Leonardo y la filosofía del Renacimiento

por Francisco Romero

Leonardo da Vinci retrato anonimo óleo del siglo XVII

Hay tres nombres que ostentan en la historia del espíritu un magnífico prestigio y que se asocian para componer una constelación de brillo incomparable: Renacimiento, Italia, Leonardo. Si pensamos en el Renacimiento, no podemos dejar de pensar en el país donde floreció en manera más completa y cabal; si recordamos la Italia renacentista, la primera gran figura que casi involuntariamente evocamos, como su encarnación más perfecta, es la del varón extraordinario que conmemoramos ahora, al cumplirse el quinto centenario de su nacimiento.

Estos tres nombres ilustres se nos presentan con una aureola de entusiasmo, de fuerza, de juventud. Una juventud que, paradójicamente, arraiga y triunfa sobre signos, apariencias o condiciones de senilidad. El Renacimiento pretendía restaurar la vida, el pensamiento y el arte de la Antigüedad, es decir, las formas y los valores de una edad remota; y, sin embargo, fue un movimiento juvenil. La Italia del Renacimiento era aquella Italia sobre la que había pesado en otros tiempos la más grave faena histórica, la de conquistar y organizar jurídicamente una gran porción del Planeta, y hubiera podido —como Grecia, por ejemplo— quedar aplastada por su tradición, sobrevivirse apenas, agotada y decrépita; pero, muy lejos de eso, resurge en el Renacimiento niña o adolescente, con sus potencias vírgenes, rebosante de vitalidad y de gracia. Y el Leonardo cuya gloria celebramos y que se nos ofrece como símbolo de inmarcesible juventud, no es el mozo en la flor de su edad, sino el hombre maduro y aun anciano, pletórico de fuerzas creadoras, nuevo a cada instante e introduciendo sin descanso novedades en el mundo. Sobre el Renacimiento, con sus propósitos restauradores o retrospectivos; sobre la Italia del laborioso pasado y la tradición multisecular; sobre el Leonardo cargado de años y de afanes, el destino puso esa estrella de la juventud que es el signo acaso más patente e inequívoco de elección y de triunfo.

Por lo que toca al Renacimiento, en pocas coyunturas se ha sentido la humanidad más fresca y juvenil. Cierto que se puso, como su gran tarea, la de revivir en sí la Antigüedad y asimilarse sus logros y contenidos más insignes. Pero, de hecho, los propósitos arcaizantes, indudables en muchos de sus hombres más representativos, el empeño en repetir los esquemas de vida y de pensamiento vigentes en los grandes siglos de Grecia y Roma, no era sino una de las dimensiones de la época, y aun se conjugaba bien con su tendencia más amplia y general, que era la de renovar la vida del hombre en todos sus aspectos y direcciones, la de instaurar el reinado del hombre sobre la tierra. El hombre renacentista, después de la larga cerrazón medieval, aspiraba a todo lo que hasta entonces le había sido prohibido, a todas las libertades del alma y del cuerpo, así a las lícitas como a las ilícitas, así a las que desembocaban en el libertinaje y aun en el crimen, como a las que habrían de ir configurando, a lo largo de una lucha de varios siglos, la rica y compleja existencia moderna, los más puros y nobles caracteres del mundo nuevo. El espíritu de creación y el espíritu de libertad —que es casi decir, simplemente, el espíritu— tuvieron su ocasión privilegiada en ese lapso, y, como escenario por excelencia, el suelo de Italia.

Fue una época de hallazgos sorprendentes. La inteligencia, la energía física, la convicción de que todo lo existente debería ser conocido y utilizado por el hombre, promovieron grandes empresas de colonización de la realidad, en impulsos que rompían todas las barreras y pasaban por encima de todos los obstáculos tradicionales. Esa colonización apuntaba a todos los rumbos de la acción y de la cultura, movilizaba todas las posibilidades humanas. Era anhelo fervoroso de saber, busca de nuevas formas en las artes, reconocimiento efectivo de la superficie terrestre, apasionado trajín político y conatos de reforma social. El hacer era muy importante sin duda; pero acaso parecía más considerable y urgente el descubrir. El Renacimiento es la edad descubridora e inventora. Descubre el universo, los espacios infinitos que se extienden inconmensurablemente más allá de los límites establecidos por la cosmología de los antiguos; se funda así un nuevo sistema del mundo, el copernicano, que no sólo abre insospechables perspectivas cósmicas, sino que obliga a revisar todo lo que se creía sobre la naturaleza y el hombre. Descubre la imprenta, que da alas al pensamiento y rompe la esclavitud de la transmisión oral. Descubre la tierra como habitáculo humano que debe ser explorado y aprovechado, e inicia la nueva ciencia de la naturaleza, que hallará su camino seguro con Galileo, como un saber conjuntamente racional y experimental, capaz de dar satisfacción a la inteligencia y de posibilitar innumerables aplicaciones prácticas. Muchas cosas descubre el Renacimiento, y todos estos descubrimientos se cifran y confluyen en el descubrimiento del hombre, de su dignidad intrínseca y de su poder; en un designio de acción humana intensa y libre, fecunda e ilimitada, que dará el tono en adelante a todo el Occidente, persuadido de que la cultura y la historia son procesos encaminados a la dicha de la humanidad y al triunfo del espíritu.

El interés apasionado por la Antigüedad ocupa mucho sitio en las preocupaciones de la época. La negación de la Edad Media, la firme resolución de dejarla definitivamente atrás, no podían hallar su fórmula en el plan de una espiritualidad nueva, todavía inexistente en cuanto sistema definido de vida y de pensamiento. Se recurría a la Antigüedad clásica no sólo en busca de modelos y de inspiraciones, sino también en la intención de reanudar una línea de alta y libre cultura que se suponía lamentablemente interrumpida durante el período medieval, en la de revivir en lo posible un pasado embellecido por la ilusión y la lejanía. Puesto aparte todo lo que hubiera de exceso y de auto-engaño en estos ensueños de resucitar un pasado irrevocablemente fenecido, la proyección amorosa hacia los siglos clásicos estaba muy en su lugar dentro del cuadro general de los anhelos renacentistas. Era aquella, como se dijo, una época descubridora en todos los sentidos imaginables, y resulta bien comprensible que uno de sus descubrimientos máximos fuera el del pasado, el de aquel pasado que se le manifestaba con una singular evidencia y un prestigio sin paralelo, vivo y palpitante en los recuerdos insignes, en las realizaciones eminentes del pensamiento y de las artes, en los sucesos políticos de notable resonancia y en personalidades de extraordinario relieve cívico y moral, muchas de las cuales, en aquellos tiempos deslumbrados por toda grandeza, adquirían un sentido de ejemplo y paradigma, pero ya en el seno del naciente movimiento renacentista el culto de la Antigüedad provocaba tensiones encontradas, porque la adhesión reverente a ese pasado, profesada por muchos, suscitaba la resistencia y aun la franca oposición de otros, más atentos a escudriñar los nuevos horizontes que se vislumbraban hacia adelante, que a complacerse en las glorias pasadas y procurar remedarlas.

Leonardo se inserta en la fase inaugural del Renacimiento; tiene oportunidad, por lo mismo, de darle tanto por lo menos como recibe de él. Llegaba a la madurez cuando se descubrió América y Vasco de Gama reconoció la costa africana, en la épica expedición inmortalizada por Camoens. Aunque siempre sea mero artificio cómodo la elección de una fecha precisa para señalar con ella el comienzo de una época histórica, el caso es que los historiadores suelen tomar el año 1453, que es el de la conquista de Constantinopla por los turcos otomanos, como principio de la era moderna, y no lo habrán hecho sin razones valederas. Leonardo nació un año antes de este resonante acontecimiento, en 1452, que es como decir que nace al mismo tiempo que el mundo moderno. Conviene tener en cuenta su temprana implantación en la escena renacentista, para apreciar con justicia el sentido y el valor de sus aportes, y su papel de adelantado y aun de precursor de muchas cosas. Las grandes figuras que en la filosofía y en la ciencia personifican el Renacimiento son todas posteriores a Leonardo; algunas de las mayores guardan con él un intervalo de cien años o más. A la distancia aproximadamente de un siglo lo siguen Giordano Bruno, Campanella, Galileo, Copérnico, Kepler, Francisco Sánchez, Montaigne, hombres que en gran medida dieron perfil y consistencia al pensamiento de la época y desarrollaron su peculiar ideología. Es importante retener que cuando muere Leonardo, ninguno de estos renacentistas típicos y por excelencia que acabo de nombrar —salvo uno solo, Copérnico— había nacido. Los coetáneos de Leonardo no fueron los renacentistas maduros que expresaron en el lenguaje de las ideas el espíritu de la nueva época, sino algunos humanistas y platonizantes, como Marsilio Ficino y Pico de la Mirandola. Algo anterior a él es Nicolás de Cusa, preanunciador del Renacimiento más que rigurosamente renacentista, filósofo en el que ciertos temas propios del pensamiento nuevo aparecen mezclados con otros de marcado cariz medieval, y un poco posterior, Paracelso, el extraño médico aventurero, alquimista y filósofo, quien, entre fantásticas lucubraciones muy propias de aquellos siglos, formuló atinadas conjeturas científicas y realizó más de un importante descubrimiento en el campo de la química y de la medicina. El balance de toda esta compulsa de fechas nos muestra aue Leonardo aparece cuando el cuerpo de ideas que se suele atribuir al Renacimiento dista mucho de haberse constituido.

El único gran pensador de la época anterior a Leonardo es, pues, el Cardenal Nicolás de Cusa, quien le precede en medio siglo. Pero el Cusano, como he dicho, no es un renacentista típico, sino más bien uno de los antecedentes inmediatos, uno de los precursores del Renacimiento. Con mucho de medieval, por su gusto por la especulación abstracta de sabor escolástico y sus preferencias por los temas teológicos, avanza resueltamente hacia los tiempos nuevos de maneras diversas. El neoplatonismo que profesa se flexibiliza y aun se quiebra en él, se encamina en la dirección del naturalismo y del humanismo. Su doctrina de la "docta ignorancia’ es, a su modo, un aporte a la nueva metodología, y su insistencia en la noción de infinitud, que significa un alejamiento tanto del finitismo griego como del intelectualismo medieval, se concierta bien con tendencias que triunfarán en el Renacimiento. El viejo tema del microcosmos —caro a Leonardo— halla en él uno de los vehículos que lo transportarán a la ideología de la época, donde ocupa tanto lugar. Aparece en él un ansia de religiosidad nueva y libre, cuyas posibilidades revolucionarias no advirtieron sus contemporáneos, pero que vino a descubrir su sentido histórico más tarde, cuando estalló la Reforma. Varios otros fundamentales temas renacentistas reconocen en él sus orígenes, como el de la unidad de los contrarios y el de la dignidad del hombre, y aun va más allá de sus inmediatos sucesores con su tesis de que la naturaleza es el conjunto de las cosas producidas merced al movimiento. Y en todo él alienta un poderoso soplo de renovación, de regeneración, de vuelta a la ingenuidad natural, de valoración de la espontaneidad; el saber está, en potencia, en todos los hombres, y la verdad —dice— grita en las plazas. Con un hombre así bien podía coincidir Leonardo, que fué ante todo una gran fuerza innovadora y renovadora.

El parentesco de Leonardo con el Cusano se ha señalado más de una vez; quede omitida aquí, por impropia de la oportunidad, la cuestión de cuál es la parte que corresponde al débito estricto y cuál aquella otra, mucha mayor sin duda, en que se trata de mera coincidencia y concordancia en temas y propensiones que iban constituyendo la atmósfera intelectual y pasional de un período a cuya fase inicial pertenecen ambos. Diferencia capital, los intereses mundanos preponderaban en Leonardo, y aunque no escaseen en él las indicaciones que atestiguan una íntima religiosidad —como no escasearon en Goethe, con quien guarda tantos puntos de similitud— él también hubiera podido decir, como dijo Goethe alguna vez: 'Yo soy un hombre muy terreno”.

Notables investigadores del problema coinciden en buscar en el Cusano una de las fuentes del pensamiento de Leonardo. En los memorables estudios de Duhem se establece que fueron muchos los temas que del primero pasaron al segundo, y Cassirer, al adherir a ese parecer, cree poder indicar el fundamento último de esta relación histórica. "Si Leonardo —escribe Cassirer— proviene del Cusano, si en muchos problemas recoge por decirlo así, su herencia, esto pudo ocurrir porque se hallaba de acuerdo con él en lo que concierne al método. El Cusano era para él, no tanto el representante de un nuevo sistema filosófico, como el representante de una nueva dirección y de un nuevo método de investigación. Y así se puede también comprender cómo la relación que vino a establecerse sobrepasó los límites de lo puramente individual. El Cusano llega a ser en cierto modo el exponente de aquel mundo que, en la Italia del siglo xv, al lado de la cultura escolástica, que marchaba a su ocaso, y de la naciente cultura humanística, organizaba una tercera forma, específicamente moderna, de saber y de voluntad de conocer. No se trata aquí de fijar y concebir científicamente un determinado contenido religioso, no se trataba de tornar a la gran tradición antigua y de buscar en ella la renovación de la humanidad, sino que más bien se partía de faenas concretas, técnicas y artísticas, mediante las cuales se iba en demanda de una teoría".

El interés científico, el artístico y el filosófico componen en Leonardo una compacta unidad. Nuestra civilización de hoy, madura y dueña de una vasta experiencia, con todos los quehaceres perfectamente definidos y encasillados, y cada uno de ellos provisto de su régimen propio y bien asentado y de un código firme de prescripciones metódicas, difícilmente puede engendrar un hombre como Leonardo; digamos más precisamente que ello resultaría imposible. El único personaje genial que se le pueda equiparar en universalidad, en fechas próximas a las nuestras, es Goethe. La comparación puntual entre ambos seria sobremanera interesante e instructiva, pero no resulta oportuno emprenderla aquí, salvo muy levemente y sólo en algunos respectos. Goethe fué ante todo un artista, un poeta; sus curiosidades filosóficas nunca pretendieron desembocar en la creación personal, y él mismo reconoció sus limitaciones en este terreno y aun voluntariamente se las impuso; sus afanes científicos, aunque lleven la impronta de la genialidad, nunca aspiraron tampoco a concretarse en una actividad regular que equilibrase en magnitud e intensidad la formidable faena literaria en la que reside su mayor mérito y de la que proviene su renombre. Los cauces de la acción espiritual, ya muy diversificados en su época, no hubieran permitido a nadie llevar de frente entonces una actividad paralela y de iguales niveles en lo artístico, lo científico y lo filosófico. Comparada con esta cultura adulta y escindida en ramas bien diferenciadas, la del Renacimiento inicial era una masa indivisa, una confusión de aspiraciones y gérmenes; podemos decir que nuestra cultura es como un sistema solar, y aquélla era como la nebulosa originaria. Leonardo surge en el instante en que la cultura europea, al renunciar a los métodos y los contenidos de la Edad Media, procura reemplazarlos y asume la obligación de sentar bases nuevas. Casi por entero en la filosofía, en la ciencia, en las artes, en la vida, el mundo nuevo exige una cultura nueva. Casi todo está por hacer, y ni siquiera están muy claras las orientaciones según las cuales habrá de proyectarse la acción renovadora o re-creadora. La Época Moderna, recién nacida en los días de Leonardo, busca; Leonardo es ante todo un ser que busca, una mente poderosa e insaciable tendida hacia la novedad, hacia la averiguación, hacia la invención. La universalidad de Goethe es la de un excelso espíritu, rebosante de energías y de capacidades, que, al lado de su esencial ocupación poética, ejerce otras altas funciones intelectuales y en todas pone un destello de la luz de su alma. La universalidad de Leonardo reside en la contraseña, común a todos sus empeños, de la búsqueda osada y tenaz, del avance por los nuevos caminos descubiertos o entrevistos. Su misma obra de artista lleva ese sello y entra así a integrar armoniosamente la unidad de su esfuerzo y de su vida, que fueron una cosa sola, porque en él son inseparables los ensueños de la fantasía, la meditación de la inteligencia y la labor de las manos. Si recorremos su biografía y la serie de sus empresas, sorprende la cantidad de sus tentativas truncas, de sus fracasos: la gran pintura mural de la batalla de Anghiari, las monumentales estatuas ecuestres de Francesco Sforza y de Gian Giácomo Trivulzio y otras obras proyectadas o emprendidas y nunca terminadas; la máquina para volar, que fue su obsesión durante gran parte de su existencia y a la que consagró tantos estudios y esfuerzos, y que no voló jamás; innumerables obras de arquitectura y artificios de ingeniería civil y militar, que imaginó con fertilísima inventiva, y quedaron en el planteo, en la realización inconclusa o en la anticipación genial. Para estimar con justicia la significación y el papel de Leonardo, para aquilatar su gloria, creo yo que hay que tomar también en consideración la cantidad y la dimensión de sus fracasos, que una admiración corta de vista suele escamotear más o menos conscientemente, como faltas que pueden y deben ser olvidadas. Poco valdría la humanidad, poco camino habría hecho la civilización, sin la generosa prodigalidad de los mejores, que nunca se atienen al cómputo prudente y un poco mísero del resultado seguro y del éxito descontado de antemano. Toda siembra espiritual afronta una importante proporción de fracaso previsible, y es como la del labrador, que se cumple a pesar de la posibilidad de la sequía y del granizo, y que entierra en el surco muchos granos que no han de fructificar. En el primer tramo del Renacimiento, que fue su tiempo, apenas si se sabía que habían de intentarse caminos nuevos, apenas columbraba el sentido del avance. Leonardo era un auténtico buscador, un audaz, un inventor. Muchos eminentes logros hemos de anotar sin duda en su haber, un riquísimo legado de realizaciones y de experiencias. Pero la cuenta no estaría completa sin estipular la parte de la frustración, ocasionada muchas veces porque los recursos materiales no estaban a la altura de sus propósitos o porque la situación le fue desfavorable. En su conjunto, su tiempo era así, y no debe olvidarse que la mayor hazaña geográfica de la época, el descubrimiento de América, fué en realidad el fracaso del intento de llegar a las Indias orientales por un derrotero inusitado. El Renacimiento era el amanecer de un mundo nuevo; se trabajaba en una gran construcción cuyo plano se poseía por adelantado y que sólo se fue diseñando a medida que se ponían los cimientos y se levantaban los primeros pilares del edificio. Fue en suma el Renacimiento una gran aventura, y sus varones más insignes y representativos, los que soportaron sobre los hombros la tarea y la responsabilidad de fundar la cultura y la vida modernas, llevaron todos marcado en la frente el signo de la aventura y fueron aventureros notorios, destinados muchas veces al fracaso que suele acompañar a la aventura, que en unas ocasiones fue el fracaso de la obra o de las ideas, y en otras el de la propia existencia, desconcertada y peregrina, consumida en las prisiones o quebrada en el suplicio. Sobre todo, en esta sazón inicial que fue la de Leonardo, ni siquiera la gran aventura renacentista estaba organizada y constituida, como lo estuvo más tarde, en tiempos de Bruno, de Montaigne, de Sánchez, de Campanella; era, pues, la ocasión de la aventura radical, de la aventura hacia la aventura, del buscar el camino hacia el camino, de los tanteos a oscuras, de las osadas adivinaciones. En circunstancias tales, acertar era mérito extraordinario, pero errar era en muchos casos un honor.

Para merecer con absoluto derecho el título de filósofo, le faltó a Leonardo la consagración plena a la especulación y la proyección metódica y sistemática hacia el orden de problemas que, según el habitual consenso, componen la trama de la filosofía. Más bien que filósofo fue un espíritu dotado de gran sentido filosófico, que meditó incansablemente sobre el arte, la ciencia y la vida; que convirtió en problema todo aquello sobre lo cual se detuvo su atención. Mucha sustancia filosófica hay en sus anotaciones dispersas y en algunos pasajes de su libro sobre la pintura, y, en general, su postura es muchas veces la del filósofo, sin que nunca llegue a organizar en un conjunto doctrinal sus ideas ni a afrontar a fondo la consideración de las cuestiones últimas. De aquí que unas veces se lo incluya en las grandes historias de la filosofía y otras se lo omita, sin que ni la una ni la otra de estas dos actitudes deje de tener motivos a su favor. Lo que parece indiscutible es que, en una concepción amplia de lo filosófico, si extendemos el área del interés y, más allá de la rigurosa filosofía, nos importa el cuadro total del pensamiento de su época en cuanto reflexión profunda y veraz sobre las cosas, el nombre de Leonardo no puede estar ausente, y aun se le deba atribuir una notable significación. Mucho tiene que ver con esto una circunstancia especial. Sus preocupaciones científicas, extraordinarias por la intensidad y la amplitud, en aquel momento histórico en que se redescubría el universo natural y se pugnaba por encontrar los recursos para su mejor conocimiento, forzosamente debían adquirir un sentido filosófico, porque toda la naturaleza se ofrecía como un gran problema global, y no, como para el científico posterior, en los términos de una serie de problemas particulares y perfectamente delimitados. Su ansia de conocimiento, verdaderamente fabulosa, asumió así una generalidad que confina con la filosofía y en muchas ocasiones penetra en ella. Ante esta naturaleza como problema total, la cuestión del conocimiento, las vías de la indagación, eran otro problema planteado por la situación de los tiempos, por la reconocida inanidad de los métodos medievales y por la inquietante presencia de ese complejo natural ante el cual sentía el hombre una curiosidad infinita, una admiración reverente y hasta un conmovido terror. La naturaleza se le presentaba entonces al hombre con nuevos prestigios y rebosante de enigmas, y no valían ya para comprenderla e interpretarla los caducos esquemas anteriores, respaldados por el dogma y por la autoridad de Aristóteles. Ante esa realidad enorme, contemplada con los ojos frescos del naciente hombre moderno, estaba la inteligencia sola, que debía empezar por forjarse sus instrumentos y que acometía valerosamente la ímproba labor que había de abarcar los grandes siglos modernos.

No faltan en el pensamiento de Leonardo ideas que puedan referirse a la Edad Media; las había en sus más esclarecidos coetáneos y extendieron algunas de ellas su vigencia a los siglos posteriores. Algunas de esas ideas, como la concepción del hombre como un pequeño universo, un microcosmos que se corresponde con el universo total, con el macrocosmos, no eran propiamente medievales, pues venían de la Antigüedad más remota. El Renacimiento mostró especial predilección por esta interpretación del hombre, que se encuentra en grandes pensadores de la época. Leonardo adhiere a ella, consciente de su vetustez. "Los antiguos —escribe— llamaron al hombre un mundo menor, denominación justa porque se halla compuesto de tierra, de agua, de aire y de fuego como el cuerpo terrestre, y se le asemeja. Si el hombre tiene sus huesos para servir de armadura y sostener la carne, el mundo tiene sus rocas que sostienen su tierra. . etc. Siguen otras comparaciones por el estilo entre el cuerpo humano y el globo terrestre, pero anotando que el mundo carece de nervios y que esto lo diferencia del individuo humano, indicación que acredita su reserva crítica, pues lo común es que quien se lanza a establecer analogías de este género no se detenga a tiempo y lleve las correspondencias hasta el final. "Pero para todo lo demás —expresa, recapitulando— el hombre y el mundo son semejantes”. En otro pasaje sus reflexiones se mueven sobre el mismo terreno, pero apuntan a un fin concreto rala aspiración metafísica de todas las cosas y del hombre mismo a volver a sus fuentes, a resolverse en sus elementos y a reingresar en sus matrices. Como va la mariposa a la llama que la devora, todo tiende a su primera patria, al caos originario; este anhelo es la quintaesencia que acompaña a toda la naturaleza, y el hombre participa en él, y así se explica que de continuo espere con impaciencia la nueva primavera, los nuevos meses, los años venideros, e imagine que las deseadas cosas se retardan, sin reparar en que lo que así procura es su destrucción. De esta manera coincide el hombre con la naturaleza, porque el hombre "es el modelo del mundo”. Acaso hemos de ver en estas reflexiones, de tan solemne tono metafísico, el eco de las horas de cansancio y renunciamiento en que el formidable trabajador, que tantos obstáculos tuvo que superar y tantos contratiempos hubo de sufrir en su existencia, buscaba el apaciguamiento y el reposo en la idea del retorno a los senos de la madre naturaleza. Pero su índole combativa y tenaz aparece con mayor fidelidad en otras reflexiones contrapuestas, también de alcance metafísico, que sostienen algo muy diferente: la persistencia de toda cosa en su ser, el afán universal de perseverar y resistir. "En el universo —dice— todo se esfuerza en conservarse en su modo propio. .. Naturalmente, toda cosa desea mantenerse en su esencia”. Aquí, en estas palabras, reconocemos mejor al Leonardo que nos es familiar, al que en cada instante se confirmaba en sus propósitos y parecía un vencedor después de cada derrota, al que parecía nacer de nuevo cada mañana. Digamos que en estos puntos de vista sobre las cuestiones últimas, la contraposición no equivale necesariamente a la pura contradicción; las supremas razones de la realidad y de la vida no siempre caben en aserciones tajantes, y él mismo nos advierte que "la naturaleza está llena de infinitas razones que jamás se dieron en la experiencia”. El ansia de perseverar, en quien mucho perseveró en su existencia, tolera que se la compagine con un correlativo afán de reintegro al gran todo del que todas las cosas proceden y al que todas al final vuelven. Si hubiera sido un filósofo, por decirlo así, profesional, podríamos exigirle que se pusiera de acuerdo consigo mismo y nos resolviera esta duplicidad. Un libre meditador, como él era, cumple con darnos sinceramente su verdad de cada día, aspecto parcial o faz de la verdad total e infinita. Leonardo es un fragmentario, un anotador de meditaciones, que a veces suele consignar en términos sucintos y aun indescifrables, como para él mismo únicamente. No es lícito suponer que cada una de sus tesis exprese por sí el fondo último de su pensamiento sobre la cuestión, con todas las implicaciones que sólo pueden ser enunciadas en un desarrollo articulado y completo. A la luz de otro pasaje suyo, quizás sea posible conciliar los dos encontrados y al parecer incompatibles puntos de vista que he recordado. Dice así: "Todos los elementos salidos de su lugar natural desean retornar a él, y sobre todo el fuego, el agua y la tierra”. Cada cosa, cada complejo de elementos, pues, tiende a perseverar en su ser, a conservar su esencia; pero cada uno de sus elementos componentes tiende también, del mismo modo, a perseverar en su esencia, y por lo tanto a volver a su nativa libertad y unidad, de que gozaba antes de entrar a componer las cosas y los seres compuestos que forman el múltiple universo. La contradicción, pues, no estaría en el pensamiento de Leonardo; sería más bien una especie de contradicción constitutiva del cosmos o ínsita en él. Todo tiende a perseverar: los elementos —tierra, aire, agua, fuego— por un lado; las cosas y los seres, compuestos de elementos, por el otro. Cuando las cosas y los seres quieren mantener su ser, obedecen al mismo principio que los elementos cuando aspiran a restituirse a su unidad fundamental, mediante la destrucción de esos seres y esas cosas en los eme habían entrado como componentes.

De aquella intuición de la similitud entre el microcosmos humano y el macrocosmos, a la de la total animación, a la concepción vitalista de toda la realidad, no hay más que un paso. El Renacimiento, como es sabido, sostuvo la continuidad universal e imaginó el universo como un maravilloso ser vivo, un animal complicado y enorme, cuyas partes son literalmente miembros y órganos adaptados cada uno a su correspondiente función y todos ellos al servicio de una vida común, la del gran todo: concepción resueltamente panteísta, qué atribuía al mundo la perfección, la bondad absoluta y la soberana belleza, en cuanto realidad a un tiempo corporal y divina. No sé que Leonardo haya aceptado del todo esta doctrina metafísica, pero en algunos puntos anda cerca de ella, y no es de extrañar, porque en aquella oportunidad encarnó la postura —simultáneamente filosófica, religiosa, estética y científica— de los hombres ante la varia y desconcertante naturaleza, que se les revelaba como un inconmensurable prodigio. "Podríamos decir —escribe— que la naturaleza posee un alma vegetativa.. . El calor del alma del mundo es el fuego infuso en la Tierra, residencia del alma vegetativa que en diversos sitios se exhala en aguas termales, en yacimientos de azufre, en los volcanes, en el Mongibello de Sicilia y en otros muchos lugares”. Y los pasajes en que se refiere al finalismo de la naturaleza, a una adecuación como de medios a propósitos que le parece indudable y aun planeada, abundan en sus apuntes. En alguna relación con este finalismo acaso pueda ponerse su tesis de la extrema simplicidad de la naturaleza, que es para él una especie de axioma. "Ninguna acción natural —anota— es susceptible de ser abreviada, porque la naturaleza genera del modo más simple que sea posible imaginar”. Queda, pues, sentada aquí la convicción de la sencillez natural, que más bien se concilia con otro orden muy distinto de consideración científica, con la interpretación mecánica, que emprendió la explicación de la realidad física por su reducción a un número muy limitado de motivos fundamentales, y en el fondo por los de masa y fuerza. Y, en efecto, este principio de la radical sencillez llegó a ser capital en el pensamiento de Galileo, quien decía que "la naturaleza hace mucho con poco”. En nuestros días, cuando la concepción mecánica ha sido reemplazada por teorías que aceptan una complejidad de los hechos insospechada antes, Poincaré ha comentado así este principio: "No es seguro que la naturaleza sea sencilla. Hubo un tiempo en que la sencillez de la ley de Mariotte era un argumento invocado en favor de su exactitud... Hoy las ideas han cambiado mucho, y sin embargo, los que no creen ya que las leyes naturales deban ser sencillas se encuentran obligados todavía a obrar como si lo creyeran”. La tesis de Leonardo tenía, pues, ante sí un dilatado porvenir, y cuando la física actual la desmiente, sigue siendo, según se ve por la autorizada opinión del sabio francés, un principio metódico del que difícilmente se podrá prescindir.

Todas aquellas teorías de las correlaciones entre el microcosmos y el macrocosmos y de la animación universal, que el Renacimiento puso en el centro de su filosofía, y a las que parcialmente vemos que asintió Leonardo, llevaban tras sí un confuso acompañamiento de fantásticas creencias y arraigadas supersticiones, provenientes del fondo más remoto de la historia humana y profesadas en todo tiempo y lugar, que el Renacimiento acogió con fervor y practicó con entusiasmo. Las llamadas ciencias ocultas, la magia de diversos colores, la astrología, la alquimia, florecieron entonces con vigoroso impulso, al calor de una filosofía que, por sostener la continuidad del todo, la correspondencia orgánica de sus partes y la finalidad, se prestaba a admitir la existencia de toda clase de secretos influjos, de maravillosos efectos; de portentosas claves capaces de dominar potestades, de apartar los males y de prodigar bienes de todo género. La creencia en estas imaginaciones se infiltró en los sitios más inesperados: muchos años más tarde, Campanella, perseguido por su filosofía y condenado, probablemente debió su salvación a su fama de mago, que le atrajo la benevolencia de la sede más elevada de la época y del Occidente. Leonardo no cayó en estos errores, tan frecuentes a su alrededor y hasta en altas inteligencias. Los criticó y repudió con una lucidez específicamente moderna. "En todas las cosas —advierte— suele uno equivocarse cuando se atiene a su juicio, sin otra prueba. La experiencia lo pone de manifiesto continuamente, ella que desmiente a alquimistas, nigromantes y otros espíritus imbéciles”. "De todas las cosas de aue hablan los hombres, la más necia es la creencia en la nigromancia, hermana de la alquimia”. Contra estas supersticiones apelaba, como se ha visto, a la experiencia, y también otras veces a las evidencias de la matemática.

Por singular paradoja, este hombre que enérgicamente reniega de errores tan difundidos en su contorno (aunque alguna vez cayera en la debilidad o en la inconsecuencia, por otro lado tan humana, de hacerse decir la buena ventura), fue tenido por muchos de sus contemporáneos en opinión de mago, de un hombre docto en las prácticas del ocultismo, diestro en evocar y utilizar poderes tenebrosos. Incansable en imaginar artefactos de ingeniería, habilísimo en producir efectos insólitos, a veces se recreaba en construir artilugios para el ornato de fiestas cortesanas y para su propio gusto, con una aplicación en la que no faltaban unos granos de esa ingenuidad y aun pueril travesura no raras en las grandes mentes ajenas al prosaísmo de los intereses prácticos. Le gustaba suscitar la sorpresa y el estupor con juguetes asombrosos, cuyos efectos parecían a las gentes obtenidos mediante manipulaciones mágicas; consta que él mismo preparaba con maña y a conciencia el desconcierto de los espectadores, disponiendo las circunstancias adecuadas. En general, había en aquel tiempo un ímpetu de juventud que con frecuencia revestía los signos ingenuos de la niñez; los hombres se resarcían de la larga y dura disciplina medieval, sentida como un anquilosamiento de senectud, asumiendo los caracteres de las edades en que el hombre es todo él frescura, impulso libre y desbordante vitalidad. Pero en Leonardo se agregaba la puerilidad del sabio, del artista, del filósofo, hombres que en la cumbre de la edad mantienen y desenvuelven hacia nobles fines la tendencia innata e imperiosa que lleve al niño a llenar paredes y cuadernos con representaciones gráficas; a urdir eso que los mayores denominan mentiras infantiles, y no son sino novelas y poemas; a romper sus juguetes para ver lo que tienen dentro, en auténtica propensión científica; a abrumar a los padres con la continua interrogación de los porqués, primera e indudable manifestación de la desinteresada e inagotable inquisición filosófica. Lo más desagradable en los niños, lo que en ellos suele ser francamente odioso, son sus conatos de imitación de los mayores; lo más puro y hermoso en los mayores es la cantidad de niñez que albergan en el alma. Este gran Leonardo fue un niño toda su vida, un niño que llevó a los términos de la excelencia genial los motivos fundamentales de la niñez. Las arrugas de la frente, el rictus de la boca y las barbas pluviales de la imagen que trazó de sí mismo y que tantas veces hemos visto, se nos antojan una careta bajo la cual se esconde el rostro cierto de una niñez sempiterna.

Lo que en él haya de precursor de la cosmología heliocéntrica y de la mecánica galileana, y como autor de hallazgos científicos, queda fuera del ámbito de esta exposición; su discusión sólo corresponde a quien goce de autoridad consagrada en esos asuntos. Me he de limitar, en lo tocante a los problemas del saber, a lo que guarda relación con la filosofía. Lo primero, sin duda, es la posición de Leonardo respecto a los problemas del conocimiento y de sus métodos. Está contra aquel ciego respeto a las llamadas autoridades intelectuales que profesó la Edad Media y que se prolongaba en su época a la sombra de la desmedida admiración por todo lo clásico; respeto que fomentaba la pereza mental y era grave rémora para el progreso del saber. Estaba también contra la muerta erudición, que viene a ser lo mismo, pues, a las nuevas verdades que va revelando la libre meditación y el trato despreocupado y próximo con las cosas, opone el prestigio multisecular de lo ya dicho y la reverenda a las fórmulas librescas. Participó eficazmente en la gran batalla renacentista por el saber autónomo, y al mismo tiempo protestó contra lo que en el humanismo de su época era apego exagerado a los textos y superstición de la palabra escrita. Acudió a los grandes filósofos y científicos del pasado, leyó sus obras y las aprovechó, pero nunca se sometió pasivamente a sus ideas, ni creyó jamás que algo fuera verdad inconcusa porque cierto autor lo hubiera escrito o estuviera impuesto por determinado dogma; su atrevimiento fué extremo en más de un caso, cuando juzgó que su verdad brotaba de comprobaciones seguras. Al lado de esta independencia intelectual han de ponerse sus sátiras contra quienes desmentían con su conducta, con su avaricia y desenfreno, el decoro eclesiástico de sus investiduras, repudio en que lo acompañaban por cierto muchos severos y piadosos varones de entonces. Leonardo hubiera podido ser calificado, con la expresión que corre acuñada para Cervantes, de "ingenio lego”, es decir, de hombre desprovisto de versación consumada en los clásicos. Amaba y estudiaba los libros, pero no creía que la realidad entera debiera contemplarse y vivirse al trasluz de las páginas escritas. La página vale lo que el hombre que la escribió, y depende también de las circunstancias en que fué redactada. "Las buenas letras —dice— nacen de un buen natural; y como la causa es más digna que el efecto, un buen natural sin letras vale más que un letrado sin natural”. "Como no soy letrado —escribe en otro pasaje— ciertos presuntuosos se creen autorizados a censurarme, alegando que no soy un humanista. Esa gente estúpida no sabe que yo les podría responder, como Mario a los patricios romanos: Aquellos que se enorgullecen de los esfuerzos de los otros no quieren reconocerme los míos”. En la misma dirección, argumenta que sus obras provienen de la experiencia y no de las palabras ajenas, y que siempre la experiencia fue la adoctrinadora de todos los que escribieron bien; así, deben ser tenidos en más los inventores y descubridores, intérpretes y mediadores entre la naturaleza y la humanidad, que los recitadores y declamadores de las obras de los otros; diferencia que es como la existente entre los objetos y sus imágenes reflejadas en el espejo.

El recurso a la experiencia, que aparece en estos pasajes, es tema capital en el pensamiento de Leonardo, pero no ha de deducirse de su insistencia en la primacía del saber experiencial, que sea lisa y llanamente un empirista, un pensador persuadido que todo saber empieza y acaba con los datos de la llamada percepción sensible. En su decidida predilección por la experiencia funcionan dos motivos: la urgencia déla época en constituir un saber fundado sobre datos ciertos, por un lado; por otro, la nativa inclinación del artista y del constructor a advertir lo real bajo las especies de la forma y el color; de los relieves plenos de la escultura; de la combinación arquitectónica de superficies y volúmenes; de los mecanismos ingenieriles, en los que las fuerzas se materializan en palancas y poleas. El filósofo de la pintura, con su elogio del ojo humano y su apología de la visión, va en él de la mano con el filósofo propugnador de la experiencia en lo científico, porque la experiencia es ante todo visual, porque el primer requisito para toda verídica experiencia es tener los ojos bien abiertos, saber mirar y distinguir con rigor lo percibido de lo supuesto, lo efectivamente visto de lo imaginado.

El equilibrado maridaje de experiencia y razón, esta última en gran parte como razón matemática, lo pone sobre la vía que seguirá después la Edad Moderna y lo convierte, también por este lado, en un precursor de Galileo. La ciencia, para serlo, debe remontar a los primeros principios, a las supremas razones. La experiencia es madre de toda certidumbre, y no hay saber científico cuando su origen, promedio o fin no pasan por los sentidos: el ergotismo de tipo escolástico no merece el nombre de ciencia. El fondo de su pensamiento parece ser que la realidad es un orden racional, una estructura regida por leyes estrictas en las que reina la necesidad. El movimiento es causa de toda acción y motor de toda vida. La naturaleza va de las razones a los hechos; el conocimiento humano, que ignora de antemano esas razones, está obligado a seguir la dirección opuesta: de los hechos a las razones, de la comprobación a la demostración y la generalización. "Acuérdate —se recomienda a sí mismo— de aducir primero la experiencia y en seguida la razón”. Su amor por la experiencia se contrapesa con su fervor por la matemática; no hay para él el conocimiento digno de este nombre sin la ingerencia del cálculo matemático. "Ninguna investigación humana —expresa— puede titularse ciencia verdadera si no pasa por la demostración matemática”. La modernidad de Leonardo se confirma, como es reconocido, por sus preocupaciones técnicas, que tanto lugar ocuparon en su existencia. Pero nunca desconoció el papel primordial de la teoría, como puro saber y como inexcusable fundamento de toda técnica de alto vuelo, que aspire a ser más que una ciega aplicación de recetas tradicionales. "Toda práctica —enuncia— debe hallarse fundada sobre la recta teoría".

Conocidas son sus largas y pacientes averiguaciones en el campo de la biología. Hombre de múltiples intereses y curiosidades, fueron varios los estímulos que lo condujeron a estudiar, en cuerpos animales y humanos, los misterios del funcionamiento orgánico. Concurrieron en estas investigaciones su afán de descubrir el mecanismo del vuelo de las aves, el deseo de poseer toda la información anatómica posible para la representación artística, su vasto apetito de saber, que no reconocía fronteras, y que, en estos problemas, no se satisfacía con perseguir lo meramente vital, sino que se extendía a querer comprender las conexiones entre lo corporal y lo anímico. No escatimó trabajos ni sacrificios, ni aun acaso peligros, en estas experiencias, y su cuantiosa serie de disecciones no es la parte menos admirable de la sorprendente empresa de conocimiento que fue, vista desde este ángulo, su atareada existencia. Del trato científico con la vida —que tenía que ser necesariamente trato efectivo con la muerte— extrajo un respeto y una reverencia por la vida que es uno de sus méritos. Su época amaba la vida; corría la vida a torrentes por aquellos tiempos, con una pasión sin vallas por los goces terrenales y la aventura, que en los poderosos, en los que se lo podían permitir todo, llegaba a extremos de ambición, crueldad, violencia y lujuria que hoy, cuando los encontramos referidos en las historias, nos infunden pavor y nos producen indignación. El furioso amor a la vida acarreó el supremo desprecio de la vida humana. Indinado sobre los cadáveres, separando en la alta noche músculos, venas y nervios, Leonardo supo aprender, además de la lección científica, una lección que vale más, una lección de estremecida humanidad. Los órganos enfermos, la carne en descomposición no le inspiraron únicamente una repugnancia teñida de piedad; no reparó en primer lugar, como muchas veces sucede al anatomista, en la flaqueza del cuerpo humano, en la miseria de la enfermedad, en la angustia de la muerte. Percibió sobre todo la vida, y, dentro de la asombrosa realidad vital, el valor absoluto de la vida humana, contribuyendo así a la formulación y la afirmación de este capital principio de la civilización moderna, admitido ya por todos aunque no siempre practicado. Son varios los pasajes en que se refiere a la dignidad del hombre y a la santidad de la vida humana; transcribo aquel en que más elocuentemente expone su pensamiento. "Y tú, oh hombre, que examinas en esta labor mía las obras maravillosas de la naturaleza, si piensas que sería criminal destruir esta obra suya, reflexiona cuánto más criminal es quitar la vida a un hombre; y si ésta, su forma externa, te parece maravillosamente construida, recuerda que no es nada en comparación con el alma que habita en esta estructura, pues ella, en verdad, sea lo que sea, es una cosa divina. Déjala, pues, que habite en Su obra a Su beneplácito, y no permitas que tu ira o tu maldad destruya una vida, pues, ciertamente, quien no la estima no la merece”.

Como todos los trabajadores incansables, no tuvo mucho tiempo para condolerse por anticipado del final inevitable, que alguna vez se le apareció como el descanso merecido. Y cuando meditó en la muerte, también pensó en ella en función de la vida; puso virilmente la muerte bajo el signo de la vida, y no la vida bajo el signo de la muerte, como prefieren ciertas filosofías cansinas de nuestro tiempo. El tema del esfuerzo le gusta más, surge en él con frecuencia y en ocasiones el de la muerte se le subordina. "Tú, oh Dios —dice— tú vendes todos los bienes a los hombres al precio del esfuerzo’’. La fatiga le parece un adelanto de la muerte, y agrega: "Yo no me canso de servir, yo no me canso de ayudar”. El reposo excesivo lo juzga una disminución, un acortamiento de la existencia; y recuerda que en Toscana se usan las cañas para sostener los lechos, y que es como un símbolo que la levedad e inconsistencia de las cañas sostengan el instrumento de la pereza y de los vanos ensueños del ocio. Otras indicaciones suyas llevan dentro el mismo motivo, como cuando llama desdichado al discípulo que no supera a su maestro y anota que es buen signo la insatisfacción ante la propia obra. "¿Qué es aquello —se pregunta— que nunca se da y que si se diera no sería?” Y se contesta: "El infinito”. Leonardo vivió en una perenne persecución de lo infinito, e hizo suya la sentencia bíblica según la cual "la verdad es hija del tiempo”, que él no podía interpretar sino en el sentido de aue es producto del trabajo sin tregua, de un trabajo que cada generación debe reanudar en el punto en que lo dejó la anterior. Quien concibe la existencia como trabajo y creación constantes, la concibe también referida, en lo próximo, al trabajo y la creación de los que vendrán tras él, y en lo lejano, al infinito: ese infinito que, como él sabía, no se da nunca y dejaría de ser si efectivamente se diera, pero que es el faro y el puerto de la interminable navegación del hombre, una meta ideal que los mejores hacen suya cada día por la heroica voluntad de alcanzarla. Este glorioso insatisfecho, por serlo, vivió todos sus días en intención de infinitud. Y fué esta conciencia de realizarse a cada instante en la continuidad de la obra la que le dictó su apotegma de que la vida larga es la vida bien colmada, y le inspiró su filosofía de la muerte, condensada en estas palabras: "Así como una jornada bien empleada produce un dormir agradable, también una vida bien ocupada proporciona un grato morir". Es que él sabía, como todos los grandes creadores, que sólo la obra en el tiempo se alarga en los tiempos y adquiere sentido de eternidad.

 

por Francisco Romero

 

Publicado, originalmente, en: Cuadernos Americanos Vol. LXVI No. 6 Noviembre - Diciembre de 1952

Cuadernos Americanos es editado por la Universidad Nacional Autónoma de México / Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe
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Leonardo da Vinci y el Renacimiento por Emilio Oribe (Uruguay) c/videos

 

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