Atonalidad e
indeterminación en Felisberto Hernández: una poética de límites ensayo de Ferran Riesgo[1] Contacto: ferran.riesgo@ua.es / ferranriesgo@gmail.com Licenciado en Filología Hispánica y Máster en Estudios Literarios por la Universidad de Alicante
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Resumen Hay un acuerdo común entre la crítica para considerar la música como una influencia y un componente central en la narrativa del uruguayo Felisberto Hernández, pero no existen muchos trabajos que ahonden en esta dirección. Dentro del reducido número, apenas se insinúa una vez la posibilidad de que una de las influencias principales fuera la del movimiento atonalista, protagonizado por Arnold Schoenberg a partir de 1900. Este trabajo parte del concepto de indeterminación (una variación a partir de los planteamientos de Wolfgang Iser) y de los postulados de Gustavo Lespada acerca de lo carencial como procedimiento narrativo en Hernández, y establece la relación entre las estrategias compositivas del autor y las características principales del atonalismo de principios del siglo XX, además de analizar el influjo de este movimiento sobre la obra del escritor. Palabras clave Felisberto Hernández; Arnold Schoenberg; indeterminación; atonalidad; música y literatura; literatura uruguaya; literatura comparada. Abstract There is a general academic agreement to consider music as a major influence in the fictional works of Uruguayan writer Felisberto Hernández, but there have been very few analytic efforts in that direction. Among them, just a couple of papers consider the possibility of Arnold Schoenberg's atonalism as a main influence in the works of Hernández. This text departs from a variation of Wolfgang Iser's theory of indeterminacy and Gustavo Lespada's vision of "lack" as a narrative strategy for Felisberto Hernández, and establishes a comparison between his writing strategies and the main features of early atonalism. Besides, the article discusses the influence of Schoenberg's theory over Hernández works. Keywords Felisberto Hernández; Arnold Schoenberg; indeterminacy; atonalism; music and literatura; Uruguayan literatura; Comparative Literature. 1. Introducción: un viejo problema En las primeras líneas de la Poética de Aristóteles se establece el germen de un conflicto teórico que permanece irresuelto y que ha conocido múltiples desarrollos hasta la fecha: el de las relaciones y comparaciones entre música y literatura. Según el filósofo, fuera de las artes plásticas, «todas mimetizan con el ritmo, con la palabra y con la armonía, combinados o no», pero las puramente musicales «se valen únicamente de la armonía y el ritmo»; si bien la palabra «música» no aparece en el texto, Aristóteles implica una diferencia entre las expresiones musicales únicamente instrumentales («la aulética, la citarística, y algunas otras, tal la siríngica») y aquellas que se sirven de todos los medios mencionados, o sea el ritmo, el canto y el verso: «la poesía ditirámbica, la nómica, la tragedia y la comedia» (Poética, I, 1447a). Una de las cuestiones centrales que conviene plantear es si, a pesar del propósito de trabajos como el presente, es pertinente reclamar una división estanca entre estas artes. La literatura en prosa, en tanto forma presuntamente artística del lenguaje, no puede sustraerse por completo a sus componentes puramente acústicos: la cadencia de la frase, la sonoridad de cada palabra, el ritmo de los periodos; en última instancia, en este sentido sería vano separar la narrativa de la poesía y, por extensión, de la música. Aunque las lindes entre una y las otras se han ensanchado y definido con el correr de los siglos, este proceso es en buena parte responsabilidad de la crítica y la academia, y no tanto de un lenguaje literario que se resiste a la definición y que, de hecho, en las últimas décadas vuelve a conocer una tendencia a la hibridación y a compactarse, de nuevo, en un objeto que suele rechazar, por pobres, las lecturas no interdisciplinares. Otro problema central derivado de la separación -parcial- aristotélica, si provisionalmente aceptamos que tal separación es posible, es el siguiente: ¿cuáles son las diferencias que la demuestran? Y, definidas estas, ¿qué tipo de trasvases pueden tener lugar entre los lenguajes que acabamos de confrontar? La idea de la mímesis -cierto tipo de mímesis, cuyo objeto ahora dejamos sin determinar- como principio motor del lenguaje poético y las capacidades representativas del mismo son los ejes que han vertebrado el extenso debate. Al tiempo que hemos confiado en ellos como claves para armar un esquema definitivo o, cuanto menos, sólido que represente ambos lenguajes en igualdad de condiciones, hemos comprobado que terminan por generar problemas recurrentes que bloquean las conclusiones totalizadoras que buscamos, enquistándose en lo que Fubini llama, realísticamente, «el viejísimo problema de la semanticidad musical» (1988: 26). Algunos de los discursos centrales sobre la cuestión, como el de Theodor W. Adorno, parecen verse abocados a conclusiones que, a pesar de su pertinencia, más que resolver la incógnita terminan por constatar su magnitud: En comparación con el lenguaje significativo, la música sólo es lenguaje en tanto que de un tipo completamente diferente [...]. El lenguaje significativo quisiera decir el Absoluto a través de la mediación, y se le escurre en cada intención singular. La música lo encuentra de forma inmediata [.] como un exceso de luz que deslumbra los ojos, de tal modo que lo completamente visible ya no puede ser visto (2000: 26-28). Otros autores, metodológicamente alejados (o en el polo opuesto) de la teoría estética, han tratado de explicar el lenguaje musical y su recepción desde el empirismo científico, avanzando por el campo de la psicología y la neurología. El ejemplo clásico es el de los iluminadores trabajos de Leonard B. Meyer, cuya obra Emotion and Meaning in Music (primera edición de 1956) aún es un punto de referencia para esta área de estudio. Meyer entiende la recepción inicial de la música como un proceso esencialmente orgánico e inconsciente, por lo que la aprehensión de un significado interno se reduce a «procesos dinámicos de crecimiento y decaimiento, actividad y descanso, tensión y relajación», que para él tienen que ver con acuerdos culturales aprendidos, casi siempre operando en un plano subconsciente. El autor define «connotación musical», por tanto, como «el resultado de asociaciones que se producen entre ciertos aspectos de la organización musical y la experiencia extramusical» (2005: 63), sin llegar a hablar de una referencia explícita a otras realidades por parte de la música. La problemática que constatan las palabras de Adorno no tiene que ver solo con la premisa de la existencia de los ejes arriba mencionados, sino también con el objetivo un tanto ilusorio de ofrecer una explicación total a una cuestión tan compleja que, además, cambia irremediablemente con las épocas. La explicación de Meyer, cuya ambición también era totalizadora dentro del ámbito occidental, explica parte del proceso de recepción de la música y podría explicar parte del proceso de recepción de lo literario, pero está lejos de ofrecer un sistema completo para esto último, o para la tarea simultánea. Música y literatura, incluso si compartieran los rasgos comunes que les presuponemos, no han tenido desarrollos históricos simétricos, más allá de los inevitables en los grandes movimientos artísticos de Occidente. Una de las diferencias fundamentales entre lenguajes es la de la estructuración de la música a partir de sistemas de correlación interna, particularmente el sistema tonal, consolidado a principios del Barroco. Tal sistema, al conferir a la expresión musical una solidez sintáctica (y pretendidamente semántica) nueva, limitó al mismo tiempo sus posibilidades de expresión más de lo que la gramática y la retórica europeas limitaban las del lenguaje literario; la música se confirmaba como un lenguaje expresivo libre del compromiso de la representación, pero sujeto a una compleja batería de normas y restricciones compositivas. A raíz de ello Charles Rosen señala que las crisis que atravesó la música occidental en los albores del siglo XX deberían ocupar «un lugar privilegiado en cualquier discusión referente a la significación que puedan tener los elementos en música», ya que algunos de sus elementos se hallaban, literalmente, en un «estado patológico» (2014: 27). Naturalmente, el modernismo y las vanguardias que le siguieron produjeron una convulsión notable en la expresión literaria, pero si la retórica pudo verse incluso anulada durante unas décadas, o cuanto menos verse obligada a redefinirse, la gramática aguantó el embate. «El denominado “derrumbamiento de la tonalidad” de fines del siglo XIX», escribe Rosen, «revela hasta qué punto era ilusoria dicha estabilidad exterior», que ya dependía demasiado de obras concretas, «mucho más de lo que un sistema lingüístico depende de discursos individuales» (2014: 28), y a estas alturas carecía de la verdadera solidez de un sistema válido. La conclusión de Rosen respecto a la cuestión de la referencialidad, entonces, es tajante: «solo metafóricamente la música es un lenguaje; una obra musical puede transformarse e incluso crear un sistema musical completo, mientras que ningún discurso hablado podría conseguir más que la mera alteración marginal de un lenguaje» (2014: 28). Que Rosen tilde de «metafórico» un determinado modo de teorizar sobre música y lenguaje no lo invalida, desde luego, pero sí indica la necesidad de un lenguaje crítico que necesita asumir y reconsiderar su naturaleza. Como venimos viendo, la principal falla del edificio teórico que pretende, a un tiempo, dividir y enlazar música y literatura probablemente no esté en el objeto de estudio, sino en la voluntad totalizadora de su objetivo principal. Sin pretender ahora ofrecer una alternativa completa a un despliegue metodológico que dura siglos, sí podemos deducir que un enfoque más concreto de las grandes cuestiones puede ofrecer resultados valiosos si reducimos el campo de alcance. Es decir: la consideración de los problemas sugeridos por Aristóteles deviene una tarea asequible cuando concretamos de qué segmentos de los discursos musical y literario nos vamos a ocupar. Un sistema teórico que ha sido incapaz de resolver problemas centrales (y que ya ha prácticamente asumido este objetivo más como un desiderátum que como una meta plausible) ha probado una tasa de éxito mucho más alta cuando se ocupa de aspectos más particulares o incluso de periodos u obras aislados, como demuestran los trabajos de Jean-Jacques Nattiez (2002), Carolyn Abbate (2002) o Kofi Agawu (2013), entre otros. El mismo proceso de análisis de las relaciones entre música y literatura en un autor que se preste a ello o directamente lo reclame, como es el caso de Felisberto Hernández (Montevideo, 1902-1964), marca los cauces mayores para desarrollar, si no una teoría completa, sí un instrumental teórico que dé cuenta de esas relaciones y de otras similares. Proponer una relación directa entre el movimiento atonalista que protagonizaron Arnold Schoenberg y sus discípulos entre 1900 y 1930 y la narrativa que Hernández cultivó a partir de 1925 proporciona respuestas que, amén de resultar válidas para este caso, casi con seguridad den lugar a axiomas de mayor alcance, como mínimo dentro del corte sincrónico y estilístico del que vamos a ocuparnos. 2. La indeterminación en Felisberto Hernández Norah Giraldi, especialista en Hernández y autora de varios trabajos sobre lo musical en su obra, sostenía que una voluntad de unidad estilística y «armónica» animaba toda su producción literaria, en la cual se le podía reconocer, en cualquier punto, «como se reconoce a Bach en una cantata»: Sin decírnoslo, él está haciendo referencia permanentemente a un estudiado proyecto de armonía interna que le pertenece solo a él [...]. Todo intento crítico que no aborde a Felisberto Hernández como un todo y más, como construcción de un solo espacio literario, lugar de discusiones de carácter filosófico y psicológico, ordenadas de acuerdo a un proyecto de armonía interior, dejará de lado algunos «agujeros» silenciosos (1982: 313-314). Giraldi destaca una de las cualidades de Hernández que la crítica ha defendido casi unánimemente: la individualidad de su voz narrativa, una cualidad decididamente peculiar en sus ficciones; esa «ex-centricidad» que reclamaba Julio Prieto para él y para Macedonio Fernández (Prieto 2002). Más conocido es aquel prólogo en que Italo Calvino afirmaba que Felisberto Hernández «no se parece a ninguno [...]» (1985: 3). Los rasgos que permiten identificar esa voz tienen que ver con el tono del discurso, desde luego, pero además con ciertas recurrencias temáticas y constructivas que recorren toda la producción del uruguayo: los desdoblamientos del yo, el insistente análisis de la experiencia y los recuerdos del narrador, la tendencia obsesiva a la introspección, y por encima de todo una exposición de los mundos narrados que los cuestiona y los enrarece para el lector a través del fragmentarismo, la mirada oblicua y la extrañeza en la perspectiva del narrador. Este, salvo en contadas excepciones, es una voz en primera persona con abundantes referencias autobiográficas; aunque todo permite pensar que este narrador actante es siempre el mismo, carecemos de una confirmación definitiva. Su perspectiva extrañada, mediante la insistencia, acaba permeando la realidad representada y forzando la perspectiva del lector. Es casi omnipresente, explícita o implícitamente, el «misterio», como él mismo lo llama en repetidas ocasiones: una persistente certeza de que en la realidad presenciada, recordada y narrada faltan claves y detalles. En torno a esta idea gravita la mayoría del pensamiento de Hernández. Para Gustavo Lespada, que define su arte narrativo, precisamente, como una «escritura de la carencia», esta debe entenderse «como un núcleo conceptual [la cursiva es suya], puesto que en la obra de Felisberto la carencia [ídem] adquiere rasgos de categoría, una condición, podríamos decir, a partir de la cual se escribe (2014: 11). El tema aparece recurrentemente en varios pasajes de sus obras: Hoy fui a la casa de una joven que se llama Irene. Cuando la visita terminó me encontré con una nueva calidad de misterio. Siempre pensé que el misterio era negro. Hoy me encontré con un misterio blanco. Este se diferenciaba del otro en que el otro tentaba a destruirlo y este no tentaba a nada: uno se encontraba envuelto en él y no le importaba nada más («La casa de Irene», Fulano de Tal, NC 101)[2]. Cuando Colling vino a casa, aquellas ideas que se amontonaban y hacían conceptos y provocaban sentimientos de desilusión no ocupaban toda la persona de Colling: no se extendían por todo su misterio ni tampoco desaparecían del todo: los conceptos y las desilusiones eran una de las tantas cosas que entraban en el misterio de Colling. No solo el misterio se hacía intrascendente sino que necesitaba que entraran ideas trascendentes (Por los tiempos de Clemente Colling, NC 207). Hay más casos. Ahora bien, la inquietud general que se desprende de esta forma de ver y narrar no proviene, como acabamos de ver, de una exposición propia de lo real y la subsiguiente ruptura de sus leyes (un tipo de relato «fantástico», o mejor, «extraño», más característico de autores como Cortázar o Borges), sino de la inestabilidad intrínseca de lo representado en la percepción del narrador, y del discurso mediante el que se representa. Una cita recurrente en la bibliografía sobre Hernández, extraída de Por los tiempos de Clemente Colling (1942), es aquella en que el narrador hace explícita su voluntad de contar «escribir no solamente lo que sé, sino también lo otro» (NC 169), una idea que también recupera en textos como el inédito «Buenos días [Viaje a Farmi]»: «me seduce cierto desorden que encuentro en la realidad y en los aspectos de su misterio [...]. Creo que mi especialidad está en escribir lo que no sé, pues no creo que solamente se deba escribir lo que se sabe» (NC 510). La carencia apuntada por Lespada, que es una característica de su narrativa, es el modo principal en que se manifiesta la conciencia del misterio. Hebert Benítez, en Interpretación y abismo, al comentar el papel metafórico de la luz en obras como Nadie encendía las lámparas, habla acerca del «fracaso del discurso racional» del narrador, del «tanteo semiciego» en que permanece su discurso. El misterio, entonces, es asumido e incluso deseado como algo connatural a la realidad y al discurso, y la imposibilidad de desentrañarlo o comunicarlo deviene uno de los temas dominantes, y contamina la prosa (2000: 66). Son estas estrategias de representación, además de relatos marginales como «El acomodador» (Nadie encendía las lámparas, 1947), las que le han valido al uruguayo la etiqueta de autor «fantástico». No obstante, solo a partir de una perspectiva contemporánea de lo fantástico, o quizá mejor sustituyendo este atributo por el de «raro» (v. Benítez 2014), podemos estar de acuerdo con el veredicto. Esto resulta pertinente si nos remitimos a planteamientos recientes como el de Rosalba Campra, quien sintetiza esta función de la narrativa fantástica diciendo que, en definitiva, es la de «crear una incertidumbre en toda realidad» (2001: 156); o el de Hebert Benítez, quien se aproxima también a esta idea al escribir que es necesario «un problema o conflicto originado entre lo que para el texto y las ideologías que lo habilitan son lo posible y lo imposible en tanto que acontecimientos» (2014: 14). La noción de «conflicto» aplicada a la presunta certeza o solidez de lo real, la duda acerca de la definición y el grado de realidad de lo que se nos muestra, serían el rasgo principal de lo que podemos considerar «fantástico» cuando hablamos de narrativas como la de Hernández: un conflicto de realidades y de visiones de la realidad, cuyos límites el autor mantiene difusos y cuya extrañeza debe compartir y reconstruir el lector: Lejos de negar la realidad, como insisten algunas de sus lecturas, lo que Felisberto niega y trastoca son las versiones reificadas y estereotipadas de lo real -esas que contribuyen a que nada cambie-; su mirada contiene una actitud crítica que descubre el revés de las cosas y se identifica con todo aquello que ha sido amordazado y excluido (Lespada 2014: 352). Cuando Wolfgang Iser, en El acto de leer (1976) desarrolla y modifica el concepto de «indeterminación» que postulara Roman Ingarden en 1931, pretende describir una dinámica de la comunicación literaria en la que el texto se presenta como una estructura poblada de vacíos (lugares indeterminados), y el lector debe restituir lo que falta para llegar a una comprensión «correcta» del texto: «la carencia es un acicate», escribió Iser a modo de conclusión; «el equilibrio solo se recupera mediante la supresión de la carencia, por lo que el vacío constitutivo constantemente es ocupado por proyecciones» (1987: 261). No pretendo ceñirme a esta teoría hasta sus últimas consecuencias, aceptando que las carencias intencionales de un texto pueden cancelarse de un modo preferible sobre todos los demás; la estrategia hernandiana, precisamente, consiste en derribar la idea de que existe una verdad del texto a la que debemos acceder como lectores. El concepto de indeterminación y sus premisas estructurales, sin embargo, sí describen con acierto el tejido lleno de huecos que constituye su narrativa. Rosalba Campra, en su monografía Territorios de la ficción, habla de una «poética de los vacíos», que funciona en aquella literatura fantástica o de lo extraño que se opone a la tradicional, cuya «estética del contraste» proporciona, «a pesar de la desestabilización, un margen de seguridad» (2008: 136). Allí lo extraño dependía del nivel semántico, mientras que en textos como los de Felisberto Hernández hay un salto de nivel: «la transgresión se expresa a través de roturas en la organización de los contenidos, no necesariamente fantásticos»; la inestabilidad, entonces, se ha desplazado a la estructura sintáctica del texto: «la aparición del fantasma ha sido sustituida por la falta de nexos entre los elementos de la pura realidad» (2008: 136). En la poética de Hernández no hay un equilibrio, retomando la expresión de Iser, que se ha roto y hay que restaurar, sino la incógnita sobre si existe un equilibrio, y la certeza de que por el momento nunca lo ha habido, encarnada en la idea recurrente del misterio. Esta falta de causalidad, muy presente en Hernández, se amplía hasta llegar a ser, a menudo, simple y llanamente falta de información. Hechos, causas y características de lo real representado no alcanzan a ser «sobrenaturales», pero siempre se ven aquejados por una carencia de detalle o de ilación que mantiene en suspenso su procesamiento; de ahí que convenga hablar de un casi constante estado de indeterminación en su prosa, que se manifiesta en diferentes niveles del texto. El primero de ellos, el más superficial, se ajusta mucho a lo planteado por Iser: si el narrador de muchos de sus textos suele entregarse a largos desarrollos sobre pequeños detalles, fundamentales para él, a menudo tiende a la indefinición de las coordenadas principales y de los detalles restantes. En muchos inicios de cuentos, por ejemplo, el cronotopo queda sin concretar: «en una noche de otoño hacía calor húmedo y yo fui a una ciudad que me era casi desconocida» (El cocodrilo, NC 429); «había una ciudad que a mí me gustaba visitar en verano. En esa época casi todo un barrio se iba a un balneario cercano [...]», («El balcón», NC 288). Aun más elocuente es el inicio de Las hortensias: Al lado de un jardín había una fábrica y los ruidos de las máquinas se metían entre las plantas y los arboles. Y al fondo del jardín se veía una casa de pátina oscura. El dueño de la «casa negra» era un hombre alto. Al oscurecer sus pasos lentos venían de la calle [...] (NC 367). Las ciudades no tienen nombre, los tiempos son imprecisos. Algunos personajes de importancia también quedan sin nombre, y no deja de sorprender que, hallándonos ante un narrador-actante de tan largo recorrido, de quien conocemos tantos episodios, sepamos al mismo tiempo tan poco de él. Curiosamente, aunque los paralelismos con el Hernández real son muy abundantes, no solo estos narradores no comparten nombre sino que ni siquiera tienen uno. Las frecuentes disociaciones del sujeto, tanto en procesos de introspección (el caso del Diario de un sinvergüenza) como en narraciones donde la intensidad vivencial se impone al discurso lógico (el recital de piano en «Mi primer concierto», el episodio de la improvisación en Tierras de la memoria), coadyuvan a debilitar nuestra noción del personaje y, por extensión, la fiabilidad del narrador. No es casual que la música esté presente o sea el detonante de muchas de estas situaciones. Esta ambigüedad que los sujetos narrativos de Hernández «padecen» es aceptada por ellos. Es, incluso, asumida como el modo preferido e inevitable de mirar el mundo: Si miro esa botella de cerca con la luz del día y los ojos bien abiertos, la botella se vuelve demasiado material; yo pensaría en cómo la fabricaron y cómo es su contenido de una manera indiferente y hasta desagradable. Pero si la botella está en la mesa redonda de un cuarto y yo la miro con luz escasa y un poco antes de dormirme, usted comprenderá que se trata de una botella muy distinta («Mur», NC 459). El rechazo a la llaneza de lo real ordinario lleva al segundo modo de lo indeterminado en Hernández, el más relevante. Está en las inversiones que se dan cuando cosifica a muchos personajes, y confiere vida a tantos objetos; tiene lugar también en las diversas capas de recuerdos y tiempos que establece cuando narra Tierras de la memoria, o las otras dos novelas de la trilogía memorialística; está en esa especie de sempiterna comunicación fallida entre el narrador y los demás personajes, en lo fragmentario de la temporalidad y los acontecimientos, en la obsesiva introspección de la voz narrativa. Asimismo, las continuas escisiones del yo y esa personalidad siempre en proceso de deconstrucción y reconfiguración también contribuyen a la impresión de una vida y un mundo vacilantes, inseguros, al borde del no-ser. La estrategia principal de esta prosa sumida en la penumbra, que describía Benítez, es reconocer dicha penumbra y trasladarla al lector. No es solo la comunicación de un mundo de medias luces: es la comunicación de una conciencia que sabe que hay algo más allá de la penumbra, o lo intuye con absoluta convicción, pero sabe también que la penumbra no se puede disipar por completo. Desde esta perspectiva la narrativa de Hernández se define como la crónica de una carencia de verdad, y un intento continuo de incluir al lector en ella y en la posibilidad de que dicha verdad aguarde tras el misterio. 3. Escritura y atonalidad Debido a los problemas expuestos en la «Introducción», los trabajos comparativos entre obras literarias y la estética atonal surgida en la Escuela de Viena son escasos. En la escueta bibliografía que trabaja con seriedad la influencia de la música en Felisberto Hernández, el único autor en plantear esta relación es Bernat Garí. A favor de esta propuesta, Garí argumenta, en primer lugar, que en la obra de Hernández hay «varias referencias favorables [...] a compositores que, como Stravinski, transgreden el ejercicio tonal concebido desde una perspectiva clásica o romántica» (2012: 79). En segundo lugar, en el repertorio de las giras de Hernández por Uruguay y la provincia de Buenos Aires abundaban las obras de Ravel, Debussy, Stravinski y otros compositores «vanguardistas» (2012: 79). Sabemos que también incluía obras de Bach, Chopin, Schumann o Albéniz, pero fuera de las capitales, aquellos autores eran todavía (esto es, en las décadas del 20 y el 30) un atrevimiento, lo que denota la fidelidad de Hernández a su propio criterio frente a los gustos más clásicos del público; tal vez una militancia vanguardista más moderada hubiera mejorado el rédito de tantos esfuerzos musicales. En cualquier caso, parece obvio que Hernández conocía sobradamente los trabajos de Schoenberg y sus coetáneos. Su predilección por los mismos se ratifica en ese pasaje de Por los tiempos de Clemente Colling en que el viejo maestro francés, durante una discusión sobre armonía y composición, declara ante su estudiante, el correlato biográfico de Hernández: «¿sabe una cosa? Que tienen razón Stravisnki, Prokofiev, Ud. y todos los locos como Ud.» (NC 206). Vale la pena avanzar algunos rasgos generales de la estética atonal antes de entrar en la comparación. Charles Rosen explica lo siguiente sobre los primeros ensayos atonales de Schoenberg, en el contexto del agotamiento del sistema tonal de finales de l siglo XIX: «las más de las veces [en esa época] la música se encuentra en una tonalidad o en otra, pero ya no hay un sentido de direccionalidad. En raras ocasiones resulta evidente si la música se está alejando o asentando en una tonalidad determinada» (2014: 42). Es el impasse que se inicia aquí el que nos interesa, este momento de transición sintáctica en el que el compositor, en una suerte de salto al vacío extendido en el tiempo, abandona el confort de unas leyes que ya no le sirven: es precisamente ahí donde parece que Hernández se instaló, estilísticamente. En el lenguaje atonal, sostiene Rosen, «el grado de estabilidad se ha convertido en un simple efecto localizado, perdiendo su carácter general». Es revelador que tanto Ingarden como Iser utilizaran los conceptos de «asimetría» y, sobre todo, de «disonancia» para referirse a la literatura contemporánea, en la que los lugares indeterminados cobran mayor importancia que nunca. Meyer y otros teóricos han propuesto un entendimiento de la música a partir de las relaciones de tensión-resolución propias del lenguaje tonal, que se establecen cuando una obra presenta sus materiales y modos centrales; es un diálogo similar al que Iser establece entre obra (fuente de incógnitas y vacíos por determinar) y lector, aunque el resultado de ese diálogo rechaza y debe rechazar la univocidad que el teórico alemán implicaba en su desarrollo. Las ideas de Schoenberg, que divulgó en diversas conferencias y escritos (el más relevante, el Armonielehre, de 1910, un denso tratado de armonía donde se cuestionan muchas de sus leyes tradicionales) alteraron este modo de percibir la música. Esas relaciones de tensión-resolución se habían vuelto flojas, protocolarias, y carecían de capacidad de sorpresa: era necesario reformar el lenguaje musical de modo que volviera a tener vida, ímpetu, y pudiera volver a sugerir expresiones nuevas, conflictos sonoros. Si suscribimos que espacios vacíos y negaciones, tanto en música como en literatura, «crean posibilidades necesarias con el fin de equilibrar la asimetría fundamental entre texto y lector» (Iser 1987: 346), que inician una interacción, podemos concluir que en la ficción literaria en general, y en la narrativa de «lo extraño» en particular (recordemos la «poética de los vacíos» de Campra), la exactitud no es productiva, y los vacíos son necesarios para que el texto produzca un efecto, aun si no somos capaces de determinar cuál exactamente. La música tonal había sido cultivada con tal insistencia y minuciosidad que la única manera de dotarla de esos vacíos era socavar sus cimientos estructurales, como Wagner, Mahler, Liszt o Debussy venían haciendo, de forma menos organizada, durante las décadas precedentes. Felisberto Hernández, al elaborar las narraciones centradas en su alter ego, no trazaba ni seguía ningún plan de trabajo para llegar a la construcción cabal de un personaje completo, pero sí puso cuidado en que se tratara de un personaje unitario. En Por los tiempos de Clemente Colling y Tierras de la memoria (de publicación póstuma, pero finalizado en 1943) había material suficiente para construir una base biográfica ficcional sólida, pero Hernández prefirió seguir fiel a lo fragmentario, a la penumbra, a la mirada al sesgo, en suma, a la indeterminación. La abstracción inherente a toda música, la elevación litúrgica del sonido en el mundo de los ciegos que rememoraba el narrador de Clemente Colling: esas nociones están presentes en este discurso despojado que dominaba ya el Hernández de Nadie encendía las lámparas. La indeterminación de la prosa hernandiana, entonces, es como la indeterminación de la música del Schoenberg atonal: busca la desviación de lo contingente, el detalle de lo único, la significación de lo propio. Alejar a la música de la idea de mímesis y de las grandes estructuras de la modernidad (si no tenía por qué mimetizar lo extramusical, sí estaba encallada en una dinámica de imitaciones de sí misma y sus leyes), era otorgarle el privilegio de ser, ella misma, su propio ideal. Incluso en el dodecafonismo, un sistema en muchos sentidos más severo que el tonal, hay un ensimismamiento complacido, que se manifiesta a través del sometimiento absoluto a la serie armónica: la música se debe obediencia a sí misma, el sonido depende solo del sonido. En Hernández, las carencias se manifiestan tanto en la profusión de los espacios indeterminados como en la continua insatisfacción de las expectativas de información del lector. El equilibrio, como avancé, nunca se alcanza por completo: la mayoría de relatos terminan cerrando el periodo de tiempo que narran, pero dejando sin resolver las cuestiones que inquietan al narrador; es algo visible, por ejemplo, en Por los tiempos de Clemente Colling, que a pesar de su tortuosa temporalidad narrativa tiene una estructura perfectamente circular. El lector comprende que existe el misterio de Colling, y participa de ese misterio, pero -imposibilitado por el narrador-, nunca llega a desentrañarlo; permanece en los límites. 4. Conclusión: una poética de límites Buena parte de la rigidez de los planteamientos de Iser resultó definitivamente erosionada después del advenimiento de los post-estructuralistas y de textos como «La resistencia a la teoría», de Paul de Man (1990: 11-37). El escepticismo connatural a esta tendencia crítica parece cuadrar con el demostrado por Felisberto Hernández mejor que el de las corrientes críticas de su propia época, del mismo modo que su obra ha encontrado sus mejores y más numerosos lectores en la posmodernidad, y no durante los casi cuarenta años de producción literaria que desarrolló en vida. En sintonía con dicho escepticismo, Roland Barthes, en El grado cero de la escritura, tres años antes de la muerte de Hernández en el 64, definía textualmente la literatura como «una Utopía del lenguaje»: La aprehensión de un lenguaje real es para el escritor el acto literario más humano. Pero, cualquiera que sea el éxito de estas pinturas, no son nunca más que reproducciones, especies de arias enmarcadas en largos recitativos de una escritura enteramente convencional (2003: 83). De nuevo un teórico recurre a la música para sugerir lo inasible que está más allá del lenguaje, del objetivo de una búsqueda utópica «hacia un lenguaje soñado cuyo frescor, en una especie de anticipación ideal, configuraría la perfección de un nuevo mundo adánico donde [el lenguaje] ya no estaría alienado» (2003: 89). Hernández ya había aprendido esta lección participando de los últimos coletazos de las vanguardias sudamericanas, pero asumió el escepticismo y siguió probando sus propias fórmulas. Sus narradores no hablan de ningún arte con fascinación similar a la que demuestran por la música y de hecho en alguno de sus pasajes más encendidos sobre la literatura está implícita una especie de distancia irónica, de convicción tibia, aunque consciente, en la propia labor. Una prosa como la suya, que avanza progresivamente hacia la abstracción y la introspección en detrimento de la diégesis, podría ser interpretada de formas muy diversas si no estuviéramos partiendo de la perspectiva musical, pero al cabo de todo lo andado, esta propuesta interpretativa resulta razonable: de la literatura de Hernández nunca desapareció del todo la música como materia idealizada. Lo ambicioso de esta conceptualización, junto con las dificultades que encontró en su vida para participar de esa dimensión ideal del arte, provocó el desarrollo de un discurso del desencanto acerca de la música, que no hay lugar para comentar aquí, pero que nunca cristaliza en un rechazo o abandono de la misma, y que tiene una raíz más biográfica que ideológica. La huella de la música, sobre todo de la música contemporánea, ya era demasiado honda en su configuración de los procesos creativos, y en forma de abstracciones, descentralización y espacios indeterminados continuó apareciendo durante toda su obra. Paulina Medeiros, poeta uruguaya y mujer de Hernández durante casi una década, en entrevista con Pablo Rocca, comentó que, más que ser un pianista de vocación, Hernández «se aislaría del mundo detrás del misterio poético de la música [...]. Lo que más pudo cautivarlo para aislarse del mundo real y para sacudir en su interior una poesía que en el libro no había llegado a conocer, fue un excelente material: el estudio pianístico» (Rocca, 2000: 89-90). Pensar su narrativa a través del filtro de la música, acercar su búsqueda y expresión de lo inefable a la abstracción de lo sonoro, era una manera natural de acercarse a los límites de la expresión: en el nivel de los significados no denotativos, como es el de la música «pura», la proximidad a lo que no se puede decir fuera mayor y más genuina. En una escritura que busca los límites de sí misma y de la realidad que plantea, para un autor como Felisberto Hernández era natural, si no inevitable, acercarse a los límites entre música y lenguaje, una relación dual siempre presente. En modo alguno es casual que Medeiros retomara el tema del misterio: para el autor que había escrito esa introducción a Por los tiempos de Clemente Colling, «lo otro» del lenguaje era necesariamente la música; el vínculo entre esta y la escritura es indisoluble porque es un vínculo mantenido por dos fuerzas que tensan una cuerda ya sin posibilidad de resolución. Lo indeterminado, lo extraño de los textos de Hernández, nace de la traslación al lector de la tensión que el escritor quisiera resolver entre lo que dice y lo que quiere decir, entre lo que sabe y quiere saber. Sus narradores delimitan el terreno por el que los lectores han de transitar, y ese terreno, si miramos su obra desde una perspectiva global, es una tierra de nadie a través de la cual el músico y el escritor dialogan con obstinación, con éxito siempre parcial. Si podemos hablar de una poética de límites en Hernández es porque sus narradores siempre parecen considerar que los pasos que a su discurso le faltan por dar están allí, en un no-lugar de abstracciones buscadas a través de circunloquios por la memoria y el autoanálisis. La misma conciencia que busca transitar por los límites de lo real, de lo expresable, sin desprenderse de ello, busca recuperar mediante el lenguaje la zona que hay entre el lenguaje y la música, el camino abandonado. Como recordaban Campra o Benítez, lo que define la extrañeza que causa un autor como Hernández es el conflicto, y no la decisión abierta por un tipo determinado de representación. La cruzada que inició Schoenberg no era otra cosa que la culminación y la transformación en programa creativo de un conflicto que ya se venía fraguando desde mucho antes. Hernández supo hacer lo propio con el lenguaje literario, bebiendo de fuentes como la del vienés, tomando todo lo que pudo de un código artístico que no era el que empleaba para crear, pero sí el que empleaba, al menos en parte, para pensar y tratar de comprender lo que estaba intentando crear. Referencias bibliográficas Abbate, C. (2002), “Las voces de la música”. En S. Alonso (ed.), Música y literatura. Estudios comparativos y semiológicos. Madrid: Arco, 187-228. Adorno, T. W. (2000), Sobre la música. Barcelona: Paidós. Agawu, K (2013), La música como discurso. Buenos Aires: Eterna Cadencia. Aristóteles (2002), Poética. Ed. 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Ensayo de Ferran Riesgo
Licenciado en Filología
Hispánica y Máster en Estudios Literarios por la Universidad de Alicante
Contacto:
ferran.riesgo@ua.es /
ferranriesgo@gmail.com
Publicado, originalmente, en
Estudios de Teoría Literaria
Revista digital: artes, letras y humanidades Año 6, Nro. 12, septiembre 2017.
ISSN 2313-9676
Estudios de Teoría Literaria
es una revista del Grupo de Investigaciones Estudios de Teoría Literaria
radicado en el CELEHIS (Centro de Letras Hispanoamericanas)
Facultad de Humanidades - Universidad Nacional de Mar del Plata
Correo electrónico: estudiosdeteorialiteraria@gmail.com | Web: http://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/etl
Link del texto: http://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/etl/article/view/1980
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