Canibalia americana y eurocentrismo: relativización de la imaginación del centro en El entenado de Juan José Saer

ensayo de Marianna Scaramucci
marianna.scaramucci@unimi.it 
Universita degli Studi di Milano

RESUMEN

La que aquí propongo es una lectura del tratamiento literario del estereotipo de la América caníbal en El entenado de Juan José Saer (1983), como juego, inversión y problematización del punto de vista que se piensa como único, una inversión que nos obliga a la más radical relativización de la idea de centralidad. Mi propuesta es la de imaginar el texto como una encrucijada de miradas a través de las cuales se pone en tela de juicio la posibilidad del punto de vista unívoco sobre la historia, la de América y la de la conquista, y se pone en duda la validez de un discurso monológico sobre la misma. Esta interpretación se desprende tanto de la herramienta crítica ofrecida por los teóricos de la red modernidad/colonialidad como del análisis proporcionado por el trabajo de Carlos A. Jáuregui sobre las innúmeras declinaciones de la antropofagia en el contexto del continente latinoamericano.

Palabras clave: descubrimiento, antropofagia, Canibalia, eurocentrismo, imaginación del centro.

American Canibalia and eurocentrism: the relative “imagination of the centre” in Juan José Saer’s El entenado

ABSTRACT

This work intends to propose a reading of the literary treatment of the cannibal America stereotype in Juan José Saer’s El entenado (1983), seen as an overturn and a questioning of the point of view that thinks itself as unique; an inversion that forces to the most radical acceptation of the relativity of the idea of centrality. I propose to imagine the text as an intersection of gazes trough witch the possibility of a single point of view over America and Conquest history is questioned, as long as the validity of the monological discourse on it. This interpretation arises both from critical tools proposed by the theorists of the moderni-dad/colonialidad network and the analysis provided by the work of Carlos A. Jáuregui on the uncountable modulations of cannibalism in the Latin American context.

Keywords: discovery, cannibalism, Canibalia, eurocentrism, “imagination of the centre”.

SUMARIO: 1. Occidente y el resto “caníbal” 2. Una imaginación sin centro 3. Antropofagia y humanidad.

1. Occidente y el resto “caníbal”

Estamos en 1850, a unos cuatro siglos de distancia del “descubrimiento”, cuando Herman Melville propone a su editor inglés la novela Moby Dick, todavía inacabada. En una de las primeras escenas, en la posada “El chorro de la ballena”, el protagonista se ve obligado a compartir la cama con un desconocido, el arponero Queequeg. Este, la piel oscura, la cara tatuada, con su pipa y sus ritos paganos, “infernal vendedor de cabezas” importadas desde Nueva Zelanda, en la aterrorizada imaginación del protagonista se concretiza ni más ni menos que como un caníbal: Why didn ’t you tell me that that infernal harponeer was a cannibal? Le pregunta Ismael al patrón de la posada (Melville, 1920: 29). Este procedimiento sinecdóquico, que une el nativo americano a las llamas del infierno y a la antropofagia, cuyos orígenes discursivos remontan a la antigüedad y cuyos orígenes lingüísticos han de buscarse en la llegada de Cristóbal Colón a las islas de los caribes, nos da una prueba de la persistencia histórica y de la fluidez geográfica de un imaginario que, como sutilmente muestran los juegos del punto de vista elaborados por Saer en El entenado, logra permanecer hasta nuestros días.

“Más allá están los andrófagos, un pueblo aparte, y después viene el desierto total”: es con esta cita de Herodoto, considerado el fundador de la historiografía europea, que se abre la novela objeto de nuestro estudio. La obra de Herodoto (440-429 a.C.) es uno de los más antiguos ejemplos de esa modalidad de semantización de lo desconocido -de lo que está “más allá”, en el vacío del desierto, en ese espacio que el historiógrafo está “autor”izado a llenar de sentido- a través de un repertorio de tipo teratológico. Como observa María Cristina Pons, la elección de esta epígrafe no solo “anuncia lo que viene en la novela: la antropofagia de los colastiné y la designación del antropófago a un lugar inhospitalario distante de la civilización” (Pons, 1996: 220), sino que representa al mismo tiempo un recurso irónico, que problema-tiza la veracidad de toda fuente histórica frente a la permanencia indeleble del discurso que produce:

La ironía de abrir el texto con las palabras de Herodoto es que, si bien es una cuestionable autoridad que pueda legitimar la realidad histórica del salvaje antropófago, al mismo tiempo es una incuestionable referencia a la realidad discursiva en la que se basa la construcción histórica de la otredad, y en la que se basa la novela. (Pons, 1996: 220)

Y es en el plano mismo del discurso, más bien del discurso colonial, en ese “apparatus that turns on the recognition and disavowal of racial/cultural/historical differences” (Bhabha, 1983: 22), donde la antropofagia juega su papel ya que, procediendo de mitos ancestrales y valiéndose de antecedentes en la historiografía y en la mitología clásicas, será con el descubrimiento de América cuando el discurso de la otredad caníbal llegará a convertirse en marca del espacio-tiempo americano, para que este opere como contrapeso en la emergencia de la idea de la centralidad de Europa.

Como señala el antropólogo William Arens en su estudio sobre antropofagia como mito, muy pocas sociedades en la historia han escapado de la acusación de canibalismo por parte de comunidades lejanas o colindantes. Pues, como sugiere Arens, el verdadero fenómeno universal no es la antropofagia, cuanto la idea de que “los otros” sean caníbales (Arens, 2001: 129). La práctica del canibalismo, real o supuesta, se convierte en la marca de una alteridad temida, estratégicamente tachada de bárbara, y deshumanizada por medio de la acusación de la que se considera la menos humana entre las prácticas, la de comer a otros seres humanos. Es una idea que sirve, en fin, para colocar al otro en los márgenes de la cultura, proporcionando la gran posibilidad de negar la humanidad del otro y ensalzar la propia.

Y es justamente en su declinación colonial americana donde el discurso de la antropofagia cobra su dimensión más tajante: con la invención de la palabra “caníbal”, fruto de ese “bricolaje gnoseológico” (Jáuregui, 2008: 51) entre un nombre que Colón cree haber oído, caniba/camiba/caribes; su convicción de encontrarse en la India (entre las gentes del Gran Khan) y el repertorio teratológico europeo (los cinocéfalos de Marco Polo, gentes con cabeza que parecía de perro, en latín canis, los andrófagos de Herodoto, y los ciclopes comedores de hombres de Homero), Cristóbal Colón inventa también el nombre de la perifericidad de América. La operación del Almirante se revela pues doblemente neológica, porque, acuñando una nueva palabra, contribuirá al mismo tiempo a construir un neo-logos, un nuevo discurso, destinado a extenderse a todo el continente americano.

La idea de una nueva tierra, poblada por gentes inciviles, bárbaras e inhumanas sentará las bases del discurso colonizador de una Europa que comienza a verse a sí misma como centro del mundo, gracias a la emergencia de un nuevo espacio otro, de una nueva periferia. Como señala Stuart Hall, durante siglos el concepto de Europa y el de Cristiandad habían sido virtualmente idénticos, compartiendo el mismo centro desde el punto de vista espacial y religioso. Sin embargo, con la conquista de América, este centro va a sufrir un desplazamiento crucial: el antiguo eje de los mapas medievales, Jerusalén, se desplaza hacia occidente, dando lugar a un nuevo centro que esta vez se va definiendo como europeo y occidental. Un Occidente que, como es sabido, está lejos de ser un simple punto cardenal, y es más bien un concepto, un instrumento para clasificar la sociedad en categorías, a tool to think with (Hall, 1996: 186). Si, de acuerdo con Hall, el Occidente empieza a funcionar como modelo interpretativo, si adquiere la capacidad de producir un “saber”, cobrando así función ideológica, lo hace porque puede identificarse en contraste con otras (in)culturas: como dos caras de la misma medalla, el West existe como tal solo en contraste con un rest, que, en nuestro caso es América, la América caníbal.

En la misma línea, la idea de eurocentrismo tal y como la postulan los teóricos de la decolonialidad está directamente conectada con la época de la Conquista y, podemos añadir, con la configuración del espacio americano en el ideario europeo que lo va desdibujando a lo largo del siglo XVI. Como indica Walter Mignolo,

América no es simplemente colocada en el mapa, sino que también comienza a ser conceptualizada iconográficamente (Mignolo, 1995: 266), y son justamente los mapas y las alegorías los que mejor muestran como el canibalismo se haya ido convirtiendo en la imagen representativa de América, para llegar a identificar el espacio americano todo con una grande Canibalia.

Aunque el caníbal está presente desde las primeras cartas, crónicas, ilustraciones y mapas del Nuevo Mundo, no es sino hacia los años 30 del siglo XVI, y de manera definitiva a partir de la mitad del siglo, que el canibalismo se convierte en un tropo angular de la representación iconográfica de América [...] el canibalismo cobra singularidad tropológica [...] resalta como tropo cultural representativo de América; es la imagen a partir de la cual se hace presente lo americano. (Jáuregui, 2008: 103, 106)

Si pensamos, de acuerdo con la perspectiva decolonial, que solo “con el descubrimiento de América hispánica el planeta se torna el ‘lugar’ de ‘una sola’ Historia Mundial”, vemos claramente que Europa pudo colocarse en el centro de esta nueva historia gracias a la creación del otro: la modernidad “nació cuando Europa pudo confrontarse con ‘el Otro’ y controlarlo, vencerlo, violentarlo; cuando pudo definirse como un ‘ego’ descubridor, conquistador, colonizador de la Alteridad” (Dussel, 1994: 8). Ese eurocentrismo que se vino formado a partir de la época de la expansión europea en el Atlántico, entendido como modalidad de representación de tipo hegemónico, como “modo de conocimiento que arguye su propia universalidad” (Quijano, 2000: 214), puede surgir solo gracias a un mecanismo de subalternización de otras culturas a la europea. Y si es cierto que el espacio americano llega a convertirse en espacio caníbal, entonces, en este mecanismo, que sienta sus bases en la creación de un estereotipo de la alteridad, la antropofagia tiene un papel más relevante de lo que pueda parecer.

2. Una imaginación sin centro

A partir de la noción de antropofagia como marca de la subalternidad de América y como tropo en el que hace hincapié la emergencia del eurocentrismo, parece posible llevar al cabo una lectura de la novela El entenado como ejercicio literario de inversión y problematización del punto de vista que se piensa como único y como relativización del discurso monológico de la centralidad.

Estamos alrededor de 1510, el joven protagonista y narrador, huérfano “con hambre de alta mar” (Saer, 2003: 12), forma parte de una expedición de conquistadores en una zona que podría corresponder a la del Río de la Plata o del Río Paraná. En la mirada de los europeos que llegan a la tierra americana, esta representa un lugar desconocido y mítico, y por eso repleto de sueños que proceden de las leyendas y de las voces que circulan ya desde algunos años. Escribe Saer: “lo desconocido es una abstracción; lo conocido, un desierto; pero lo conocido a medias, lo vislumbrado, es el lugar perfecto para hacer ondular deseo y alucinación”[1] (Saer, 2003: 12). La blankness del territorio americano se configura como el espacio vacío sobre el que ha comenzado a proyectarse todo un archivo de imágenes “de deseo” y “de alucinación” que van construyendo la idea que los conquistadores tienen de América:

Teníamos la ilusión de ir fundando ese espacio desconocido a medida que íbamos descubriéndolo, como si ante nosotros no hubiese otra cosa que un vacío inminente que nuestra presencia poblaba con un paisaje corpóreo, pero cuando lo dejábamos atrás [...] comprobábamos que el espacio del que nos creíamos fundadores había estado siempre ahí. (Saer, 2003: 25)

Ya en los primeros momentos en que la expedición se mueve por ese territorio, Saer nos proporciona una problematización del punto de vista: si por un lado el “nosotros” europeo tiene la impresión de ir fundando esa tierra virgen a medida que la va atravesando, por otro, esa misma tierra les comunica su realidad histórica, la de un territorio que existe independientemente de los conquistadores, a quienes, como diría Edmundo O’Gorman, no les corresponde descubrir nada, sino, como mucho, inventar.

Tras un ataque de la tribu de los colastiné, que mata con sus flechas a la entera expedición, el protagonista, único supérstite, es capturado: esos “hombres desnudos de piel oscura” (Saer, 2003: 29) cargan los cadáveres y al protagonista para llevarlos consigo en una carrera que dura más de un día. Suspendido en el vacío y arrastrado por dos indígenas que le sujetan mientras corren de “un trote uniforme, apacible, diestro y monótono”, el protagonista ingresa al mundo de los colastiné. Es un movimiento suave, en el que la violencia y el miedo están ausentes: “el paisaje (...) iba deslizándose hacia atrás con tanta placidez como si estuviese desplazándome por una superficie sin accidentes” (Saer, 2003: 33). Y cuando, al final de la carrera, llegados a la aldea de los colastiné, el protagonista nos dice: “mis dos escoltas me soltaron y toqué tierra” (Saer, 2003: 34), nos encontramos frente a una inversión total del movimiento violento de la conquista. Ese “tocar tierra” ya no es el gesto de un invasor, no es violencia conquistadora, sino que se nos presenta como un dejarse llevar por el otro, como un suave deslizamiento hacia el interior de la alteridad.

Al mismo tiempo, estamos obligados a relativizar el estereotipo clásico de la captura, ya que “en ningún momento -nos dice el protagonista- se me ocurrió pensar [...] que mi suerte sería semejante [...] a la de mis otros compañeros” (Saer, 2003: 29). Aquí es inmediato el paralelo con el relato de la captura de Hans Staden por los Tupinambá de Brasil, donde la prefiguración y el temor por su propia muerte hacen de permanente leitmotiv a la descripción del cautiverio. En el caso del Entenado, por lo contrario, al miedo se sustituye la sensación de encontrarse en una “situación singular, parecida al sueño; la impresión de flotar, de estar en otra parte, frente a una imagen remota”; un sentirse “liviano, casi inexistente” (Saer, 2003: 35). Es así que Saer nos prepara a una completa inversión de la perspectiva: el entenado, un huérfano que carece de cualquier paternidad, que carece de historia personal, es como una hoja blanca, sobre la que los acontecimientos y la realidad pueden imprimirse. Se podría pensar que es él mismo la blankness, es él ese espacio vacío, abierto y disponible que nos va a ofrecer una mirada neutral, despojada de todo perjuicio; en este sentido, entonces, el entenado se nos presenta como un non-locus de enunciación, como una imaginación sin centro.

En breve el protagonista será proyectado en el medio de un festín orgiástico y antropófago, en el que los colastiné descuartizan, asan y comen a sus compañeros de la expedición. De las casi sesenta páginas que este episodio y los primeros días entre la tribu ocupan, lo que más interesa aquí es destacar el cruce de miradas que se produce en relación a ese tropo representativo de América que es la antropofagia. En el relato de la carnicería a la que son sometidos los cuerpos de los europeos capturados y en la descripción que el entenado hace del festín, no se recurre en ningún momento a la esfera semántica del terror o de la repulsión. Frente a la celebración del festín caníbal se cruzan la mirada del protagonista-espectador y la del lector: la primera es neutral, describe los gestos de los carniceros como “esmerados”, “hábiles”, “prolijos”; a los comedores de carne humana como “alegres”, “despreocupados”, “ceremoniosos”, “deleitados”. El horror es todo nuestro: Saer nos deja a los lectores la tarea de impresionarnos y de horrorizarnos; la tarea de reactivar esa memoria mítica de la América salvaje que nos hace creíble el relato, que nos hace temer por la suerte del protagonista, y que nos hace juzgar y condenar a una alteridad percibida como bárbara, llegando así a problematizar la vigencia de tal imaginario en la contemporaneidad como marca de la colonialidad.

Incluso hay espacio para la ridiculización, que aquí parece estar dirigida hacia la deconstrucción del motivo clásico de la representación del festín caníbal, tal y como lo conocemos por los relatos del siglo XVI, tanto el de Staden como los de los jesui-tas como Pero de Magalhaes Gandavo o Joao de Azplicueta Navarro. A la hora de describir el primer indígena al que ve comiendo carne humana, el protagonista afirma: “Había algo cómico en la manera en que sostenía el pedazo de carne que sin duda debía estar quemándole las manos y al que contemplaba en hechizo amoroso” (Saer, 2003: 52); la imagen que debería aterrorizarle se reduce así a una caricatura grotesca, que dialoga críticamente, poniéndola en ridículo, no tanto con la práctica en sí, cuanto con la misma tradición narrativa de las crónicas. Del mismo modo, el motivo de la mujer-vieja-caníbal, que tanta carga maléfica llevaba consigo en el siglo XVI, es deconstruido y rebajado al plano de lo risible: “Una vieja solitaria y tranquila cruzó la playa y se sentó cerca del río, a roer una cabeza ya casi descarnada (...) no quedaba más que una calavera [...] que la vieja, con sus pocos dientes, roía con ineficacia e distracción” (Saer, 2003: 70). Si comparada con las “seis o siete viejas que apenas se podian tener en pie danzando por el rededor de la panella y atizando la oguera, que parecian demonios en el infierno” (Leite, 1954:182) de las que cuenta Azpilcueta en uno de sus relatos, en la descripción del entenado vemos desmantelado por completo el tópico de la “doble demonización”, la que une la práctica antropófaga al imaginario de la brujería procedente del archivo teratológico europeo.

Según Gabriela Copertari, en su análisis de El entenado como novela que cuestiona, en el plano de la identidad, las condiciones legitimadoras de la imposición cultural, la obra “muestra que el descubrimiento del otro, que es una de las condiciones de posibilidad del surgimiento de la subjetividad moderna, mina, al tiempo que produce, las bases de esa producción” (1998: 226). En palabras de Copertari, el encuentro, el choque, con el otro “no constituye al entenado en un sujeto ‘moderno’ sino, por el contrario, produce en él un proceso de disolución de su identidad a partir del cual elige una nueva identidad cultural, y se constituye en un sujeto descentrado” (1998: 232). Y será justamente gracias a su condición descentrada que el protagonista accederá a un nivel de comprensión más profundo de las prácticas de los colastiné, prácticas que, como se descubrirá, están lejos de representar una simple marca de inferioridad, para revelarse, en una cadena de inversiones del punto de vista sobre identidad y centralidad, unos ritos que hasta les otorgan un mayor grado de humanidad.

3. Antropofagia y humanidad

A medida que el banquete sigue, la entera tribu se va sumiendo poco a poco en una suerte de enfermedad colectiva, en un “agujero negro”, que les costará la vida a muchos y del que los demás tardarán semanas, hasta meses en recuperarse, para luego olvidarlo por completo. Estamos frente a otra inversión que, más una vez, pone en duda los presupuestos de la construcción discursiva en que se sienta la subalternidad de la América caníbal: antropofagia e incesto ya no son prácticas que procuran un placer perverso, porque “a medida que comían, la jovialidad de la mañana iba dándole paso a un silencio pensativo, a la melancolía, a la hosquedad”. Y la imagen del caníbal cobra nuevos significado bajo la mirada del entenado: “se hubiera dicho que había en él como un exceso de apetito que [...] anulaba o empobrecía el placer. Parecía más él la víctima que su pedazo de carne” (Saer, 2003: 53). Lo que el protagonista experimenta frente a la “negrura” en la que la tribu se hunde después del festín es “algo más fuerte de la repulsión y del miedo”, es curiosidad, y más tarde compasión, “pesadumbre”: “parecían criaturas enfermas y abandonadas” (Saer, 2003: 71). Gracias a esta mirada libre de prejuicios, capaz de oscilar entre mundos y de replantear, como en la práctica antropofágica, los límites entre el tú y el yo, el dentro y el afuera, lo propio y lo ajeno, el gran estereotipo de la Canibalia cobra aspectos inéditos e impensados.

En los diez años que pasará entre los colastiné, el protagonista conseguirá no solo comprender, sino fundirse con su cosmovisión, porque desde su condición no necesita ni siquiera superar esa “barrera del significado” (Aimi, 2011: 7) que lo separaría de la otredad: el entenado, se podría decir, está en la barrera misma, la vive y la transciende en todas las direcciones, en un límite donde el acá y el allá ya no son parámetros válidos. Y esto se debe a que lo que el entenado experimenta en su llegada a América es un nuevo, quizás el primer, nacimiento:

Me acosté, desconsolado, en el suelo, y me puse a llorar [...] No se sabe nunca cuando se nace: el parto es una simple convención [...] Entenado y todo, yo nacía sin saberlo y como el niño que sale, ensangrentado y atónito, de esa noche oscura que es el vientre de su madre, no podía hacer otra cosa que echarme a llorar. (Saer, 2003: 38, 39)

De vuelta a Europa, el protagonista aprenderá a leer y escribir para, ya viejo, cumplir con “el único acto que podía justificar mi vida”, hacerse testigo de la existencia de otras modalidades de interpretación del mundo, para dar cuenta de otras versiones de la imaginación del centro. Pues, en el complejo cruce de miradas que se enfrentan en la novela, si por un lado el discurso europeo de la conquista no es capaz de reconocer las diferencias entre las tribus -“todos los indios eran iguales”-, y la realidad americana se queda una “dimensión impenetrable para los extranjeros” (Saer, 2003: 130), por otro lado nuestro testigo comprende que “no únicamente los hombres eran diferentes, sino también el espacio, el tiempo, el agua, las plantas, el sol, la luna, las estrellas. Cada tribu vivía en un universo singular, infinito y único”. Cada tribu estaba “en el centro del mundo”, mientras que “el resto, incierto y amorfo, en la periferia”, como simple “simulacro sin existencia” (Saer, 2003: 131). De esta forma, la operación con la que Saer relativiza la imaginación del centro cobra nuevos matices, replanteando la universalidad de esa “omphalos syndrome” (Mig-nolo, 1995: 227) por la que, tanto en términos espaciales como religiosos, cada pueblo percibe, en una dinámica etnocéntrica, a sí mismo como el centro, como el ombligo del mundo.

La compenetración con la cosmovisión de los colastiné pasa también, naturalmente, por el medio lingüístico, y es allí donde mejor se desdibuja esa “percepción del mundo que imaginé para los indios” (Saer, 2000). Es en la lengua, horizonte del mundo, que se expresa la total relativización del punto de vista: “En ese idioma no hay ninguna palabra que equivalga a ser o estar [...] la más cercana significa parecer [...]. Para los indios todo parece y nada es” (Saer, 2003: 136). El universo es para ellos precario e incierto y en esta incertidumbre el protagonista-narrador encuentra el lugar donde reside su grande humanidad: “ahora que soy viejo me doy cuenta de que la certidumbre ciega de ser hombre nos hermana más con la bestia que la duda constante y casi insoportable sobre nuestra condición”. Así que, frente a esta perspectiva, en la que la realidad, lo existente, lo válido, es tan solo una cuestión de percepción, también la acción de la violencia conquistadora desvanece:

Lo que los soldados que los asesinaban nunca podrían llegar a entender era que, al mismo tiempo que sus víctimas, también ellos abandonaban este mundo. Puede decirse que, desde que los indios fueron destruidos, el universo entero se ha quedado derivando en la nada. (Saer, 2003: 139)

Y con esto se cae también otra categoría, se viene a resolver, en lo relativo, la perpetua oposición entre civilización y barbarie, porque “no se puede llamar salvajes a seres que soportan tal responsabilidad” (Saer, 2003: 139).

El narrador se convierte de esta forma en el testigo de otro nivel de humanidad, opuesto a la racionalidad occidental, ya que si la condición de hombres de los indios se pone en discusión en Europa en el debate teológico, el narrador nos comunica que para él no hay “más hombres sobre esta tierra que esos indios” (Saer, 2003: 117). Al discurso monológico del colonialismo, que les quita humanidad a los indios, el entenado opone el reconocimiento de una mayor humanidad que se funda en la aceptación de la precariedad de las cosas.

Es aquí que se inserta la novedosa interpretación de la práctica antropofágica, que viene a revertir otra vez las bases del discurso colonial: en la visión filosófica del narrador, el canibalismo se relaciona justamente con la precariedad del mundo de los colastiné y el hecho de comer carne humana ya no es un placer, sino una condena que tiene raíces ancestrales. “Me costó mucho darme cuenta de que si tantos cuidados los acosaban, era porque comían carne humana. [.] Lo hacían contra su voluntad, como si no fuese posible abstenerse o como si ese apetito que regresaba fuese [...] el apetito de algo que, oscuro, los gobernaba” (Saer, 2003: 142). En una peculiar fórmula de puesta en abismo, Saer hace de la práctica del canibalismo de los colastiné una manera de volver a sí mismos, de reafirmar su propia existencia, por medio de la ingestión del otro:

Si cuando empezaban a masticar, el malestar crecía en ellos, era porque esa carne debía tener [.] un gusto a sombra exhausta y a error repetido. Sabían, en el fondo, que como lo exterior era aparente, no masticaban nada, pero estaban obligados a repetir, una y otra vez, ese gesto vacío para seguir, a toda costa, gozando de esa existencia exclusiva y precaria que les permitía hacerse la ilusión de ser en la costra de esa tierra desolada, atravesada de ríos salvajes, los hombres verdaderos. (Saer, 2003: 143).

Fue cuando abandonaron la práctica de comerse entre sí que comenzaron a comer a los otros, a los “hombres no verdaderos”, para no salir de sí, para no entrar en la exterioridad, para quedarse reales. De tal manera que la antropofagia llega a revelarse como máxima expresión de humanidad, y la violencia que implica, hacia el otro y hacia sí mismos, es finalizada a salvarse de un peligro mayor: la pérdida de la identidad. Una identidad que si el narrador es capaz de restituirles, el discurso colonial en efecto les ha robado.

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Anales de Literatura Hispanoamericana

2015, vol. 44, Núm. Especial, 29-39

Nota:

[1] Al mismo tiempo, al elegir unas referencias histórico-geográficas reconocibles solo “a medias”, Saer desdobla y refleja en el plano literario ese lugar donde la imaginación puede desplegarse en su máximo grado: “En lo relativo a los indios colastiné, debo decir que en los tratados especializados, solo aparece de ellos el nombre, en la larga lista de tribus regionales que habitan en las inmediaciones del río Paraná. Algún autor los hace tributarios de los tobas, o de ciertos grupos instalados más al oeste, en el interior, por Santiago del Estero y aún más allá, pero siempre traspapelados en alguna lista que no señala de ellos ningún rasgo distintivo. Ese anonimato los transforma en materia ideal para una ficción” (Saer, 2000).

 

Marianna Scaramucci
Publicado, originalmente, en "Anales de Literatura Hispanoamericana" ISSN: 0210-4547
2015, vol. 44, Núm. Especial 29-39

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