El otoño  

Relato de Bruno Schulz 

Traducción de Eduardo Ipcar

¡Se acabó el verano! Viene el otoño, que, según Bruno Schulz, “es la nostalgia del alma humana por la materialidad, lo esencial, los límites”. De Schulz se han traducido al español Las tiendas color canela (Barral Editores), el volumen de relatos La calle de los cocodrilos (C.E.A.L.) y Sanatorio bajo la clepsidra (Montesinos). El presente texto, inédito en castellano, fue publicado por la revista polaca Sygnaly en 1936. Las ilustraciones son del mismo Schulz.

Conoce usted ese tiempo en el que el verano, hasta ahora todavía exuberante y lleno de vigor, el verano universal, englobando en su vasta esfera todo lo que era únicamente concebible —gente, acontecimientos y cosas— recibe de un día para el otro algo así como una imperceptible fisura? La luz del sol aún cae brillante y profusa, en el paisaje todavía hay ese gesto clásico de gran señor que legó a esta estación el genio de Poussin, pero —cosa extraña— volvemos de la excursión matinal curiosamente llenos de fastidio y estériles: ¿tendremos vergüenzas? No estamos bien y evitamos mutuamente miramos —¿por qué?— y sabemos que en el crepúsculo uno u otro nos vamos a dirigir con una sonrisa molesta hacia un rincón retirado del verano y vamos a golpear, vamos a golpear la pared para convencernos de que todavía devuelve un sonido pleno, un sonido tranquilo. Hay en esta tentativa una perversa voluptuosidad de traición, de arrancar una máscara, un ligero escalofrío de escándalo. Y mientras prosigue el remate su lúcido y vivificante curso, los departamentos profanados se vacían, se desnudan y se llenan de un eco claro y sonoro —esto no despierta ninguna pena, ningún sentimiento: toda esta liquidación del verano es huella de la ligereza, de la negligencia y de la futilidad de un carnaval retrasado que se arrastrará hasta el Miércoles de Cenizas.

Y sin embargo el pesimismo llega, quizá, demasiado temprano. Continúan todavía las negociaciones, las reservas del verano aún son inagotables, todavía se puede llegar a la plena restitución... Pero la prudencia, la sangre fría no son cosas de los veraneantes. Incluso los hoteleros, los hoteleros comprometidos hasta el cuello en las acciones del verano capitulan. ¡No! ¡Tan poca: lealtad, tan poca piedad frente a este aliado fiel no testimonia precisamente una marca de fábrica halagüeña! No son comerciantes sino tenderos, gente pequeña y temerosa, incapaz de ver lejos y de pensar a lo grande. Cada uno de ellos aprieta contra su vientre su monedero. Cínicamente dejaron caer la máscara de la amabilidad, se quitaron los smokings. En cada uno se despierta la caja registradora.

También nosotros embalamos nuestras pertenencias. Tengo quince años y escapo por completo a los deberes de la práctica cotidiana. Puesto que todavía falta una hora para partir, salgo corriendo por última vez a despedirme de las vacaciones, a hacer el balance de este verano, a ver lo que puedo llevar conmigo y lo que tengo que abandonar para siempre en esta ciudad prometida al aniquilamiento. Pero en la pequeña rotonda del parque, ahora vacío y claro en el sol de la tarde, delante de la estatua de Mickiewicz, repentinamente se ilumina en mi alma la verdad del solsticio de verano. En la euforia de esta revelación, subo los dos escalones del monumento, trazo con la mirada y con mis dos manos extendidas un arco muy vasto, como si tomara al balneario por testigo, y digo: ¡Me despido, Verano! Has sido bello y rico. Ningún otro verano podría compararse contigo. Hoy lo reconozco, aunque más de una vez me he sentido desdichado y triste por Ti. Te dejo como recuerdo todas mis aventuras dispersas a través del parque, de las calles, de los jardines. No puedo llevarme conmigo mis quince años, aquí se quedarán para siempre. Además, en el intersticio de dos vigas, en la veranda de la casa en la que viví, deslicé un dibujo que, como recuerdo, hice para Ti. Desciendes ahora entre las sombras. Al mismo tiempo que Tú, toda esta ciudad de casas y de jardines desciende al país de !as sombras. No tienen progenie. Tú y esta ciudad mueren sin dejar descendencia. Pero no estás libre de pecado, Verano. Te diré en qué consistió tu culpa. No quisiste, oh Verano, contentarte con los límites de la realidad. Ninguna realidad Te satisfacía. Te arrojabas más allá de toda realización. No saciándote en lo real, lo adornabas con metáforas y figuras poéticas. Te movías en las asociaciones, las alusiones, ios imponderables. Cada cosa evocaba otra, la segunda apelaba a una tercera y así, sin fin. Tu charlatanería terminaba por cansar. Uno se sentía harto de ser llevado por las olas de una fraseología infinita. Sí, digo bien, fraseología, y perdón por esa palabra. Esto se nos hizo perceptible cuando, aquí y allá, en numerosas almas, poco a poco nació el deseo de lo esencial. A partir de ese instante fuiste vencido. Aparecieron los límites de Tu universalidad. Tu gran estilo, Tu maravilloso barroco —que en los tiempos de Tu gloria parecían ceñirse a la realidad— los sentíamos ahora como una manera. Tus dulzuras y Tus meditaciones eran inmensas e infinitas como las inspiraciones megalómanas de los enamorados o, al contrario, se presentaban como un torbellino de visiones parecido al delirio de los alucinados. Tus olores eran exagerados y fuera de la medida de la admiración humana. Bajo la magia de Tu tacto todo se desmaterializaba y crecía hacia formas cada vez más altas. Comíamos Tus manzanas soñando con frutos paradisíacos y cuando veíamos Tus duraznos, pensábamos en los frutos etéreos que consumiríamos con ei solo olfato. En Tu paleta sólo tenías los registros más elevados; ignorabas la saciedad, la firmeza de los bronces intensos, grasos y de color de tierra. El otoño es la nostalgia del alma humana por la materialidad, lo esencial, los límites. Cuando, por razones desconocidas, las metáforas, los proyectos, los sueños humanos comienzan a languidecer buscando su realización, es señal de que viene el tiempo del otoño. Esos fantasmas que hasta entonces, dispersos en las más alejadas esferas del cosmos humano, teñían su alto techo con sus espectros, acuden ahora hacia el hombre, buscan el calor de su respiración, se acurrucan en el refugio de su casa, de la alcoba que alberga su cama. La casa del hombre se convierte, como el establo de Belén, en el núcleo alrededor del cual el aire se espesa con todos los demonios, con todos los espíritus de las altas y bajas esferas Se terminó el tiempo de los bellos gestos clásicos, de la fraseología latina, del dejo meridional tan teatral. El otoño necesita firmeza, la fuerza primitiva de los Durero y de los Brueghel. Esta forma se rompe por el exceso de la materia, se endurece en nudos y callosidades, apresa la materia en sus mandíbulas y tenazas, la petrifica, la viola, la amasa y finalmente la deja con los estigmas de esta lucha, maderos a medios trabajar marcados con el sello de una vida inverosímil en las muecas que ha impreso sobre sus rostros de madera.

Yo todavía decía estas y otras cosas en el semicírculo desierto del parque, que parecía retroceder delante de mí. Sólo profería en voz alta una parte de este monólogo, ya fuera porque me faltaban las palabras apropiadas o porque únicamente simulaba el discurso, reemplazando las palabras faltantes con abundantes gestos. Designaba a las nueces, frutos clásicos del otoño emparentados con los muebles de la pieza, nutritivas, sabrosas y duraderas. Evocaba a las castañas, esos modelos de frutos laqueados, juguetes destinados a los juegos de infancia; a las manzanas del otoño, enrojeciendo de su buen rubor, familiar y prosaico, detrás de las ventanas de las casas.

El crepúsculo comenzaba a difuminar el aire cuando volví a la pensión. En el patio ya había dos grandes calesas destinadas a nuestro transporte. Los caballos desenjaezados relinchaban con las cabezas sumergidas en sus bolsas de avena. Todas las puertas estaban completamente abiertas, las velas encendidas sobre la mesa de nuestra pieza vacilaban en la corriente de aire. Esa noche que caía tan rápidamente, esas personas que habían perdido sus rostros en la sombra y que cargaban precipitadamente las valijas, el desorden en la habitación abierta a todos los vientos y violentada, todo eso daha la impresión de un pánico apurado, triste y retrasado, de una catástrofe trágica y amedrentada. Finalmente ocupamos nuestros lugares en las profundas calesas y partimos. Nos envolvió el aire de los campos, sombrío, profundo y rudo. Los cocheros pescaban en ese aire embriagador de jugosos chasquidos en el medio de sus látigos y cuidaban igualar la marcha de los caballos. Sus cruces potentes, bien levantadas, se balanceaban en la oscuridad entre el batir de las henchidas colas. Así avanzaban en el paisaje solitario y nocturno, sin estrellas ni luces, uno después del otro, esos dos conglomerados hechos de caballos, de cajas bamboleantes y de moribundos fuelles de cuero. A veces parecían desintegrarse, dislocarse como cangrejos que caen en pedazos durante la carrera. Entonces los cocheros apretaban las riendas, reunían los pasos desordenados para darles un rígido plan, un plan regular. Las luces encendidas dejaban caer largas sombras en la profundidad de la noche, se alargaban, se alejaban y a grandes saltos rebotaban en los fieros y desérticos espacios.

Huían claudicando sobre sus largas piernas muy lejos, hasta el linde del bosque, donde se burlaban de los cocheros con gestos obscenos. Los cocheros hacían chasquear sus látigos en su dirección y no abandonaban su calma. La ciudad ya dormía cuando penetramos en las hileras de casas. Aquí y allá todavía alumbraban lámparas en las calles desiertas, como si estuvieran destinadas a iluminar tal casa de baja calaña, tal balcón o a hundir en la memoria tal número debajo de un portón cerrado. Sorprendidos de improviso a esa hora tardía, los negocios con las vidrieras ciegas, las puertas con umbrales gastados por el uso, los letreros sacudidos por el viento de la noche, mostraban un abandono desesperado, la trágica orfandad de las cosas dejadas a su suerte, olvidadas por los hombres. La calesa de mi hermana dobló en una calle lateral, mientras que la nuestra continuó hasta el mercado. Los caballos cambiaron de marcha apenas penetramos en la sombra profunda de la plaza. Un panadero descalzo en el umbral de su puesto nos traspasó con la vista de sus ojos sombríos; la ventana de la farmacia todavía desierta nos tendió, y luego nos arrebató, un bálsamo color frambuesa en un gran tarro. Los adoquines se fijaron bajo los cascos de los caballos; en el ruido hasta entonces regular de sus pasos ahora podían distinguirse los golpes singulares y dobles de las herraduras contra el suelo, cada vez más espaciados, cada vez más distintos y nuestra casa, con su fachada descascarada, emergió lentamente de la sombra y se detuvo delante de la calesa. La sirvienta nos abrió la puerta, llevaba en la mano una lámpara de petróleo con un reflector. Nuestras sombras inmensas se proyectaron en la escalera, se quebraron sobre la bóveda del hueco de la escalera. El departamento sólo estaba iluminado por una débil vela cuya llama vacilaba con el viento de la ventana abierta. El empapelado oscuro estaba roído por el musgo de la pena y de la amargura de numerosas generaciones enfermas. Los viejos muebles, brutalmente despertados, sacados de su larga soledad, parecían observar a los recién llegados con una sabiduría amarga, un saber paciente. No se escaparán —parecían decir^, finalmente fue necesario que volvieran al círculo de nuestra magia, porque hemos dividido entre nosotros por anticipado tollos vuestros movimientos y vuestros gestos, vuestras subidas y bajadas, vuestras noches y vuestros días futuros. Esperamos, sabemos... Las camas, inmensas de sábanas recién puestas, esperaban nuestros cuerpos. Las esclusas de la noche ya se rompían bajo los empellones de las glaucas masas del sueño, lava espesa que se preparaba a hacer erupción, a desbordar las compuertas, a surgir de viejos armarios, de puertas, de las estufas de loza donde suspiraba el viento.

A propósito de Bruno Schulz

Bruno Schulz nació en 1893 en Drohobycz, pequeña ciudad de Galizia oriental disputada por Rusia y el imperio austro-húngaro. En 1913 Schulz abandona la casa paterna para seguir estudios de arquitectura en Lwow. Luego se desplaza a Viena, donde estudia dibujo y pintura. Más tarde, decepcionado por su experiencia extranjera, vuelve a Drohobycz, donde se desempeña como profesor de dibujo en la escuela local. Desde entonces Schulz apenas dejará su pueblo natal para visitar a sus amigos Zofia Nalkowska, S. I. Witkiewicz o Witold Gombrowicz. Este último escribió en su Diario a propósito de Schulz: “Bruno era un hombre que renegaba de sf mismo, yo era un hombre que se buscaba. El deseaba la nada; yo, la realización. (...) Era masoquista (...) y eso se sentía constantemente en él. No, no estaba hecho para//reinar. Un gnomo, minúsculo, macrocefálico, demasiado timorato para animarse a existir, había sido eyectado de la vida, se mantenía al margen”. En realidad, nadie se interesó en Schulz hasta 1930. Hizo falta mucho tiempo para prestarle atención a este hombre difuso que vivía en los confines del país, lejos de los grandes centros. Sin embargo, Gombrowicz anota: “Queda su arte... Efectivamente, siempre lo vi enteramente entregado al arte, penetrado por el arte como jamás, antes o después, vi a nadie. Un esclavo, un fanático del arte.”

Su primer libro, el Libro idólata, apenas fue difundido en 1920. Se trata de un libro de grabados que supone un texto nunca aparecido. A la creación de su obra más difundida, Las tiendas color canela (1935), contribuyó la correspondencia mantenida con un amigo. Esas cartas, que poco a poco se fueron transformando en relatos, gozaron la calurosa recomendación de la entonces famosa escritora Zofia Nalkowska. Mayormente autobiográfica, Las tiendas color canela recrean poéticamente la apagada y gris monotonía pequeño burguesa de un pueblo de provincia, donde el Padre, comerciante en telas como el padre de Schulz, declara la guerra a la pequeñez, defendiendo los valores espirituales. En 1937 Schulz publica Sanatorio bajo la Clepsidra. Luego, bajo la ocupación alemana, su novela Mesías, suerte de summa poética, es destruida.

En el año 1941, encerrado junto a otros judíos en el ghetto y condenado al hambre, sus dibujos interesaron a un oficial de la Gestapo. Otro oficial, enemigo personal del mecenas y protector de Schulz, un día encontró al escritor en la calle y lo asesinó de un disparo en la nuca.

Bruno Schulz autorretrato monocopia 1920

 

relato de Bruno Schulz (Polonia) - Traducción de Eduardo Ipcar (Argentina) 
 

Originalmente en Diario de Poesía Año 1. Nº 4. marzo de 1987

Link: https://ahira.com.ar/ejemplares/diario-de-poesia-n-4/

Gentileza de Archivo Histórico de Revistas Argentinas

Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,

que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte

 

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