La fatiga del soplador de vidrio
cuento de  Patricia Richmond

“¿Saben los fantasmas que lo son?”, me preguntó aquella mañana, a bocajarro, sin darme tiempo ni para darle los buenos días.

Nunca tenía que llamar a su puerta. En cuanto oía el coche, salía a recibirme con el resentimiento esculpido en su semblante, como si llevara horas esperándome y me recriminara la tardanza. La vida de un médico rural no tiene horarios ni permite cultivar las relaciones sociales con regularidad; sin embargo, intentaba organizarme para pasar a verlo casi todos los días.

Me preocupaba su salud. Un enfisema pulmonar le producía dificultad para respirar. Y cansancio. Demasiado. Aborrecía a los médicos y, hasta mi asalto a su castillo, no había seguido ningún tratamiento. La falta de cuidados había consumido su cuerpo y, aunque él no lo admitiera, también su espíritu.

Supe de él por casualidad. Me había empeñado en arreglar yo mismo la casa que había comprado por un precio ridículo en el mismo pueblo en el que estaba destinado. Si algo sobraba en ese lugar eran caserones en venta y yo necesitaba una distracción para relajarme del estrés que me producía practicar la medicina sin los medios adecuados. Además, me iba haciendo falta un espacio que pudiera considerar íntima y completamente mío, y aquella casa antigua necesitaba el tipo de reparaciones que me sentía capaz de realizar yo solo.

Comencé a tirar tabiques y a levantar paredes de piedra en mis ratos libres, siguiendo las recomendaciones de mis divertidos vecinos, hombres curtidos en las faenas del campo, que no dejaban pasar la oportunidad de reírse de la ignorancia y poca maña del médico para tareas tan triviales. No les conté que para pagarme la carrera había trabajado algunas temporadas como albañil y, conforme la casa empezó a tener un aspecto habitable, fui ganándome su respeto.

Cuando comencé la mudanza me aconsejaron que reparara el muro que cercaba el pequeño jardín que rodeaba la vivienda. “La casa del médico es un imán para los ladrones”, sentenciaron.

Había que asegurar algunas piedras sueltas y, sobre todo, la puerta de forja. Sin proponérmelo, me convertí en el centro de las conversaciones de los ociosos jubilados del pueblo y, entre tomas de tensión y auscultaciones, recibí toda clase de lecciones magistrales sobre el arte de encajar puertas medio oxidadas.

Conseguí reforzar la tapia, bajo la atenta mirada de los que, ya sin disimulo, venían a dirigir mis maniobras, pero al atacar la puerta rompí, en un descuido, la aldaba con forma de puño que pendía de ella. Me disgusté porque era una pieza muy hermosa y antigua.

El único que podía arreglarla era el herrero de Valdemón, según mis espectadores. Me sorprendió que se refirieran a ese pequeño núcleo en el que tantas veces me había fijado durante mis trayectos para atender a enfermos de los municipios que me correspondían, pues lo creía deshabitado, como tantos otros a lo largo de la carretera. De hecho, aquel hombre no constaba en mi censo de posibles pacientes ni había oído hablar de él en el año largo que llevaba ejerciendo como médico de la zona. “Es el único que queda allí”, me contaron, y lo describieron como el mejor herrero que había tenido la comarca.

Era domingo y no estaba de guardia, así que, después de comer, recogí los pedazos de hierro y me dirigí a Valdemón con verdadera curiosidad.

Nunca me había internado por el camino de tierra que moría en ese lugar. Los campos que se extendían a ambos lados de la pista tenían el mismo aspecto desolado que se repetía por la provincia: tierras sin labrar, masías con los tejados hundidos y un silencio tan espeso que cortaba la respiración.

Entré en el pueblo y dejé el coche junto a la iglesia. El abandono era evidente. Escuché el sonido de una puerta que se abría en algún lugar y esperé. Un anciano delgado, con el pelo y la barba largos y completamente blancos, apareció por una callejuela y se me quedó mirando. Durante unos segundos nos contemplamos sin hablar, estudiándonos. Él con recelo; yo, intrigado.

Le mostré los restos de la pieza y me pidió que le siguiera. Me llevó a su casa, la antigua herrería, y me invitó a un café. Nos presentamos. Se llamaba Andrés Blasco y era el único habitante de Valdemón. Hacía ya muchos años que los penúltimos vecinos, una pareja de ancianos que se resistía a mudarse a la ciudad, habían claudicado y se habían ido a vivir con un hijo a Zaragoza. Me impresionaron sus maneras pausadas, la dignidad que emanaba toda su persona. Hablamos durante un rato sobre el pueblo vacío, sobre la vida, sobre la soledad. A él no le pesaba y prefería guarecerse entre sus piedras, como él llamaba a la aldea, que trasladarse a vivir entre desconocidos. Estaba mejor solo, con sus recuerdos.

Seguía cultivando la huerta y necesitaba poco. Cada 15 días, un muchacho de mi pueblo le acercaba el pedido del supermercado y se arreglaba bien. Observé su fatiga al hablar, aunque él intentaba disimularla, y le propuse que pasara algún día por la consulta, pero cambió de tema. Se quedó la aldaba y me prometió que la arreglaría.

No me fui tranquilo y, por la mañana, indagué sobre él en el ambulatorio. Era viudo. Su mujer había muerto hacía más de 15 años por un cáncer producido, según me contó la señora de la limpieza con convencimiento, por la tragedia de perder a su único hijo en un accidente con el tractor. Él se quedó solo y siguió trabajando en la herrería hasta que sus clientes, subidos al carro de la modernidad, ya no lo necesitaron. Nadie recordaba su edad exacta, pero estaban seguros de que rondaba los 80 años.

Hasta la semana siguiente no pude volver a verlo. Esta vez me fijé mejor en su casa. Era evidente que no limpiaba mucho, pero estaba ordenada. La fragua, que ocupaba casi toda la parte baja, era su santuario; me la enseñó orgulloso y, entre toses, me contó sobre la utilidad de las herramientas que apenas utilizaba ya. Cogió el puño reparado y me hizo acompañarlo a la cocina, donde nos esperaba una botella de un licor de hierbas que él mismo destilaba.

Quedé impresionado: por el sabor intenso y aromático del brebaje y por el trabajo que había realizado en la aldaba. Había reconstruido todos los dedos de la mano perfilando uñas, nudillos, y hasta podían distinguirse las falanges. No había señal de la rotura. No quiso cobrarme e, incluso, me regaló una botella de su licor.

Abrí, entonces, mi maletín, que esta vez había llevado conmigo, y saqué el fonendoscopio. Le pedí que me dejara auscultarlo, y, aunque se resistió, conseguí realizarle un somero reconocimiento. Le tomé también la tensión y me puse serio. Tenía que hacerle más pruebas y tendría que venir a la consulta.

Se burló de mí. No se le había perdido nada en el ambulatorio y no creía en los matasanos. Él seguiría allí, en su casa, esperando el fin que ya tardaba en llegar y que no temía.

Unos días después, mientras colocaba la aldaba en mi portón, tracé un plan. El domingo fui a verlo de nuevo y lo invité a comer. Había preparado una fiesta de inauguración de la casa para todos los vecinos que me habían ayudado y él tenía que venir. Le prometí que lo llevaría de vuelta en cuanto él quisiera y, casi a empujones, lo metí en el coche.

Fue una comida agradable. Mis parroquianos se alegraron de ver a Andrés y los escuché hablar de sus cosas, de sus lamentos sobre la huida de los jóvenes, de la naturaleza muerta que se iba adueñando del paisaje.

A media tarde conseguí convencer a Andrés para que me acompañara al consultorio. Un electro me reveló los datos que sospechaba y le tomé muestras de sangre y orina. Necesitaba también una radiografía de tórax para conocer con certeza el estado de sus pulmones, que no podía ser muy bueno después de una vida entera en la herrería. No aceptó que le llevara al hospital de Alcañiz; temía que no le permitieran salir si lo pisaba. “No voy a dejar que Valdemón se muera solo”, me dijo muy serio.

Por los ruidos que había escuchado en su pecho ya sabía que padecía un enfisema. Le extendí varias recetas. Las rehusó, pero después de explicarle que los fármacos no iban a curarle, sino que le ayudarían a respirar, me pidió que las dejara en el supermercado; se encargarían de ellas y las incluirían en la compra de la semana.

Lo llevé de regreso a su casa y le avisé que volvería para comprobar si se tomaba la medicación.

En mi siguiente visita lo noté más animado, pero la tos continuada me alertó que algo no iba bien. Me aseguró que se había tomado las pastillas tal como yo le había indicado y me enseñó las cajas empezadas que tenía en la mesa de la cocina.

Cambió enseguida de tema y me entregó un paquete. “Es para ti”, dijo con una sonrisa. “Para que lo cuelgues en tu puerta”.

Lo abrí y me emocioné. Era una delicadísima reproducción en cristal de la serpiente enroscada en la rama, la vara de Esculapio, el símbolo de la medicina. Le pregunté cómo la había tallado y me confesó que hacía algo mejor que trabajar el hierro: soplar el vidrio. Yo creía que era un oficio extinguido, pero él afirmó que aún no. “Desaparecerá con Valdemón y conmigo”.

Soplar para crear formas en el vidrio candente le convertía en un pequeño dios; le proporcionaba el don de alumbrar vidas tan frágiles como las humanas. “Un descuido y tu criatura se rompe… para siempre”, murmuró mirando por la ventana. “Pero a los dioses acaba fatigándoles la tiranía del tiempo y la obligación de seguir habitándolo”, dijo para sí mismo.

Lo ausculté inmediatamente. Lo que menos necesitaban sus pulmones era un esfuerzo de ese tipo. Intenté que lo entendiera y le pedí que viniera conmigo al hospital. Necesitaba oxígeno y aquello no admitía discusión.

No conseguí convencerlo. Afirmó, una vez más, que su lugar estaba allí. No iba a dejar que el pueblo se desmoronara solo; estaba muy cansado, sí, pero se apagarían los dos a la vez. Era lo justo después de haber pasado toda su vida entre sus muros. No sabía cuándo, pues incluso la muerte los había abandonado, pero hasta que el olvido aprendiera sus nombres serían uno.

Me fui directo al hospital. Pedí un concentrador de oxígeno portátil, rogué, supliqué, pero no había ninguno disponible para préstamo domiciliario. Me pusieron en lista de espera, a pesar de mis protestas por la urgencia del caso, y me despidieron.

Al día siguiente, por la noche, acudí a Valdemón. La tos de Andrés había empeorado, pero su ánimo, en cambio, era inmejorable. Preferí pensar que era producto de mis visitas, de esa atención que aliviaba algo su soledad, y no por el presentimiento de que se acercaba el final que anhelaba.

Me preguntó si jugaba al ajedrez, asentí y fue a buscar un tablero y unas viejas piezas de madera. Aquella noche comenzamos una partida lenta y medida, sin prisa. Yo me consideraba bueno, pero él era un maestro. Me confesó que llevaba años jugando solo, ensayando ataques para arrinconar a la Señora de Negro cuando se presentara. Le ganaría y la obligaría a cumplir con su deber; no le permitiría que volviera a abandonarlo.

En cada sesión intercambiábamos uno o dos movimientos y nos despedíamos hasta la siguiente visita. Su fatiga era cada día más alarmante. No comprendía por qué no lo aliviaban los fármacos y le fui subiendo las dosis. La partida interminable, sin embargo, estaba alegrándole los días. Yo, aunque había salido airoso de varias encerronas, tenía ya pocas piezas para intentar un ataque que me llevara a la victoria.

Una noche, derrotado, pese a mis desvelos por su rápido empeoramiento que no comprendía, volví a pedirle que me acompañara al hospital. Le confié que temía que no pudiéramos terminar la partida y que era su obligación de jugador estar en las mejores condiciones para hacerme frente. Rió y me apretó una mano. “Ya falta poco; acabaremos la partida, no te preocupes”, me aseguró.

Al día siguiente, muy temprano, volví. Quería probar un nuevo tipo de antibióticos que había recibido.

“¿Saben los fantasmas que lo son?”. Aquella pregunta tenía que haberme puesto en guardia, pero estaba acostumbrado a sus tristes reflexiones y no le presté atención. Le dejé las pastillas y le prometí que continuaríamos la partida por la noche.

Una urgencia me impidió acudir a la cita. La intranquilidad me hizo acercarme a la mañana siguiente, antes de comenzar la consulta. Me preocupó que no saliera a recibirme, como siempre. Llamé a la puerta, pero no me contestó. Empujé y entré.

En la cocina, sentado ante el tablero de ajedrez, descansaba con la cabeza apoyada sobre la mesa. Observé las piezas: me había estado esperando para rematarme.

En la mesa había algo más, una caja envuelta con papel de estraza con mi nombre escrito en ella. Al abrirla, el brillo de unas piezas de cristal iluminó mi ceguera, pues al instante comprendí, al fin, el motivo del empeoramiento progresivo de Andrés.

Saqué una de las figuras. Admiré la regia belleza de la reina negra y la coloqué delante de mi rey de madera: “¡Jaque mate!”, grité con todas mis fuerzas. En la lejanía un perro ladró y comenzó a llover.

El autor:

Patricia Richmond (Zaragoza, España). Es licenciada en Psicología por la Universidad Nacional de Educación a Distancia. Fue finalista del XXVII Premio Ana María Matute de Narrativa de Mujeres y ha publicado en antologías como La última noche, la primera palabra (Torremozas, 2015) y Terra vacua (Comuniter, 2018). Ha colaborado en revistas como Tierra Adentro, Penumbria, Plesiosaurio y El Callejón de las Once Esquinas.

 

cuento de  Patricia Richmond

 

Publicado, originalmente, en: Punto en Línea CUENTO / octubre-noviembre 2019 / No. 82

Punto en Línea es una publicación bimestral editada por la Universidad Nacional Autónoma de México, a través de la Dirección de Literatura

Link del texto: http://www.puntoenlinea.unam.mx/index.php/1451

 

Editado por el editor de Letras Uruguay

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