El simbolismo del

«Rey Lear»
Derek Traversi

de todas las concepciones trágicas de Shakespeare, El Rey Lear es sin duda la más vasta y la más universal, tanto en su contenido dramático como en sus derivaciones de tipo espiritual. Esta universalidad, ausente de la intriga concentrada de Otelo y en parte solamente anticipada en la acción política de Macbeth, encuentra su expresión más clara en la figura de su protagonista. Confiere a Lear, sin privarle por eso de la fuerza de su tragedia personal, el valor de un símbolo universal, haciendo de su mente el reflejo de conflictos y tensiones existentes en la naturaleza circundante, y relacionando así, íntima y continuamente, la acción externa con el desarrollo espiritual de su persona. En un sentido muy real, la acción entera de la tragedia podría describirse como la proyección exterior de temas presentes en grado sumo en la mente de la figura principal. Como padre, Lear causa en sus hijas reacciones opuestas que reflejan facetas contradictorias de su propia mente y terminan por producir su caída, abandonándole a una naturaleza que está ella misma también en conflicto; como rey, su carácter impulsivo libera fuerzas de desorden social que sólo pueden ser contenidas al llegar a un agotamiento total. Del conflicto, cuyo doble aspecto familiar y social está así concentrado en una sola mente, irradian como reflejos parciales de una imagen central los diversos temas de la obra que dan a la situación central profundidad} y variedad y obtienen de ella, a su vez, la unidad subsistente que confiere a la historia su significado completo. En ninguna obra de Shakespeare —y quizás en ninguna otra, anterior o posterior— está la tragedia individual tan completamente proyectada sobre un fondo de significado universal como en ésta, y en ninguna se ha logrado de una manera tan exacta y significativa la correlación entre acción y motivo, el hecho exterior y su significado espiritual.

Estos dos aspectos de la situación de Lear, el personal y el real, contribuyen, cada uno a su manera, a la unidad subsistente de la tragedia, cuyas distintas etapas corresponden, en la acción visible, a un desarrollo estrechamente trabado. Estas etapas son, en realidad, tres. La primera ocupa más o menos los dos primeros actos, y trata de la entrada de la pasión desenfrenada como una fuerza disgregadora en la mente de Lear, y del consiguiente derrocamiento del orden, del equilibrio, tanto en su persona como en su familia y en el estado, de cuya unidad ha sido hasta ahora el guardián real; al final de esa primera parte, habiendo abdicado su autoridad para seguir un deseo senil de lisonjas, se encuentra con una hija leal, Cordelia, desterrada y en el poder de otras dos, Regan y Goneril, que le han desposeído, tratado con desdén, dejándole aislado e impotente. En la segunda etapa, que ocupa la parte central de la obra, el desorden personal y social así desencadenado encuentra en la tempestad, a la cual se halla expuesto el viejo rey, un símbolo que a la vez lo refleja y lo trasciende; los elementos en lucha, además de reflejar en su furia ciega el conflicto que domina la mente extraviada de Lear, actúan sobre él, mediante el intenso sufrimiento que le causan, con la fuerza de una auto-revelación, convirtiéndose así en el preludio de su renacer. Lear, expuesto a la naturaleza, despojado a la vez de sus prerrogativas y de los prejuicios que las acompañan, recobra el sentido de su humanidad esencial, y, a la luz de ella, una compasión que desde ahora iluminará sus actos. Este renacer moral, sin embargo, aunque logrado en el orden personal durante la tercera y última etapa de la tragedia, no puede afectar la fortuna externa del protagonista. Su reconciliación con Cordelia, cuyo retorno para restaurarle en el trono es, como si dijéramos, la respuesta adecuada a su crecimiento en comprensión espiritual, viene seguida casi inmediatamente por la derrota final y por la muerte de ambos en un ambiente de desastre ilimitado. Los aspectos personales y sociales de la trama, hasta ahora unidos, se separan para llegar a la catástrofe final, y la tragedia, después de alcanzar una altura única en el tratamiento del tema personal, acaba en un espíritu de aceptación estoica.

El punto de partida de la tragedia es, por lo tanto, la determinación de Lear de lograr que sus hijas, en pago a la abdicación de sus derechos reales, le hagan una vacía demostración de afecto. El verdadero sentido del episodio surge cuando Cordelia, después de haber escuchado en silencio a las demostraciones de cariño tan fácilmente proferidas por Regan y Goneril, contesta a la petición de lisonjas de su padre con una afirmación sencilla del deber:

                                                              I love your majesty 

                                                              According to my bond; nor more nor less.[1]

Su actitud, lejos de reflejar la frialdad que Lear tan impulsivamente interpreta en ella, es fiel a la concepción central de toda la obra, que es más universal que particular, más simbólica que meramente personal. Para Cordelia, el afecto filial es un deber, que la naturaleza exige sea brindado al padre que la "engendró", "crió" y "amó" en la forma de obediencia, afecto, y respeto. Su insistencia sobre el vínculo que le une a su padre, se basa, no en un concepto abstracto de la obligación filial, sino en la comprensión de la naturaleza permanente y verdadera de las cosas, que no puede ser reforzada por ninguna ficción retórica, ya que existe como una condición de normalidad en el fondo mismo de la naturaleza humana. El comportamiento de Cordelia ante su padre representa, bajo su firme sobriedad, una norma del mismo tipo que la expresada en la realeza simbólica de Duncan en Macbeth; en relación con ella, los motivos imperfectos o perversos de los demás miembros de la familia se ven en su parcialidad evidente.

De esta comprensión parcial, el comportamiento de Lear es un claro ejemplo. Refleja un debilitamiento de su autodominio (a causa de la edad) que está enraigado en las pasiones, Pues mientras Cordelia es, según una frase que aparece más tarde, "reina de las pasiones", la realeza externa de Lear es compatible con un servilismo íntimo que es el reverso de su condición de rey. Las intensas imágenes paganas de sus primeros discursos, la evocación del fuego elemental de la vida y de los lugares oscuros de la naturaleza, representan las fuentes de su cólera frente a la razonable Cordelia, revelan la pasión alzada contra el debilitado dominio de sí mismo que lleva la personalidad a la destrucción. El efecto inmediato es obligarle a maldecir a su hija invirtiendo así la posición sobre la que ella se había apoyado. Mediante esta maldición Lear rechaza, éstas son sus palabras, "la cercanía y pertinencia de la sangre", rompiendo sí los lazos que preceden a la razón, pero de los que depende la unidad de la familia, y, a la larga, de la propia experiencia.

La insistencia de Lear sobre el respeto que se debe a su paternidad lleva, debido al conocimiento imperfecto que tiene de sí, a la división de la familia en dos grupos. Cada uno de ellos a su vez refleja —y es importante comprender esto— aspectos contrarios del carácter familiar, presentes simultáneamente en la persona de Lear. Tanto Cordelia como sus hermanas son evidentemente hijas de su padre. La firmeza con que Cordelia se aferra a la posición que ella considera como "natural", es tan claramente hereditaria como la entrega apasionada de sus hermanas al propósito egoísta que se han trazado. Ambos son aspectos complementarios de un solo desarrollo dentro de la unidad de la familia. El crimen inicial de Lear contra su paternidad está debidamente equilibrado por el desprecio de sus hijas mayores hacia todo sentimiento natural, y esta doble inversión del orden normal requiere, una vez consumada, un crecimiento completo en términos de desunión trágica.

Habiendo así expuesto en la escena inicial esta situación, Shakespeare procede a hacer un comentario sobre la misma mediante una historia paralela. La tragedia del cortesano Gloucester, cuyo hijo ilegítimo Edmund rompe los lazos naturales al desposeer a su hermanastro legítimo Edgar y al arrojar a su padre al destierro, a la ceguera y a la muerte, tiene el fin claro de hacer resaltar el verdadero significado del comportamiento de Lear. Edmund, en realidad, basa sus acciones sobre una filosofía, una interpretación de la naturaleza consistentemente destructiva. Reaccionando como resultado de sus orígenes contra la idea de la legitimidad en nombre de la "naturaleza", da fundamento racional a la segunda de las dos posiciones cuyo conflicto es el tema de la tragedia.

La excesiva naturalidad con que Cordelia acepta los lazos que unen padre e hijo, y que son en cierto sentido el reflejo de un orden universal, se encuentra balanceada en Edmund por una interpretación contraria de la naturaleza, a la que le han impulsado sus propios orígenes. Según esta interpretación, la verdadera ley natural se halla reemplazada, en la sociedad de que forma parte, por el prejuicio de la legitimidad, producto de la costumbre irracional, y no basada en nada tangible ni vivo en el orden de las cosas. Fundándose sobre esta visión de la realidad, Edmund empieza por invertir los fundamentos normales de la vida familiar, y después, con el apetito desenfrenado del poder que surge de su visión, destroza el renovado orden del estado.

La situación así planteada en estos episodios paralelos va desarrollando sus consecuencias en términos de ruptura y desunión durante la primera parte de la obra. Lear visita sucesivamente las residencias de sus dos hijas Regan y Goneril para pedirles la hospitalidad que le habían prometido en el momento de abdicar el trono; encuentra, sin embargo, que —una vez que han obtenido el poder, la meta única de sus vidas—, ambas se unen para desheredarle. Su reacción es una respuesta apasionada a esta inversión calculada de los sentimientos filiales, respuesta que está relacionada a su vez con su error original. Los efectos completos de haber rechazado anteriormente, en la persona de Cordelia, "la cercanía y pertinencia de la sangre", surgen ahora en su reacción apasionada contra las razones egoístas de sus hijas mayores, que derivan, sin embargo, en un sentido muy real de su propia equivocación. La comprensión de haberse equivocado, y el negarse a reconocerlo, entablan una lucha dentro de su ser. Dirigiéndose a la naturaleza, pide que se suspenda la fertilidad natural de su propia hija:

                                                               Into her womb convey sterility:

                                                               Dry up in her the organs of increase,

                                                               And from  her  derogate body never spring

                                                               A babe to honour her.[2]

Esta maldición, que procede de la pasión y recurre a la naturaleza, la fuente del instinto y del sentimiento, es, sin embargo, un ataque contra el cumplimiento natural de la pasión; éste es el centro de la tragedia de Lear. Este desarrollo es paralelo al de sus hijas desagradecidas. En realidad, el padre y las hijas deben ser considerados, según ya vimos, como aspectos complementarios de un mismo desarrollo dentro de la unidad familiar; el crimen de Lear contra su paternidad, iniciado cuando su vanidad le indujo a desterrar a Cordelia, se halla justamente equilibrado por el desprecio de sus hijas mayores hacia todo sentimiento natural, desprecio que las llevará al final, lógicamente, a volverse una contra otra, a causa del aventurero Edmund, al intentar ambas saciar en él sus deseos individuales. La pasión que es la base de su crueldad, termina convirtiéndolas en rivales por el amor del hijo bastardo de Gloucester, llevándolas así a la ruina. De nuevo, lo mismo que en Otelo y en Macbeth, vemos a los elementos malos de la pasión llegando hasta su natural conclusión, que es la desintegración más absoluta.

Al final del encuentro entre Lear y sus hijas, los dos grupos opuestos en los que ha quedado dividida la familia se separan definitivamente. El primer anuncio de la tormenta que se avecina confirma esta separación: "Retirémonos; va a haber una tormenta" insiste el esposo de Regan, Cornwall, y ésta y su hermana no tardan en invocar a la voz justificadora de la razón en defensa de sus intereses. "La casa es pequeña"; "Él es el culpable"; todo es a la vez impecablemente lógico y completamente inhumano. "El rey", por otra parte, como anuncia Gloucester, "tiene una gran furia". Sus pasiones, el preludio a la locura, le han dominado, y Cornwall comprende con razón que en ese estado él mismo será el instrumento de su propia destrucción: "Es mejor abrirle paso, él se guiará a si mismo". En el último comentario de Regan, estos conceptos se desarrollan más ampliamente en palabras, que, además de recalcar el egoísmo típicamente moralizador de quien las pronuncia, contienen una verdad cuyo profundo sentido ella misma no comprende plenamente :

                                                               O, sir, to lüilful men

                                                               The injuries that they themselves procure 

                                                               Must be their schoolmasters.[3]

Que esta palabras, además de expresar la negación de responsabilidad de la que habla, prevén el crecimiento de Lear en el conocimiento de sí mismo, quedará demostrado en su desarrollo moral durante la tempestad. Mientras tanto, las puertas se han cerrado, y los mundanos y poderosos entran huyendo de la "noche salvaje" y de la tormenta; el camino está ahora abierto para que se desenvuelva la situación central de toda la tragedia.

El tercer acto de Rey Lear, que trata de la tormenta y de sus reflejos en el comportamiento de los hombres, es un ejemplo maravilloso de elaboración poética para fines dramáticos. En medio de ella, como protagonista principal y a la vez como símbolo del estado espiritual de una humanidad expuesta a una inversión fundamental del orden, se alza la figura del viejo rey. La tempestad que ha estallado en la mente de Lear como resultado del trato que le han dado sus hijas, está fundida admirablemente con la descripción de los elementos en lucha que sale de sus labios; la tempestad externa, que ejerce sobre su avejentado cuerpo la presión intolerable que acaba aplastándole, es, a su vez, una proyección de su estado interior, estando ambas fundidas en una sola realidad poética. Relacionada así con la acción de los elementos, la figura de Lear adquiere ahora unas proporciones que trascienden lo meramente personal convirtiéndose en el hombre, el microcosmo del universo, expuesto a un sufrimiento al que contribuye el estado universal de las cosas, pero que encuentra su símbolo más agudo en la íntima desunión que la acción anterior introdujo en los vínculos familiares.

Todo el episodio está bellamente logrado en torno a esta situación central. Si bien el propio Lear se ha convertido, según su propia frase, en "el hombre sin acomodo", se siente, sin embargo, claramente que él es incapaz de soportar solo el peso de la situación a la que le ha destinado la concepción trágica. Por esto, con un tacto artístico maravilloso, se le ha rodeado durante la tormenta de un número de figuras secundarias que sirven, como si dijéramos, como los contrafuertes externos de una gran construcción arquitectónica, librándole de parte del peso, que, de otro modo, caería enteramente sobre él. El Bufón que desde el primer momento ha comentado irónicamente la locura de Lear; Kent, que ha combinado la lealtad con el deber de la franqueza; y Edgar, que debido a las intrigas de su hermanastro se encuentra en una situación paralela a la de Cordelia, todos ellos, desde sus diversos puntos de vista, comparten el peso de Lear, y muestran una comprensión de algún aspecto de su significado; y antes de que termine la tempestad se unirá a ellos Gloucester, cuya suerte como padre ha sido desde el primer momento paralela a la suya. El resultado es un intrincado y progresivo ensamblamiento de personajes y situaciones que nos lleva paso a paso siempre más allá en la comprensión del significado pleno de la tragedia universal encarnada en la paternidad escarnecida de Lear y en su realeza destrozada.

La primera aparición del viejo Rey en la tormenta nos lo muestra en su cólera pidiendo a la tempestad que cumpla sobre la naturaleza, el universo entero, la maldición que ya ha lanzado sobre sus propias hijas:

                                                                Crack nature's moulds, all germins spill at once 

                                                                That make ungrateful man.[4]

La raíz de su indignación es todavía una compasión egoísta, un sentimiento de ofensa ante un comportamiento que él siente acertadamente que es injusto, pero cuya relación con su propia locura no puede comprender aún. El Bufón da el primer paso para traer a la luz las causas más profundas de su tragedia. En las relaciones, durante la tempestad, entre el Bufón y Lear tenemos uno de los casos de inversiones significativas que tanto abundan en esta obra. Hasta ahora han sido Rey y Bufón, señor y esclavo, pero en el momento del abandono de Lear se convierten en algo muy diferente; el vínculo entre ellos se hace cada vez más íntimo y, en la inversión causada por la locura en la mente de Lear debida a la cual se ve a sí mismo como una imagen reflejada cabeza abajo, vislumbramos una relación de contrarios aún más profunda, la del "hombre sensato" y el "loco" (wise man y fool). La esencia de estas relaciones consiste en la inversión de los valores aceptados. El supuesto hombre sensato de las escenas anteriores, el Lear que podía hacer azotar a su esclavo y ejercitar su voluntad sin miedo a la contradicción, se ha convertido, como sus propios actos han demostrado, en el loco y éste ahora está en posición de ofrecer los comentarios de una filosofía práctica y popular sobre su comportamiento y porvenir. Sin embargo, siendo ambos en cierto sentido fragmentos separados de una sola mente, tienen algo en común. El Bufón representa para Lear la voz de la realidad, que éste para su propia ruina intentó ignorar, pero que estaba sin embargo presente de alguna manera en la estimación favorable que de sí mismo tenía; y Lear, por su parte, ejerce aun sobre su Bufón, al menos en parte, una cierta autoridad que aun en la condición caída de su amo le inspira una lealtad que sería difícil de justificar en su estado normal de desilusión:

                                                               The knave turns fool that runs away; 

                                                               The fool no knave, perdy.[5]

Y ambos en su unidad dividida se hallan ligados por su exposición común a los poderes externos que no parecen apiadarse ni del hombre sensato ni del loco.

La segunda contribución, más positiva para el desenvolvimiento creciente de la acción, la da Kent. Con aquella solicitud por la fragilidad humana que es en él una extensión normal de la lealtad, acentúa la incapacidad del hombre para soportar la acción de los elementos. Lear, en su contestación, indica la existencia de una unidad fundamental entre la conmoción interna y la externa, la tempestad de su mente y la que ruge fuera, y muestra a la vez señales de una incipiente locura:

                                                               the tempest in my mind 

                                                               Doth from my senses take all feeling else 

                                                               Save what beats there.[6]

La ingratitud filial la concibe en términos de una lucha bestial entre las diferentes partes de un solo cuerpo:

                                                               Is it not as this mouth should tear this hand 

                                                               For lifting food to it?[7]

De ahora en adelante las imágenes de bestias en conflicto, del organismo humano destrozado sin remordimientos como por fauces y garras, tienen un lugar importante en la obra. Las apariencias encubridoras de la naturaleza del hombre se están desgarrando, y el estado de anarquía que así se revela no es más que la proyección física de la culpabilidad que normalmente oculta. Bajo la impresión de este espectáculo la coherencia de Lear se deshace visiblemente. Amenazas de indeterminadas acciones futuras alternan con afirmaciones de su capacidad para sufrir; éstas a su vez producen nuevas muestras del compadecimiento que le inspira su propio estado, y debajo de todos estos fragmentos de una inteligencia antes unificada encontramos la amenaza de una locura que se avecina: "Por ese lado se va a la locura. ¡Basta de esto!"

No todo lo que sale a la superficie en Lear bajo la presión a la que se le ha expuesto, es, sin embargo, anárquico y negativo. La solicitud de Kent comienza poco a poco a comunicarse a su amo. Después de invitar al Bufón a que le preceda a guarecerse dice: Rezaré y después dormiré. El contenido de su oración es, en realidad, nuevo. Su punto de partida es su referencia a la pobreza sin casa, inspirada por la contemplación del Bufón. Al considerar aquellos cuyas cabezas no tienen casa, y cuyos costados revelan el estado de hambre, llega a una nueva conciencia de su falta de comprensión:

                                                              O, I have ta'en 

                                                              Too little care of this![8]

y, como reacción, se introduce de manera más específica que antes una preocupación por la justicia. El punto de vista de Lear se está convirtiendo, de hecho, en algo definitivamente social. La contemplación de la miseria de los pobres llega a presentarse como un 'remedio' para la pompa que hasta ahora había aceptado sin consideraciones; lleva en términos de moralidad social a restablecer el equilibrio roto por el bienestar superfluo de los privilegiados y así, con tremendo atrevimiento, a "mostrar que el cielo es más justo".

En este mismo punto el campo de la acción se agranda aún más al entrar Edgar, en el que el estado de la pobreza sin casa se ha convertido en una realidad visible. Con su propia desnudez confrontada con la de Edgar, y ambos sometidos a la presión despiadada de los elementos, la nueva preocupación de Lear por la 'justicia' da señales de transformarse en algo más profundo, más universal. El Rey Lear es una gran tragedia precisamente por ser una obra acerca de la naturaleza humana más que una obra acerca de los abusos del gobierno o de la desigualdad social. Es esta naturaleza la que ahora está revelándose despojada ante nuestra consideración. El estado de artificialidad (sophistication) a través y más allá del cual Lear ahora ve, es más que el mero orgullo o el abuso de la riqueza. Estos dos son más bien atributos normales de la naturaleza del hombre, parte de la superestructura convencional con la que trata de esconder hasta de sí mismo su propio carácter, tan normales como las vestiduras que debe a los animales y que protegen su cuerpo, de otra manera descubierto, de los extremos de los cielos. La acción de la tormenta ha venido a corregir estas falsas pretensiones. Ha traído de nuevo a los que han estado expuestos a ella, a la verdad, conocida pero siempre olvidada, de que el hombre sin acomodo no es más que un animal pobre y desnudo, como Edgar.

Habiendo confirmado esta observación, y después de haber sido rescatado por Gloucester de la acción de los elementos, Lear se entrega a una consideración de la naturaleza de la justicia. El primer signo de su locura completa es una inversión de los valores convencionales de la sociedad, que lleva al enaltecimiento del pobre y del desvalido, víctimas de una concepción parcial de la justicia, a la posición de ministros ejecutantes. El desnudo Edgar se convierte así en el "representante togado de la justicia", y el Bufón, que ha sido hasta ahora el símbolo viviente del sometimiento al poder irresponsable, se torna en "su compañero en el juicio", mientras aquellos que, como Goneril y Regan, han subido mediante su falta de piedad al ejercicio de la autoridad y que están brillantemente ataviados para cubrir su animalidad subsistente, se ven en su verdadero carácter. El problema así planteado, sin embargo, no es una mera cuestión de categorías sociales. Detrás de la inversión de la justicia, tan general entre los hombres, existe un elemento irreductible de maldad con el cual la misma justicia, propiamente entendida, tiene que tratar. "Que abran a Regan", dice Lear, "para ver lo que engendra en su corazón. ¿Hay alguna causa en la naturaleza que hace estos corazones duros?" Esta pregunta, más aún que la magnitud del desastre personal que ha llevado a plantearla, indica la amplitud de la tragedia de Lear. El problema se relaciona menos con la justicia o su aplicación en cualquier situación particular, que con la naturaleza del hombre, se refiere tanto a la locura de Lear como a su posible redención. Crea en realidad un estado de tensión espiritual tan profundo que la única transición posible es hacia el reposo, hacia el sueño; y así es en este preciso momento cuando Kent dice a su agotado señor que "descanse un rato", y cuando el Bufón, habiéndole acompañado hasta el punto más bajo de su descenso, desaparece.

En el último episodio de esta parte central de la tragedia los efectos plenos de la crueldad desatada por la pasión en la naturaleza humana se revelan en una imposición particularmente gratuita de sufrimiento físico. Gloucester, que movido por la piedad dio refugio a Lear, es detenido y acusado de traición, y Regan, Goneril y Cornwall se mueven alrededor de él con una intensidad pasional que culmina al cegar a su indefensa víctima. El sufrimiento físico así infligido sobre el escenario, es, como espectáculo, casi intolerable, y sólo puede justificarse su presencia, teniendo en cuenta la vasta concepción que anima toda la tragedia. No es por casualidad que el momento en que Gloucester, víctima de una crueldad innecesaria, pierde su vista, sea también aquel en que se confirma el nacimiento de su comprensión espiritual. Es inmediatamente después de haber sido cegado que Gloucester acepta su propia responsabilidad, al saber que el hijo verdadero de su sangre, a quien él había considerado como un traidor, había sido en realidad traicionado:

                                                              O my follies! Then Edgar was abused.

                                                              Kind gods, forgive me that and prosper him.[9]

Este nuevo desarrollo, paralelo al de Lear, se basa en una paradoja central relacionada con el uso hecho por Shakespeare de la imagen de la vista en esta parte de la tragedia. Aquellos que ven, que se enorgullecen de su conocimiento del mundo y de sus costumbres, se encuentran por fin traicionados por su vista, siendo en realidad, en un sentido muy verdadero, ciegos; mientras que aquellos que han perdido sus ojos pueden, en el mismo momento de perderlos, recibir un rayo de iluminación moral, en realidad ver. El que Gloucester logre esta clase de visión en el momento de quedarse ciego sólo puede compararse con la obtención de la cordura moral en el momento de sucumbir Lear a la locura.

A esta altura de la tragedia, Shakespeare se encuentra enfrentado con un problema artístico de tremenda dificultad: equilibrar la desintegración tan magistralmente trazada en la primera parte, con una armonía en la segunda, correspondiente a la que se alcanzó, al fin, en Macbeth. El momento en que Gloucester es cegado, representa el punto de la entrega más absoluta del hombre a la bestia que existe en su propia naturaleza. Shakespeare lo hace seguir por una especie de calma en el desarrollo emocional de la obra, en la cual la desdicha se convierte en resignación estoica ante lo peor. Como nos dice Edgar:

                                                             The lamentable change is from the best; 

                                                             The worst returns to laughter.[10]

Esta es la única transición posible después de los horrores precedentes, y durante la misma nos damos cuenta de dos nuevos desarrollos. En primer lugar, la pasión que hasta ahora ha impulsado a Goneril a la crueldad y a la ingratitud, comienza a destrozar su propia prosperidad. Revela abiertamente su amor por Edmund, y con él su desprecio hacia su marido, del cual exclama con una intensidad física característica: "Mi bufón usurpa mi cuerpo", mientras que él, asombrado por la revelación plena de su bestialidad, se vuelve contra ella en términos que también nos sugieren la bestia:

                                                             Were't my fitness

                                                             To let these hands obey my blood, 

                                                             They are apt enough to dislocate and tear 

                                                             Thy flesh and bones.[11]

Es la fatalidad de Macbeth. repetida otra vez, asociada ahora con un grado más alto de intensidad animal; el mal, después de destrozar los fundamentos del orden, y de las relaciones naturales, empieza a destrozarse a sí mismo.

El segundo desarrollo en esta etapa es la confirmación del cambio moral que hemos encontrado ya en el carácter de Lear. Este cambio, resultado de sus experiencias en la tempestad, está concebido como contrapeso de la destrucción de los valores humanos que lo ha acompañado. Al considerar Lear, basándose por vez primera en la experiencia directa, el estado miserable del hombre sin acomodo, se ha dado cuenta de los defectos que le han llevado a su actual condición lamentable; del egoísmo herido del animal, dominado por sus pasiones, hemos pasado a lo que sólo puede considerarse como un reconocimiento moral de la herida terrible que el sufrimiento causa a la naturaleza humana. Al final de sus experiencias en la tempestad, Lear se halla en condiciones de que el sueño se apodere de él; su naturaleza no se encuentra dominada ya por una mera pasión egoísta, sino que se halla por fin dispuesta a recibir "the balm of broken sinews" ("el bálsamo de los tendones rotos"). Por vez primera, se indican posibilidades de armonía más allá de la tortura. La tempestad, con su sensación de la división del cuerpo humano físicamente quebrado en el potro, o indefenso bajo los dientes de las bestias feroces, es sustituida por un dolor que es aún intenso, pero que podría ser el preludio de un restablecimiento. Parece ser la intención de Shakespeare equilibrar la anarquía y la crueldad de la primera parte de la acción mediante una espléndida reconciliación entre el padre y la hija que desterró, en una relación natural y armoniosa.

De esta manera se nos lleva, paso a paso, al despertar de Lear, cuyo significado es, por lo menos, tanto moral como físico. La escena en que esto ocurre, desde el punto de vista de la fusión que logra Shakespeare de la técnica dramática con las necesidades de la poesía, es la más original de toda la tragedia. Está cargada de la nota simbólica singular que desde ahora en adelante tiene un papel creciente en la obra del poeta, un simbolismo que no se impone sobre el desarrollo dramático, sino que sale de él y lo completa. Dada la extraordinaria libertad, la amplitud de referencias que caracterizan desde el principio el verso de esta tragedia, es sólo un paso más la introducción de efectos que, en un sentido estricto, no forman parte del desarrollo del drama, pero que el dominio inigualable del poeta logra fundir orgánicamente en un efecto total. El 'sueño' es ya en sí mismo un valor simbólico, que refleja curación, restablecimiento; y ahora Shakespeare añade la música, con sus asociaciones de armonía, y nuevos atavíos que sugieren la purificación de sus penas pasadas que Lear ha sufrido durante el sueño. Cordelia ruega por su restablecimiento, a su vez, en un lenguaje que relaciona el símbolo musical de la armonía con el renacer de la unidad y la salud en la personalidad dividida y desgarrada:

                                                            O, you kind gods, 

                                                            Cure this great breach in his abused nature!

                                                            The untuned and jarring senses, O, wind up, 

                                                            Of this child-changed father.[12]

Por estos medios, Shakespeare logra transformar el sufrimiento de Lear, haciendo de él la condición de su renacer. Podemos ver esta transformación en su primera exclamación al recobrar el conocimiento:

                                                            Thou art a soul in bliss; but I am bound 

                                                            Upon a wheel of fire, that mine own tears 

                                                            Do scald  like molten lead.[13]

La dificultad de Lear en creer que él realmente ve a su hija ante sí, indica la profundidad y lejanía de lo que le ha sucedido. La idea de resurrección sugerida en las palabras: "me hacéis mal, sacándome de la tumba", contribuye, aunque de manera indirecta, al mismo efecto. Lear sufre todavía en 'la rueda de fuego'; pero su dolor ya no brota de la división que antes existía en lo más profundo de su ser, ni de la corrupción en su propia sangre que había producido a Regan y Goneril. Se ha convertido ya en algo que puede contemplar a un alma bienaventurada. Durante el resto de esta escena, Shakespeare ha logrado equilibrar los sufrimientos de la primera parte de la tragedia con una armonía adecuada, completada en el ruego de Cordelia de ser bendecida y en la confesión correspondiente de Lear de su propia falta:

                                                             I know you do not love me; for your sisters 

                                                             Have, as I do remember, done me wrong: 

                                                             You have some cause, they have not.[14]

La contestación de Cordelia: "ningún motivo, ningún motivo", es, en su inconexa sencillez, del tipo en que el sentimiento sobrepasa las posibilidades de la expresión. Indica, en su propia sencillez, la profundidad de los sentimientos pasados que motivaron su ruego de ser bendecida por su padre. Esta es la reconciliación central, que desde ahora en adelante dominará en medida creciente las obras posteriores de Shakespeare, hasta incluir la última de ellas, La Tempestad. El restablecimiento de las relaciones naturales entre padre e hija es la resolución de la ruina causada por la pasión en la unidad sagrada de la familia. La técnica simbólica de Shakespeare ha incorporado el sufrimiento de Lear al restablecimiento final. En verdad, la reconciliación verificada en este momento de intenso sentimiento no se mantiene hasta el final de la tragedia. Cordelia, que ha regresado con los ejércitos de su esposo, el rey de Francia, para restaurar a su padre en sus derechos, no puede lograr su fin. El mundo es aun hostil, casi intolerablemente cruel con las tiernas aspiraciones espirituales que tanto sufrimiento han costado para nacer. Los ejércitos franceses son derrotados por Edmund, convertido ahora en dueño de la situación política; y, por más que muere al final, al acudir al desafío del disfrazado Edgar, no ocurre esto sino después que Cordelia ha sido ahorcada por orden suya. Lear, al final de la obra, vuelve con el cuerpo muerto de su hija en sus brazos y expira de pena en presencia de los supervivientes. En un mundo dominado por un doble sentido de obscuridad y petrificación emocional, que tiene un eco persistente en las palabras de sus víctimas ("¡Oh, sois hombres de piedra", "Caiga y cese", "Todo es triste, obscuro, mortal") cae finalmente el telón. Lear, reconciliado finalmente con su hija en la adversidad, muere con su cadáver en los brazos, alcanzando con la muerte la única liberación concebible en términos temporales contra lo que un espectador de su agonía llama "el potro de este mundo cruel", cuyas realidades han sido tan consistentemente indiferentes ante las intuiciones espirituales nacidas de una forma tan penosa y precaria. Kent, leal hasta el fin, anuncia en sus propias palabras el viaje que va a emprender a la zaga de su señor, y se deja a Edgar la misión de mantener en el estado ensangrentado un espíritu en el que el agotamiento y la sinceridad, purgados de toda pretensión excesiva por la contemplación de los sufrimientos que se han presenciado, se den las manos en un gesto de ayuda mutua.  

Referencias:

[1]. Amo a su majestad/De acuerdo con  mi obligación; ni más ni menos.

[2]. Llevad a bus entrañas la esterilidad :/Secad en ella el órgano de la progenie,/ y de su cuerpo difamado nunca nazca/Un niño que la honre.  

[3]. Oh, señor, para los hombres tercos/Los daños que ellos mismos se causan/ Deben ser sus maestros.  

[4]. Romped los moldes de la naturaleza, desparramad en seguida todas las semillas/Que hacen al hombre ingrato.

[5]. El bribón que huye se convierte en, necio,/Pero el bufón no se volverá bribón, pardiez!

[6]. ...la tempestad en mi mente/aparta de mía sentidos todo otro sentimiento/ menos el que allí late.

[7]. ¿ No es como si esta boca desgarrase esta mano/por acercarle el alimento ?

[8]. i Oh, yo he prestado/demasiado poca atención a estas cosas!

[9]. ¡Oh, locura mía! Entonces Edgar fue traicionado./Dioses benignos, perdonadme esto y dadle prosperidad. 

[10]. El cambio lamentable es aquel que nos quita lo mejor ;/lo peor se transforma en risa.

[11]. Si me conviniera/dejar que estas manos obedeciesen a mi sangre,/son lo bastante hábiles para dislocar y rasgar/tu carne y huesos.

[12]. Oh dioses propicios,/¡curad esta gran brecha en su naturaleza maltratada!/ Oh, restableced los sentidos desentonados y discordantes/de este padre convertido en niño.

[13]. Eres un alma bienaventurada; pero yo estoy atado/a una rueda de fuego, y mis lágrimas/escaldan como plomo fundido.

[14]. Se que no me amas; pues tus 'hermanas/me han ultrajado, si es que recuerdo bien:/tú tienes motivo, y ellas no lo tienen.  

 

Derek Traversi
"Número" año 5, Nº 25
Montevideo, octubre / diciembre 1953

 

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