Patología de las brujas

ensayo de Juan Rocauora Cuatrecasas

El aguafuerte Volavérunt grabado de la serie

Los Caprichos del pintor español Francisco de Goya

Debo confesar ante todo, antes de intentar la observación del período histórico de la medicina en que tuvo máximo auge la demonología y la brujería, que soy un leal admirador y amigo viejo del diablo. La parcialidad que me impulsa en su favor, me hace contemplarlo siempre como un héroe poético, al que perdono por adelantado todas las picardías. Desde que tengo uso de razón me ha preocupado su presencia, y una de mis mayores aspiraciones fue la de llegar, a costa de cualquier pacto o combinación, a tener con él una verdadera conversación; ello sobrepasaba incluso, el temor bien inculcado al pecado y al fuego eterno del infierno. Confieso lealmente que no he podido conseguir mi aspiración, a pesar de mi buena voluntad. Repasando su larga historia, he envidiado a todos aquellos iluminados varones que pudieron percibir de cerca su presencia real; a los magos, alquimistas, brujas, hechiceros o adivinos, que en épocas pretéritas mantuvieron tratos directos cordiales y repetidos con Lucifer.

Porque aunque el diablo en nuestra época está en aparente decadencia y como dijo un día Alejandro Casona (que tiene por el diablo un poético respeto digno de toda alabanza) : "Satanás se ha retirado a la vida privada”, permaneciendo en un orgulloso y ofendido retiro lejos de las miradas de los infelices mortales, todos sabemos que está presente en espíritu en todas partes, manifestándose más o menos veladamente a través de cosas, hechos e individuos. De ahí mi desolación por vivir precisamente ahora, en que sólo podemos deducir su influjo a través de vulgares impresiones desprovistas de todo ropaje sobrenatural. Otra cosa era en aquellos gloriosos siglos de la Edad Media, que voy a rememorar hoy, cuando el demonio campaba en el mundo por sus respetos, y su figura elegante y flamigea, podía ser percibida por los elegidos, no sólo como tal, sino bajo los aspectos más raros, ligeramente disimulado en forma de íncubo, súcubo, o en el cuerpo de animales e incluso personas, gracias al sutil poder de la floreciente licantropía, que poblaba los campos de hombres aulladores y seres misteriosos.

Quisiera reivindicar para nosotros las virtudes y excelencias del vilipendiado Lucifer, a quien los actos de los hombres han adjudicado toda la malignidad que sólo podría atribuirse en justicia, al desorbitado deseo de extremar hasta límites inconcebibles el cumplimiento de leyes, que se atribuyeron con ilusoria certidumbre a la voluntad del Creador, y que no reflejaban más que el terror y la desorientación de los hombres que las impusieron, complicaron y multiplicaron, pervirtiéndolas y deformándolas al paso de los siglos, y haciendo de ellas horribles palancas rituales movidas al impulso del instinto defensivo ante lo desconocido y que mostraban como una de sus más importantes facetas, el odio misógino y triste al sexo y a la representación carnal del mismo en la mujer.

Así el hombre, echando en las espaldas del vituperado diablo toda la carga subconsciente de sus terrores y fobias, creyendo estar en el camino cierto del autoconocimiento, construyó el macabro edificio medioeval que culmina en una obra llamada Malleus Maleficarum o Martillo de las brujas, fruto concienzudo de dos frailes inquisidores alemanes, Sprenger y Kramer, quienes estaban provistos de las más amplias autorizaciones papales y seculares, entre ellas una importantísima bula de Inocencio VIII, a la que me referiré enseguida, y otra de Maximiliano, Rey de Roma; lo cual reunía —como siempre— a la Iglesia y el Estado; también consiguieron obligar a los representantes de la ciencia —si es que podemos llamar así a las autoridades de la Facultad de Teología de Colonia— a dar su aprobación a las tesis expuestas por los dos dominicos, convirtiendo en libro de texto de la demonología a su tratado.

Voy a referirme a tan importante libro, ya que el mismo informó la vida cotidiana durante varios siglos, y de sus páginas salió el impulso principal para extender por todo el mundo la persecución más exterminadora; y porque en ellas se condensó todo el pensamiento y conocimiento demonológico, que tan caro estaba costando a la humanidad y cuyas consecuencias están todavia presentes en la época actual. Dicho libro, verdadero tratado de patología brujeril, de tesis tan sencilla como cruel, se divide en tres partes principales: en la primera se demuestra irrefutablemente, con razones contundentes y definitivas, la existencia de las brujas y además, el error y la herejía en que caen quienes se atreven a sospechar de la misma; podríamos decir que trata de la etiología de la enfermedad; una vez bien sentada esta premisa, el libro en su segunda parte describe los diversos tipos, clases y escalafones en que las brujas se dividen y los diversos procedimientos de identificación: corresponde por tanto al diagnóstico de la brujería. La tercera parte, la más catastrófica, es la consecuencia lógica de la etiología, patogenia y diagnóstico : el tratamiento, con las formas legales de examinar, torturar, sentenciar y suprimir a las brujas, con todos los detalles relativos a dichos procedimientos legales y que dada su espantosa crueldad pueden pasarse por alto, bastando saber que después de las técnicas siempre fracasadas, para librar a una bruja del diablo, el tratamiento terminaba en la hoguera.

Este funesto libro puso en manos de la Iglesia y el Estado un mecanismo legal que les permitía actuar en forma enérgica y violenta, sin limitaciones de ningún género, ante el malestar y la inquietud política crecientes en la Europa cristiana, crisol donde se fraguaba el futuro desenvolvimiento libre de la ciencia. Del mismo, un profesor alemán del siglo xix dijo lo siguiente: "Un pesado volumen en cuarto, tan loco vulgar y cruel y llega a tan terribles conclusiones, que nunca antes o desde entonces una combinación semejante de características horribles salió de la pluma humana. Muchos sentimientos se agitan en el lector, que se esfuerza en penetrar sus textos; sentimientos de opresión, disgusto, tristeza, y vergüenza nacional”.

Hasta la publicación de este notable libro, en el año 1484, simultáneamente con la bula de Inocencio VIH, titulada "Summis desiderantis affectibus” conocida como "Bula de las brujas”, los hombres podían tener sus dudas y vacilaciones con respecto a lo que eran las brujas y a su existencia misma. Desde el momento en que se publicó ya no podía tolerarse la incertidumbre, puesto que había un texto oficial y aprobado que las describía autorizadamente, con sus características, detalles y crímenes. Con su magna obra a cuestas, Sprenger y Kramer recorrían la Germania dejando tras de sí un reguero de hogueras en que ardían sin discriminación hombres, mujeres y niños. Los enfermos mentales constituían en primer lugar el pasto propicio para aquella apocalipsis inquisitorial. La tenebrosa historia de la psiquiatría, cuyo cortejo de torturas físicas a los pacientes hace tan poco que se ha extinguido, escribe en estos siglos de oprobio espiritual y material, sus páginas más negras. Gracias a la demonología, el terror colectivo ahogaba la herejía creciente y con la Inquisición, la Iglesia y el Estado luchaban avasalladoramente y con aparente éxito, para obstruir la eclosión del pensamiento libre que germinaba bajo la confusión colectiva.

El Malleus Maleficarum o Martillo de las Brujas, condensa el criterio de la Iglesia y el Estado ante la incógnita demoníaca; sintetiza y lleva a situaciones de legalidad, toda la deformación psicológica del mundo, en una época de evolución de la mente humana, que todavía perdura y que va moviéndose lenta y trabajosamente hacia su perfeccionamiento, sin que su progresión signifique precisamente una ascensión positiva aunque lenta, sino que se desvía, se desorienta, vuelve atrás o toma largos caminos difíciles que desembocan en callejones sin salida, de los que hay que librarse deshaciendo todo lo andado, pero que aún así dejan su huella de rémora espiritual, de lastre para el futuro, lleno a su vez de desvíos y errores. Hogdon Bradley en su magnífica "Autobiografía de la Tierra” dice que: "La insensatez humana no es el único fenómeno de la Naturaleza que se repite a sí mismo. El Universo entero se mueve en un monótono ritmo”. Y más adelante añade: ". . .el cambio es una de las aversiones más pertinaces del corazón humano”.

El Martillo de las Brujas además de la ley dogmática, interpreta el sentir de las masas de aquella época. No es tan sólo la ley antisexual, draconiana y brutal al servicio de una minoría, sino que, salvo contadas excepciones, sus dogmas son acatados y aceptados de buen grado, convertidos de antemano en artículos de fe por el pueblo, que sólo al principio protesta de su aplicación cruenta, pero que ve en esta ley oficializada la interpretación exacta de sus creencias más arraigadas. Las leyendas de brujas y hechiceros formaban parte del substractum mental de las multitudes y ni la misma minoría que explotaba la superstición entronizada escapa a la explosión de esta locura colectiva. El juicio público y final de la bruja antes de ser quemada, seguía un ritmo ceremonial escrupulosamente establecido y por el cual, la bruja era llevada de espaldas al Juez, para evitar que su mirada pudiera transferir a éste algunos de los muchos diablos que llevaba puestos. En tal caso, si se producía el fatal cruce de miradas, el Juez podía acabar sometido a los mismos tratamientos antidiabólicos que terminaban con la pobre mujer.

No es posible hacer aquí, ni tan sólo un esquema histórico de las leyendas de brujas y hechiceros. Las hubo en las edades más remotas. El primer hechicero de que se tiene conocimiento perteneció a la raza de Cro-Magnon y vivió hace por lo menos 20,000 años. Las pinturas rupestres de las cuevas de los "Tres Hermanos” en Ariége (Francia) que corresponden a dicha época y en las cuales se han encontrado una serie de testimonios de aquella raza, presentan a este hombre en pleno baile ritual, ataviado de una manera fantástica con la piel de un animal, llevando en la cabeza cuernos de reno, con orejas parecidas a las del oso, guantes con largas y afiladas garras, larga barba serpentina y una cola de caballo. Según la descripción de Haggard, este mago, el primero en la historia del mundo sería también el primer médico. Agachado como dando un paso de baile en una danza rituálica y rodeado de pinturas de animales prehistóricos.

Los antiguos griegos y romanos mencionaban con frecuencia a las brujas y tienen además en su favor la gran belleza de casi todas ellas, como Circé y Canidia o bien la muy hermosa Panfilé que enamoró locamente a un tal Lucins; quien obsesionado por la muchacha, cansado de rondar la casa de la bruja sin poder acercarse a ella y desesperado por las negativas de la ingrata, sobornó a la doncella para que lo introdujera en su cuarto por la noche. Allí el enamorado galán vio con asombro que Panfilé se untaba con una pomada mágica, lo cual produjo inmediatamente el desarrollo de plumas en todo el cuerpo desnudo de su adorada, que transformada en búho desapareció por la ventana. Cuenta Major que Lucius convenció a la doncella para que le diera un poco de ese ungüento, que le permitiría transformarse a su vez y seguir así a la mujer de sus sueños; la muchacha se equivocó de frasco y Lucius al aplicarse la pomada se transformó en un asno, cuyas aventuras relata Apuleyo en la novela "El Asno de Oro”.

El concepto cristiano de las brujas era mucho menos poético y carecía en absoluto de toda belleza; las brujas debían seguir los cánones y ser invariablemente feas, desdentadas, encorvadas y viejas. Aunque la práctica de la hechicería y el embrujo eran un crimen horrible castigado con la muerte, las dificultades para discernir si una bruja lo era realmente disminuyeron durante varios siglos la gravedad del caso, y fueron relativamente pocas las brujas quemadas hasta la aparición del Malleus Maleficarum, que puso de nuevo en todo su vigor el versículo veintisiete del duodécimo capítulo del Levítico: "El hombre o la mujer que tiene un demonio familiar, o que es un hechicero, será condenado a muerte; será apedreado con piedras, y su sangre correrá.”

La Iglesia aceptaba en sus dogmas la existencia de brujas y sus poderes sobrenaturales, aunque su posición inicial con respecto a la magia era indecisa, dada su condenación expresa de cualquier manifestación que significara un culto pagano a la naturaleza; sabemos que la creencia en el demonio era entonces universal; había sido determinada expresamente su confirmación en las palabras y las obras de Cristo, según el Evangelio de San Mateo y como señala Sherwood Taylor los teólogos "admitían generalmente que estos diablos poseían poder y su invocación por medios mágicos era considerada como eficaz, aunque pecadora”. Ante dicha creencia y aun en peligro de pecar, las invocaciones al diablo con fines curativos del hombre o del ganado, o con cualquier otro objeto menos humanitario y en consecuencia más frecuente; envenenamientos, venganzas, trampas, hechizos, maldiciones, etc., etc., florecían de una manera extraordinaria.

La estructura social de la Iglesia era la única que proporcionaba ciertas seguridades para la integridad físíca del hombre estudioso: éste debía luchar como los demás, tenazmente, para subsistir en un mundo convulsionado, descrito por Zilboorg con estas inspiradas palabras: "un período en que se jugaba, se comía, se oraba y se moría intensamente, en que se asesinaba y se robaba, magníficamente”. Era un mundo en que el hombre culto se sentía desplazado y en el que un fanatismo intransigente y progresivo pisoteaba sus intereses; George Fort en su obra "La Medicina de la Edad Media” dice que: "la espada y no la pluma reinaba, y por esto el conocimiento y con él la medicina, se refugiaron dentro de las paredes de los monasterios”. La medicina y toda la ciencia conocida, fué concentrándose así en los monasterios, pervirtiéndose o quedando reducida a un esqueleto teológico, perdido todo interés en la investigación o experimentación, y limitándose en realidad a una labor de pseudoestadistica, copia, conservación y plagio de textos antiguos, mientras los pensadores se sumían en los piélagos inconmensurables de las discusiones teológicas más abstrusas, como la de la transubstanciación, que consumió la materia gris de tantos eruditos, quienes rebullían, se agitaban y se quemaban las cejas, tratando de saber si el cuerpo de Cristo, presente en la hostia consagrada seguiría sin alterarse ni perder la personalidad cuando esta misma hostia fuese comida por un ratón; o bien daba lugar a elucubraciones como las de la abadesa Hildegarda, aquella mujer tan leída, amiga y consejera de Papas y Emperadores, que vivió en el siglo xii y escribió tantos libros, entre ellos alguno de medicina, y que poseía una cultura que rivalizaba con la de sus contemporáneos más importantes del sexo fuerte. Santa Hildegarda dominada por la astrología y la magia cuyos detalles conocía, llegó tras sus estudios, meditaciones y éxtasis a la conclusión —que escribiría razonándola en sus libros— de que el primer período menstrual de nuestra madre Eva, se debió única y exclusivamente a su caída moral. Seis siglos antes de escribir estos conceptos la notable abadesa, el papa Gregorio El Grande había declarado en una epístola, que "un conocimiento de la gramática, incluso para un laico, tenía que ser indecoroso, mientras que para un obispo, tal conocimiento era repugnante.” Después de la toma de Alejandría por los árabes en el año 640 y con la destrucción de su fantástica biblioteca, el olvido de los clásicos griegos y romanos de la medicina se consumó, haciendo posible esta evolución regresiva en que el monje reemplaza al médico, especialmente en lo que se refiere a la psicopatologia, es decir la misma fuente de la medicina, que desde las edades más remotas se venía arrebatando al hechicero de la tribu para entregarla al médico, su heredero científico y objetivo. Este retroceso se produce gracias a ese clima mental del hombre en la época sombría del medioevo y da lugar a exponentes de ello como Miguel Psellus que vivió en el siglo onceavo y describió en su obra médica enciclopédica, toda una clasificación de las jerarquías de los demonios que "traban y vician el funcionamiento del alma humana”, sin que en la misma aparezca ninguna huella de las ideas higiénicas psicopato-lógicas de los griegos. Gracias a Psellus, poseemos hoy una sistematización de la demonología, que en su época sirvió de base fundamental a la psiquiatría. La postración mental en que cayó la humanidad entera, se condicionaba por el delirio místico antisexual y el desconsuelo de la impotencia ante la acción sobrenatural y demoledora que adjudicaban al diablo en su obra; Inocencio VIII que escribió la "Bula de las Brujas” para que sirviera de prólogo al Malleus Maleficarum, y que debía abrir todas las puertas a sus autores, los inquisidores dominicos Sprenger y Kramer, ha sido un hombre muy discutido por los historiadores. Según Montague Sumners se trataría "de un verdadero cristiano, si no inculpable por completo, sucesor de San Pedro” y añade "a pesar de sus faltas, Inocencio VIII fué un pontífice que, en una época dificilísima, llenó dignamente su dignidad apostólica”. Otros lo han descrito como un fanático, corrompido, lujurioso y feroz. Ralph Major se limita a consignar que "al comienzo de su carrera tuvo un asunto amoroso con una dama napolitana, de"Ja que tuvo dos hijos”; lo cual considera que no era un escándalo extraordinario en aquella época. Además tuvo el buen tino de remediar sus indiscreciones anteriores —dice Major— casando a su hijo con una hija de Lorenzo de Mé-dicis y a su hija con un hijo de Gerardo Uso de Mare, Tesorero Pontificio y uno de los hombres más opulentos del mundo.

La bula antibrujeril a que nos referimos no fué la única de este tipo, según otros historiadores católicos, que afirman en descargo de Inocencio VIII que existieron otras bulas de brujas tanto o más importantes—según ellos— que ésta, en la que no se hace más que ratificar los poderes conferidos a Sprenger y Kramer. No se trata ahora de acusar o defender a Inocencio VIII —¡que Dios tenga en su santa gloria!—y me limitaré a transcribir algunos de los párrafos, los que considero más jugosos, de la Bula que tanta polvareda habia de levantar.

Dice así: "Muchas personas de ambos sexos indiferentes a su propia salvación y apartándose de la fe católica, se han abandonado a los demonios, íncubos y súcubos, y por sus encantamientos, hechizos, conjuros y otros encantamientos y artificios malditos, enormidades y delitos horribles, han dado muerte a niños aún en el vientre de la madre, como también a la prole del ganado. Han maldecido los productos de la tierra, las uvas de la viña, las frutas de los árboles; más aún a los hombres y a las mujeres, las bestias de carga, los animales de rebaño así como los animales de otras clases, los viñedos, los huertos, las praderas, los pasturajes, el maíz, el trigo y todos los demás cereales; estos miserables han afligido y atormentado a los hombres y las mujeres con terribles y lastimosos sufrimientos y enfermedades dolorosas tanto internas como externas; impiden a los hombres realizar el acto sexual y a las mujeres concebir, de lo que resulta que los maridos no pueden conocer a sus esposas y las esposas recibir a sus maridos”. Y más adelante dice Inocencio: "Por lo tanto nosotros estando completamente deseosos de alejar todos los impedimentos y obstáculos por los cuales pueda ser demorada la buena labor de los inquisidores, nuestros queridos hijos, Enrique Kramer y Juan Sprenger, profesores de teología de la orden de los frailes predicadores..., por el contenido de estas presentes, en virtud de nuestra apostólica autoridad, decretamos y ordenamos que los susodichos inquisidores sean autorizados a proceder a la justa corrección, encarcelamiento y castigo de todas las personas, sin obstáculo o impedimento de ninguna clase. . . No sufrirán ellos por obedecer al tenor de las presentes molestias u obstáculos por cualquier autoridad, sino que serán amenazados todos los que se opongan a ellos, todos los rebeldes de cualquier rango, clase, posición o preeminencia, dignidad o cualquier condición que sea o cualquiera sea el privilegio de excepción que puedan reclamar, con la excomunión, suspensión, interdicción y aún más terribles penalidades, censuras y castigos, según pueda parecer conveniente para ellos, y esto sin ningún derecho de apelación, y si pudieran ser agravadas y renovadas estas penalidades por nuestra autoridad, pueden recurrir si les place al auxilio del brazo secular”. La Bula acaba con una invocación de gran efecto e indudable resonancia: "Pero si cualquiera se atreviera a hacerlo, que Dios no lo permita, sepa que sobre él caerá la irá de Dios Todopoderoso y de los Santos Apóstoles San Pedro y San Pablo”.

En un mundo mental como éste sólo podían sobrevivir aquellas disciplinas del conocimiento que pudieran aprovecharse para mayor ilustración y complicación de los dogmas cada día más rígidos de la Iglesia. A tal extremo se llega, que el compendio de la ciencia total conocida en la época pudo ser expuesto por el sabio sevillano San Isidoro (600-650 d. C.) en una enciclopedia de trescientas páginas. Otro ejemplo ilustrativo del grado de retroceso cultural alcanzado es el Pbysiologus, especie de historia natural que fué uno de los libros más difundidos del mundo y en el cual, entre otras monstruosas bestias perpetuadas por los arquitectos en las catedrales de toda Europa, se describe, por ejemplo, a la Hormiga-león, animal extraordinario con cabeza de león y cuerpo de hormiga, cuya triste suerte determinaban sutiles leyes de la herencia: siendo hijo de padre carnívoro y madre vegetariana no podía comer una cosa ni la otra y perecía de hambre, según describe este original tratado.

El ambiente popular en que se oficializó el dogma de la persecución legislada de la brujería, estaba profundamente impregnado de los conceptos sobrenaturales, que abarcaban la tradición, la medicina astrológica, la alquimia, y la mezcla de ritos paganos y creencias milagrosas del cristianismo, por citar sólo algunas de las premisas mentales que condicionaban la superstición de las masas. Esta misma superstición que perdura más o menos desdibujada en nuestros dias, y que se deriva en una serie de fobias y manías más o menos inofensivas y de uso cotidiano, junto al curanderismo tan arraigado aún.

El asalto eclesiástico a la débil medicina medioeval proporcionó al mundo una oración para cada enfermedad y para cada síntoma, del hombre y de los animales. No se olvidó ningún cuadro patológico en este conjunto de oraciones, conjuros, bendiciones y exorcismos, algunos de indudable valor humorístico, aunque no sea más que en su título y que comprenden desde los exorcismos para la sal y el agua, hasta los conjuros para duendes, brujas y demonios, con oraciones curativas contra la peste, el mal de orina, las anginas, contusiones, relajamientos del pechó, malos gestos, ojeriza, males inmundos, contra la nostalgia, la parálisis, la catalepsia, la hinchazón del ganado, la lombriz solitaria, la apoplejía y una infinidad más, imposible de detallar. Son oraciones llenas de fe inocente mezclada al paganismo y que son exponente de la interpretación sobrenatural de la ley cristiana, con todos los atavismos de la tradición ancestral. Pero dentro de esta enciclopedia mística, la parte más importante es la dedicada a los maleficios y a la expulsión de diablos y malos embrujamientos. Parece que tal como ocurre en algunas enfermedades crónicas, cuando la imposibilidad de curación hace recurrir a toda clase de pruebas y medicamentos, en el caso de los maleficios o de la expulsión de diablos, la terapéutica incruenta, limitada a la acción rituálica, resultaba bastante ineficaz y en consecuencia se multiplicaban las oraciones dirigidas a estos fines, para ser utilizadas sucesivamente. Sus términos varían también y van desde la suave admonición llena de citas bíblicas, hasta el insulto violento al diablo renuente, para que ofendido, abandone el cuerpo del poseso. Pero por si esto también fallaba, había una oración-recurso, cuyo título original es: "Conjuro para cuando el exorcismo se suspende para otro día”. Dice así: "Puesto que vosotros todos, malditos diablos existentes en esta criatura, que por vuestra soberbia no cesáis de vejarla; os manda Dios por nuestro ministerio que inmediatamente os separéis de todo lugar y miembro de su cuerpo y pongáis vuestras fuerzas en el pulgar del pie izquierdo privándolo de todo sentido y que de allí no podáis en modo alguno apartaros hasta que por mí o por otro exorcista seáis librados. (Dele a besar un santocristo, mientras se le ata fuertemente un hilo al dedo señalado del pie izquierdo). Id malditos al lugar que os ha sido señalado y dad señal de vuestra reclusión levantando el cuerpo del suelo. Os pongo freno por cuya virtud fuertemente os ato y os mando que no subáis a la cabeza de esta criatura, ni a sus miembros, ni la espantéis despierta ni dormida, ni sentada ni de pie; antes bien le permitáis orar, comer, beber, trabajar, andar, descansar y hacer... todo aquello que atañe a la honra de Dios y a la salud de su alma y de su cuerpo”.

Había también conjuros con etapas, durante cuyos intervalos se vigilaba atentamente las señales de fuga del espíritu maligno, y si ésta no se producía, seguían insistiendo con el exorcismo. Transcribo como ejemplo el siguiente: "Te conjuro, espíritu seductor, lleno de todo dolo y falacia, enemigo de la virtud, ingrato a tu creador para que salgas inmediatamente de esta criatura. Haz sitio impiísimo y espureísimo, haz sitio a Cristo de quien nada encontraste en tus obras, etc. Por qué te resistes villano rústico? Por qué temerariamente te resistes, bestia escabiosa? Culpable eres para el Dios omnipotente cuyas órdenes traspasaste, culpable eres para su hijo Jesucristo a quien osaste tentar y presumiste crucificar, culpable eres aun para el género humano a quien con tus persuasiones propinaste el veneno de la muerte. Márchate pues villano, rústico y espureísimo, márchate... Nuevamente te conjuro dragón muy malvado, en nombre del cordero inmaculado que caminó sobre el áspid y el basilisco, y holló al león y al dragón. . . Huye pues villano al oír el nombre de aquel señor a quien tiemblan los infiernos, a quien las virtudes de los cielos, las potestades y las dominaciones están sujetas. . .”. Otra mirada al poseso y no viendo salir aún al espíritu del mal, seguían así: "Sal espureísimo, sal de esta criatura, te lo manda Dios, te lo manda el verbo hecho carne, Jesús Nazareno que como despreciaste a sus discípulos te mandó salir humillado y confuso del hombre: en cuya presencia y como te hubiese separado del hombre ni te atrevías a entrar en una manada de cerdos: duro es para ti el resistir, porque cuando más tardes en salir tanto más crece el suplicio para ti, que no desprecias al hombre sino a Aquel que es dominador de vivos y de muertos. .. Levantaré en ti aquel muy infame Lucifer que fué echado del cielo armado con toda su indignación a quien conjuro y mando que te arroje y te precipite en el fetidísimo lugar de Judas Iscariote, donde seas atormentado hasta el día del Juicio. Así sea”.

No es posible seguir relatando la insistencia con que se conminaba en todos los tonos al diablo para que abandonara su presa y si alguna vez consideraban que se había logrado este empeño, tenían preparado un conjuro cuyo título es: "Precepto para los que salieren”. Y dice así: "A todos vosotros, espíritus inmundos que habéis salido de este cuerpo, os mando en nombre de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, que no volváis a él sino que seáis sacados v privados del poder de mostraros a esta criatura y de hacerle ilusión alguna, tanto fantástica como real, y que no la podáis ofender ni dañar en el cuerpo o en el alma: ni volver de nuevo para vejarla, ni enviar a otros demonios en lugar vuestro, si no que por el sobredicho precepto seáis obligados a ir a las mansiones infernales... o a lugares que por Dios os fueren asignados”.

Todos estos conjuros y exorcismos culminaban con el de la "Santo Nomina”, de ritual más complicado y literatura confusa y misteriosa, para la cual se utilizaba una cruz rodeada de inscripciones e iniciales, también misteriosas. Se la empleaba sólo en las grandes ocasiones y como recurso final; algo así como la estreptomicina de nuestros días. En ella se echan sobre los malos espíritus las maldiciones y excomuniones de todos los santos y en especial mención de San Antonio Abad, San Antonio de Padua, San Benito y San Cipriano, aparte de las tracendentales de San Pedro y San Pablo. Por si ello fuera poco se añadía el nombre de Dios en todas sus variantes, a saber: "Agios, Solder, Mesías, Emmanuel, Sabaoth, Adonay, Athanato, Ischiro, Eleysón, Otheos, Eley, Saday, Agía, Alfa et Omega, Jehová, Profeta, Camino, Verdad, Vida, Eternidad, Gloria y Tetragammathon. "Haciendo una cruz en el cuerpo del poseso al pronunciar cada palabra. De la inacabable Santa Nomina transcribo solamente el siguiente conjuro: "Os conjuro a vosotros, demonios infernales, espíritus malignos cualesquiera que seáis, presentes o ausentes, bajo cualquier pretexto que seáis llamados, o combinados o por vuestra voluntad o por fuerza, por amenaza o por artificio, de hombres o mujeres malas para morar o habitar. Yo os conjuro otra vez por temerarios y obstinados que seáis de obedecer y dejar a esta criatura; os lo mando por el Dios viviente, por el verdadero Dios, pero principalmente por Jesús Autem, por Jesús Superautem y por Superautem Jesús. Y si sois forzados a hacer mal por algún fuerte y expreso mandato ya sea dándonos culto o adoración y perfumes, o que se hayan echado alguna suerte de palabras o por magia, sea sobre hierba sobre piedras o en el aire, o en el agua de las fuentes, riachos, lagunas, estanques o en el mar, o que en eso se haya hecho natural o sencillamente o con composición, y que esas cosas sagradas aun que se hayan empleado en el nombre de Dios o de su ángeles; que se hayan servido de caracteres que hayan examinado las horas, minutos, días, semanas, meses o años lo mismo, aun que hayan hecho con vosotros algún pacto tácito o manifiesto, aunque haya sido con juramento solemne: Yo rompo y destruyo y doy por nulas todas estas cosas”.

Esta "Santa Nomina” es uno de los conjuros más típicos y completos que he transcrito, ya que es interesante señalar su enumeración detallista análoga al conjuro que se describe en un manuscrito del siglo x, y que está dedicado al "Utero Errante”, citado por Zilboorg en la "Historia de la Psicología Médica”. El útero errante era considerado productor de la histeria, creyendo que la viscera se desplazaba a cualquier región del cuerpo femenino, dando lugar con ello a una serie de complejos trastornos. Este conjuro dice así: "Al dolor de la matriz. ¡Oh! Matriz, matriz, matriz! Matriz blanca, matriz cilindrica, matriz roja, matriz carnal, matriz bendita, matriz grande, matriz neufrénica hinchada. ¡Oh! ¡Matriz demoníaca!” Sigue con una larga invocación que revela la simbiosis de la vieja teoría del útero errante, con las concepciones de-monológicas y en la misma se conjura a la matriz a no moverse; termina así: "Yo te conjuro a no perjudicar a esta sierva del Señor, a no alojarte en su cabeza, garganta, cuello, pecho, oído, dientes, ojos, ventanillas de la nariz, ornó-platos, brazos, piernas, manos, corazón, estómago, bazo, riñones, espalda, articulaciones, ombligo, intestinos, vejiga, muslos, fémur, espinillas, talones, uñas sino a permanecer tranquila en el sitio que Dios te ha designado.”

Este detallismo en las enumeraciones de los lugares, similar al de la Santa Nomina, y a la mayoría de conjuros, era una premisa establecida tácitamente como indispensable para el buen éxito de la terapéutica, ya que el olvido de algún detalle podría permitir al diablo alojarse cómodamente en dicho lugar dándose por no aludido. Se establecía así una competencia entre el espíritu diabólico y el del exorcista con el compromiso tácito por ambas partes de cumplir las reglas del apasionante juego. A pesar de ello parece que a veces fallaban todas las previsiones, seguramente por alguna trampa imprevista del diablo juguetón, y la epilepsia, la parálisis, la tifoidea o el "útero errante”, seguían haciendo de las suyas. La supresión de la medicina no implicaba desgraciadamente, la desaparición de las enfermedades y las mentales especialmente, aumentaban de manera alarmante. Por esto lo que al principio había sido visto con espíritu generoso y cristiano, aun cuando se considerara al enfermo como poseído por el diablo, fué pasando a la eliminación violenta de la enfermedad junto con el paciente, previas las torturas de rigor.

Cita Sprengel en su "Historia de la Medicina” el caso siguiente: "Godeheardt caminaba un día a lo largo de las calles del municipio y encontró a un personaje muy afligido. Un examen e interrogatorio atentos revelaron al santo la inmunda presencia de un demonio, al cual por el irresistible poder de la divinidad, arrojó del cuerpo de la bruja, que recuperó completamente la salud”. Por desgracia, las cosas no resultaban casi nunca tan fáciles y se impusieron cada día más los métodos cruentos. El campo de operaciones de las brujas se ampliaba a su vez, abarcando toda la patología. Trithemius en su libro "Anti-palus Maleficiorum” escribe lo siguiente: "No hay punto de nuestro cuerpo que las brujas no puedan dañar. Durante la mayor parte del tiempo se posesionan de los seres humanos, que entregan a los diablos para que los torturen con dolores extraños. También entran en relaciones carnales con ellos. Desgraciadamente el número de tales brujas es muy grande en cada provincia, más aún, no hay localidad por pequeña que sea, donde no se encuentre una bruja. Sin embargo los inquisidores y jueces que pueden vengar estos delitos manifiestos contra Dios y la Naturaleza, son pocos y están muy distantes entre sí. Hombres y animales mueren como resultado del mal de estas mujeres, y nadie piensa en el hecho de que estas cosas son perpetradas por brujas. Muchos sufren constantemente de las más severas enfermedades y no tienen siquiera conciencia de que están embrujados”. El reclamo de Trithemius para una mayor eficacia en bien de la salud pública se vio satisfecho seguramente con la aparición del "Malleus Male-ficarum” antes citado, y con él a la culminación de la de-monología. En el Malleus aprende el lector las seis maneras que tiene el diablo para perjudicar a la humanidad, y que comprenden como dice Zilboorg todo el campo de la sexología, la psicopatología y la criminología; estas seis maneras son las siguientes: La primera es provocar en un hombre un amor malo por una mujer o en una mujer por un hombre. La segunda es inculcar odio o celo en alguno. La tercera es hechizarlos para que un hombre no pueda realizar la copulación con una mujer o inversamente, una mujer con un hombre; o mediante diversos medios, producir un aborto. La cuarta es causar alguna enfermedad en uno de los órganos humanos. La quinta quitar la vida. La sexta privarlos de razón.

¿Cuáles son los factores profundos que rigen el retroceso global del pensamiento humano, destruyen la visión objetiva y científica de la naturaleza, pervirtiendo la medicina y reduciéndola de nuevo a un conjunto de absurdas fórmulas mágicas? El hombre vive aferrado a un complejo mundo fantasmagórico. Ernst Cassirer se pregunta: "¿Por qué no enfocan directamente la realidad de las cosas y se enfrentan a ellas cara a cara; por qué prefieren vivir en un mundo de ilusiones, de alucinaciones y de sueños?” La psicología y la antropología modernas señalan un nuevo camino para responder a estos interrogantes. El esclarecimiento de los mitos va estrechamente ligado al concepto de la importancia de los ritos. El rito, absorbe de tal manera la mente del practicante que su estado emocional al envolverse en el ambiente sacramental y tenso del rito, le imposibilita entrar en un análisis objetivo y va ocupando progresivamente su pensamiento, anulando toda voluntad de raciocinio.

El rito pasa a ser lo importante, lo determinante de las esencias religiosas, y por esto persiste por encima de ellas. Dice Doutté en su libro "Magia y Religión del Norte Africano” que "mientras que los credos cambian el rito persiste, como los fósiles que nos sirven para fechar las épocas biológicas”. Asi podemos ver al rito como elemento dramático activo de la vida religiosa, en que se manifiestan apetitos, tendencias; traducidos en oraciones, bailes, movimientos, actos rituales que van desde la fiesta orgiástica primitiva hasta el ordenado detallismo bajo la influencia de la religión oficial de la Iglesia. Desgraciadamente la palabra misma antropología no apareció hasta el año 1501, cuando Magnus Hundt la utilizó por primera vez en su libro "Sobre la Naturaleza del Hombre”. Y la psicología permanecía en embrión en manos de los humanistas, ya que los médicos, cuando con el Renacimiento recuperaban lentamente el ejercicio de la medicina, se dedicaron al estudio de los muertos y no se interesaban todavía por el espíritu de los vivos. Las fobias y tabús impuestos por los autores del "Malleus Maleficarum” regían todavía, trescientos años después de la muerte de Sprenger y Kramer. El médico se ha desentendido, quizá por peligroso, del estudio de la psicopatología y son los humanistas los que van progresando en el conocimiento del alma humana. Aun así, Giordano Bruno que pertenecía a la misma congregación religiosa de Sprenger y Kramer, fué quemado vivo a fines del siglo xvi por defender a la Ciencia en voz demasiado alta.

Se estaba intentando separar de una manera definitiva a las enfermedades naturales o físicas de las espirituales o sobrenaturales. Pero la dificultad radicaba en el diagnóstico diferencial. Así vemos que cuando un enfermo presentaba por ejemplo, convulsiones, se le recitaba en voz alta al oído, un pasaje de la Biblia. Esta lectura debía provocar una respuesta, lo cual demostraba que se estaba en presencia de un poseso; un enfermo sobrenatural: ya que el diablo molesto o asustado con la lectura, daba lugar a dicha respuesta. Pero si a pesar de la Biblia, el enfermo no reaccionaba, quedaba demostrado que la enfermedad era natural. Esto acabó de llenar de posibilidades el campo de la medicina sobrenatural. La obsesión imperante en la Iglesia que impregnaba todos los pensamientos en la tendencia de salvar sólo el alma, despreciando en absoluto la vida terrena y por tanto el cuerpo humano y sus dolencias, se adueñó definitivamente del hombre. Esta hipertrofia del renunciamiento a la vida transitoria terrenal, esta definición del mundo como "un valle de lágrimas”, resucita en la España de hoy. Quiero citar un caso entre millares, que me impresionó extraordinariamente al conocerlo por boca de un testigo presencial, y que es trágicamente descriptivo: En un pueblecito del pirineo Navarro, el año 1937, apareció una mujer desconocida que blasfemaba violentamente; desgreñada, con las ropas destrozadas, sucia y gritando por los caminos. Fué apresada y según contaban de manera confusa quienes la detuvieron, llevaba escondido en el pelo un mensaje en clave de los "rojos”. A la mañana siguiente la mujer fué fusilada. Al llevarla a las afueras del pueblo el jefe de reque-tés del pelotón al escuchar las blasfemias e incoherencias que profería a desgraciada, y ver sus ojos extraviados, llenos de furor, se sintió acometido por terribles dudas. ¿Acerca de la salud mental de la condenada? ¡No! Quizás aquella mujer no hubiese conocido siquiera el sacramento del bautismo y su alma no podría salvarse. La duda teológica se resolvió mojando una ramita en agua del arroyo y bautizándola sumaria y cristianamente en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. La brevedad de la ceremonia se disculpaba al realizarse "in articulo mortis”. Hecho esto se procedió a la ejecución; la misma mano que la acababa de bautizar disparó el tiro de gracia, definida ya la duda religiosa, y con ella el destino celestial del alma de la pobre loca, que era a fin de cuentas, lo único que podía importar. El rito, el bautismo, era —como siempre— lo esencial y lo determinante. Ello se llevó a cabo con la misma seguridad infalible de los tiempos medioevales. Las confesiones de la pobre mujer enloquecida, si las hubo, no tenían la menor importancia para sus captores. Como hace quinientos años, lo único que interesaba era el rito y la salvación del alma.

Ejecución de una bruja - obra de Goya

Aguafuerte de Los Caprichos - obra de Goya

En la época de Sprenger y Kramer el auge de la demonología se fomentaba además, por las confesiones de las mismas brujas. Si tomamos en cuenta la ignorancia absoluta de todo conocimiento relativo a las enfermedades mentales, comprenderemos la aceptación de las raras explicaciones que daban las detenidas a sus actos más o menos sobrenaturales. Así como la mujer de Navarra no dejó de blasfemar, gritar y gesticular, hasta su asesinato en plena fase delirante, las brujas del medioevo daban pábulo a los inquisidores y a la fácil credulidad del pueblo, contando las historias más fantásticas, completadas en el potro del tormento y redactadas con toda la salsa necesaria por los escribanos del Santo Oficio. El "Malleus Male-ficarum” no olvidaba la posibilidad de que algunas de estas relaciones podían ser resultado de ilusiones o alucinaciones de las brujas. Nada escapa a esta obra; no se deja ningún resquicio por donde pueda desviarse la infalibilidad dogmática; ante las posibles dudas, todo se resuelve rápidamente, con la siguiente argumentación: "algunas brujas son realmente transportadas de un lugar a otro por el poder del diablo; otras brujas creen solamente que ellas fueron transportadas; es decir imaginan algo que realmente no ha acontecido. Tienen una ilusión, pero esto no tiene realmente relación con el asunto pues aunque estas mujeres imaginan que cabalgan (según piensan y dicen) con Diana o con Herodías en realidad cabalgan con el diablo que se da a si mismo tal nombre pagano y arroja un hechizo ante sus ojos. El acto de cabalgar puede ser meramente ilusorio puesto que el diablo tiene un poder extraordinario sobre las mentes de aquellos que se han entregado a él, de manera que lo que hacen en la pura imaginación creen haberlo hecho real y efectivamente con el cuerpo”. Con lo cual ni las ilusiones —reales o ficticias como reza el conjuro que cité anteriormente— reconocidas como tales por los inquisidores salvaban de la hoguera a las dementes. Bartholomeus profesor de teología perteneciente a la Orden Dominicana sancionó con sus escritos —a los que se concedía la más plena autoridad—las tesis sustentadas en el Malleus. Sostuvo y demostró que los posesos y brujas estaban en el pleno dominio de su razón dando la más absoluta confianza a las declaraciones de los mismos. Dejó bien sentado, como hecho indudable, que las brujas se reunían en realidad con los diablos y que éstos mantenían con ellas relaciones infames y orgiásticas. Por supuesto era corriente además el uso entre ellas de diablos domésticos, que las aconsejaban en los problemas menores. Es conocida la historia del labrador de Basel, en Alsacia, quien después de discutir violentamente en el campo con una mujer que le amenazó, cayó enfermo con un grano en el cuello, el cual después de frotado se transformó en una gran hinchazón difusa del cuello y de la cara. Denunció aterrado a la mujer y ésta declaró a las autoridades que "enojada por los insultos del hombre, pidió a su diablo familiar que la vengara haciéndole hinchar la cara. Y el diablo se alejó y produjo daño al hombre más allá de lo que yo deseaba: pues no esperaba que le infectara con semejante lepra”. Y la mujer fue quemada, según reza la crónica.

Todos estos relatos compaginan muy bien con las apariciones de Satanás en forma de hombres oscuros que asaltaban y violaban a las muchachas en los caminos. Bodin relata muchos de estos casos de violación demoníaca, así como los de las brujas que compartían su cama con el diablo. En este Bodin, que nació y vivió en Angers del 1530 al 1596, encontramos un polemista formidable en defensa de los dogmas demoníacos, contra los primeros balbuceos del renacimiento médico y psicológico. En sus escritos se preconizaba de nuevo con ropaje pseudo-cien-tífico la tradición misógina del tabú antisexual y antifemenino. Para defenderlos tenía argumentos tan peregrinos como los siguientes: "La Ley de Dios exige que se pruebe que los hombres están en menos infectados del mal (de la brujería), que las mujeres. Hay cincuenta brujas por cada hechicero. Quintiliano decía que las mujeres son peores que los hombres. Platón mismo decía que la mujer es una etapa transitoria del animal salvaje al hombre. Las mujeres son embusteras. Sus intestinos son más largos que los de los hombres; la sabiduría nunca viene de las mujeres”. En sus ataques a su contemporáneo Weyer, padre de la psiquiatría y paladín de la naciente medicina científica u objetiva, que tuvo en un hombre como Bodin al enemigo más enconado, este último decía: "¿Cómo se atreve Weyer a afirmar que las brujas son sólo mujeres melancólicas? Como médico tiene que saber que los hombres pueden tornarse melancólicos, pero no las mujeres. Las mujeres son por naturaleza frías y húmedas y nunca sufren de artritis; la melancolía viene del calor y la sequedad”. Este buen Bodin no hacía más que comentar y ampliar las tesis del "Malleus Maleficarum”, que también dedica un capítulo especial a demostrar la mayor participación de las mujeres en las cosas de la brujería, con argumentaciones del estilo de las que acabamos de anotar, para señalar y resaltar los numerosos defectos femeninos, a todos los cuales añaden Sprenger y Kramer, dos argumentos convincentes y definitivos: "Hubo un defecto—dicen en la página séptima del Malleus—en la formación de la primera mujer, ya que fué formada de una costilla doblada, es decir una costilla del pecho que está doblada en dirección contraria a un hombre. Y desde entonces por este defecto es un animal imperfecto, y siempre engaña. Además, hasta la palabra que significa mujer, fémina, se deriva de fe y minus, menos, menos fe, y en consecuencia son desviadas más fácilmente por las tentaciones del demonio”.

Bodin estaba entusiasmado con el dogma de la despreocupación por el cuerpo y se interesaba sólo por la salvación del alma. Reconociendo la imposibilidad física de llevar a Satanás en persona ante un tribunal, y considerando el enorme poder del diablo, propone lo siguiente: "Los Jueces pueden disminuir el alcance de su poder (del diablo), tomándole las brujas que le ayudan, le rezan, le prestan obediencia y llevan a cabo sus instrucciones”. Se insistía pues en catalogar a los enfermos y visionarios como colaboradores del diablo y por tanto pasibles de todo el rigor de la Ley, que hoy se llamaría seguramente "de Seguridad del Estado”.

Una ley insensata, con procedimientos e indicaciones para el Juez del tenor del que aconseja a "un juez prudente y sensato” para que se cerciore de la culpabilidad de la presunta bruja, "tomando nota de si puede derramar lágrimas cuando está en su presencia o cuando se la tortura” porque "si es una bruja no podrá llorar, aunque asumirá un aspecto lloroso y se mojará los ojos y las mejillas con saliva para aparentar que está llorando; por lo tanto deberá ser observada de cerca por los ayudantes”. O bien se aconsejaba practicar además, pruebas como las que se reproducen en la "Demonologia” escrita por el Rey Jacobo de Inglaterra, y que es la versión inglesa del Malleus Maleficarum; en dicho libro se proponen como pruebas de brujería las "marcas de bruja” y la "prueba del agua”. La presencia de zonas insensibles en el cuerpo femenino, tan frecuente en la histeria, era buscada por los especialistas, llamados "pincha-dores”, que recorrían el país punzando a las presuntas brujas para ver si tenían puntos sensibles o insensibles al dolor. La prueba del agua era más definitiva: la persona sospechosa era echada al agua; si flotaba, se estaba en presencia de una bruja, y se la ahorcaba como a tal, ya que el agua pura rechaza a los que han renunciado al bautismo; y si se hundía —por cierto definitivamente— señal de que era inocente. Pero cuando esto se descubría, la interesada ya había pasado a "mejor vida”. De tan justiciera, esta prueba empalidece hasta el mismo juicio de Salomón.

La fantástica cohorte de brujas que fueron quemadas vivas por millares, respondían a las instigaciones de 7.405,926 diablos, que administraban la tierra, según la estadística realizada por Weyer, aquel genio incompren-dido que inició la lucha contra estas creencias en el principado de las sombras. Ante tal cantidad de diablos rasos, pues aparte de ellos estaba la oficialidad, compuesta por 70 príncipes del Infierno, es lógico pensar que el hombre no podía vivir tranquilo en ninguna parte, y que todas las hogueras que se multiplicaban para corregir en el cuerpo mismo de los alojadores de Satanás, resultarían insuficientes. Por suerte, estos siete millones y pico de diablos actuaban a veces en grupos numerosos y concentraban en un solo cuerpo humano sus múltiples personas: así pudo San Fortunato trabajando con denodado empeño, extraer 6,670 diablos del cuerpo de un solo poseso, tal como describe Moray.

Es lógico por tanto que se prodigaran las bulas papales, las ordenanzas reales y que las órdenes eclesiásticas en competencia con la de los Dominicos, que monopolizaba oficialmente la Inquisición, multiplicaran su celo, excitado por la nueva ley del "Malleus Maleficarum”, extendiendo con mayor rigor la persecución de todo aquel que fuese sospechoso de tratar con un poder sobrenatural, que hoy podríamos llamar "de izquierdas”, para distinguirlo del oficial y aprobado, "de derechas”, que utilizaban los santos y príncipes de la Iglesia, para la confección de sus milagros. Esta distinción, además, es tan vieja casi, como la humanidad. En el libro "La Fe que Cura”, señala Ralph Major que desde la antigüedad la adivinación o predicción del futuro, una de las formas más comunes de brujería, cuando se realizaba en nombre de la deidad establecida, era profecía; cuando se realizaba por un adepto a un dios pagano, era brujería. El mismo "Malleus Maleficarum” que estamos comentando, dedica una parte a diferenciar las voces de los ángeles de las voces del demonio, para evitar confusiones peligrosas. Lo mismo ocurrió en otro campo, al producirse la escisión protestante del cristianismo, en las épocas de Calvino o de Martin Lutero, quien por cierto, afirmaba rotundamente: "Yo no tengo compasión por las brujas; las quemaría a todas”. Y así se daba el caso curioso, dice Ralph Major, de que los católicos consideraban a los protestantes y herejes como una variedad de brujos, mientras que muchos protestantes se hallaban convencidos de que los ritos de la Iglesia Católica, eran una forma de brujería. Para los protestantes la brujería era una "práctica pontificia”. El libro de Lutero titulado: "Contra el pontificado de Roma, fundado por el demonio”, señala bien este concepto ya desde su mismo título; en una de sus láminas se ve al Papa, sentado en su trono, con la triple corona de San Pedro sostenida por un diablo, rodeado de brujas, hechiceros y otros engendros infernales, todo ello entre las llamas que salen de la boca del infierno, que en forma de monstruo está recibiendo en sus fauces al pontífice romano.

El hombre, en su ineptitud, avanzando y retrocediendo en el camino de la civilización, cayó en errores como los que comentamos, fomentando la adjudicación de un nombre, una etiqueta, que entonces era la de brujería, para sancionar una persecución cualquiera: política, social, racial, pseudo-científica o antiherética, con la anuencia de la opinión pública, que sin la seguridad del título, de la denominación es decir, sin la "faja de garantía” de nuestros productos comerciales, quizá no las habría aceptado tan fácilmente. Este es un error que estamos pagando todavía.

El odio antisexual, el tabú demoníaco, dieron lugar a la máxima degradación histórica de la mujer. Jamás se ha perseguido, envilecido y ultrajado tan refinadamente a la divina creación femenina, como cuando, bajo la acusación de brujería se la entregaba a los "pinchadores” o a los buscadores del "Sigillum diaboü”, otro signo que manifestaría su relación con el diablo. Perpetuado en un lienzo célebre, podemos ver a los discípulos de Sprenger y Kramer tratando de hallar en el desnudo cuerpo de la mujer posesa, en pleno ataque de gran histeria, el lunar, la zona insensible, la señal, que bastaría para que la infeliz fuese objeto de todas las torturas que cabían en la mente aterrada de los carceleros. Como señalé anteriormente, la bruja torturada, golpeada, era llevada a la presencia del juez, con las ropas hechas jirones, mostrando a los curiosos sus heridas, marcas y señales, con la cabeza y órganos genitales afeitados, en previsión de que algún demonio se escondiera en el pelo, y de espaldas, para que su mirada no pudiera hechizar a los miembros del tribunal o al mismo Juez.

Lo que había empezado por ser una prohibición de las costumbres paganas en la práctica de la magia, so pretexto de combatir la ignorancia popular, se convirtió en la aceptación oficial y dogmática del éxito de estas mismas prácticas secretas y sobrenaturales, y fué la palanca que devolvió al sacerdote la práctica teúrgica de la medicina, que tantos esfuerzos costaría recuperar para la Ciencia.

La imaginación fecunda, agudizada y siempre propensa a lo maravilloso de las masas, captó y asimiló rápidamente el rito y la concepción demoníaca del bien y el mal. Y con ella, la facilidad para dar con un solo calificativo, con el casillero clasificador de sus semejantes. La historia de las brujas es la primera piedra de la historia moderna de los ismos”. En nosotros queda de aquellos monjes alemanes que escribieron el "Malleus Maleficarum”, el instinto de la clasificación apriorística de nuestros enemigos bajo un "ismo” cualquiera. El espíritu verdadero de los inquisidores que buscaban el Sigillum Diaboli en el cuerpo de las mujeres, está vivo y clama insultante y cínico sus dogmas desvergonzados y anticientíficos, por boca de los pontífices y de los obispos, y se impone como entonces al pueblo a través de los entorchados franquistas; los genuinos herederos de la lucha contra la herejía están presentes en España; aunque quizá no sea esto lo peor, siendo tan grave. Aun entre los que nos creemos liberados de toda superstición religiosa o política; entre los que arrastramos con orgullo por el exilio la etiqueta de "rojos”, hecha a medida para substituir a la de hereje o brujo, y que autoriza por sí sola a todos los desmanes del dogma entronizado por el Malleus, para perseguirnos y destruirnos; entre nosotros, repito, hombres demócratas y libres, quedan todavía vestigios de lastre medioeval y gustamos de clasificar, etiquetar y proscribir con "ismos” a los que se apartan de nuestra detallada y establecida manera de ver los problemas políticos o sociales. La sombra fatídica de aquella época que tan exactamente reverdece en nuestra patria desde hace diez años, nos alcanza también a nosotros. Cada grupo político o circunstancial de nuestro exilio, se ha erigido en poseedor de la verdad revelada, de la panacea misteriosa, de la terapéutica mágica y del conjuro milagroso, que han de resolver el problema trágico de España. Y una vez sentado esto, queda también establecido el dogma infalible y la ortodoxia. Todo aquel que no la siga con exactitud milimétrica es condenado y apartado con la misma ferocidad e intransigencia medioevales que criticamos en nuestro verdadero y único enemigo: el régimen franquista, antiliberal, teocrático, filipista, mili-taroide y monarquizante, con o sin Franco a su cabeza visible.

Montaigne, definió con perfección y en toda su magnitud a la legislación demonológica, con las siguientes palabras: "creen que dictan leyes a la Naturaleza y se asombran de que la Naturaleza ignore estas leyes”. He dicho que actualmente hay ya otros nombres, otros "ismos” para substituir al diablo y a la etiqueta de "brujería”. La demonología ha cambiado su forma, se ha modernizado; pero el odio, el rencor, la ignorancia y el dogmatismo ortodoxo y cerril, luchan con el mismo empeño, como entonces, bajo las mismas banderas y por las mismas causas, contra los mismos hombres y los mismos principos que nunca lograron avasallar. Nosotros ya no necesitamos pactar personalmente con el demonio, para congraciarnos la animosidad de los modernos inquisidores. Si las etiquetas han cambiado, el fondo de la lucha es idéntico. Con un simple dictamen de "bruja”, la mujer era echada viva a la hoguera. Hoy nos colocan un "ismo”, una etiqueta, una marca, y todo el horror de España puede pasearse por el mundo sin hacer pestañear a los grandes Inquisidores de la Tierra.

Por otra parte, está vivo aún en el hombre el odio y el terror al diablo. Todavía persistimos en el error y le adjudicamos, como en el medioevo todas las desgracias imponderables que nos ocurren. Sigue la difamación y el descrédito del demonio. Algunos pocos elegidos han llevado al teatro y a la pantalla, la vanguardia de una tímida reivindicación del diablo, que deberíamos emprender como una campaña, o como dicen en España ahora, como una "cruzada”. Debemos descubrir a todos la verdadera y única personalidad del diablo: este ser lleno de humanas flaquezas, que nos invita a vivir plenamente la vida y a sentir la alegría de la Naturaleza. Que nos enciende el alma en anhelos de libertad. El diablo es el inventor de la alegría; la alegría despreocupada y profunda, la alegría cósmica de vivir, la alegría de la luz y del amor. El es un gran enamorado, es el primer entusiasta, sensual, irresponsable y alocado, que prende el fuego en los ojos de las mujeres y mueve el motor pasional del mundo, dando un motivo único y permanente a todo lo que vive, para seguir haciéndolo.

El diablo nos empuja a la felicidad a pesar de nosotros mismos, y rompe las leyes que fabricaron hombres necios sin alma, con un grito revolucionario tan viejo como la humanidad. El diablo nos invita a gustar los sentidos y a percibir en cada uno de ellos lo bueno y lo bello que la vida puede ofrecernos. El diablo, sátiro dionisiaco, inventor de la luna y la primavera, que nos hace ver las cosas de color de rosa, hasta que nosotros las ensombrecemos apartándonos de sus sanos consejos. El diablo, buen bebedor y algo bribón, sabio y humanista, que hace soportable la seriedad y la monotonía de nuestra vida de tristes vertebrados. El diablo, que odia a la virtud por aburrida, insulsa y estéril, pero que nunca deja de predicar la bondad verdadera.

El había hecho a la vida digna de ser vivida, y nosotros la hemos pervertido con nuestras leyes. El inventó la risa y nosotros pretendíamos encarcelarla. Dice Lin Yu Tang, que no debemos fiarnos del hombre que nunca se ha emborrachado, del hombre al que no se le conoce ninguna debilidad. Y después añade: “el mundo se salvará por el bribón”. Así reivindica el filósofo orientalista el verdadero espíritu eufórico, débil y bueno, del diablo en el hombre. Este espíritu liberador del diablo, que no significa más que el instinto profundo y eterno de la Santa Rebeldía, ante la injusticia divina y humana.

A combatir este germen revolucionario del espíritu del hombre, dedicaron siglos de terror la Iglesia y el Estado. Luchaban con furor contra el diablo, porque en él perseguían a todo lo libre que palpitaba en el alma humana.

La lucha contra el demonio, es, en realidad, la lucha contra la Libertad, la Razón y la Ciencia.

 

ensayo de Juan Rocauora Cuatrecasas

Publicado, originalmente, en Cuadernos Americanos No. 6 Noviembre-Diciembre de 1948 Vol. XLII

Universidad Autónoma de México

 

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