Historia, ficcionalización, muerte y melancolía en "Llamadme Alejandra", de Espido Freire
History, fictionalization, death and melancholy in Llamadme Alejandra, by Espido Freire

Ensayo de Samuel Rodríguez
Universidad Complutense de Madrid

 

Resumen

Este artículo analiza la novela Llamadme Alejandra (Premio Azorín 2017), de Espido Freire (Bilbao, 1974). La autora ficcionaliza la vida de la última zarina, Alejandra Fiódorovna Románova (1872-1918), y su familia. Como en casi toda la narrativa espidiana, da voz a una mujer melancólica y contradictoria, sumergida en la angustia y la muerte inminente. En este estudio analizaremos en primer lugar la (re)construcción novelística de la zarina en tanto que narradora autodiegética y personaje histórico, así como la educación (femenina) y su implicación en los juegos del poder. En segundo lugar, desarrollaremos las aportaciones de este último viaje espidiano a la muerte y la melancolía. Para ello se hace uso de fuentes históricas pero, sobre todo, filosófico-literarias.

Palabras clave: Espido Freire, ficcionalización, muerte, melancolía.

History, fictionalization, death and melancholy in Llamadme Alejandra, by Espido Freire

Abstract

This article analyses the novel Llamadme Alejandra (Azorín Prize 2017) by Espido Freire (Bilbao, 1974). The author fictionalise the life of the last tsarina, Alexandra Feodorovna Romanova (1872-1918) and her family. As in almost of the Espido Freire’s work, she gives voice to a melancholic and contradictory women submerged in the anguish and the immi-nent death. In this study firstly we will analyse the narrative (re)construction of the tsarina as a protagonist narrator and a historical character, as well as the (femenine) education and its implication in the power games. Secondly, we develop the contributions of the lastest Espidian travel through death and melancholy. To this end we use historical and specially philosophical and literary sources.

Keywords: Espido Freire, fictionalization, death, melancholy.

Introducción

Llamadme Alejandra (Premio Azorín 2017), como casi toda la narrativa de Espido Freire, da voz a una mujer melancólica de profundos claroscuros, en este caso la última zarina, Alejandra Fiódorovna Románova (1872-1918). Es el resultado de un proyecto literario que acompañó a la autora en un largo viaje de catorce años (Freire 2017a).

La novela empieza precisamente con un viaje. En mitad de la noche avisan a Nicolás II —que ha abdicado recientemente— y a su esposa Alejandra de la necesidad de trasladarse desde Ekaterimburgo a un nuevo lugar debido al conflicto entre el Ejército Blanco, zarista, y el Rojo, revolucionario. Pero en realidad los engañan, y esa misma noche, uno a uno, fusilan a Alejandra, a Nicolás II, a sus cinco hijos, a los miembros del servicio y a su perro fiel. Aquí, al igual que en otros de sus textos, la melancolía es omnipresente.

El objetivo de este trabajo es analizar por un lado la (re)construcción novelística de la zarina Alejandra en tanto que narradora autodiegética y personaje histórico, así como el papel de la educación (femenina) y sus consecuencias en los juegos del poder. Por otro lado, se estudiarán las aportaciones de este último viaje espi-diano a la muerte y la melancolía. Para ello partiremos de la propia novela y su proceso de construcción histórico-ficcional, hasta sobrevolar en torno a la universalidad de la muerte y la melancolía. Se hará uso principalmente de fuentes históricas, pero, sobre todo, filosófico-literarias, necesarias para la inmersión en la contradicción angustiosa del ser humano.

Y, una vez sumergidos en esa deliciosa contradicción, en ese misterio laberíntico del que se alimenta la Literatura, comencemos, pues, nuestro viaje.

1. Una protagonista femenina

Llamadme Alejandra se construye en cincuenta y cinco secciones o capítulos breves más un epílogo, el informe Yurovski, que relata de manera aséptica el asesinato y posterior destrucción de los cadáveres de los Romanov y el servicio, en contraste intencionado con la intimidad del relato de su narradora protagonista, a cuya vida se pone fin. In medias res, ante la inminencia de un viaje —de la muerte—, se desarrolla como analepsis interna homodiegética completiva (Genette 2007: 45), ya empleada en Diabulus in música (2001) o La flor del norte (2011), con puntuales alusiones al tiempo cero de la narración a modo de excusa para sumergirse de nuevo, en myse en abime, en jirones pretéritos de vida.

Son precisamente esos jirones —la anécdota elevada a categoría— los que nos interesan en esta particular novela «histórica» sobre la última zarina, una mujer en un tiempo y espacio precisos, pero, ante todo, un ser humano que, más allá de la Historia, el género, la educación o el poder, nos devuelve a la misma corriente siempre en movimiento de la vida, de la muerte.

1.1. Alejandra, narradora autodiegetica y personaje histórico

Espido Freire ya exploró en Soria Moria (2007) y en La flor del norte que la Historia —y la intrahistoria— es solo un soplo más en este continuum de tiempo. Por eso, como la marchita flor del norte, el personaje histórico de Alejandra parece más bien el estímulo que lleva a configurar una historia propia. No en vano, Espido Freire aseguró a propósito de La flor del norte que «la diferencia entre la novela histórica y la novela de pura ficción radica sobre todo en que tienes que ser coherente con la época, no tanto en la documentación, sino en que esa documentación tiene que ayudarte, no que estorbarte» (Freire 2011b). De hecho, «a mí me interesa mucho más la novela de personajes que la novela histórica» (Freire 2011c). En el caso de Alejandra, su interés en tanto que personaje histórico y ficcional se remonta a la infancia, cuando comenzó a coleccionar información sobre ella. Sin embargo, «el problema estaba en que a diferencia de la novela anterior [La flor de norte] aquí había demasiada información, [...] demasiado sesgada» (Freire 2018). Primero pensó en un ensayo, «que permite construir ese espacio entre la ficción, la no ficción y la opinión» (Freire 2018). Pero en el ensayo «es obligatorio ser sincero, honesto y verídico, no solamente verosímil como en la novela» (Freire 2018), de manera que «si confinaba a Alejandra a un ensayo perdía dimensión humana, [...] no podía explicarse» (Freire 2018). Por ello optó finalmente por una combinación histórico-ficcional novelada en primera persona, pues pretendía «no meterme en su piel [...], sino construir un personaje que fuera lo más fiel posible a la historia» (Freire 2018), aunque «no tenía que ser la típica novela histórica» (Freire 2018) en la cual «todos los datos estuvieran perfectamente hilvanados» (Freire 2018), sino un relato propio, contemplando los datos históricos, pero manteniendo un «juego con el lector» (Freire 2018), donde este pueda completar la historia. Se trata del juego entre el conocimiento del lector sobre su fin —la muerte— y el desconocimiento de Alejandra: «Y en ese decir y no decir, en esa especie de tensión que no solo se produce entre la vida y la muerte, sino entre el conocimiento y el desconocimiento, es donde yo quería meter a Alejandra. La sensación de impotencia frente a una realidad que nosotros conocemos y que ella aún no sospecha» (Freire 2018).

Así, Espido Freire fusiona a su narradora autodiegética y al personaje histórico, en «un intento de contar la historia de una mujer que fue muy odiada de una forma que sea amable, de una manera que la convierta quizás no en alguien particularmente cercano, pero sí en alguien a quien puedan entender mejor» (Freire 2017a). Realiza así un profundo trabajo de introspección psicológica de su narradora-protagonista, aquí elaborada en parte mediante la documentación histórica y, sobre todo, la propia visión inquietante y perturbadora de Espido Freire en torno a «la maldad, la bondad, aquello que se calla» (Freire 2018). De hecho, la novela parece un alegato en favor de la imperfección, del claroscuro en el que los personajes —los seres humanos, históricos o no— habitan:

A mí me parece importante que haya novelas de mujeres, voces de mujeres, que no han sido perfectas, que no han sido heroínas, que no han sido reinas por sí mismas, pero que han aportado a la historia. Y el hecho de que tengamos esa variedad, de que no encontremos mujeres totalmente blancas o totalmente negras —la femme fatale por ejemplo aparece constantemente— creo que normaliza y que nos permite buscar otra fórmula narrativa. Las mujeres nos vamos a sentir más identificadas con una mujer de claroscuros. Y yo creo que los varones también entenderán mejor a una mujer real, no solamente una imagen idealizada (Freire 2017a).

Reconstruye su vida desde la infancia: «Nací en Alemania, de sangre inglesa, como una copia inversa de mi abuela, inglesa, pero de sangre alemana. Ella se llamaba Alejandrina Victoria. Yo, Victoria Alix» (Freire 2017b: 14). Tal y como exploró en La flor del norte, la vida es un juego de espejos, de historias que se repiten:

Mi vida, esa sucesión de presagios y giros y extraños sucesos, comenzó pronto a augurar mi futuro: mis padrinos fueron los príncipes Alejandro y María Romanov, los herederos al trono ruso, que veinte años más tarde serían mis suegros. Como yo, mi madre se casó en mitad de un momentáneo alivio de luto. Ella había perdido a su padre. Yo, a mi suegro (Freire 2017b: 14).

El luto volverá al hogar con la muerte de su madre, momento a partir del cual el carácter de la pequeña Sunny, antes risueño, se agría:

Después de esta tragedia empezó a aislarse de la gente. Una dura capa ocultó sus emociones; la radiante sonrisa se veía cada vez menos. Temerosa de la intimidad y los afectos, mantenía su reserva. Le causaban desagrado los lugares desconocidos, y empezó a rehuir a la gente nueva. Tan solo en cálidos ambientes de familia, donde podía contar con la amistad y la comprensión, Alix florecía (Massie 2000: 59).

Y esa será precisamente su actitud cuando forme su propio hogar, tras la rígida tutela de su abuela, la reina Victoria de Inglaterra. Rechaza la posibilidad de casarse con su primo, el príncipe Alberto Víctor —quien finalmente muere prematuramente en 1892—, y finalmente se casa con su gran amor, el zarévich Nicolás, Nikki para ella. Lo conoció en San Petersburgo, en la boda de su hermana Ella con el primo de Nicolás. Eran unos niños de doce y dieciséis, pero ya entonces surgió el amor. Lo vuelve a ver dos años después, en 1889, cuando Alejandra visitó a su hermana en San Petersburgo. Pero el encuentro definitivo tiene lugar en 1894, en el propio hogar de Alejandra, el Ducado de Hesse, en ocasión de la boda de su hermano Ernesto. Se produce entonces la propuesta formal de matrimonio, que ella rechaza en un primer momento ante su negativa a convertirse a la fe ortodoxa, en contra de la opinión de su familia: «Me sorprendió la falta de coherencia y de sinceridad de mi familia» (Freire 2017b: 45-46). Finalmente, tal y como recrea Espido Freire y recoge la correspondencia del último zar,

nos dejaron solos y las primeras palabras que ella dijo fueron de consentimiento. Lloré como un niño; ella también, pero su expresión había cambiado: su cara estaba iluminada por una serena dicha [...]. Todo el mundo ha cambiado para mí: la naturaleza, la humanidad, todo [...] todo parece bueno y adorable (Freire 2017b: 63).

Le cuenta no obstante su infidelidad con la bailarina Kshesinskaia, a lo que responde Alix: «Te amo aún más desde que me contaste esa historia. La confianza que has demostrado en mí me ha conmovido profundamente» (cit. en Massie 2000: 67). Citando a María Corelli, Alejandra le escribe: «Pues el pasado es pasado y nunca volverá, el futuro no lo conocemos y tan solo del presente podemos decir que es nuestro» (cit. en Massie 2000: 69). Y ya veremos que, precisamente el sujeto melancólico vive en el presente, pero con un constante anhelo de trascendencia que se revela imposible. Mas sus idílicos planes matrimoniales, al igual que los políticos, se precipitan: su futuro suegro, el zar Alejandro III, muere el 1 de noviembre de 1894, y ellos se ven forzados a casarse rápidamente, el día 26 de ese mismo mes: «Como en Hamlet, tenía la sensación de que el asado del entierro servía de fiambre en los esponsales» (Freire 2017b: 69). Comienza entonces el infausto de mal agüero para la población, que se confirma en las fiestas de la Coronación de los nuevos zares, en la Tragedia de Jodynka, el 18 de mayo de 1896. Unas 500 000 personas se concentraban en el campo de Joynka, en una fiesta popular en honor al nuevo zar, pero corrió el rumor de que no había suficiente cerveza para todos y se produjo una estampida con terrible desenlace: 1389 fallecidos y 1300 heridos. Alejandra, la extranjera, será el chivo expiatorio: «Los rumores de mala suerte continuaban y el pueblo comenzaba a culparme de ello a mí, a la zarina extranjera que bailaba mientras los rusos humildes morían» (Freire 2017b: 103). Se despoja de su tierra, su familia, su nombre —ahora Alejandra en recuerdo a su recién fallecido suegro— y, como la flor del norte, se sumerge en una corte extranjera al acecho de cada uno de sus gestos, sin ningún aliado salvo su amado, un joven tímido e inexperto. Y será entonces cuando su educación, su personalidad y su capacidad de resistencia se pongan a prueba, en los intrincados juegos del poder.

1.2. Educación (sentimental) femenina y juegos de poder

Tal y como Espido Freire ha desarrollado en varios de sus ensayos, hasta época reciente «una mujer no era nada. Una mujer debía casarse» (Freire 2015: 57). En una sociedad en la que la mujer no puede estudiar ni trabajar, Concepción Arenal llega a la conclusión de que «el matrimonio es la única carrera» (Arenal 35). Así se aprecia en muchos textos de nuestra autora, especialmente en Soria Moria (cfr. Rodríguez 2016) y La flor del norte (cfr. Rodríguez 2018). Tal y como expli-cita la propia Alejandra espidiana, «solo suponíamos un problema las cinco niñas, cinco anillos en busca de maridos, de alianzas. Unicamente cuando encontráramos marido, nuestra vida, nuestro destino, nuestra patria adquirirían consistencia. Mientras tanto vivíamos de prestado, en una tierra de nadie pasajera. Así nos habían educado; éramos princesas, y nietas de Victoria» (Freire 2017b: 14).

Las estrategias matrimoniales hacen así de las mujeres, especialmente en el caso de las nobles, un bien symbolique de primer orden en el desarrollo de la economía y el poder familiar (Bourdieu 1998: 65). Ya su madre le confesó que «la vida es una batalla [...], y solo quiero equipar a mis hijos con todo el amor y la felicidad posibles, para que se los lleven como armas» (Freire 2017b: 21). Desde niña se le instó a aceptar el dolor y la sumisión:

¿Qué se esperaba de mí, de la menor de las duquesitas de Hesse [...] ? una obediencia ciega a mi padre y un pudor extremo en mi conducta. Un poco más adelante me casaría, tendría hijos a los que educaría para convertirse en útiles caballeros para la sociedad y el resto de mi tiempo lo ocuparían la casa, el orden, la limpieza, las bonitas tapicerías y las flores.

[...] Nos educaban para sufrir y callar, y para desconocer en todo lo posible el mundo real. Sabíamos que algo secreto ocurría cuando una mujer se casaba, que había misterios que tenían lugar por la noche, en los cuartos más lejanos de los mayores. Y nosotras, las niñas, las mujeres, éramos las que debíamos custodiar nuestro nombre y nuestra virtud. Los hombres, nos decían, no podían controlarse. [...] No podían controlarse. Nosotras, las chicas, sí podíamos. Debíamos (Freire 2017b: 23).

Esos «misterios» se revelan en ocasiones de manera traumática. Como señala Simone de Beauvoir, el proceso en el que la niña-adolescente descubre los sentimientos ajenos que las transformaciones de su cuerpo producen supone un profundo choque para ella:

La fillette sent que son corps lui échappe, il n’est plus la claire expression de son individualité; il lui devient étranger; et, au meme moment, elle est saisie par autrui comme une chose: dans la rue, on la suit des yeux, on commente son anatomie; elle voudrait se rendre invisible; elle a peur de devenir chair et peur de montrer sa chair (Beauvoir 2010: 64).

Siente asco de su cuerpo, aunque en realidad el asco es provocado por cómo los demás contemplan su cuerpo. En palabras de Espido Freire: «Cambian las niñas y de pronto, se avergüenzan al descubrir que los hombres las miran por la calle. El cuerpo, hasta entonces respetado, público a la hora de bañarse, o vestirse, se convierte en privado» (Freire 2007a: 430). Muchas de las protagonistas adolescentes espi-dianas experimentan en su particular aprendizaje vital esta sensación angustiosa. Es especialmente evidente en el caso de Dolores en Soria Moria: «Sangre, dolor, suciedad, la brusca conciencia de ser carne, de que esa carne podía rasgarse, debía romperse» (Freire 2007b: 217). En Llamadme Alejandra también la protagonista se da cuenta de repente de que su cuerpo infantil ahora se observa dentro de un juego de intereses ocultos. De hecho, en el primer encuentro con el zarévich Nicolás siendo aún una niña, siente pudor cuando este le regala un broche y ella lo acepta alegremente hasta darse cuenta de las posibles interpretaciones espurias de su inocente acto: «Ya no me gustaba cómo me miraba y descubría intenciones oscuras en su sonrisa» (Freire 2017b: 31). Así, «fui consciente de una manera casi dolorosa de mi cuerpo, de cómo la vida se complicaba de un momento a otro, de cómo yo era importante para que el orden se mantuviera» (Freire 2017b: 24).

Se aprecia también la doble moral sexual, represiva en el caso de las mujeres. Esta idea recorre toda la narrativa espidiana (Rodríguez 2019: 81-86). No obstante, Alejandra, en contraste con su vida melancólica de final trágico, destaca por su plenitud familiar y —al menos así desarrollado por Espido Freire— sexual, pues nunca pensó «que el amor entre un hombre y una mujer pudiera provocar una felicidad tan completa. Desde aquella noche solo he vivido la alegría con él» (Freire 2017b: 75). Confiesa que «no he sido nunca tan feliz como cuando me encontraba a solas con Nikki y cuando nos era dado dedicarnos con calma a nuestras obligaciones de marido y mujer» (Freire 2017b: 151). Pero antes de alumbrar al ansiado zaré-vich —deseo que la sumirá aún más en la melancolía y la desesperación, tal y como veremos—, Alejandra tiene cuatro hijas (Olga, Tatiana, María y Anastasia), hermosas, sanas, perfectas... pero mujeres al fin y al cabo, excluidas de los juegos del poder y, por supuesto, de la corona.

Precisamente es esencial en el proceso educativo la (auto)consciencia del poder, de la lucha vital en la que solo cabe ganar, cada uno con las armas —paradójicas— que su posición social y su sexo le han otorgado. En el caso de las mujeres, y especialmente de las nobles, la belleza y la seducción son sus bastiones socialmente establecidos. En Espido Freire encontramos algunas mujeres que podríamos considerar apriori fatales, seres arácnidos que arrastran a su pérfida tela de araña a los hombres en su propio beneficio, aunque a veces no sea más que un producto de la fantasía del hombre (Rodríguez 2019: 64-74). Es la seducción intuida en el personaje de Violante o doña Inés en La flor del norte, y que aquí adquiere una forma muy tamizada por la personalidad discreta de Alejandra. Y es que «nunca tuve demasiado apego a mi belleza» (Freire 2017b: 34). Sin embargo, la propia reina Victoria, su querida abuela, le advierte: «Los hombres tienen las leyes, Alix. Las mujeres, sus vestidos. [...] Ahora te debes no solo a tu marido, sino también a tu cargo. Y una princesa en Rusia debe ser adorada a distancia, como si fuera una figurita en un altar» (Freire 2017b: 61). Ha de convertirse así en una pieza más del teatro social, que analizaremos más adelante. Alejandra rechaza someterse, y replica: «¿Y mi personalidad? ¿Dónde quedará, si me doblego ante todo?» (Freire 2017b: 61). Mas la superficialidad fingida es necesaria para no sucumbir en la lucha por el poder: «Se esperaba de las princesas y de las emperatrices que cumpliéramos nuestra parte del sueño de lujo y oropel de la realeza. Todas ellas, incluso las más rebeldes, habían comprendido que podían actuar como desearan siempre que fueran hermosas y estuvieran bien vestidas» (Freire 2017b: 65).

Pese a su belleza, la sobriedad de Alejandra decepcionará. Ni siquiera sus preocupaciones sociales como enfermera a tiempo completo durante la guerra contra Japón provocarán interés. Su propia suegra —María Fiódorovna Románova— parece más bien un obstáculo, ya que

no era una mala mujer, se compadecía de las debilidades humanas y tenía un estupendo sentido del humor, pero pese al cariño aparente con el que trataba a todo el mundo, era distante, frívola, mundana. Dejó que sus hijos se criaran solos, sin afecto. Las malas madres raras veces resultan buenas suegras (Freire 2017b: 77).

Decide entonces alejarse de cotilleos y concentrarse —como la mayoría de madres espidianas— en su hogar, en su marido.

Pero más allá del calor del hogar, la influencia de Alejandra será muy relevante respecto a su marido. Así se desprende de los testimonios de sus más allegados, algunos fieles aliados. Es el caso de la amiga íntima de Alejandra, Anna Viru-bova, a quien consideró como a una hija: «Él se calmará y se someterá. Volverá a caer bajo la influencia de mamá. Y hará todo lo que ella le pida (o más bien le ruegue, porque ella no le pide nunca a papá, le ruega, pero de un modo tal, que papá comprende que una negativa sería tomada como una ofensiva. ¡Y él no ofenderá nunca a mamá!)» (cit. en Alexandrov 1969: 60).

Un vistazo rápido a la correspondencia entre Alejandra y Nicolás nos da algunas pistas corroboradas por numerosos historiadores sobre la influencia de la zarina sobre su marido: «Il reste soumis —il le sera jusqu’au bout— aux pressions incessan-tes de l’impératrice. Les lettres qu’elle écrit a Nicolas II révelent a la fois l’influence qu’elle exerce et celle qu’elle subit» (Carrere d’Encausse 1996: 325). Se refiere a Ras-putín. Como veremos, aterrada por la hemofilia de su hijo, Alejandra confía desesperadamente en este místico: «Escucha a nuestro amigo. Cree en él. Él tiene tus intereses y los de Rusia en el corazón. Por algo Dios nos lo ha mandado, pero debemos prestar más atención a lo que dice. No habla a la ligera» (cit. en Massie 2000 62), idea con la que el propio Rasputín juega: «Recuerda que no os necesito: ni al emperador ni a ti. Si me abandonas a mis enemigos, no me importa. Puedo enfrentarme bien a ellos. Pero ni el emperador ni tú podéis prescindir de mí. Si no estoy allí para protegeros, perderás a tu hijo y tu corona en seis meses» (Paléologue 1925: 147). De esta manera, «astutamente, Rasputín acrecentaba su posición y acrecentaba su poder sirviéndose de la prosaica necesidad de la emperatriz de ser tranquilizada y alentada» (Massie 2000 401).

Como Cristina, Alejandra Fiódorovna Románova debería haber aprendido «a no esperar demasiado de quienes en un inicio parecían nuestros amigos y aliados» (Freire 2011a: 317). En definitiva, «que la vida [es] una lucha contra todo y contra todos, un pulso desesperado contra la muerte en el que se perdía siempre, aunque convenía mantenerse en la batalla el mayor tiempo posible» (Freire 2011a: 311). Mas su batalla concluye. Atrás quedan los juegos del amor y del poder. Cansada del camino, traicionada y desengañada, al igual que a la mayoría de personajes espidianos, solo le queda la melancolía, solo le queda la muerte.

2. Viaje a la muerte. Viaje a la melancolía

La novela empieza con un viaje: «Nos han despertado en mitad de la noche a gritos porque nos espera un nuevo viaje» (Freire 2017b: 9). Un viaje que sabemos —nosotros, no Alejandra— que conduce a la muerte. Como todos los viajes. Como el viaje que inicia Natalia en Irlanda, como el de Elsa en Melocotones helados o el de la protagonista que jamás revela su nombre en Diabulus in musica. Como el de la joven princesa Cristina de Noruega en tierras extranjeras en La flor del norte. Es un viaje dentro de un continuum de tiempo donde parece no haber pasado, presente o futuro. En palabras de Kierkegaard, «porque cada momento es enteramente lo mismo que la suma de los momentos, un proceso, un pasar, ningún momento es realmente presente, y, por ende, no hay tiempo presente, ni pasado ni futuro» (Kier-kegaard 1959: 85); en consecuencia, «el tiempo es, pues, la sucesión infinita; la vida, que es en el tiempo y pertenece solo al tiempo, no tiene ningún presente» (Kier-kegaard 1959: 86). El tiempo huye, y ni siquiera lo percibimos. Como a la mayoría de los personajes espidianos, como a todos, nos espera la noche, tiempo vacío y eterno, nos espera la muerte.

Sin embargo, la mayoría de los sistemas filosóficos desprecian la materia y lo contingente frente a lo ideal e infinito (cfr. Rodríguez 2019: 100-112). Kierke-gaard se atreve, no obstante, a sumergirnos en la contingencia —la muerte— dentro de la complejidad del ser humano. Para él, «el hombre es una síntesis de infinitud y finitud, de lo temporal y lo eterno, de libertad y necesidad, en una palabra: es una síntesis» (Kierkegaard 1984: 35). Si para Marco Aurelio el hombre era alma, cuerpo e inteligencia (Marco Aurelio 2013: 9), para Kierkegaard la síntesis que vertebra los dos primeros elementos es el espíritu, lo que constituye la particularidad del sujeto, del «yo». La síntesis es una contradicción necesaria; es una búsqueda incesante sin respuesta: «Un yo siempre está en devenir en todos y cada uno de los momentos de su existencia, puesto que el yo [...] realmente no existe, sino que meramente es algo que tiene que hacerse» (Kierkegaard 1984: 59). Si no hay equilibrio en el sujeto entre finitud e infinitud se pueden producir trastornos, «ya que el yo es la síntesis en que lo finito es lo que limita y lo infinito es lo que ensancha» (Kierkegaard 1984: 60). Así, una excesiva atención a la infinitud conlleva un exceso de imaginación y fantasía e incapacidad para lo concreto frente a la pura abstracción, la melancolía.

Esta «pena al rojo vivo, muy distinta a la melancolía de buen tono en la que se sumía mi familia» (Freire 2017b: 105), anida en la protagonista de Llamadme Alejandra, a la espera de una absolución que jamás llegará: «Ya estamos acostumbrados a los viajes secretos, a que nos muevan como si fuéramos peones esenciales para un juego de ajedrez entre Blancos y Rojos» (Freire 2017b: 9). Debe ser cierto, como se asegura en El mercader de Venecia, que «el mundo me parece lo que es: un teatro, en que cada uno hace su papel» (Shakespeare 1967: 251). Pero el melancólico —Alejandra— es el personaje que, en mitad de esta obra sin sentido, de esta cruel partida de ajedrez, se detiene, y, plenamente consciente, denuncia ante sí mismo y el resto de personajes el absurdo de esta tragicomedia. Según subrayó Jan Patocka, «el hecho de que la civilización técnica descansara sobre el desconocimiento del propio yo» generó «una forma de individualismo que se sustenta en la máscara, en el personaje y no en la persona. Esta es precisamente la marca del yo moderno: el énfasis sobre el papel que debe interpretar, sobre ese actor en que cada uno de nosotros ha sido convertido» (Patocka 2016: 378). Ya Burton en el siglo xviii se planteó acerca del teatro de la vida:

¿Y qué es el mundo? Un gran caos, una confusión de las costumbres, algo tan inestable como el aire, un domicilium insanorum [un manicomio], una tropa turbulenta de impurezas, una feria de espíritus ambulantes y de gnomos, un teatro de hipócritas, un vivero de infamia, adulación y villanía, el escenario del vicio, una guerra [...] en que cada hombre solo se ocupa de sí mismo y de sus objetivos particulares (cit. en Foldonyi 174).

Alejandra osa rebelarse contra este «teatro de hipócritas»:

Entonces aún no era consciente de la maledicencia, de que no bastaba con hacer bien las cosas, sino que, ante los más de mil ojos que me observaban, debía ofrecer una imagen satisfactoria. Enérgica pero amable, divertida pero sin perder la compostura, vivaz pero piadosa. Yo nunca sería así (Freire 2017b: 85).

De esta manera, «era preciso mantener [...] exactamente esa conversación superficial que detesto» (Freire 2017b: 94), aunque así «resultaba arisca y poco cercana» (Freire 2017b: 95). Su abuela, la emperatriz Victoria, se lo hace saber: «Te miras a ti misma como si te vieras en un espejo, de cerca, pero no percibes cómo te verán los demás» (Freire 2017b: 60). Ella le previene de la necesidad de crear una órbita de poder en torno a ella: «Debes escoger con rapidez aliados que te permitan consolidar tu influencia en la corte, y desahogar tu corazón, algo que nos es muy necesario a las mujeres. [...] Deja de cultivar esa soledad» (Freire 2017b: 82). Sin embargo,

algo a lo que no me acostumbraba (ni tenía la menor intención, la verdad) era a la forma en la que los rusos se acercaban a mí para hablarme. Sus faldas tocaban las mías o, en el caso de los hombres, las mías cubrían sus pies. [...] Como ni yo pude nunca encontrar agradable esa costumbre ni ellos reiniciaban, tomé por hábito llevar una sombrilla o un abanico largo, o incluso una Biblia o un ramo de flores, para crear un espacio de seguridad en torno a mí (Freire 2017b: 84).

El melancólico —el sujeto en angustia ante la realidad incomprensible e ina-sumible— construye su particular espacio vital en torno al cual protegerse, y así hará Alejandra, siguiendo el consejo de la emperatriz Sisí: «Me di cuenta de que todo lo que se encontraba fuera de mí me provocaba sufrimiento, y me dediqué a poner orden en mi interior. Ese es el mayor secreto, joven emperatriz. Mantente en paz contigo misma y todo lo demás seguirá con facilidad» (Freire 2017b: 107).

Surge un sabor agridulce en esta lucha autoconsciente de la vida, un «vértigo de libertad» en términos kierkegaardianos que nos empuja al vacío: «Es curioso comprobar cómo a veces la felicidad está tan cerca del abismo» (Freire 2017b: 44). Y es que, como señaló Kierkegaard, «el espíritu tiene angustia de sí mismo; tampoco puede comprenderse a sí mismo [...]; de la angustia no puede huir, porque la ama» (Kierkegaard 1959: 45). De hecho, el «vértigo de la libertad» «surge cuando, al querer el espíritu poner la síntesis, la libertad fija la vista en el abismo de su propia posibilidad» (Kierkegaard 1959: 61). Podría no mirar, pero sus ojos no pueden dejar de fijarse en el abismo, porque él mismo es el abismo, un lugar en el que (re) conocerse (Rodríguez 2019: 109). El contraste es, pues, intrínseco a la vida, y así lo percibe Alejandra: «Todos los días importantes en la vida mezclan la alegría con la tristeza» (Freire 2017b: 72); «ni siquiera durante los conciertos más animados me apetecía sonreír, aunque sabía que eso desesperaba a quienes me rodeaban. Sí, el buen tono alentaba ese dichoso aire melancólico, pero no una tristeza auténtica. ¿Por qué demonios estaba yo triste?» (Freire 2017b: 38). La actriz que se rebela en plena obra despierta así la suspicacia del resto de la compañía, expuesta así a una realidad incómoda que desea obviar. Tal y como señala Minois, «mélancoliques, dépressifs et pessimistes sont la conscience de l’humanité, car ils rappellent sa fragilité, ses con-tradictions, son néant» (Minois 2003: 8). Pero esta realidad frágil y contradictoria se hace aún más dolorosa para Alejandra cuando a su hijo pequeño, el tan deseado zarévich que hubiera debido continuar la dinastía de los Romanov, le diagnostican hemofilia, de la que la propia Alejandra es portadora, si bien afecta esencialmente a varones. Alejandra se sume aún más entonces en el calor del hogar frente al teatro social, pero su obsesión por proteger de la muerte, de la contingencia, a su hijo —y acaso a ella misma— la llevan a un estado enfermizo. En palabras de su cuñada, la gran duquesa Olga Alexándrovna, «realmente era una mujer enferma. Su respiración se convertía a menudo en un jadeo rápido, sin duda doloroso. Muchas veces vi que los labios se le ponían azules. La constante preocupación por Alejo había minado profundamente su salud» (cit. en Massie 2000: 203). Alejandra admite que «envejecí. [...] me despojé de todo aquello que nos ofrece la vida en la plenitud de la edad, y me arrojaron de golpe a la desesperación de la vejez, en la que no se ve más horizonte que el sufrimiento, y allí, al fondo, la muerte» (Freire 2017b: 172). Pero lo que subyace en esta tristeza enfermiza, según se aprecia en la propia correspondencia de la zarina, es la culpa: «No creas que estoy deprimida por mi mala salud. Lo único que me preocupa es que los seres queridos sufran por culpa mía y el no poder cumplir con mis deberes» (cit. en Massie 2000: 203).

En palabras del mentor de Alexis y las niñas, la enfermedad del zarévich lanzó sus sombras sobre todo el período del reinado del zar Nicolás II y es lo único que puede explicarlo. Aunque no lo parezca, fue una de las principales causas de su caída, pues hizo posible el fenómeno Rasputín y trajo como consecuencia el fatal aislamiento de los soberanos, que vivían en un mundo aparte (cit. en Massie 2000: 11).

Carrere explica sobre Alejandra que «son rigorisme, s’opposant a une morale sociale plus flexible, au moins dans les milieux priveligiés, la mit constamment en opposition avec la Cour, y aggravant les conflits déja existants» (Carrere 1996: 272).

Una aportación especialmente interesante de Espido Freire en esta novela de reconstrucción histórica es la voz del pequeño Alexis, convertido en fruta madura antes de tiempo, entre inútiles mimos de sus padres. Como Septimus en La señora Dalloway, él expresa con tan solo nueve años la crueldad del dolor físico y moral que Alejandra únicamente intuye: «¡Vosotros, vosotros! ¡Me asfixiáis con tanto amor! ¡No quiero ese amor! ¡Yo no pedí nacer! ¡Fuisteis vosotros los que os empeñasteis en tener un hijo! ¿Por qué nací? ¿Por qué no os bastó ya con Anastasia? Yo no soy feliz y tampoco os permito serlo a vosotros [...]. Me hubiera valido más no nacer!» (Freire 2017b: 222). Resuenan aquí las palabras del viejo Sileno: «Lo que debes preferir ante todo es, para ti, lo imposible: es no haber nacido, no ser, ser la nada. Pero después de esto, lo mejor que puedes desear es... morir pronto» (Nietzsche 2007: 58). Subyace también la frustración ante una felicidad vacía y edulcorada: «Cette obsession du bonheur ne serait-elle pas plutot révélatrice d’un manque? [...] L’obsession du bon-heur tue le bonheur» (Minois 222); pero se aprecia asimismo la crítica a un tiempo cíclico perverso, perpetuado a través del absurdo de la reproducción, puesto que «dado que la vida es concebida como una tragedia (el final es siempre la muerte y el dolor y el hastío predominan sobre los breves momentos de placer), el acto sexual es una traición de los amantes al hijo que vendrá. Implica la continuidad de la cadena de la vida, es decir, del dolor» (Puleo 1997: 169).

El marido de Alejandra cree que Alexis «piensa demasiado. [...] Una cabeza inquieta que se aburre acaba dándose contra las paredes. [... ] He visto casos de muchachos, de soldados en el frente, muy jovencitos, a los que asaltaba una tristeza parecida y que acababan ahorcándose con el cinturón» (Freire 2017b: 222-223). Se deja entrever así un intento de suicidio por parte del zarévich. Y es que, tal y como expresa Camus, «se tuer [...] c’est avouer qu’on est dépassé par la vie ou qu’on ne la comprend pas. [...] C’est seulement avouer que cela “ne vaut pas la peine”» (Camus 2016: 20). Es el desenlace necesario a la obra de teatro absurda: «Ce divorce entre l’homme de sa vie, l’acteur et son décor, c’est proprement le sentiment de l’absurdité» (Camus 20). La autoconsciencia de esa vie machinale (Camus 29) es lo que provoca la nausée sartriana. Respecto a la vida, «est-ce que son absurdité exige qu’on lui échappe, par l’espoir ou le suicide» (Camus 2016: 23). El Alexis espidiano encarna así al auténtico poeta, al melancólico capaz de trascender la lucha de poder y atisbar el sinsen-tido frente al cual más valiera no haber nacido, o morir pronto. Se rebela hasta las últimas consecuencias contra la vie machinale, perpetuada en la reproducción en la que nadie es preguntado sobre su deseo de nacer o no nacer. Esa especial sensibilidad frente al mundo se amortigua en su madre, imbuida en la espiral de vie machi-nale a través no del suicido sino de la esperanza. Mas, en palabras de Nietzsche, «los griegos consideraron que la esperanza constituye el peor de los males, el mal genui-namente perverso» (Nietzsche 1982: 46), pues ofrece consuelo ilusorio frente a la realidad absurda, en lugar de asumirla tal y como es:

A veces los recuerdos me salvan del dolor. Otras me resulta demasiado difícil recordar nuestra vida pasada [...]. El ser humano, si lo sostiene la fe, puede soportarlo todo. Todo, la muerte, la ruina, la enfermedad, la traición. Mis años me han enseñado que cuando el límite se ha rebasado, aparece aún uno más; que todos nosotros somos, hombres y mujeres, extraordinarios» (Freire 2017b: 11).

Del mismo modo que Kierkegaard, Espido Freire cree que la fe puede saciar la melancolía, mas ella carece de ese mecanismo frente a la contingencia: «Solo quien se enfrenta al árido páramo de la falta de fe sabe la soledad existencial que supone la conciencia de la finitud» (Kierkegaard 1959: 124). Para Alejandra, sin embargo, «hay que tener esperanza. Hay que mantener la fe» (Freire 2017b: 13). Incluso al final de la novela, cuando vuelve al tiempo cero de la narración, justo antes de ser fusilada junto a toda su familia y criados, sopesa el pasado y el presente trágicos, y la fe continúa:

Heredamos los condicionantes de nuestros antepasados, y a veces pienso que ni siquiera si Nicolás hubiera sido seguro y autoritario habría podido evitarse todo esto: como en Inglaterra, como en Francia, todo inicio de liberalismo ha sido sangriento y ha terminado con sus reyes. Al menos los tiempos han cambiado, y nuestras vidas, aun a costa de sufrir humillaciones y maltratos, han sido respetadas.

Y por ello, en ningún momento hemos perdido la esperanza (Freire 2017b: 332).

Alejandra se aproxima entonces, la madrugada del 17 de julio de 1918, al sótano de su morada en Ekaterimburgo, donde vivían presos tras meses de traslados. La acompañan su amado Nikki, sus adoradas Olga, Tatiana, María y Anastasia, el melancólico Alexis, ya entonces inválido, sus incondicionales miembros del servicio —Eugene Botkin, Anna Demídova, Alekséi Trupp e Iván Jaritónov— y el perro fiel: «Un escalón, otro. Adónde, ahora. No importa. Estamos juntos. Seguiremos juntos. Nos amamos. Amamos Rusia. No pueden quitarnos ya nada más. No pueden quitarnos eso» (Freire 2017b: 338). Les quitan la vida.

***

Los cuerpos de los Romanov, una vez fusilados, fueron desnudados, descuartizados, quemados con ácido y arrojados a un pozo. La muerte fue agónica en el caso de las jóvenes. Las balas no las remataron, debido a que llevaban numerosas joyas ocultas en el corpiño, con la esperanza vana de venderlas cuando fueran liberadas. Así termina la novela, con el informe Yurovski —el mismo que asesta el golpe mortal a Nicolás y Alexis—, quien explica al detalle el asesinato y posterior enterramiento de los cuerpos.

Este es el final —¿el comienzo?— del camino. Y nadie pierde otra vida que la que vive ni vive otra que la que pierde. Lo que se gana o se pierde no cuenta absolutamente para nada. Todo se diluye, la materia corrupta, la mente malvada —el espíritu kierkegaardiano— y se funden en lo inexplicable, la nada. Ese es precisamente el objetivo del melancólico —el sujeto en angustia ante la contingencia y el sinsentido— en este viaje ineludible a la muerte. Su mayor deseo es saciar la «nostalgie d’unité, cet appétit d’absolu» (Camus 2016: 34).

Pero el arte al menos detiene —ilusoriamente— el tiempo y su fricción. Según señala Julia Kristeva, nos permite sobrepasar el duelo, sublimar la ausencia irreparable de eternidad (Kristeva 1987: 114). Y en esa lucha que nos angustia, que conduce irremisiblemente a la muerte, Espido Freire en Llamadme Alejandra nos ofrece en cierto modo una alegoría de ese sinsentido, pues la alegoría es «coex-tensive a l’expérience subjective d’une mélancolie nommée: de la jouissance mélan-colique» (Kristeva 1987: 114). El arte se convierte así en una proyección de la pulsión de muerte, ya que, según Freud, «“ver morir” en escena satisface una parte del deseo de muerte personal, toda vez que apacigua una voluntad de destrucción que tiene lugar en otro ser» (293). No en vano, «nuestros lazos sentimentales, la intolerable intensidad de nuestro duelo, nos inclinan a rehuir y evitar a los nuestros todo peligro. Excluimos así toda una serie de empresas peligrosas [...]. Entonces habrá de suceder que buscaremos en la ficción, en la literatura y el teatro una sustitución de tales renuncias» (Freud 1976: 112).

Espido Freire ficcionaliza así la vida de la última zarina y su familia, sobre los que recae nuestra necesidad de contraste, de contingencia trascendida en el arte, de tiempo pasado, presente y futuro detenido en la narración. Ese es el (no) tiempo del melancólico, del poeta, del ser sensible incapaz de asumir el teatro social en que vive el ser humano, en constante lucha por el poder. Por eso, como la princesa Cristina, «no me gusta lo que he recordado, ni me agrada lo que veo» (Freire 2011a: 318). Al menos la muerte literaria le permite trascender. Lo inefable, ahí está consumado. La muerte les encumbra.

Bibliografía

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Espido Freire presenta 'Llamadme Alejandra' | Colección del Museo Ruso / Málaga

21 jul 2017

La nueva novela de la escritora vasca (Premio Azorín 2017) recrea, en primera persona, la vida de la princesa Alix de Hesse, nieta de la reina Victoria que llegaría a ser, tras casarse con el heredero al trono ruso, la emperatriz Alejandra Feodorovna, última zarina de Rusia. Apoyada en un intenso trabajo de documentación, Freire aborda la complicada vida de un personaje mal comprendido: sus relaciones con grandes personajes como Victoria de Inglaterra o la emperatriz Sissi, el apasionado enamoramiento de Nicolás y la inmersión en una cultura ajena, la turbia fascinación por el monje Rasputín o el torbellino revolucionario que arrastró a su familia hasta la funesta mañana del 17 de julio de 1918, en Ekaterinburgo.

Samuel Rodríguez
Universidad Complutense de Madrid

 

Publicado, originalmente, en: Revista de Filología de la Universidad de La Laguna 41; 2020, PP 197-211

Revista de Filología de la Universidad de La Laguna es editada por la Universidad de La Laguna Facultad de Humanidades Sección de Filología

Link del texto: https://www.ull.es/revistas/index.php/filologia/article/view/1950

 

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