El jardín de las Hespérides

primer capítulo de la novela.

por Carlos Rojas

No, no soy el adolescente que mon semblable, mon frére contempla ahora en la lámina de aun otro libro, entreverado con reproducciones de sus dibujos y de sus pinturas. Disté mucho de vivir los años sugeridos por este muchacho serio y sepia, en la obra en folio que él abrió hoy sobre sus puntiagudas rodillas. Miro al mozo de pelo lustroso en el papel satinado, y me pregunto cómo pudo llamar al cuadro Retrato de mi único hermano muerto, al concluirlo. Poco menos que esfumado y detrás de mi supuesta vera efigies, aparece un obrador con bovedilla donde un artista vestido de raso negro retrata a un enano leyendo un libro. Al fondo, desnuda y tendida de espaldas en un sofá cubierto con una colcha azul, mírase una mujer en un espejo que sostiene un putto: un amorcillo alado. Los cuatro, el modelo, el retratista, el querube y la dama en carnes vivas de rostro indistinguible en el cristal, serán de mi hermano, en la medida que lleva medio siglo repitiéndolos en un palimsesto de variaciones; pero ni ellos ni el mancebo de la crencha que pasa por mí tienen nada que ver conmigo. Yo no soy, ni hubiese sido nunca el ser carilargo y puberescente de la estampa en folio, con el gesto indecible de quien se masturba ataviado de novia en un ropero a oscuras. Fui en cambio un niño en carne viva, nacido histrión por la gracia de Dios o del demonio, cuyas singulares payasadas en mi breve paso por la tierra refería nuestro padre lagrimeando, al evocarme casi todas las tardes cuando mi hermano era aún otra criatura y mucho antes de que hiciese del mundo su tablado. Luego sonreía aquel hombre de calva de cuarzo al contar cómo yo le solazaba bufonóandome. Disfrazado de marinero, con calcetines blancos y charolados zapatitos de cinta sujeta con hebillones, mi hermano le escuchaba en el regazo presa del arrobo y carcomido de envidia. Enrojecíanse los cielos de cinabrio, en las interminables atardecidas de un verano tardío, mientras nuestro padre describía mis gracias de malogrado prodigio. Puntualmente pero siempre de improviso, abríase y cerrábase entonces la puerta del despacho que daba a la terraza y a la bahía de Calador. A los dos les parecía transcurrir en volandas aquel reiterado portento: el tiempo justo e indispensable para que se alzase la aldabilla y girase la manija, antes de que un trasgo o un soplo, por igual indistinguibles, empujase la hoja y volviera a entornarla con exasperante lentitud. Hechos al misterio, lo contemplaban en silencio y a sabiendas de que mi espectro invisible acababa de cruzar el quicio de puntillas. En aquellos instantes, mi hermano me odiaba de tal modo que hubiese querido volverme a matar, dar muerte a un muerto y aplastarlo luego con los zapatitos de las hebillas, como quien pisa una lágrima o cocea un suspiro. Inadvertido de tanto rencor, mi padre sacudía la cabeza y todos los años por la misma fecha y casi a idéntica hora, anunciaba en voz baja: "El verano ha concluido y mañana regresamos a Fondora". Volvían la tarde siguiente en el coche de punto, tirado por caballerías que el viento empujaba llano adentro y camino adelante. Siempre se levantaban los primeros huracanes de otoño con su partida, estremeciendo y zarandeando los olivos que en otra era llamaría Federico "de alma gris". Tintineaban las esquilas en las colleras de las yeguas y el cielo, ayer encendido como la boca de un horno, se transparentaba de tan limpio y azul. Aunque muy niño, mi hermano ya pensaba en los colores como si fuesen personas y creía adivinarles un hondón del alma, diverso e inclusive opuesto a su apariencia, al igual que ocurre con los hombres. Así y al fondo de un firmamento deslumbrante, imaginaba las largas telarañas y la luz lechosa de un pálido enero. Después, sentado a los pies de nuestra madre en el banquillo del coche de plaza — tapizado de felpa estampada con pámpanos malvas y rácimos morados, como los vagones de los ferrocarriles de la época — la miraba como si se esforzase en no olvidarla nunca. Afán irónico el suyo, me digo yo ahora, pues la memoria de mi hermano corre parejas con la mía, de espectro que nada desconoce ni deja entre renglones. Aun ayer, anciano, enfermo, tembleque y en espera de una muerte que nunca llega, mon semblable, mon frére describíale a una enfermera aquellos zapatitos de charol y hebilla, para los cuales creció demasiado antes de que los tirasen o se los diesen a otro niño hace casi ochenta años. Contemplándole y sonriéndole a su vez, le preguntaba nuestra madre: "Precioso, ¿qué quieres? Precioso, ¿qué deseas?". Mi hermano le respondía con un gesto muy vago y un tanto receloso, acaso asustado de que ella adivinase cuanto rumiaba. Tal vez decíase entonces que de muy pequeño era idéntico a mí, hasta el punto que un retrato mío en la alcoba de nuestros padres y otro de él en la suya parecían de la misma criatura, aunque yo llevaba años muerto cuando un fotógrafo venido de Pomerania, con monóculo, perilla, guardapolvo amarillo y palmas de plata, fijó su imagen en un estudio sobre la Rambla de los Pájaros, en Barcelona. No obstante y puesto que el tiempo todo lo muda en este baile de disfraces, cada vez se asemejaba más él a nuestra madre. Observándola en aquel carruaje, donde su marido dormíase con la pipa apagada y prendida entre los dientes, decíase mi hermano que no había en la tierra un ser humano más hermoso que ella. Precioso, ¿qué deseas? Precioso, ¿qué quieres?. Pese a su ya furioso egoísmo, él no quería ni deseaba nada. Bastábale embelesarse ante la idea de compartir la belleza de aquella mujer, como se contempla su Venus en el espejo del querube. En tanto la miraba, admiró el contraste entre la blancura de su piel — de un tenue sonrosado tirando al de la nieve — y el renegrido de la mirada y de la cabellera, separada con crencha en medio y recogida sobre los aretes, para enmarcar unos rasgos de cuya singularidad era muy sabedora. Sobre un cuello de cisne, donde el rostro tomaba el iris del nácar, la cabeza de mármol convertíase en carne animada y luego en mirage. No sólo debiera haber advertido entonces mi hermano que sus trazos copiaban los de nuestra madre, sino que el tiempo los haría indistinguibles como vino a ocurrir unos años después, en sus mocedades de efebo con chalina y melena ondulada, cuando ella ya había muerto. Unicamente los ojos de él — con ser muy grandes — se empequeñecían por comparación, aunque fuese pareja su sombría mirada. Al correr de los años y al extenderse su fama en el mundo, mi hermano dio en abrirlos como un espiritado, cuando posaba para la prensa. De aquel modo creía zaherir otros ojos también mayores que los suyos — los de Dalí — sin percatarse de que volvía a imitar los de aquella mujer, que nos parió a los dos en Fondora. A decir verdad, supongo no inferiría cabalmente todo aquello en la mañana huracanada, por ser aún demasiado niño y porque de pronto se despavorió de forma tan súbita como imprevista. Mientras nuestro padre hundíase en el sueño, mecido por el traqueteo del coche al galope y por el bramar del viento, caída la curva pipa en el cuenco de las manos cruzadas sobre un vientre prócer, un chaleco gris y un reloj con leontina, mi hermano conoció por primera vez el verdadero miedo. Temía saberse preso y perdido detrás de aquellas pupilas oscurísimas, que le espiaban de hito en hito, como se ocultaba la luz de invierno al fondo de los cielos de otoño. Cuando nuestra madre extendió la mano para acariciarle una rodilla, no pudo por menos de estremecerse como si le hubiese rozado una araña. "Precioso..." Muerto e invisible, aunque testigo de todos ellos, yo recordé entonces el camino de vuelta a Fondora, cuando lo hice en el mismo coche de postas antes de que naciese mi hermano. Un verano cálido y dorado prolongábase fuera de estación, con el mar tan llano como el pórfido pulido y las hojas inmóviles, todavia verdeando en las ramas. Si bien nuestro padre — el Leguleyo-Común-y-Corriente, como después lo llamarla mi hermano para escarnecerle — debia regresar a su bufete, resolvióse que nuestra madre permaneciese conmigo en la playa hasta que de allí nos barriesen los vientos. Nos echaron despuntando el otoño y en el propio dia de mi cumpleaños. Al regreso nos acompañaba mi padre, con su Roskof de grandes iniciales en el guardapolvo y sus rizos revueltos, bajo la calva y junto a las sienes. Fue a buscarnos para echarle una mano a la esposa, a la hora de llevar al carruaje las sombrereras listadas y la jaula del canario flauta, que no debian confiarse al servicio. Me inclino a creer que también iria a Calador, como solia casi cada domingo, porque yo era su primogénito bienamado y por añadidura su homónimo — impuesto el mismo nombre de pila junto al apellido por voluntad suya en la partida de nacimiento —, de modo que lejos de mi sentiriase tan solo y mostrenco, como si le hubiesen cercenado una libra de carne y otra de alma para después arrojarlas a un vertedero. Aquel dia me llevaba en las rodillas y hablábame de escrituras de compraventa, donde cambiaban de dueño las viñas arropadas o ios huertos de regadlo con acequia o azarbe, al igual que si tales relatos fuesen de duendes hechiceros, y en vez de ser su hijo legitimo, de un solo año, yo fuera otro adulterino y entrado en hombría a escondidas antes de que él me pusiese de pasante en el bufete, donde me llamarla "sobrino" como los curas a sus vástagos sacrilegos. Al revés de lo ocurrido luego, en el viaje de mi hermano, quien dormitaba aquella mañana desatendida de mi era mi madre. La vela de perfil sobre el respaldo, entreabiertos los labios y un tanto azulados los párpados, mientras latíanle las venillas en la larga garganta: toda ella parecida a un lirio tronchado junto a una mano perdida sobre el tambor de una sombrerera. La miraba casi tan absorto como después se sentirla su otro hijo en el mismo coche de punto y mirándola pronuncié como en trance y sin pensarlas mis primeras palabras: "En este circo, padre, la sola realidad es la muerte". Como aquel Farinata en el infierno de Dante, cuya suerte tanto impresionó a mi hermano cuando releía la Commedia para ilustrársela a Joseph Foret, todos los muertos tenemos una clara memoria del pasado, destellos inteligibles del porvenir y una versión más bien enturbiada del presente. Asi recuerdo un molino en ruinas y los chopos doblados por el vendaval sobre un arroyo, a través de la ventanilla y en el preciso momento en que rompi a hablar, para estupor y entusiasmo de mi padre, iluminado de asombro — al igual que aquellas figuras de Rembrandt a quienes la luz les viene del centro exacto y virgen del ser, como mi hermano gustarla de decirlo — me tomó delicadamente la cabecilla entre sus duras palmas de herrero, aunque él fuese letrado en ejercicio y obligó a repetirme. "¿Qué dijiste, hijo mió?

¿Qué dijiste?” "Padre, dije que en este teatro no hay más realidad que la muerte”. Prescindiendo de vulgares balbuceos, pronunciaba con muy limpia y rectorada propiedad. Honradamente debo confesar que todavía me enorgullezco de la salida, aunque entonces no supiese que mi próxima muerte quedaría confinada por las lindes del limbo y que el limbo es un libro. No estaba nada mal, no, semejante declaración de principios en labios de una criatura que en el verano de aquel año aún anduvo a gatas. Por otra parte, ignoro de donde provenía la afirmación y nunca sabré si la dictó un inconsciente popular y atávico, oculto en las raíces de la sangre, o fue un rapto inexplicable de mi breve y disparatado genio. Mucho después, la tarde en que un monoplano francés perdido o averiado, aterrizó en un patatar de Fondora y el consistorio en pleno salió a ofrecerle las llaves de la ciudad al piloto — el más inesperado de los visitantes —, nuestro padre le contó mi prodigioso portento a mi hermano. Inopinadamente quiso confiárselo en voz baja, como si fuese un celoso secreto de familia, mientras el alcalde enlevitado y con chistera decíale al perplejo aviador: ’Bienvenu, monsieur le voieur! Bienvenu, monsieur le voleurr Cabizbajo y en silencio le escuchaba su hijo, antes de que lo encalabrinara aquella confesión en un airado repente. "Si Adán fue el último hombre en saber de cierto quién era su padre", le gritó al nuestro, "hoy ni tú mismo podrías jurar si yo soy yo o soy sólo mi hermano". No obstante todo aquello, el aeroplano, el municpio de tiros largos, los gritos de mi hermano, y aun el gesto de resentido estupor bajo las cejas cenicientas de mi padre, pertenecía a un futuro todavía imprevisible. Mi mundo reducíase entonces a mis padres y a mí, en aquel coche aromado a camomila, que a brazadas habría llevado alguna payesa en otro viaje. Atrás quedaban el molino y los chopos avasallados por el vendaval, como si fuesen a beber en la ribera, en tanto campos idénticos o indefinibles extendíanse a nuestro alrededor: sembrados y barbechos que ahora sólo existen en mi memoria. En aquel universo, cerrado y no muy distinto de los úteros con tragaluces que pintaría mi hermano en otra época, me abrazaba mi padre y yo sentía el sabor a habanos de sus besos, en la frente, en los ojos y en las mejillas, mientras a voces trataba de cortarle el sueño a su mujer. "¡Despierta, despierta en seguida, que el niño habla y dice cosas increíbles!". Despabilóse mi madre con tan fría naturalidad como si hubiese fingido el sueño. Posó en mí sus ojos de ala de cuervo y aun adorándola como siempre la quise, creí detestarla por un momento, porque a mi través parecía percibir un doble mío, invisible y agazapado a mi espalda. "¿Qué ocurre? ¿Qué dice la criatura?" "Dije guardar un secreto entre mi nombre, mi sombra y mi reflejo en el espejo", repliqué desconcertado y temeroso, porque la voz me sonaba ajena aquella vez. Más dueño de mí mismo y sin temor, proseguí: "Escuchadme atentamente porque acaso algún día mi sombra ya no esté con vosotros". Tampoco sé si llegué a creerlo, habida cuenta de que aún desconocía la muerte. Hablar, sí, hablé por los codos en los diez meses siguientes de mi paso por la tierra, siempre envuelto en lo que mi hermano habría llamado mi vicioso disfraz de serafín a medio cocer. Mi madre nunca apeó su atenta reserva al oírme y persistió en mirarme como si fuese de cristal ahumado y ella adivinase en mí a otro niño, de quien yo sería la máscara y el disfraz anticipados. Me habitué a aborrecerla, en tanto cada vez desatendíase más de mí para perseguir a un fantasma a través mío. Odiándola celoso, quise ser como ella y así recobrarla: toda mía desde la mirada a su ser más secreto, fundidos los dos en la misma persona. Si luego mi hermano temería acabar apresado en sus ojos oscurísimos, como los hijos del Tiempo se asoman estremecidos detrás de los suyos, recién devorados por el monstruo, yo habría querido hundirme en los de mi madre. Era mi ferviente deseo adentrarme en sus pupilas, como en ciertas ocasiones sueña un crío con cruzar un espejo o sumergirse en un estanque de ninfeas amarillas, pintadas a la acuarela. Por los caminos del rencor absoluto, en mi afán de identificarme con quien me trajo al mundo, me fui sintiendo niña junto a aquella mujer. De haber vivido yo, estoy seguro que de mí y no de mi hermano se hubiese enamorado Federico, y nos habríamos amado con el cariño ardiente y posesivo que siempre aguardaba y nunca halló en mi madre. Por otra parte, huelgan semejantes consideraciones, puesto que mi hermano no habría llegado a nacer si yo hubiese sobrevivido. Tampoco creo que yo viniera a conocer a Federico, ni él descubriese los olivares "de alma gris" alrededor de mi casa. Lo más probable es que terminase de oficialillo en el bufete y mi padre envejeciera hablándome de pleitos, pero entonces con el dolor turbio y oculto de haber engendrado a un invertido, siendo él tan recio y tan hombre. Aunque las digresiones se nos enredan a los muertos como las cerezas — al igual que las vidas a los hombres — por el hilo de los recuerdos vuelvo a la imagen de mi padre, escuchando mis salidas boquiabierto de deleite si bien incapaz de comprender lo ocurrido en mí. Sentíase como un venerable y patriarcal escriba, que supone colmada su dicha mientras Cristo niño debate con los doctores del Templo, aunque Jesús tuviese doce años entonces y yo no iba a alcanzar ni dos aniversarios. No subía tres palmos, cuando mi padre ya me llevaba al casino para que deleitase a sus amigos y clientes. Yo les decía que las palabras se inventaron para que aprendiésemos el valor del silencio. Que dos costumbres nos separan de los orangutanes: nosotros enterramos a los muertos y ellos se callan las necedades. Que el peor engaño del demonio no es hacernos pensar que no existe, sino inducirnos a suponer que hay verdadera vida después del nacimiento. Que la tierra no es sino el infierno de otro planeta desaparecido y por eso el día del juicio resucitaremos en el vacío. Que el universo ciertamente es sueño: la pesadilla de un loco, demasiado generoso con sus fantasmas, que nos dio todo un firmamento hostil a la vida. Que si un rico entra en el cielo con la frecuencia que pasa un camello por el ojo de una aguja, el paraíso será un país como el nuestro, poblado de pobres. Todas aquellas ocurrencias eran muy celebradas en el circulo de nuestro padre, por ser tertulia de librepensadores, republicanos, anarquizantes y esperantistas. También de aquellos dfas es mi último retrato — el encargado a un fotógrafo federal de Fondora y luego perdido en una mudanza, al que tanto habfa de parecerse mi hermano al correr del tiempo. Poco después yo enfermaba y morfa, aunque de ello no me gusta acordarme. No me pesa devolver a la memoria las toses, los ahogos y las fiebres de la agonfa, porque el dolor y el placer pasados se nos antojan casi prescindibles al conjurarlos. En cambio, todavfa me sobrecoge la sensación de abandono y desasimiento que me abrumó al ver mi cuerpecillo amortajado bajo un ramo de azucenas, sabiéndome eternamente reducido al perfil de una sombra, invisible a los ojos de los vivos. Aun en el supuesto de que nunca resolvamos el litigio de cuál de los dos es la sombra del otro, sólo a mi hermano por serlo podrfa confesarle mi desamparo, cuando se llevaron mis menudos despojos a aquel nicho del cementerio. Me refiero al mismo que él jamás se atrevió a visitar, aunque años atrás llamaba a su casa de Calador desde Nueva York o desde Parfs, según y dónde le diese el repente, para que el chofer o las sirvientas lo adornasen con una corona de rosas. Rosas que siempre fueron servidas con estricto arreglo a sus órdenes y caprichos: recién cortadas y mañaneras, húmedas de rocfo y cuanto más espinosas, mejor. "Dfa, sf, dfa también", decfa entonces a su corte de devotos, de buscavidas y de delincuentes, que le persegufa y reverenciaba en las suites del Saint-Denis o del Robert: "asesino a mi hermano muerto. A veces lo estrangulo y a veces lo coceo; pero siempre lo ajusticio de forma discreta y respetuosa. Esta misma mañana mandé llevarle flores a su tumba. Somos los dos nuestros homónimos recíprocos e inseparables, él en mf y yo en él, como los proverbiales espejos confrontados. En ocasiones inclusive llegué creer que existfamos en dfas alternos, sin que ninguno de los dos reparara en el trastrueque. Evidentemente esto es falso, puesto que tan pronto como trata de resucitar, yo lo destruyo. Desde los albores de mi niñez, recuerdo sus aviesos y repetidos intentos para volver a la vida. Todos fueron en vano y nunca consiguió sorprenderme desprevenido. Lo piso en cuanto intenta levantarse de entre los muertos. Señores, más claro, el agua". Irónica e hipócritamente asentfan todos, pues era de ley que en los encuentros con su corte nadie discrepase de su palabra. Sólo en inesperadas y espaciadfsimas ocasiones, él les hablaba de mf a sus aduladores. Luego se embebecfa en raptos de ceñuda y ensimismada aflicción, como si le pesara haber mostrado parte del alma en carne viva. Por la noche, despedida la mayoría de sus validos e ido a su olivo casi cada mochuelo, su abstrafda melancolía se transformaba en una ardiente excitación sexual. Vuelto obseso voyeur — más mirón que nunca — mandaba improvisar grotescas o churriguerescas orgías. Mientras bastoneaba el entarimado para azuzarles, la más joven y la más frágil de sus modelos — una adolescente rubia, ojizarca y cándida como una porcelana — era sodomizada por un carnicero de Les Halles. Bramaba y soplaba el bruto, en tanto ella torcíase y gemía de deleite. ’Pour vous, mon sublime Maitre\ ¡Por vos, sublime Maestro!", gritábale a mi hermano, a punto de irse en el espasmo. "Sea mi sacrificio por el Maestro!". 'Non, non, pas pour moi! Pour mon frére mort, dans les limbes! ¡Por mi hermano muerto, en el limbo! ¡Para que definitivamente se duerma y desaparezca en la nada, al pie de un punto final!" ’Pour le frére mort de mon Maítre! Point á la ligne! Pour son silence! Pour le néant! ¡Por la nada, nada, naaada!" Otra vez, incapaz de zafarse de mi recuerdo, pidió una larguísima alfombra arrollada que dejaron en el suelo de la suite, dispuesta en diagonal y en un zizag de entrantes y salientes. Blandiendo el bastón que fue del Kaiser en la Grande Guerre, exigió que otra azafata de su Real Casa — la alta y enjutísima aretina de caballera nazarena — se desvistiese y entrase de cabeza en aquel túnel de felpudo, para que empujándose con manos y rodillas lo cruzase a rastras de extremo a extremo. Yo la sentía e imaginaba avanzar despaciosamente, perdido el aliento en un llanto acezante cuando deteníase a cada credo, demasiado aterrada y exhausta para reptar o retroceder. Después el propio pánico volvía a empentarla, mientras él vanagloriábase a gritos de haber invertido los términos del parto y en vez de calcar el nacimiento de un varón, venido de la vagina de una mujer, la echaba al mundo a ella — hecha y derecha por añadidura — desde el metafórico miembro de un hombre. El final de la odisea colmaba su deleite. La alfombra parecía estrecharse a la salida y la muchacha asomaba pulgada a pulgada por las fauces entreabiertas de aquella culebra. Luciente de sudor y de lágrimas, le suplicaba con ahogado desespero que cortase el cepo a navajazos para rescatarla. Hundidos los ojos en los de su víctima, él tiritaba de dicha sin proferir palabra. Ningún sádico ha gozado tanto y tan calladamente con el desuello de un mártir, como disfrutaba mi hermano en tanto ella se desvivía por librar un hombro, un pecho o un codo de aquel encierro. Cuando la italiana desmadejábase de bruces en la taracea, gimiendo enajenada, la excitación de son sublime Maítre se convertía en una máscara de recogida y despiadada reserva, que me llevaba a pensar en otra persona sin que acertase a recordarla. Sólo ahora advierto que su gesto era el de nuestra madre, en el día de mi entierro. Velada y envuelta en sedas y mantos negros, junto al balcón entreabierto, permanecía en una silla de caoba, con la sien en la palma, las piernas cruzadas bajo las ropas de luto y un codo clavado en un hinojo. Las mujeres despedíanse de ella con un beso o se agachaban para abrazarla. Sus maridos, todos vecinos o clientes a quienes nuestro padre defendió en el pasado la propiedad de un molino, un robledo o un rebaño, murmuraban sus condolencias con la gorra prendida entre los dedos y se iban de puntillas. Inmóvil y de perfil, sin un parpadeo y sin responder a nadie, mi madre miraba la nada a través de los cristales. En aquella postura — el encaje de medio rostro sobre la atardecida — sería tan idéntica a mi hermano, cuando aún era adolescente, como pueda serlo una y la misma Soberana acuñada en distintas monedas. Aun a través de los velos de humo y del manto teñido a toda prisa, los hombres no podían por menos de desnudarla a escondidas con ceñudas miradas. No fue ella al cementerio porque en sus tiempos no era de ley que las mujeres asistiesen a las exequias. Permaneció en casa, como si en vez de sepultar a su único hijo acabara de parirle. Deshecho de dolor, tampoco mi padre pudo acompañarme al camposanto. El hombre en quien después vería mi hermano al propio Saturno deshacíase llorando de bruces en el brazo de un butacón de cuero. Nunca olvidaré aquel llanto suyo, que Federico habría dicho parecido a un río y la gente de Fondora no se atrevió a describir ni a recordar en mucho tiempo, hasta que en el casino lo comentaron un par de veces a sus espaldas, antes de darlo definitivamente a la desmemoria. Un médico de indefinible barba entrecana y raya a la derecha del cráneo raleante — el mismo que casi cuarenta años después pasaría a uno de los óleos más reproducidos de mi hermano, buscando el eco del silencio que precedió la creación del firmamento — vínose dos veces para hacerle beber el polvo azafranado de unos sobrecillos, en una taza de tila hirviente. Apenas probada la jicara, trasponíase mi padre en el butacón de las orejeras y atronaba la casa con tempestuosos ronquidos, que fruncían el ceño de su mujer y acallaban el moscardoneo de tantos propios y extraños, desfilando por la casa para ofrecerles condolencias. Tres o cuatro horas después, despertaba de sabe Dios qué sueños para romper en sollozos de aun mayor escándalo, mientras regresaba el médico advertido a toda prisa y apercibía otro pocilio de adormidera. En tales circunstancias y pese al temple obstinado del Leguleyo-Común-y-Corriente, no me sorprendió prevaleciera la voluntad de mi madre impidiéndole ir al cementerio. Más inesperada fue la obediencia del duelo y los parientes, cuando los despidió diciéndoles que aquella noche quería permanecer sola en casa para cuidar de su marido. Allí quedaron mis padres con mi espectro, mientras caía la tarde en la calle, levantábase la luna llena de agosto, prendían los reverberos y sacaba el vecindario sillas de enea y botijos de piedra a la acera, para hacer tertulia en el bochorno. Pasaron horas despaciosas, antes de que se apagaran las voces y recogiese la gente. Se habría oído la hierba en los parterres de la playa y culebrear el agua soterrada en las tinieblas, bajo el parpadeo de las osas. Mirando a mi madre, aún cruzada de piernas junto a los cristales y recogido el mentón en la palma, me sentí más suyo que nunca aunque yo fuese una sombra en las sombras: míos, sus rasgos cincelados en la penumbra y mías, las majestuosas curvas de su cuerpo debajo de los velos. A la vez y en una punzada de celos irracionales, de muerto, entretejidos con la piedad por mí mismo, volví a detestarla por no haber vertido una sola lágrima en aquel día. Como si un sardónico azar hiciese de mi padre un eco de mis rencores, revolvióse él en su sillón y le gritó: "¡Llora!" "¿Por qué iba a llorar?", replicó en voz baja como si hablase consigo misma. "Porque ha muerto nuestro único hijo, mala bestia! ¡Llora!" "Sé que ha muerto; pero él no será el único. Te lo aseguro". "Y yo te aseguro que no tendremos otro, porque no volveré a tocarte! Me horrorizas". "¿Te horrorizo porque no lloro?", insistfa mi madre, las manos cruzadas sobre la rodilla y el torso echado hacia atrás como si posase para una pintura. "¿Por quién iba a hacerlo? ¿Por el niño, por ti o por mf misma?" Rugió mi padre: "Yo no necesito tu piedad! ¡Tampoco la quiero!" "Tal vez no la quieras; pero eres tan digno de compasión como yo, porque ambos nos equivocamos". Ahora era él quien no parecía comprenderla. Rebullía en el sillón como si estuviese en la picota y dio en golpearlo con la diestra abierta. Sonó la palmada parecida a un trallazo, en una noche recogida más allá de sus voces. De cuando en cuando supuse temeroso que los vecinos, tendidos en sus camas detrás de las ventanas abiertas, eran sólo oídos para escucharles. Después sentía la certeza de que los tres estábamos solos, en medio de un universo dormido o indiferente. "Desbarras", dijo mi padre. La fatiga volvía a templarle la voz y por un momento creí que me hablaba a mí, percatado de mi presencia, para reprocharme aquel desvarío de inocente enloquecido por la muerte. En seguida reparé que se dirigía a mi madre. "Desbarraba antes, una noche al principio de mi embarazo, cuando soñó con el hijo que iba a tener. Era un niño hermoso como la aurora y se miraba en un espejo. Al verlo en aquella luna, supe que no moriría nunca". "¡Eres un monstruo, una demente! Perdimos a un hijo y sólo desatinas, en vez de llorarle". "Hemos perdido a nuestro primogénito. El loco fuiste tú al concebirlo, porque sólo querías un ser de tu misma sangre, con tu nombre y tu apellido. Debí presentir que aquel pobre niño no era el elegido de mis sueños: El predestinado y el inmortal". "¡Qué me importa a mí lo que soñaste! ¿Por qué iba a escuchar tus disparates? Calla o vete de esta casa, adonde nunca debí traerte". Fijos los ojos en el airado encaro de su esposo, mi madre esbozó una sonrisa entre sus velos. "¿Irme? No, no puedes echarme todavía. Nos hemos de juntar para concebir a un hijo, que no muera nunca. Al que hoy enterraron el destino lo desechó después de esbozarlo". "Te oigo y no puedo creer que me hables. Te oigo y me cuesta admitir que existas, como no acepto la realidad de tu Dios", murmuró mi padre. "Sólo sé que te detesto como no se aborrece a un ser humano: como se abomina a una idea o a una religión. Déjame en paz y sal de mi vida". "Me iré después de probarte que de veras vivo", sonreía nuestra madre. "Tú, ódiame si gustas; pero mírame". Se puso en pie y despidióse de las sedas de humo y del manto, para luego quitar las horquillas del pelo con aún mayor parsimonia. Sonaron las agujas en el suelo y la ropa le fue resbalando por los hombros, mientras se le ondulaba la larga cabellera por la espalda. Se libró del vestido de luto y de las enaguas, sosteniéndolas ante el balcón entornado, como si mostrase a la ciudad su disfraz para un carnaval que no llegaría nunca. Entonces se desató el corsé de ballenas, con la cabeza levantada y los ojos entornados. Su talante, que antes dijórase de desafío, se transformaba en un gesto de sacrificio a dioses invisibles y exigentes de sumiso silencio, por razones que nadie se atrevería a enunciar. Tiró el justillo sobre el rebujo de la ropa y sentóse al borde de la silla, para descalzarse los zapatos y las medias mientras miraba a su marido, vuelta una máscara de indiferencia. Aunque luego mi hermano viese en él a Cronos, el Tiempo que engendra para consumirnos, entonces mi padre no era una de las sombrías deidades a quienes mi madre iba a ofrecerse. Corcovado y hundido entre las orejeras del sillón, después de sus raptos de ira y desprecio, anticipábase como modelo a aquel busto suyo que tantas veces pintaría su hijo, prediciéndole, sin que mi padre comprendiese una sola palabra de todo ello, que al adentrarse en la vejez se iría semejando a aquellos retratos, para luego transformarse en su propia imagen al óleo, en cuanto la muerte así lo eternizase. Ya por completo desnuda, volvió a levantarse mi madre abriendo en aspa los brazos alzados. La luna le blanqueaba los pechos, las caderas y las palmas de las manos, para convertirla en una suerte de estatua recién surgida de las tinieblas. En parte todavía esfuminada, cobraba movimiento y tímida blancura como si retase a los poderes, que antes pretendían rendirla a sus leyes y caprichos. Muerto, la envidié con la misma intensidad que en vida me había sublevado, cuando me contemplaba al igual que si fuese la sombra vicaria de otra criatura, aún inexistente. Después del primer desconcierto en que me sumió la muerte — la perplejidad de quien se sabe extraviado en su propia pesadilla y es incapaz de dejar de soñarla —, volví a sentir celos de aquellas carnes de mujer que hubiese querido mías. Furioso, me pregunté por qué no pude ser ella o al menos por qué no quiso que compartiéramos su hermosura. Me imagino pensó entonces que de haberme adentrado en la vida abruptamente robada, habría sido parecido a mi madre, que algún día fuera ella quien envidiase mis burilados rasgos, cuando el tiempo empezara a empañar los suyos. "¿Qué pretendes mostrándote así delante del balcón, después del entierro del niño? ¿Quieres que la gente despierte y te apedree?", dijo por último mi padre. Le replicó ella en seguida: "Sólo quise probarte que existo, antes de que me eches de tu casa". "No eres aquella con quien me casó ni la madre del hijo que he perdido. A ti no te conozco". "¿Ni siquiera ahora?", volvía a sonreír mi madre, todavía en pie pero apoyada de espaldas en la silla, un remate del respaldo — torneado en forma de piña o pera limonera — entre las manos. "¿Estás seguro de que ni aun así sabes quién soy?" "¡Vete al infierno! ¡Perdiste el juicio y te comportas como una ramera!" Creí que arrebatado por uno de sus bruscos y tantas veces violentos desmanes, se levantaría para dejar la casa y cerrarla de un portazo, estremecida la noche entera antes de que mi madre recogiese las ropas y se fuese a su vez: proscrita y maldita pero obediente a la irrevocable voluntad de su esposo. Apoyado de codos y palmas en el sillón, mi padre sacudió la cabeza como si fuese a embestir la oscuridad y a auparse de un salto. En seguida cayó otra vez de espaldas, cortado el aliento y barbotando blasfemias. Dirlase reducido a la condición de un hombre, a quien sólo cabla maldecirse en la impotencia, disipados el tino y las fuerzas. Acababa de derrumbarse, cuando dieron horas muy altas las campanas del campanario. De haber sido yo mi homónimo hermano — el que aún estaba por nacer —, recordarla cuántas fueron. Aunque en el presente se equivocase de día y de mes al acudir a las citas, era tan devoto de la precisión en el pasado que habría querido saber el instante, la hora y el año en que vertió la leche de su jarra aquella campesina de Vermeer, en el museo de Amsterdam, pues según decía en tan sagrados momentos todo el universo se creaba de nuevo silenciosamente. "Es a ti a quien no puedo reconocer", exclamó mi madre con las campanadas. "Quieres echarme al arroyo y te faltan arrestos para levantarte. ¿Qué hombre eres, lloriqueando como una plañidera? Decías que nuestro niño era un genio porque al año hablaba. ¡Cómo le avergonzarla tu indignidad si pudiese verte!". "¡Mi hijo no me ve porque los muertos son sólo ceniza!", bramó mi padre. "¡Mi dolor es mío y tú no tienes derecho a nombrarlo!" "¡No, claro. No puedo ni referirme a tu desconsuelo, para no mancharlo", abrillantada por la distante luz de los cielos y vuelta una furia, mi madre lo apuntaba con el Indice: "En cueros y por mi propio pie, me iré de la casa porque te desprecio..." "¡Nunca tanto como yo a ti esta noche!" "Más, muchísimo más. Al menos ahora conoces la verdad, tan desnuda como yo misma. De tal forma te desdeño que no alcanzo ni a odiarte. Tuvo que morir el niño para que yo encontrara el valor de decírtelo. Recuérdalo siempre o bien olvídalo, porque poco me importa. En cuanto me marche, distrae la soledad con los diccionarios de esperanto y con la medalla que te dio Zamenhof en un congreso. La que exhibes en el despacho, detrás de una vitrina... ¿Paraste a pensar en lo cursi que eres, en tu ridicula realidad de plebeyo, bajo la apariencia de jurista provinciano con presunciones de carbonario?" La cabeza echada hacia atrás, la cabellera revuelta en los hombros, rompió a reír mi madre. La creí burlarse de su esposo, en parte con el menosprecio que decía inspirarle un dolor como el suyo, indigno por escandaloso, y en parte también con el gozo cruel de ver convertido en su propia parodia a aquel paradigma de hombría y de entereza, lindantes con la brutalidad. Empinábase la risa hasta un vértice muy alto, para luego abrirse y derramarse noche abajo. Rebotadas en el techo, sus carcajadas descendían como una granizada cada vez más agudas y escandalosas, parecidas a las bengalas de una verbena, cuando suben encendidas en la oscuridad para abrirse en una relampagueante sombrilla. Inesperadamente mi padre levantóse de un salto y la abofeteó de un revés. Confundida con un reniego suyo, sonó su manotada sin que mi madre profiriese grito ni gemido.

La tambaleó el golpe, arrojándola contra la silla que tumbóse junto al reburujón de las medias, el manto, los velos y el vestido. Bufando como un cabestro, nuestro padre la sostuvo por los hombros con las manos para impedirle que cayese. Un hilo de sangre pringó los labios de mi madre, cruzándole una sonrisa donde parecía escarnecerse el gesto de su marido. Temí que volviese a golpearla; pero en otro arranque imprevisto le abrazó la cabeza, besándola en los ojos, en la frente, en la boca herida, con el ansia y desenfreno de un hombre dispuesto a devorarla con sus caricias. También de improviso zafó un brazo mi madre y de un zarpazo en zigzag, cruzóle el rostro de la frente a la quijada. Lo vi retroceder entonces, perplejo y parpadeante, sin desasir la cabeza de su mujer entre las palmas abiertas. Una agüilla legañosa le entelaba una pupila y al asombro de su gesto se unía otra expresión de incertidumbre y de abandono, tal vez semejante a la de quien parado ante la Esfinge ve caer un aerolito y aplastar a un niño mudo que miraba el cielo. En mitad de su desconcierto, mi madre señaló la pechera de su camisa y clavando el índice junto al pespunte del chaleco le dijo sonriendo: "¡Si quieres salvar las vides del caracol destruyente, / No empitones a la esposa en todo el mes de setiembre!" Luego, huyendo del estupor de su marido, corrió al balcón y allí, blanqueado el desnudo por la luna, chilló de nuevo: "¡No lo olvides nuncal Si quieres salvar las vides del caracol destruyente, / No empitones a la esposa en todo el mes de setiembre!" De espaldas a la plaza y detrás de los cristales, confirmaba aquel dístico levantando el brazo como lo haría una fanática vestal, para saludar el paso del Emperador desde la puerta del templo: ofreciéndole homenaje y aviso, en su gira por las viñas del Tirreno, antes de que empezase la vendimia y la subasta del rodaballo. Nunca comprendí cómo la entera ciudad no sacudió el sueño, fuera cual fuese lo soñado detrás de las ventanas, e incoporóse sobresaltada por aquellos gritos de rebato bajo el atónito testimonio de las constelaciones. De haber despertado entonces, la habría sorprendido la veda del Fornicio desde agosto a octubre — abstinencia en la que antes acaso no reparaba nadie por suponerla letra muerta de algún viejísimo proverbio —, como siglos atrás los rumores de la peste o del cólera cagón, difundidos el martes en el mercado de Barcelona, el jueves en el de Fondora o el viernes en el de la Bisbal, espeluznaban al vecindario. Entre tanto, superada su propia perplejidad y fuera de sí, mi padre se precipitó al balcón, con la furia de quien se dispone a vengar un atroz agravio o se arroja al pantano de Lerma para estrangular a la hidra en el agua. La imagen de su mujer en carnes vivas, aspaventera y vociferante en el balcón de piedra sobre la calle, colmó su bochorno y su encono. Aunque presto a diatribas de deicida, a apasionadas defensas del amor libre y a no menos fervientes votos bakuninianos para que los desposeídos abrasasen los campos y emponzoñasen las fuentes de los patrimonios — invectivas que sus amigos conservadores escuchaban con resignado fastidio o irónica paciencia —, jamás hubiese tolerado que su esposa, como la del César, fuese motivo de semejante escándalo público. De una sola coz con la bota abotonada y de larga lengüeta, abrió el balcón rajándole dos cristales. Allí volvió a abofetear a mi madre y cuando quiso protegerse de otras manotadas, cubriendo la cabeza con los brazos cruzados, la tumbó de un empentón y le escupió entre los pechos. Temí que la acabase a puntapiés y aplastase el alma a pisadas, restregándola salvajemente por los suelos, como al correr del tiempo estamparía mi hermano siluetas entintadas en sus litografías. Una vez más erraba en mi inocencia, porque nuestro padre se le arrojó encima con agilidad impropia de un hombre entrado en carnes, mientras se desabotonaba los pantalones para poseerla entre gemidos y jadeos. Sonriente y roja de sangre la sonrisa, parecía complacerse burlonamente mi madre, como si en lugar de una violación fuese aquello el sardónico cumplimiento de todos sus deseos. Después de instantes eternos, en los cuales mon semblable, mon frére diría que se suspenden las horas y la identidad humana se disuelve en la nada, cerró sus grandes ojos negros mi madre y estremecióse de pies a cabeza en un grito de gozo, cruzado y confundido con el bárbaro resuello de mi padre ahito. Tendidos muy juntos y de espaldas a la piedra, sonrieron los dos en silencio mirando un caracol boquinegro y de concha atigrada, parado en un balaustre del balcón. Lo tomó él entre los dedos y con minucioso esmero lo puso en una ingle de mi madre, apenas iluminadas sus caderas por el primer despunte de la amanecida. ’ Cargo! i dona encornada. Caracol y mujer empitonada", le dijo nuestro padre como si citase el título de algún objet trouvé de mi hermano, mientras le acariciaba distraídamente los crecidos pezones. "Caracol y mujer empitonada, porque no estamos en setiembre sino en agosto. El tres de agosto". Ella apenas pretendía escucharlo, en tanto observaba el rastro húmedo del caracol en la piel, junto a su empeine de vello revuelto y cubierto de un salpicado semejante al rocío. El sol salido del mar le volvió de cobre primero y de jacinto después el vientre y los muslos. Nuestra madre saludó entonces el cielo con los brazos y abrió las palmas en el aire. "Mira la lluvia de oro", la oí exclamar en voz baja. "Por fin llegué al estado de gracia y concebimos a un hijo inmortal". En aquel instante y sin que ellos lo percatasen en su complacencia, vi a un hombre de cana perilla puntiaguda contemplándolos desde una ventana al otro lado del arroyo. Su gesto parecía sosegado si bien ensombrecido por el frunce del ceño entrecano. Sus ojos entreabríanse atentos y eran de un verdor idéntico al de la malaquita.

 

Carlos Rojas

 

Publicado, originalmente, en: Inti: Revista de literatura hispánica Numero 24-25 1986

Link del texto: https://digitalcommons.providence.edu/inti/vol1/iss24/17

 

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