Unamuno: la abolición del género novela

ensayo de Ángel L. Prieto de Paula
Universidad de Alicante

RESUMEN

A comienzos del siglo XIX, la escritura debe reorganizar el árbol de los géneros literarios. El «Preface» de Wordsworth a Lyrical Ballads (edición de 1800) es una temprana manifestación teórica de este proceso, en torno a un desbordamiento de la subjetividad. De ahí derivan las penetraciones de la narrativa en la poesía, y de la poesía en la narrativa. En el caso de Unamuno, un ejemplo de lo primero es Teresa, libro de poemas con arquitectura propia de una novela; y un ejemplo de lo segundo es Niebla, una novela que impugna su propio género. Entelequia mental y artificio de la inteligencia, el protagonista es alguien cuya misión vital consiste en sentirse ser: un «alma sin vestimenta humana» que refleja el vacío filosófico del que parecen haber huido todas las certezas. El final de este camino es La novela de don Sandalio (1933), cuyo protagonista no es, como otras veces, una proyección del yo autorial, sino un nombre -ajeno a toda orientación teleológica- cuyo hueco existencial es colonizado por el narrador.

Palabras clave: Géneros literarios. Subjetivismo. Novela. Teleología.

ABSTRACT

At the beginning of the Ninetieth century, writing (literature) is forced to reorga-nize literary genres. Wordsworth’s Preface to Lyrical Ballads (1800 edition) is an early theoretical manifestation of this process, which swirls around surpassed subjectivity This is the source of the infiltrations of narrative into poetry and, in turn, of poetry into narrative. Regarding Unamuno, Teresa, a book of poems whose architecture re-sembles that of a novel, exemplifies the former; whereas the latter is exemplified by Niebla, a novel that contradicts its own genre. Niebla is a mental entelechy, the result of intelligence at play; its main character is someone whose life mission is to feel him-self while being: «a soul with no human garb» that reflects the philosophical vacuum from which all certainties seem to have fled. The end of this metaphorical road is represented by La novela de don Sandalio (1933), whose main character is not, as in other novels, a projection of the author’s ego, but just a name -disconnected from any teleological orientation- whose existential gap is colonized by the narrator.

Key words: Literary genres. Subjectivism. Novel. Teleology

Si pretendiéramos encontrar una novela española que funcionara como testimonio de la disolución del género al que en teoría pertenece, bastaría con que leyéramos Niebla (1914), de Miguel de Unamuno. La desvaída historia de Augusto Pérez queda suspendida en la nebulosa de su título en cuanto se le aplican las pautas con que nos aproximamos a las novelas del Ochocientos, que suelen desembocar en la anagnórisis, la redención, la frustración existen-cial o la muerte como destino. El protagonista de Unamuno también muere, pero su desaparición aparece desleída en un laberinto narratológico, atribuida a causas distintas según leamos el «Prólogo» de Víctor Goti, personaje amigo de Augusto al que recurre Unamuno para que interactúe como presentador de su relato, o el «Post-prólogo» firmado por el propio Unamuno en su condición de autor-narrador. Las disensiones entre ambos en torno a si se trató de un suicidio en toda regla o de simple determinación autorial, no obligan al lector -vade retro!- a dar crédito a uno en detrimento del otro; pero sitúan ante sus ojos el mecanismo literario, en el que cualquier interpretación del decurso argumental solicita la elección de un final explicable racionalmente: solo así al caparazón de los personajes puede atribuírsele bulto humano; cabe decir un alma. La novela quedaría privada de dimensión teleológica si la muerte de Augusto fuera caprichosa, azarosa o adventicia, acaecida «por libérrimo arbitrio y albedrío» del autor, según sostiene este en su «Post-prólogo»; un juicio enfrentado a lo defendido por Víctor Goti: «estoy profundamente convencido de que Augusto Pérez, cumpliendo el propósito de suicidarse, que me comunicó en la última entrevista que con él tuve, se suicidó realmente y de hecho, y no solo idealmente y de deseo».

Este juego de perspectivas que involucran, velis nolis, al lector, es una marca reconocible de Unamuno, cuya predeterminación pudiera considerarse un recurso que, en alguna medida al menos, contraviene la sabida tendencia vivípara del autor: un viviparismo defendido por su contradictor Víctor Goti, quien afirma acogerse a él en la novela que él mismo estaba escribiendo (cap. XVII de Niebla): «... voy a escribirla como se vive, sin saber lo que vendrá. Me senté, cogí unas cuartillas y empecé lo primero que se me ocurrió, sin saber lo que seguiría, sin plan alguno». El recurso se redondea con el hecho de que la novela, o la nivola, aparece a medida que se dirige hacia su final como un palimpsesto de la materia novelada, en el que se expone el proceso de la escritura. A mayor abundamiento, dicha materia desborda los márgenes del libro: así lo indica el que, a los pocos meses de publicada su obra, Unamuno retomara su diálogo con el protagonista, del que deja constancia en «Una entrevista con Augusto Pérez», fechada en octubre de 1915 (en Unamuno, 1959).

La originalidad de Unamuno en lo tocante a la intersección de géneros ha sido reconocida hace tiempo por la historiografía literaria, que lo ha considerado el ejemplo vivo «de la tenue barrera que separa formas y géneros bien diferenciados en otra época», géneros y formas que resultan vertebrados por «la expresión de la personalidad del escritor que todo lo invade y a la que todo se supedita» (Río, 1985: 387). No obstante lo cual, hay numerosos antecedentes que no deben ser soslayados. Los géneros tradicionales habían ido cuajando como una transposición de los modelos canónicos del hombre; y así, el guerrero o el clérigo en el Medievo, el cortesano renacentista, el reformador ilustrado del XVIII o el representante de la mesocracia del XIX se proyectan fuera de su ámbito ontológico hasta dar en estatutos genéricos -el poema de gesta o el poema hagiográfico, el libro de pastores, el informe preceptista, la novela realista- cuya modificación atiende a la pérdida de vigencia sociocultural del dechado humano a que respondieron en su día. Cuando Unamuno pretende en su relato de 1914 esculpir la niebla, como dejó dicho en feliz oxímoron en su «Credo poético» (Poesías, 1907), estaba evidenciando la necesidad de sustanciar en un nuevo sistema de escritura la entidad de un hombre que ya no obedecía a ninguno de los modelos legados por la tradición. El camino había arrancado en el Romanticismo, momento en que ya no se propone la sustitución de unos cánones por otros, sino su impugnación, tal que si defendiera un canon anticanónico que coloca en la picota la propia idea de pauta conductual que, con distintas actualizaciones en cada época, había regido los universos morales precedentes. A ese canon invertido se vincula el hombre corriente, cuando no el ser antisocial de Byron o de Espronceda, o incluso el personaje demoniaco a que el último dio cuerpo en sus poemas extensos (El estudiante de Salamanca, El diablo mundo). En el «Prólogo» que antepuso Wordsworth a la edición de Baladas líricas en 1800, en la que desplaza notoriamente a su amigo Coleridge, plantea revolucionariamente una lírica en la que se escuche «el verdadero idioma de los hombres»; o, si se quiere, el idioma de los hombres verdaderos (no meros paradigmas en que se estabilizan los valores de cada cultura). Se trataba, en fin, de «escoger hechos y situaciones de la vida ordinaria y relatarlos o describirlos todos, hasta donde fuera posible, mediante una selección del lenguaje que la gente utiliza en la vida real» (Wordsworth, 2005: 25)... No ignoraba Wordsworth, y a ello se refiere explícitamente, que una poesía así entendida no habría de ser aceptada con facilidad como tal por quienes se habían educado en el gusto clasicista.

La explicación racional de la intersección de géneros, en cuyo tramo final vemos a Unamuno, tiene una causa pareja a la que, dentro solo del teatro, movió en diversas ocasiones históricas a deshacer la compartimentación de tragedia/comedia -y, en correspondencia, la ley aristotélica del decoro-, al resguardo justificativo de que la existencia humana no muestra lo trágico y lo cómico en compartimentos incomunicados. Y algo parejo sucede cuando la lírica se acomoda en el discurso de la prosa, en un proceso que se describe con precisión a partir de Novalis y que tiene un momento central en el Baudelaire de Pequeños poemas en prosa. Esta ósmosis de verso y prosa a propósito de la poesía puede entenderse, en realidad, como una anegación que circula en dos sentidos: el mundo de la prosa -un mundo prosario y, por ello mismo, prosaico- recibe los aluviones espirituales expresados por lo común en verso; y el mundo del verso -en general poético- se capacita para referir circunstanciadamente las cosas que acaecen a los hombres en el plano de la vida cotidiana, de las que se había ocupado casi con exclusividad la prosa. De ello también trató Wordsworth en su «Prólogo», al afirmar la inexistencia de diferencias esenciales entre poesía y prosa; pues, contra la opinión gregaria de que la poesía está por encima de las contingencias y miserias de la vida común, «la poesía no derrama lágrimas como las que derraman los ángeles» (Wordsworth, 2005: 39), escribía con alusión miltoniana, sino que tiene la misma sangre humana que la prosa. En el fondo, entre las grietas que provocan este modesto apocalipsis de los géneros, la analogía entre verso y prosa era de suma importancia, pues suponía también la liberación de la poesía de las cadenas de la memoria, toda vez que el verso figura desde antiguo como el modo de acoplar el sentimiento humano a los ciclos musicales, y en última instancia a la mnemotecnia. Aplicado en general a la escritura, algo así se desprende del Fedro platónico, donde Sócrates refiere la reconvención de un faraón egipcio a Theuth, el inventor de la escritura, que no sería -contra lo defendido por Theuth- fármaco de la memoria, sino instrumento mnemotécnico que incentiva una memoria muerta e impide la apropiación del saber auténtico. Incluso a los efectos de justipreciar el valor de un poema, Juan Ramón Jiménez aconsejaba «ponerlo en prosa», desproveyéndolo de la arquitectura visual: «La poesía pierde por la arquitectura; por el empeño de darle una forma determinada, una construcción. [...] Al escribir en prosa un poema, al escribirlo seguido, la poesía gana» (en Gullón, 2008: 93).

A horcajadas la poesía entre el verso y la prosa, la prosa narrativa sufre, a su vez, los embates de los nuevos tiempos contra la codificación genérica. En el tránsito entre los siglos XIX y XX, ese proceso conoce importantes avances en el ámbito de la novela, con la novela-ensayo y con la novela lírica de carácter reminiscente o retrospectivo; y, menos, en el del teatro, donde la escisión entre las diversas modulaciones dramáticas no anula la compacidad esencial de su condición eminentemente realista (tanto da, a estos efectos, Bernard Shaw como Benavente).

Este proceso perceptible en Unamuno se había manifestado en él, antes que en otros géneros, en el ensayo, idóneo para seguir el curso cambiante del pensamiento. Lo cual, dígase ya, comportaba una actitud eminentemente lírica, adecuada en especial para la indagación sinuosa en el yo en cuanto objeto, y en el mundo también en cuanto objeto tomado desde la perspectiva del yo. Si Montaigne afirmaba en sus Ensayos haberse convertido él mismo en la materia de sus escritos, se debía a que desde el Renacimiento se va pronunciando la soberanía del yo, paralela al discurso de la razón alejado del dogma canali-zador, y tendente a una escritura que requiere acomodarse al ser humano que escribe y a los receptores de la misma. Ese continuo fue señalando sucesivas consecuciones del enseñoreamiento de lo subjetivo, que en el Romanticismo adoptó la forma de programa anticlasicista. De hecho, la historia del arte desde el Romanticismo hasta el siglo XX puede ser leída hermenéuticamente como un camino de debilitamiento de los paradigmas de género, que fueron en primer término zarandeados por la rabiosa subjetividad romántica, y que más tarde saltarían por los aires con las proclamas vanguardistas que rompían los ya débiles diques no solo entre los géneros literarios, sino también de los que separan la literatura de las restantes artes. La nostalgia de un universo regido llevó a ciertos filósofos y teóricos de las artes de la primera mitad del siglo XIX a compartimentar el «bello arte de la palabra» que hoy llamamos literatura sobre el cañamazo de, por un lado, el anticlasicismo schilleriano, quien pone el acento en el hálito del espíritu, y, por otro, la postura tradicional que culmina en Hegel, según explica Aullón de Haro (en Krause, 1995: 24): épica para una representación de la belleza «objetiva, intuitiva, contemplativa, épica», sin presencia alguna del autor; lírica para la figurada «como objeto íntimo y peculiar suyo [del poeta], subjetivado»; y teatral cuando se manifiesta «tal como el poeta la ve, mas no describiéndola como hecho íntimo suyo sino haciéndola aparecer mediante personajes que hablan»: semejante a la épica en la objetividad de la representación (y por tanto en la desaparición del poeta), y semejante a la lírica en que los actores revelan parcialmente su intimidad (Krause, 1995: 120-121). Pero estas compartimentaciones estaban comenzando ya a ser cosa del pasado.

La aparición de Unamuno en este paisaje tenía su dosis de oportunidad generacional, pues coincidía con otros autores, como Baroja y Azorín, en un escenario donde se debelaba el viejo modelo de la novela realista, último bastión del género, de manera que el resultado, a partir de sus primeras obras -las de los tres-, ya no volvería a ser el mismo. Pero ni Azorín ni Baroja personifican con tanta precisión como Unamuno el tránsito específico de una concepción convencionalmente novelística a otra mixta, en que lo novelístico ha pasado a ser subsumido en (por) otra realidad de predominancia subjetiva o lírica. El caso de Baroja es fácil de entender: su Camino de perfección (1902) es una novela que en lo narratológico responde aún, en buena medida, al modelo decimonónico. Otra cosa sucede con el curso y la modulación de su pensamiento, ya rigurosamente modernos, según se aprecia en el talante noventayochista de la abulia espiritual de Fernando Ossorio, o en el sistema círcular nietzscheano que sugiere el final de la novela, cuando se enfrentan la determinación de Ossorio en relación con su hijo recién nacido, al que pretende educar al margen de ideas tristes y de influjos religiosos, y la de su suegra, que «cosía en la faja que había de poner al niño una hoja doblada del Evangelio» (Baroja, 1998: 989). Ello hace que las novelas de Baroja se aproximen a menudo a la condición autobiográfica (El árbol de la ciencia es una transposición de Juventud, egolatría, que retroalimentaría a su vez sus memorias, Desde la última vuelta del camino); pero también ocurre al revés: sus memorias constituyen un tapiz novelesco en ellas mismas, lo que permite entender los cruces y filtraciones entre géneros como un ejemplo inmaduro de la rotura de los diques novelísticos: se trata de géneros contaminados, pero no abolidos.

Baroja no puede compararse, pues, con Unamuno en este punto de la disolución del género novela, porque se mantiene estructuralmente apegado a la fórmula tradicional. Su autobiografía -la de Baroja- es una autobiografía como tal género, y la novela que incorpora dicha autobiografía es una novela, aunque con materias trasladadas de su vida personal. El caso de Unamuno es otro, pues en él va de suyo que la novela es de condición autobiográfica, como la autobiografía es de condición novelesca. Así lo expone en el «Epílogo» que redacta a propósito de la publicación de La novela de don Sandalio, jugador de ajedrez, cuya primera edición apareció en el volumen conjunto San Manuel Bueno, mártir y tres historias más (1933): «Sabido es, por lo demás, que toda biografía, histórica o novelesca -que para el caso es igual-, es siempre autobiográfica [...] / Y por otra parte, toda autobiografía es nada menos que una novela» (1974: 95); y para ejemplificarlo cita los escritos confesionales de San Agustín y Rousseau, y Poesía y verdad de Goethe.

Distinto es el caso de Azorín, cuyo nacimiento como novelista está ya en la otra orilla, la de la nueva manera de novelar. Diario de un enfermo (1901) supone el primer tramo de un proceso de creación psicológica y filosófica de un personaje con el que, luego de los otros tramos -La voluntad, 1902; Antonio Azorín, 1903-, desemboca en ese sujeto en que concluyen personaje y narrador: el «Azorín» que, ya a partir de su siguiente libro (Los pueblos, 1905), aparece como el firmante de la obra del monovero. Este «Azorín» es alguien susceptible por tanto de ser sujeto poético (poesía, género del sujeto convertido en objeto de la escrutación) y objeto narrativo (el objeto de esa escrutación, como ente reflejo del narrador constituido en yo). Es verdad que el protagonista de Diario de un enfermo, estrechamente vinculado al Antonio Azorín de La voluntad, no aparece con ese nombre; pero lo importante es que tanto una obra como la otra son ensayos o esbozos narrativos de construcción de un yo, que podría ser ya el Antonio Azorín de la novela homónima, tal como lo entiende Inman Fox (en Azorín, 1992: 20 ss.)[1]. La voluntad es ya una antinovela, como puede apreciarse con solo compararla con Reposo (1903), de Rafael Altamira, parecida en muchos aspectos a la anterior, pero evidentemente una novela aún. La astenia espiritual de Antonio Azorín no proviene de causas identificables, ni su superación se concreta en un programa de vida; en cambio, la de Juan Uceda -el protagonista de Reposo- reproduce el viejo esquema ideológico y moral de la alabanza de aldea, y la superación de su estado se concreta en recetas de cariz krausista-institucionista.

La semejanza argumental favorece la identificación de sus rasgos opuestos, de su condición divorciada: en Azorín aparece la falta de sistema en la concepción de una novela que refleja el asistematismo espiritual del nuevo hombre; en Altamira el paradigma narratológico del pasado.

Resulta curioso incluso insinuarlo, pero un novelista tan distante de Unamuno como Gabriel Miró presenta, él sí, caracteres que convienen a esta tensión dinámica entre lo naturalístico y lo finisecular (o propiamente antinovelístico). Pues, por extraño que parezca, algunas obras del lírico Miró tienen evidentes concomitancias con los modelos del Naturalismo, en cuanto que el alma de los personajes está constreñida y ahormada por la sociedad.

La singularidad filosófica de este tipo de novela, pareja a las peculiaridades de composición, está vinculada a la incidencia del medio en el personaje, y a la consiguiente consciencia de que la modificación objetivamente posible del medio implica solventar los males que afligen al hombre; mientras que la novela finisecular presenta conflictos inherentes a la condición humana, lo cual comporta al fin la desesperanza respecto de la posibilidad de dar un sentido a nuestros actos, y la desactivación de toda propuesta de acción. En este punto, Miró cumple los mismos pasos que Unamuno, pero en orden inverso. Lo resumiré diciendo que, desde que se publica Libro de Sigüenza (1917) y su continuación en las autoetopeyas noveladas de la serie de Sigüenza, parecía que el autor había dejado de considerar la posibilidad de escribir una novela al modo tradicional. Sin embargo, sus grandes logros en este ámbito lo son de la última década de su vida. Oleza -el título en que pudieran converger tanto Nuestro padre San Daniel (1921) como El obispo leproso (1926)- representa, y no solo por la cuestión del tema, un anclaje en la cultura decimonona. Los nichos taxonómicos a que esta novela, solo circunstancialmente partida en dos libros, pudiera corresponder son bien conocidos, según expone Edmund L. King (1993: 115): novela de tesis (Doña Perfecta), de sátira social (los ingleses, Galdós), psicológica (Dostoyevski) o bildungsroman (Valera). Pero la propia imposibilidad de instalarla sin violencia en alguno de ellos indica que, so apariencia de novela tradicional, hay en ella un germen de disolución que revoca en última instancia su «tradicionalismo» narrativo. Lo que en Unamu-no puede entenderse como el correlato literario de un ser deambulante que se pellizca para sentirse ser, en Miró es una suma de teselas que, pese a su raigambre temáticamente naturalista, no están dispuestas en orden de combate, no se dirigen a algún sitio.

La crecida subjetivadora del fin de siglo acentúa en Unamuno su inclinación a desatender la planificación de un sistema, en línea con una atención creciente a las incitaciones de la lírica, que desde comienzos del Ochocientos había rehusado la disposición programática para convertirse en despliegue expresivo de un yo proteico. Aquí debiera situarse la entidad poética de Unamu-no -entiéndase: de Unamuno en cuanto poeta, hacedor de poemas-, quien, es sabido, siempre colocó su condición de poeta en el centro de su proyecto literario y aun humano. Podría suponerse que su tardía incorporación a la poesía como autor édito en volumen («Aquí os entrego, a contratiempo acaso»...)[2], tuvo que ver con este proceso de progresiva subjetivación. Sin embargo, los efectos de su irrupción poética no descongestionaron de lirismo los libros que respondían a otros códigos genéricos. Pues así como hay autores que se entregan a la poesía -tardíamente- para liberar sus otras producciones de los elementos líricos que podrían desvirtuarlas o desnaturalizarlas, en Unamuno su dedicación poética no hace sino incrementar los elementos poéticos de los otros géneros; y también sucede a la inversa: su poesía resulta afectada por caracteres propios de la narrativa. Así que si sus novelas son poemáticas, algunos libros de poemas presentan una fuerte contextura narrativa. Es lo que sucede, por ejemplo, con Teresa (1924), subtitulado «Rimas de un poeta desconocido, presentadas y presentado por Miguel de Unamuno», que responde a una construcción argumental propia de la narrativa. Los poemas del libro están puestos bajo la firma ficcional de Rafael, ya muerto, con quien Unamu-no, nos dice, sostuvo correspondencia epistolar cuando el tal Rafael lloraba en verso la muerte de su amada Teresa. El becquerianismo adolescente, que Unamuno sabía impropio de un filósofo sesentón y objeto probable de la incomprensión crítica, se protege aquí al socaire del manuscrito hallado -como en San Manuel Bueno, mártir- y los procedimientos de alejamiento consistente en pantallas superpuestas tras las que quedan muy atenuados no tanto la autoría como la actitud y el tono del autor. Nótese: hay un «Prólogo» de Rubén Darío, una «Presentación» del autor (donde expone cómo han llegado hasta él las rimas de Rafael), el cuerpo poético de las rimas, una «Epístola» de Rafael, donde ya varía el tono, unas enjundiosísimas «Notas» del autor, y una «Despedida» donde reflexiona sobre el valor del marco[3]. Procedimientos, en fin, narrativos y no líricos.

En orden de cosas bien distinto, Andanzas y visiones españolas (1922) está formado por prosas descriptivas y poemas («visiones rítmicas»). En su prólogo, aclara el autor por qué prescinde de las descripciones paisajísticas en sus novelas y dramas -una muestra más de la distorsión a que somete los géneros heredados-, y en diversos lugares se refiere a la relación entre las descripciones en prosa y los poemas de ese libro; pues no en balde las primeras son, muchas veces, según manifiesta en un artículo publicado el 27 de julio de 1923 en Nuevo Mundo, «materiales de un poema que por falta de tiempo no pude llevar a cabo». Y, para no seguir, su póstumo Cancionero (1953; compuesto entre 1928 y 1936) reúne más de 1700 poemas breves en el formato de un diario poético -y así, «Diario poético», lo subtituló su editor Federico de Onís-, que con su presentación inorgánica y como circunstancial no deja de formar en las filas del género diarístico.

Así las cosas, Unamuno se muestra ante el lector actual como un autor que, más que desbordar la compartimentación propia de la novela, mediante la inserción de elementos procedentes sobre todo del ensayo y de la lírica, lo hace como un escritor que traza sendas de incursión en unos géneros con elementos provenientes de otros, entre ellos la vertebración de fuerte componente subjetivador -y por ello mismo poético- que afecta a toda su producción literaria. En el curso diacrónico de la escritura unamuniana, este proceso se va haciendo más acusado cada día.

¿Cuál es, en este punto, la particularidad unamuniana? Como vimos que sucedía en Miró -insistamos en el carácter casi antitético entre ambos-, Una-muno presenta obras susceptibles de ser ubicadas en una u otra orilla del río que separa ambas formas de novelar: la correspondiente a pautas realistas, y la novela que se pregunta por sí misma. Su primera entrega narrativa, Paz en la guerra (1897), se atiene en lo sustancial a los modos realistas-naturalistas; en cambio Niebla es, de entre todas las suyas, el prototipo de la nueva novela que lleva en su sangre los elementos antinovelísticos que impugnan, o al menos cuestionan, su propia condición de novela[4]. Una y otra constituyen los polos de gravitación de su obra narrativa, como indica indirectamente el autor cuando, a la altura de 1923, las coteja, estableciendo entre ambas una jerarquía evidente (Unamuno, 1923):

Allá en mi mocedad, cuando tenía treinta y tres años, publiqué una novela histórica, Paz en la guerra, que va a reeditarse, y cuyo fondo es la guerra carlista de 1872 a 1876. Aquella novela está cargada de menudos detalles de lugar y de tiempo, todos ellos compulsados cuidadosamente, y el relato del bombardeo de Bilbao en 1874 puede pasar por una fidelísima narración de cronista. Pero creo, sin embargo, que no hay allí más verdad que en mi ya citada novela Niebla o en las que componen mis Tres novelas ejemplares y un prólogo. El Alejandro Gómez de Nada menos que todo un hombre, una de esas tres novelas, me parece más verdadero que el protagonista de mi Paz en la guerra. Aunque en rigor esta no le tiene o es el pueblo todo.

Todavía en 1935, vuelve Unamuno sobre el mismo asunto al dar noticia del proceso de elaboración de Niebla, en «Historia de Niebla»: «Antes de haberme puesto a soñar a Augusto Pérez y su nivola había resoñado la guerra carlista de que fui, en parte, testigo en mi niñez, y escribí Paz en la guerra, una novela histórica, o mejor historia anovelada, conforme a los preceptos académicos del género. A lo que se llama realismo». Para Unamuno, en fin, Paz en la guerra adopta aún el modelo decimonónico de los episodios nacionales para entablar un mapa de conexiones entre el sujeto narrativo y el universo exterior. En la sutura entre un mundo que se alejaba y otro que comenzaba a apuntar -1897 es un año situado en el centro de su más grave crisis religiosa y existencial-, Unamuno aprendió en esa su novela a rescatar el tamo de la historia, la sustancia anodina de los personajes anónimos, sobre la que fue pergeñando el constructo de la intrahistoria. Dos años atrás, en 1865, había dado a las prensas En torno al casticismo, cuyo primer ensayo, titulado «La tradición eterna», despliega con plena solvencia el concepto de la intrahistoria (Unamuno, 2005: 145):

Sobre el silencio augusto, decía, se apoya y vive el sonido; sobre la inmensa humanidad silenciosa se levantan los que meten bulla en la historia. Esa vida intra-histórica, silenciosa y continua como el fondo vivo del mar, es la sustancia del progreso, no la tradición mentira que se suele ir a buscar al pasado enterrado en libros y papeles, y monumentos, y piedras.

Y continúa el escritor con reflexiones alternantes entre la historia externa y bulliciosa, por un lado, y la intrahistoria por otro. Lo cual tiene su importancia, considerada la intrahistoria como una conceptualización anterior a Paz en la guerra. Esto convierte en harto significativas unas palabras citadas de «Pirandello y yo», que referían la dilución del protagonista en el magma de lo colectivo, al afirmar que Paz en la guerra, en lo tocante al protagonista, «no le tiene o es el pueblo todo»: una señal del avance de lo intrahistórico, y una muestra de que en esa primera novela unamuniana alentaban propósitos que habrían de cuajar después. Pese a que la novela corresponde a un modelo anterior, con descripciones paisajísticas y psicología de personajes, y pese a que desde un punto de vista estructural se halla todavía sujeta a las convenciones compositivas del realismo, hay en ella elementos in nuce cuyo desarrollo conducirá a las nivolas de su madurez. El título es un oxímoron unamuniano; otros elementos apuntan innovaciones desplegadas más tarde, como el autobiografismo -reminiscente en este caso- y el aludido concepto de la intrahistoria. Es a partir de 1902 cuando, con la publicación de su fábula grotesca contra la educación positivista Amor y pedagogía, decide romper definitivamente las cadenas del realismo.

A medida que fueron multiplicándose libros y avatares biográficos, fue también creciendo sin cesar ese magma en que la cada vez más improbable ordenación taxonómica de los géneros correspondía a las propensiones de su proyecto existencial. El punto de inflexión que había supuesto Amor y pedagogía obedecía a su condición de compendio narrativo y ensayístico, y aun a la interferencia en ese nuevo texto o cañamazo creativo de los elementos estrictamente subjetivos, en los dos grados posibles -narrador y autor- atinentes al ámbito de la lírica. Resulta evidente que Amor y pedagogía es el primer logro de su concepción nivolesca[5]. Pero caben pocas dudas acerca de que, en ese derrotero no solo literario en el que la creación es una forma de plasmar su avanzar vivencial a trancas y barrancas, la obra que representa el punto culminante es Niebla, como ya se ha apuntado; y también es en ella donde Unamuno habilita el término nivola, y no para sistematizar o para referirse a un nuevo género divorciado de la novela según su codificación decimonónica, sino para disidir de cualquier formulación estática. Y si Niebla constituye el dechado de la nueva novela que rehúsa llamarse así, en cambio la ilación de sus pensamientos y angustias existenciales, concretados en Cómo se hace una novela (1927), se acoge al término «novela» para aplicarlo a la digresiva fluencia de un angor vivencial que corresponde al sujeto -M. Jugo de la Raza-, pero también objeto, de la novela de la vida, de la vida como novela. Una vez arrumbada la validez del código novela tal como se había entendido hasta los comienzos del siglo XX, Unamuno asumía el nombre, que ya no sugería el atenimiento a una forma cerrada, sino el sinuoso y amebiano ir viviendo sobre la marcha. Así que el proyecto existencial o el mero proceso de crecimiento visible en las novelas de comienzos de siglo, según el dechado del bildungsroman canonizado en el Wilhelm Meister, de Goethe, dejaba paso al retrato de una manifestación inorgánica, y en este sentido cabe decir vivípara.

En más de un aspecto, Niebla había supuesto un merodeo por los barrancos hamletianos de la indecisión y la indefinición, de muy difícil concreción en el cuerpo del relato: no en balde el desdibujamiento como pasión, o si se quiere la niebla que habitaba en el título, tienen escaso fuste narrativo. El propio Víctor Goti, al comienzo de su «Prólogo», habla del «escepticismo hamletiano de mi pobre amigo Pérez». Entelequia mental y artificio de la inteligencia, el personaje es alguien cuya misión vital consiste en sentirse ser. Más determinado y definido es el vicio capital de la envidia, que se hace soberana en Abel Sánchez, novela unamuniana de 1917. La construcción de la dualidad antropológica Joaquín-Abel no halla modo de sustanciarse psíquicamente en almas vivientes: esta nueva nivola chirría por la ausencia de cordialidad autorial, que hubiera proporcionado alguna ductilidad a las coyunturas narrativas de la misma. Con el último ensayo estricto de novela larga, La tía Tula (1921), donde se produce una cierta regresión realista, se vuelve al tema que le había proporcionado en Amor y pedagogía el trasunto de la capacidad de novelar: la capacidad de engendrar, análoga a la de producir la obra de arte, se convierte en una obsesión en que se agota el creador, que, como en una mise en abime, se ve o se vería reflejado en su propia criatura. Pero hay también en ella un aldabonazo sobre la obsesión de la vida ultraterrena, que impregnará su San Manuel Bueno, mártir.

Menos condicionados por la exigencia de un armazón que cohesione las novelas largas, el escritor atinó en diversos relatos breves publicados en su madurez. Tres novelas ejemplares y un prólogo (1920) es un volumen constituido por Nada menos que todo un hombre, Dos madres y El marqués de Lumbría; obras breves, pero cimeras, cuya falta de singularización puede deberse a circunstancia tan azarosa y en apariencia baladí como que se publicaran con ese título conjunto y amorfo. Por lo demás, destaca la convergencia entre lo rescatado del relato tradicional y su propuesta narrativa donde la responsabilidad de la autoría quedaba adelgazada sucesivamente, tras pasar por los filtros en que los personajes van atenuando su vinculación con el autor.

Esa publicación fue referente para la compilación, en 1933, de la que hubiera debido ser otra trilogía, formada por San Manuel Bueno, mártir (publicada en «La novela de hoy» con el número 461, que resultaría el último de la serie), más dos novelitas inéditas: La novela de don Sandalio, jugador de ajedrez y Un pobre hombre rico o El sentimiento cómico de la vida. A ellas se unió a última hora otro relato, titulado Una historia de amor, que cierra la tetralogía dada al público bajo el título de San Manuel Bueno, mártir y tres historias más. Rehúso incidir en la importancia de San Manuel, por muy conocida, tanto en sus aspectos simbólicos como de construcción. Menos se ha hablado de La novela de don Sandalio, uno de los textos que concretan con más claridad el término novelístico al que Unamuno se había ido abocando. Don Sandalio no es, como en otros casos, una proyección del yo autorial. El narrador es aquí redactor de cartas a un amigo, en realidad entradas de un diario escrito durante un retiro de tres meses en un pequeño rincón entre el mar y la montaña, al que ha llegado huyendo de la «enfermedad de Flaubert»: la betise, la estupidez humana. De una manera harto azoriniana, pone Unamuno la lupa en el vacío enigmático de alguien que es solo un nombre: en este caso, sin otra gabela que pagar al realismo que la de su condición de jugador de ajedrez en el casino del lugar. El volumen interesa además por su enjundioso prólogo, escrito cuando Unamuno tiene una perspectiva abarcadora del conjunto de su obra. En él, y apoyándose en unos textos de Francisco Manuel de Melo y de Tucídides, vuelve a su idea habitual de que a la novela no le hace falta el realismo de lo exterior, «revestimientos pasajeros y de puro viso». Pero, precisamente a propósito de su Don Sandalio, va más allá, y llega a desdeñar la importancia incluso del argumento, casi inexistente en la novelita, aunque ello le impida convertirse en asunto de cinematógrafo. El argumento, de hecho, se halla fuera de lo novelado: el don Sandalio que imagina el narrador es uno, pero el «real» parece ser otro, del que su yerno quiso dar razón al narrador sin que este lo admitiera: no quería que el don Sandalio «real» interfiriera en su don Sandalio creado (Senabre, 2005: 75-79)[6]. Frente a otras nivolas, en esta el personaje no monologa; es solo un hueco existencial colonizado por el narrador, a su vez colonizado indisimuladamente por el autor, según expone este en el «Prólogo» (Unamuno: 1974: 14):

Una reseña crítica con la que Gregorio Marañón acusó recibo de San Manuel Bueno, mártir (El Sol, 3 de diciembre de 1931) subrayaba lo que de no novela, entiéndase de no novela según los cánones tradicionales, había en el relato del cura ateo y santo: «Personajes, lo que se dice personajes de carne y hueso, ninguno. Almas, cuatro: un cura, una muchacha, un hombre y un idiota. Almas que pasan sin vestimenta humana». Mutatis mutandis, el juicio -carencia de vestimenta humana- puede aplicarse sin recelo a las obras de Unamuno que responden a su concepción nivolesca.

Al cabo, ¿testimonio de una incapacidad o de un logro? Pocos años antes de la escritura de San Manuel, Ortega había hablado de la declinación de la novela, cuya penuria de temas había de compensarla el escritor con el mimo en los otros ingredientes, que aparecían hipertrofiados. A los prohombres de la generación de Unamuno, educados como estaban en las excelentes novelas del siglo XIX, la situación les obligaba a enfrentarse a los nuevos modos del relato. Que la fortaleza espiritual de Unamuno lo llevó a quemar las embarcaciones y a adentrarse en un camino por desbrozar, está fuera de dudas. En todo caso, y al margen de la valoración implícita de Marañón, lo que interesa de su reseña es el diagnóstico: almas sin vestimenta humana, espacio despoblado que traducía el vacío filosófico del que parecían haber huido las certezas para no regresar nunca.

BIBLIOGRAFÍA CITADA

ÁULLóN DE HARO, P, «Estudio preliminar» a Karl C. F Krause, cit. infra.

AZORÍN, Antonio Azorín, ed. E. Inman Fox, Madrid, Castalia, 1992.

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GARCÍA Blanco, Manuel, Don Miguel de Unamuno y sus poesías, Salamanca, Universidad de Salamanca, 1954.

GullóN, Ricardo [1958], Conversaciones con Juan Ramón Jiménez, Madrid, Sibila / Fundación BBVA, 2008.

King, Edmund L., «Oleza: novela como iconostasio», en AA. VV, La novelística de Gabriel Miró: nuevas perspectivas, Alicante, Instituto de Cultura Juan Gil-Albert, 1993.

Kráuse, Karl C. F, Compendio de Estética, trad. Francisco Giner, ed. P. Aullón de Haro, Madrid, Vérbum, 1995.

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UNAMUNO, Miguel de, «Pirandello y yo», La Nación (Buenos Aires), 15 de julio de 1923.

-    Amor y pedagogía, Madrid, Espasa Calpe, 1934, 2.a ed.

-    Mi vida y otros recuerdos personales, Buenos Aires, Losada, 1959.

-    San Manuel Bueno, mártir y tres historias más, Madrid, Espasa Calpe, 1974.

-    Poesía completa, II, Madrid, Alianza, 1987.

-    En torno al casticismo, ed. Jean-Claude Rabaté, Madrid, Cátedra, 2005.

WORDSWORTH, William, Prólogo a las «Baladas líricas», trad. E. Sánchez Fernández, México, UNAM, 2005.

Anales, 22, 2010, pp. 33-48

Notas:

[1] Ello parece justificar la idea de Fox de que la verdadera trilogía formativa de Azorín está constituida por Diario de un enfermo, que suele aparecer desvinculada de las obras siguientes, más La voluntad y Antonio Azorín, frente a la concepción más asentada en la crítica de que la trilogía la constituyen estas dos últimas más Las confesiones de un pequeño filósofo. En Las confesiones... poco hay, ya, de novela: el Azorín que aparece es tanto el observador adulto, que recrea las estampas del Azorín niño, como el narrador que refiere este proceso reminiscente.

[2] En realidad, el proyecto de presentarse como poeta con un libro de versos es bastante anterior; de él da cuenta en carta a Pedro Jiménez Ilundáin de 24 de mayo de 1899; cf. Manuel García Blanco, 1954: 10 ss.

[3] El inicio de la «Despedida» es absolutamente pertinente a este particular: «Al escribir las notas de este libro manifesté que acaso no debí haberlas escrito, así como tampoco la Presentación que le precede, dejando que las Rimas, en su desnudez, dijeran por sí cuanto tienen que decir. Pero ahora, según voy viendo mi obra, me doy cuenta de todo el valor de este enmarcamiento de Teresa. / ¡El valor de un marco! El marco, a la vez que aísla al cuadro del ámbito de grosera realidad que suele cercarle, suele relacionarle con él. El marco representa una ventana abierta al infinito del arte, a la eternidad» (Unamuno, 1987: 245).

[4] A pesar de que Unamuno se refiere en numerosas ocasiones a la condición zigzagueante y no sujeta a norma de su relato, Niebla aparece como analogía narrativa de sus planteamientos filosóficos expuestos en Del sentimiento trágico de la vida (1912), su obra central en el plano del pensamiento puro. En este sentido, no debe confundirse la ausencia de prescripciones externas con la carencia de un pensamiento articulado.

[5] En el «Prólogo-epílogo» que redacta con motivo de la segunda edición de la obra, más de treinta años después de la primera, se refiere a ella como nivola, y proporciona una definición del género: «Relatos dramáticos acezantes, de realidades íntimas, entrañadas, sin bambalinas ni realismos en que suele faltar la verdadera, la eterna realidad, la realidad de la personalidad» (Unamuno, 1934: 22).

[6] «El narrador crea así al personaje, le atribuye unas cualidades, lo inventa, lo hace suyo. Sin embargo, el irreprochable don Sandalio del Casino va a parar a la cárcel; y el taciturno don Sandalio del Casino “no hablaba de nadie ni apenas de nada”, pero, como aclara su yerno, “eso era fuera de casa”. Intuimos que ha existido otro don Sandalio muy diferente del que ha ido creando el narrador con sus cartas; pero cuando, muerto ya el enigmático ajedrecista, su yerno intenta hablarle a él del narrador, este lo rechaza» (Senabre, 2005: 78).

 

ensayo de Ángel L. Prieto de Paula
Publicado, originalmente, en Revista Anales de Literatura Española año 2010, N. 22

Corrientes Estéticas en la Literatura Española e Hispanoamericana

Universidad de Alicante. Departamento de Filología Española, Lingüística General y Teoría de la Literatura

Link del texto: http://rua.ua.es/dspace/handle/10045/14103
 

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