramos una experiencia erótica animal y humana (“Oye cómo se aman los tigres”) que adquiere una dimensión cósmica: “Mira cómo giran los astros en la eterna / danza de la armonía”, y más adelante: “El universo entero se trenza y destrenza en infinitas cópulas secretas”. Esto denota una gran influencia del pensamiento asiático en la poesía de Piedad Bonnett, sobre todo filtrado desde el pensamiento de Octavio Paz, pues perviven en esta poética muchas de las ideas expuestas en El arco y la lira (1956). Es decir, pervive un romanticismo esencial que se decanta por un erotismo cósmico y que convierte la cópula sexual en una experiencia de la totalidad: la plenitud erótica de la cópula nos integra en la “armonía” del cosmos. Por eso sería igualmente interesante comprender qué diálogo se establece en este poema con “ The tiger” de William Blake y con “El oro de los tigres” de Jorge Luis Borges. ¿Qué son las “sabias geometrías [.] de dulces caracoles”, sino otra manifestación de la “terrible simetría” del tigre de Blake (1998: 227)? No se trata de una intertextualidad puntual, es la declaración de un programa poético. Lo observamos en “De círculo y ceniza” (2017: 33), aunque aquí nos encontraríamos ante una modulación del erotismo más próxima a la poesía de Pablo Neruda. Este poema es decididamente erótico y no amoroso, fundamentando nuestra interpretación, en su especificidad física de la boca (“Tu boca viene a mí, solo tu boca”); sin embargo, esta boca posee de nuevo dimensiones cósmicas: “Toda la sal del mar habita en ella, / todo el rumor del mar, / toda la espuma”. Cuando aludimos a una impronta nerudiana en este poema, nos referimos específicamente a este panteísmo erótico que trasciende la corporalidad del amante hacia una identificación con la totalidad del universo y sus movimientos: “Ríe tu boca y se despierta el día” (2017: 33). Este poema ya tiene una subjetividad decida que se manifiesta a través de la otredad; no habla del erotismo como experiencia compartida, sino desde un “yo deseante”. Aquí se manifiesta más nítidamente la continuidad de la discontinuidad; aguarda la promesa de la analogía, de la anulación de la soledad y de la comunión erótica. Creemos encontrar en este poema la integración de todas las tensiones que aparecen en el conjunto del poemario: todas las tradiciones poéticas y todos los matices particulares; todas las sensaciones corporales y sus trascendencias. Continuemos hacia las formas que adquiere el erotismo. La “ceniza” tiene una significación amplia que no puede acotarse definitivamente, pero cuyos contornos nos interesa perfilar para nuestro análisis. Como ya sabemos, este símbolo es de gran fecundidad en la poética materialista de Neruda —especialmente, en su etapa “residencial” (Candía Cáceres, 2004)— y supone una continuidad decadente con respecto a “la llama doble” del amor y el erotismo. Sin embargo, ¿cómo explicamos este apagamiento en mitad del poemario? De círculo y ceniza, de continuidad y ruptura; el ritmo poético se rige, como el ritmo cósmico, por los impulsos de la cópula. Se dan al mismo tiempo y permiten la confluencia de los contrarios. También, de la abstracción geométrica y de la materia perecedera. Entre este mundo y el otro; ironía que se trasciende pero persiste, que se anula pero se revierte. Podríamos decir, no seducción solamente, también hay una atracción esencial que mueve los cuerpos en diferentes direcciones, como astros que gravitaran suspendidos en el espacio: “tu boca [...] viene volando” (2017: 33), para luego alegar en otro poema: “No me culpes. / Por rondar tu casa como una pantera / y husmear en la tierra tus pisadas” (2017: 34). Así es como arribamos a la metáfora bélica en los poemas de Piedad Bonnett. Estos últimos versos pertenecen al poema “Asedio”, donde se hace alusión, ya sea en el título o en los propios versos, a un conflicto armado que atraviesa por diferentes etapas. Otros poemas como “Saqueo” o “Rendición” configuran un corpus de poesía que representa el amor como una guerra; mientras que otros harían una referencia indirecta a través de la angustia y el conflicto, como “Abismos” o “Laberinto” —este último es una relectura erótica del mito del mino-tauro, que también Borges visitó en “La casa de Asterión”. Lo que resulta claro en todo esto es que esta poesía conjuga el erotismo y la guerra, tal y como Georges Bataille los concebía: “como la crueldad, el erotismo es premeditado. La crueldad y el erotismo se ordenan en el espíritu del que está resuelto a ir más allá de los límites del interdicto” (1979: 112; cursivas del original). Es decir, habría una transgresión contenida, premeditada, en la guerra, que convierte a los participantes de ella en cómplices de un juego regido por reglas. De la misma manera que la seducción adquiere la apariencia del rechazo y la persecución: Como el hombre acosado contra la dura roca que oye llegar las voces de sus perseguidores, afilo mis cuchillos, hincho mi corazón y lo acorazo, [...]. Siento entonces que el sol quema mi carne, siento que estoy desnuda, sé que vivo; a la arena, vencida, yo me inclino; un agujero abro y entierro mis cuchillos. (2017: 37) Observamos, pues, reticencia y deseo por el encuentro, como deseo de seducir y de ser seducida. Como en una danza caótica y descompasada que, en realidad, sigue fielmente los ritmos de la música del universo. La poesía de Piedad Bonnett está cargada de sentimientos encontrados y de contradicciones en el deseo, de cargas y de renuncias, lo cual muestra finalmente los resultados de esa guerra cruenta y de esa perpetua consagración. Pero cuyas consecuencias, como ahora veremos, suponen una ruptura y un desgarramiento que nos remite a una interioridad psíquica que complementa esa corporalidad. De entre todas estas confrontaciones, comuniones y soledades, entonces, emerge una realidad íntima, insegura pero determinante, que revela otra realidad poética. Esto no implica la apertura de una nueva derivación bonnettiana, sino una consecuencia natural del erotismo que, como hemos visto, es consecuencia de una previa soledad ante lo común. De nuevo, nos encontraríamos ante una figuración erótica del flaneur. caminante ardiente en su deseo de asediar y ser asediado en un entorno hostil. Deseo de encontrar una otredad en una ciudad donde el otro siempre plantea una amenaza “Porque eres nave y náufrago a la vez / sin velas y sin anclas / solitario / profanador de todos los confines” (2017: 36). Así, en un vaivén sentimental de correspondencias y rechazos, se inaugura una mirada melancólica sobre el pasado amoroso: “Desando yo tus pasos, revivo tus palabras. / Y te amo en las baldosas que pisaste” (2017: 41). También en la peregrinación amorosa el espacio es una experiencia subjetiva y egocéntrica, como decíamos anteriormente del flaneur en el desierto espectacular. Lógicamente, no podemos continuar por estos caminos de nuestra reflexión sin acudir, de nuevo, al pensamiento sociológico de Zygmunt Bauman quien tan bien dilucidó los nuevos usos amorosos del capitalismo tardío. Concretamente, su crítica de la degradación de los vínculos afectivos, de la inmediatez en la consumación del deseo y del rechazo que, en su opinión, la sociedad líquida ejerce contra cualquier forma de compromiso que implique un riesgo psíquico y afectivo (Bauman, 2013: 59-104). Como el flaneur posmoderno, ya no existe con compromiso con el espacio, sino una huida constante y una sensación de amenaza. Esta inmediatez y esta devastación emocional encajan a la perfección con la representación del amor como violencia de carácter bélico en “Saqueo”: Como un depredador entraste en casa, rompiste los cristales, a piedra destruiste los espejos, pisaste el fuego que yo había encendido [...].
Y sin embargo, el fuego sigue ardiendo [...].
En mi hogar devastado se hizo trizas el día, pero en mi eterna noche aún arde el fuego. (Bonnett, 2017: 34) Piedad Bonnett ha deslizado, progresivamente, la noción de la “casa” como espacio donde tiene lugar esta violencia erótica. Lo hemos visto en poemas como “Asedio” o “Laberinto”, pero en este poema el simbolismo es notable pues la devastación arruina las puertas y las ventanas, en cuanto deja a los habitantes a la intemperie, sometidos al frío y a las inclemencias del exterior. Vicente Cervera ha señalado, acertadamente, que ciertos poemas de Piedad Bonnett recuperan el motivo modernista del “amor entre ruinas” (2014: 75), que también podríamos plantear aquí. Sin embargo, es en “Casa vacía” donde encontramos el sentido de la devastación en su poesía erótica: Mi alma es una casa de puertas clausuradas y a un desierto lunar sus ventanas se abisman. En noches de alumno turbios sueños me engañan, mi piel nadie en incendios, el silencio se puebla y la escalera cruje con los pasos perdidos. (2017: 49) “Casa vacía” cierra esta segunda parte del poemario y, desde el título, más que una contradicción, encontramos una continuidad con respecto a la metáfora bélica. La violencia actúa sobre la “casa”, metáfora del alma de la poeta. ¿Con qué efectos? En este poema encontramos ya una formulación de la melancolía como recuerdo de la comunión a través de los “pasos perdidos”, pero ahora lo que nos interesa es demostrar cómo la experiencia erótica transforma el alma de la poeta. Si leemos los versos de ambos poemas citados, podríamos sostener que existe una ambivalencia poética que se mueve entre una casa cerrada, asegurada, y una casa devastada y vacía. Casa, al fin. ¿Qué sentido tiene la casa como cobijo? Cada uno tendrá una idea distinta de la casa, pues se trata de un espacio extremadamente íntimo, pero ese lugar al que regresar genera de entrada una diferencia: el espacio interior y el espacio exterior. Los muros de nuestra casa nos protegen de las diferentes incomodidades del exterior, pero tienen puertas y ventanas que regulan, por así decirlo, nuestro acceso al exterior, así como la visión que de nosotros tiene la otredad. Según Josep Maria Esquirol, “la casa, como centro, hace que el mundo no sea ni caos ni dispersión total; es condición de que haya mundo” (2016: 41). Esto es, que la construcción o identificación de un espacio diferenciado permite la existencia o define los contornos de aquello que está “fuera”, cuya identidad se configura casi de forma negativa. Pero lo más importante es que al generarse un centro, un lugar de regreso a la intimidad, en medio de la extensión del espacio, se inaugura un lugar desde el que se habita el resto del mundo: “Este centro, no geométrico sino existencial, reúne y orienta la casa” (Esquirol, 2016: 42). El erotismo se plantea como una amenaza a esa intimidad. El encuentro con la otredad es una pulsión de la soledad, pero al mismo tiempo desestabiliza los límites de nuestro mundo porque siempre es una experiencia nueva. “[...] Entraste en casa, / rompiste los cristales”, dicen los versos, y luego la melancolía del encuentro fuerza a la poeta a la búsqueda del pasado perdido: “busco un olor de axila, un olor de piel húmeda, un olor extraviado que perviva” (2017: 49). Sin embargo, por debajo de esta búsqueda está operando un cambio anímico: la devastación sobre la casa propia desdibuja los límites del mundo íntimo y, consecuentemente, difumina la claridad sobre las cosas, sobre el mundo. No es de extrañar que estas reflexiones nos lleven al pensamiento posmetafísico de María Zambrano. La devastación de la casa, en consecuencia, es la amenaza de la unidad íntima, de nuestro lugar en el mundo, y nos enfrenta al Todo. Sobre esta cuestión, Zambrano reivindicó la poesía como una herramienta del conocimiento para reconciliarnos con el Ser. No un Ser metafísico, como había venido haciendo la filosofía o la religión, sino con la “heterogeneidad” del Ser (2017: 101116). La destrucción de la casa expone a la poeta al vacío de la existencia, al sinsentido, y le permite acudir a la poesía como una vía curativa, como catarsis, para reconciliarse con el Ser. Esta vía última en la poesía temprana aparece planteada en un poema como “Abismos” y otro como “Vuelta a la poesía”, donde los versos confiesan íntimamente: “Humilde vuelto a ti con el alma desnuda / a buscar el reflejo de mi rostro, / mi verdadero rostro / entre tus aguas” (Bonnett, 2017: 55). Conclusiones Llegamos hasta aquí con la pretensión de haber hilado algunas reflexiones que permitan leer el primer poemario de la colombiana Piedad Bonnett de una manera más orgánica y genésica. Descubierta la trama oculta que conecta los poemas entre sí y que justifica las derivas de su creación, se ha seguido el rastro de las tradiciones de las que bebe. Extremadamente heterogéneas, por otra parte, como hemos observado. La ética poética de Piedad Bonnett la empuja hacia el compromiso social, pero es un compromiso para con la soledad de cada uno de los sujetos. Es una solidaridad con el sufrimiento que compartimos y que nos individualiza, al tiempo que nos revela una experiencia común. Por otro lado, la soledad es una permanente búsqueda de la otredad; es deseo de conjunción y de comunión. Como hemos visto, esta realidad se nos presenta bajo la forma de un deseo erótico subjetivo, pero que igualmente se encuentra universalizado como experiencia humana y, todavía más, como acontecimiento cósmico que revela que el sentido de las cosas. La decepción, el fracaso, la melancolía de la comunión, que no puede ser sino inmediata y finita, mueve a la poeta al canto y a la poesía, con la que pretende encontrar un remedio contra su sufrimiento existencial. La poesía es un camino del pensamiento que nos reconcilia con la heterogeneidad del Todo, nos revela la intimidad desde la que aprender a liberarnos de nuestras propias prisiones. Este es un viaje emocionante y que, posteriormente, en sus siguientes poemarios, adquirirá nuevas fórmulas de expresión y de emoción, como es natural. Sin embargo, en De círculo y ceniza encontramos una selección de los motivos y de las referencias poéticas que determinan la significación final del poemario. Elementos como la figuración actualizada del flaneur baudelairiano o la escenificación urbana, donde la poeta parece tener el poder de desvelar la verdad que se esconde tras los colores del espectáculo capitalista. El erotismo y el amor serían caminos, como lo son la poesía o la filosofía, para afrontar esta realidad cruel e inhumana. Bibliografía AugÉ, M. (2000), Los “no lugaresEspacios del anonimato. Una antropología de la Sobremodernidad. Margarita Mizraji (trad.). Barcelona, Gedisa. BATAILLE, Georges (1979), El erotismo. Toni Vicens (trad.). Barcelona, Tus-quets. Baudrillard, Jean (2016), Cultura y simulacro. Antoni Vicens y Pedro Rovira (trads.). Barcelona, Kairós. BAUMAN, Zygmunt (2013), Amor líquido. Mirta Rosenberg y Jaime Arrambide (trads.). México, Fondo de Cultura Económica. BLAKE, William (1998), Poesía completa. Pablo Mañé Garzón (trad.). Barcelona, Ediciones 29. 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Ensayo de Marcelo Urralburu
Universidad de Barcelona, Barcelona (España)
marcelo.iraultza@gmail.com
Publicado, originalmente, en: Mitologías Hoy. Revista de pensamiento, crítica y estudios literarios latinoamericanos vol. 22 | diciembre 2020 | 425-440
Mitologías Hoy. Revista de pensamiento, crítica y estudios literarios latinoamericanos es una revista vinculada al Departamento de Filología Española de la Universitat Autònoma de Barcelona
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