Romantizando al verdugo: las novelas sicarescas "Rosario Tijeras" y "La Virgen de los Sicarios"

por Aldona B. Pobutsky

Oakland University

pobutsky@oakland.edu

 

La sicaresca como un subgénero literario dentro de lo que se denomina la literatura del narcotráfico es un fenómeno bastante nuevo. Su origen se traza en los años ochenta y al auge del poder del capo del cartel medellinense, Pablo Escobar, cuya práctica de emplear a los adolescentes de los cinturones de miseria para eliminar a sus múltiples enemigos creó una nueva clase social con su propia subcultura que, a su vez, inspiró unos estudios sociológicos tanto sobre estos delincuentes como sobre las mujeres de su entorno[1].Pese a su conducta criminal, su implicación en el narcotráfico y una ilimitada capacidad para la violencia, los sicarios -jóvenes asesinos a sueldo, empleados desechables de los narco oligarcas de la literatura colombiana- gozan de una popularidad estremecedora, sea por su juventud transgredora, o por su destino de experimentar los altibajos de la experiencia humana en condiciones desgarradoras. Sus vidas han capturado la imaginación colectiva, y a pesar de ser una cicatriz en la faz de la nación colombiana que por más de cinco décadas ha sido azotada por todo tipo de violencia interior, los sicarios aparecen cada vez más desarrollados y mitificados en el cine y la literatura. Sus rasgos atrayentes son varios, pero todos se remontan al vértigo existencial y las exacerbadas contradicciones características a este subgrupo social. Entre ellos, sobresalen la fusión de la inocencia y la malicia, la fugacidad y la intensidad de sus vidas como producto natural de su oficio de asesinos y, finalmente, la convivencia del amor y la muerte que hace eco de las premisas románticas decimonónicas[2].

En este ensayo propongo una lectura del sicario como un sujeto emblemáticamente romántico, basándome en dos novelas sicarescas de mayor popularidad: La virgen de los sicarios (1994) de Femando Vallejo y Rosario Tijeras (1999) de Jorge Franco Ramos. Hasta ahora, la abundante crítica sobre la novela de Vallejo en su mayoría ha tomado la urbe en caos como protagonista, yuxtaponiendo a su narrador letrado como el vestigio del pasado (Bernal 2002, Díaz Ortiz 2003, López 2006), mientras que los nacientes aportes sobre Rosario Tijeras se han enfocado en su aspecto melodramático, en la cuestión de las clases sociales, o en la protagonista como una mujer de acción dentro de la cultura popular (Cabañas 2002, Segura Bonnett 2004, Pobutsky 2005). El presente estudio seguirá la pauta de los trabajos que se centran en la figura del sicario y su cultura (von der Valde 2001, Cabañas 2002, Villoría Nolla 2002), partiendo a la vez de una aproximación socio-antropológica para argüir que su atractivo principal se remonta a las premisas románticas ocultas bajo la superficie de un consumismo conspicuo y una ‘vida rápida’. Mediante el análisis de varios tropos románticos voy a demostrar que la atracción fundamental de estos textos surge de la tensión persistente entre la proximidad de la muerte y la búsqueda inconsciente del amor en sus protagonistas, convirtiéndolos así en significantes culturales controvertidos de la realidad colombiana actual. Además, este trabajo aduce que en el imaginario colectivo, los sicarios que se encuentran al hilo del conflicto entre el exquisito placer erótico y la agonía de la muerte han llegado a encarnar una versión contemporánea del sublime romántico, tal como fue definido en la segunda mitad del siglo XVIII (Edmund Burke) y en el siglo XIX (Thomas De Quincey), es decir en el momento cuando se manifiesta una característica sensibilidad ante el horror. El carácter apasionado y volátil del sicario, su oficio aterrador, su vida breve y trágica, y, sobre todo, su constante proximidad a la muerte, lo han elevado más allá del dominio de la experiencia humana en la literatura reciente, proporcionando a los lectores un viaje voyeurístico hacia una violencia sublime que sólo puede llevar a la (auto)aniquilación.

Tal es el destino de los sicarios que protagonizan las dos novelas, donde los narradores que no pertenecen al submundo de los sicarios y narcotraficantes, llegan a vivir un vértigo existencial al conocerlos y al compartir sus experiencias. En La virgen de los sicarios, Fernando, un hombre mayor, regresa a Medellín después de varios años de ausencia y entabla una relación homosexual con un joven sicario, Alexis. Su vida al lado del delincuente está marcada por el creciente amor y cariño y una simultánea orgía de violencia: Alexis, siempre armado con una pistola, mata a sus enemigos, a la gente que le molesta y a los peatones casuales. Por fin muere a mano de otro sicario, Wilmar, que después se convierte en el próximo amante de Fernando, sin que éste esté consciente de la morbosa conexión que enlaza a los dos jóvenes. Fernando se rinde a la desesperación cuando el segundo joven muere en una balacera justo antes de que los dos se escapen de Medellín para poder vivir juntos en paz. De manera similar, Antonio, el narrador de Rosario Tijeras, también se enamora de Rosario, la bella sicaria que lo trata como su confidente, siendo la novia de su mejor amigo, Emilio. De tal modo Antonio llega a saber de la vida llena de violencia de Rosario, de su niñez marcada por las violaciones y el abuso, y de su ascenso vertiginoso en el mundo criminal medellinense, gracias a la relación estrecha que la joven mantiene con los poderosos narcotraficantes. Como en el caso de los amantes de Fernando en la novela de Vallejo, aquí también la joven sicaria cae abatida a balazos, dejando al narrador desesperado ante la pérdida de esta mujer excepcional, y ante la omnipresencia de la violencia en Medellín.

En Civilization and its Discontents, Sigmund Freud despliega una imagen pesimista de la humanidad, arguyendo que estamos sujetos simultáneamente a dos impulsos básicos, la libido y la pulsión de destrucción; y que aunque se ha considerado el primero responsable de la preservación de la especie humana, es el segundo el que de hecho ha determinado nuestro comportamiento, siempre amenazando la humanidad con la disolución: “la inclinación a la agresividad en el hombre es una disposición original, autosostenible e instintiva[...] ella constituye el impedimento más grande a la civilización” (69, traducción mía). Por lo tanto, según Freud, la evolución de la civilización es una lucha constante entre Eros y la Tanatos, entre el instinto de preservar y el otro, aún más profundamente arraigado en nuestro subconsciente, de disolver y retornar al estado inorgánico, situando de tal manera a la sociedad en el umbral de la desintegración inminente. Como nos recuerda Ellis Dye, la teoría psicoanalítica freudiana que gira alrededor de Eros y Tanatos dialoga con el Romanticismo alemán, puesto que el tema del amor y la muerte, denominado en alemán Liebestod, es el leitmotif romántico por excelencia (2).

Esta dialéctica ha sido conocida y trabajada desde los tiempos de la antigüedad, pero emergió con una fuerza particular entre el alboroto de la Revolución Francesa y las subsiguientes guerras europeas del siglo XVIII y XIX, cuando, como sostiene Dénis de Rougemont en Love in the Western World, “Por primera vez, el culto de la oscuridad y de la muerte surgió al campo de la conciencia lírica” (223-4, traducción mía). Los románticos alemanes como Goethe, Novalis, o Friedrich von Schiller, popularizaron el tema de la exuberancia del amor que enfrenta la inminencia de la muerte, resucitando de tal modo la empresa antes asumida por los místicos que, a su vez, buscaban acercarse a lo trascendental de la divinidad mediante la negación del mundo y la entrega absoluta a lo espiritual (226). Este deseo de unirse a su objeto querido y de aunarse con él, a la vez eclipsado por la conciencia de la imposibilidad de alcanzarlo, constituye otro tema principal romántico: es decir, la añoranza de liberarse del individualismo y de fusionarse con el otro: “Los románticos alemanes manifiestan un dolor agudo frente al aislamiento del individuo. Les incomoda la oposición entre el sujeto y el objeto, y anhelan la unidad de los dos” (Dye 11, traducción mía). En otras palabras, los temas de Liebestod (amor y muerte) y de un deseo de disolverse en el otro para escaparse de la agobiante soledad existencial, son dos paradigmas románticos que reflejan anhelos trascendentales. Estos lemas, que resultan destructivos y frustrantes en el caso de la novela sicaresca, constituirán gran parte de la base teórica en mi análisis de la representación literaria de los delincuentes colombianos que, coincidiendo con las premisas románticas, corroboran que la vida se extingue en su momento de mayor intensidad.

No cabe ninguna duda de que los adolescentes colombianos con el oficio de asesinos a sueldo nacidos de la pobreza, el narcotráfico, y del caos sociopolítico, han capturado la imaginación literaria y cinematográfica tanto en Colombia como en el extranjero[3]. Siendo el legado de Pablo Escobar, el hombre que estimuló su brote cuando empezó a emplear a los niños de los cinturones de miseria para liquidar a sus enemigos y que los abandonó cuando por fin cayó muerto a manos de la policía (2 de diciembre, 1993), estos jóvenes que todavía irradian una especie de inocencia parecen no saber liberarse de su submundo de crimen. Llevados al libro o al cine, cobran características redentoras, o como apunta Erna von der Walde:

Mientras en las páginas dedicadas a las noticias más espeluznantes de asesinatos, especialmente magnicidios, los sicarios son una categoría en la que caben muchas modalidades de asesino, en las páginas culturales estos mismos jóvenes son estilizados, y sus gustos musicales son parte de las culturas juveniles que tanto sociólogos como antropólogos investigan. (28)

Así que la noción del sicario ha sido en gran parte mitificada, convirtiéndose, como anota von der Walde, en “una figura de culto” y una “nueva fórmula del éxito, como superación del realismo mágico” (27-8). Asimismo, otras críticas comentan el foijamiento de la mitología de una figura estetizada que consigue pasar de la marginalidad al mito, modificando comportamientos y códigos lingüísticos de los jóvenes contemporáneos (Villoria Nolla 2002, Segura Bonnett 2004, Polit Dueñas 2006).

Hay que notar que la fascinación con el sicario encaja bien dentro de la cultura popular que siempre ocupó un lugar céntrico en la narrativa negra ya que ésta, parafraseando a Michel Foucault, transmite nuestra curiosidad sobre cómo el hombre es capaz de sublevarse contra el poder, capaz de transgredir las leyes y de desafiar hasta la muerte misma con el crimen (Black 20). Entonces no es de extrañar que, históricamente, el asesino haya gozado de suma fascinación por parte del mundo literario. Tampoco sorprende que fueran precisamente los románticos los que abrazaran al criminal como uno de los tipos legendarios que pudiera relacionarse con un estilo de vida desmedido gracias a su estatus rebelde de un pequeño dios que decide por el destino de los demás. Basta recordar a Schiller para quien, estéticamente, un ladrón común era una persona de mal gusto, pero si el mismo individuo mataba, curiosamente se transformaba en el ser más digno de nuestro interés, por haber introducido el terror (“Reflections”). Dicho de otra manera, Schiller rindió homenaje a la figura controvertida del asesino, incluyéndolo en el panteón de los personajes románticos por excelencia, sea por su individualismo exacerbado, su marginalización frente a la sociedad, o su osadía de hacer lo impensable, es decir, de cometer el acto más transgresivo según lo establecido por la sociedad. Más aún, el filósofo subrayó el trecho que existe entre la óptica moral y la apreciación estética que es paralela al grado de horror que un texto produce en sus lectores. Obviamente, tal subversión de la ética por la estética no era exclusiva de Schiller, sino que siguió desarrollándose para llegar a su auge en los textos de Thomas De Quincey, cuyo sublime oscuro será analizado más adelante. Se debe añadir que la suspensión del juicio moral para enfocarse en la grandeza del asesino como un ser extraordinario cuyo estatus lo eleva de algún modo más allá de la sociedad común y corriente -la sociedad que quizá no merece vivir o, aún peor, merece morir a manos del sicario- es precisamente la postura que impregna la novela sicaresca, escandalizando al público lector pero también fascinándolo con su estética de la violencia. Aquí me propongo enfocarme precisamente en su representación estética y romantizada, poniendo de relieve la manera en que Jorge Franco y Fernando Vallejo hacen lo que a primera vista parece contradictorio, pero que sólo añade a lo atractivo de la figura sicarial: nos acercan a ellos y los deshumanizan a la vez, situando a los sicarios al filo de la vida y de la muerte.

En cuanto al lado humano del sicario, varios críticos han comentado la postura empática de Franco y Vallejo hacia sus protagonistas que, debido al abandono del Estado, parecen no tener otra salida que convertirse en sicarios para superar la miseria de su entorno. Por ejemplo, según Miguel Cabañas, el sicario “constituye un elemento trágico en el que se conjugan y se proyectan todos los horrores de una sociedad hipócrita que cierra los ojos a su complicidad en la violencia” (13-4). Dicho de otra manera, hasta cierto punto no sólo queda la figura sicarial absuelta de sus crímenes, sino que, a la vez, parece más pura y menos hipócrita que el resto de la corrupta población. Cabañas subraya el casi noble individualismo del sicario, cuando lo describe como una alegoría nacional en la novela La virgen de los sicarios: “Vallejo establece al sicario como la encarnación del alma de Colombia: un alma atropellada, un alma que sangra, un alma en constante lucha y al borde de la muerte, un alma asesina y consumidora, bella como la juventud, pobre y sincera como la comuna” (18). Puesto que la victimización propia del sicario difunde el horror de la violencia, el sicario estilizado se transforma en un pícaro comprensivo, una especie de “buen salvaje” atrapado en unas condiciones sociales insuperables.

Siguiendo esta pauta redentora, sostengo en este análisis que aunque la mayoría de los críticos (Cabañas 2002, Villoria Nolla 2002, Polit Dueñas 2006) han insistido en que los sicarios representan el auge de la cultura global del consumismo debido a su interés por la ropa de moda, los zapatos de marca, y los últimos aparatos electrónicos, tal deseo sólo funciona a un nivel superficial. En realidad, los sicarios mantienen un estatus inocente vis á vis los otros grupos criminales, que prosperan dentro de las estructuras sociales, alimentándose de los demás. Puros o simplemente ingenuos, estos menores de edad siempre permanecen en el margen, incapaces de integrarse en una estructura criminal que les proporcione el dinero fácil y cierta seguridad a largo plazo. Por ejemplo, Alexis y Wilmar, los dos imberbes que consecutivamente se convierten en amantes del narrador en la novela de Vallejo, quieren conseguir las prendas de moda pero no matan a nadie con el propósito de robar. Más bien, el matar es lo que saben hacer mejor; de ahí que maten por capricho o para eliminar a los individuos que parecen molestarlos a ellos o al narrador. En cambio, Rosario, la heroína de la novela de Franco, sueña con dominar el mercado de la droga para sobrepasar el poder de sus jefes. No obstante, este deseo funciona menos a un nivel práctico que como una manera de transgredir aún más los límites en su vida fugaz. En el fondo, los sicarios se mantienen fuera de la corrupción contaminante, guiándose más por emociones que por la razón. De tal manera, siguen los pasos de los emblemáticos protagonistas románticos, resolviendo todos los obstáculos a su modo, y pagando las consecuencias de sus transgresiones con el precio más alto: es decir, con su propia vida.

Otro aspecto que aumenta el aura romántica en ambas novelas e imbuye a los sicarios de más humanidad es su casi inconsciente búsqueda del afecto y su atroz necesidad de amor que parece ir en contra de la constante amenaza de muerte y que, finalmente, tiene que sucumbir a ella. No obstante, los dos textos son historias de amor (Rosario Tijeras más que La virgen de los sicarios), no sólo llenos de violencia sino también del deseo de encontrar el cariño y la seguridad en los brazos del otro. Por ejemplo, al convertirse en el novio de Fernando, Alexis, un joven sicario, no se aleja de su amante ni una sola vez, actuando como si su vida anterior no significara nada en comparación a la que el chico encontró con Fernando. Más aún, el adolescente salva a Fernando de las balas, cubriéndolo con su propio cuerpo aunque no lleva ningún arma para protegerse en este momento. Este acto, durante el cual Alexis pronuncia el nombre de Fernando por primera vez, es el sacrificio más grande del joven en el altar del amor. Ya que Fernando fue el único que le proporcionó afecto y serenidad, Alexis instintivamente decide salvar a su amante, sin importarle el precio. Asimismo, Wilmar, quien llega a ser el siguiente amante de Fernando un poco después y quien también sucumbe a la muerte prematura, busca el amor en los brazos del hombre mayor. Decidido a empezar de nuevo al lado de su nuevo compañero, Wilmar hace planes para escaparse de Medellín. Esta idea, como todos los esfuerzos de superar el caos y el desorden medellinenses, fracasa miserablemente, frustrando todo deseo y convirtiendo la novela en una diatriba nihilista y apocalíptica, dirigida por Fernando, el personaje principal, hacia los poderosos corruptos que alimentan y perpetúan la violencia en su patria. Sin embargo, las breves escenas de contacto entre hombres separados por la edad, la clase social, y las experiencias, son líricas y agudamente intensas, comprobando que los sicarios desesperadamente ansían el amor, sabiendo a la vez que ya están condenados a morir prematuramente. Del mismo modo, Rosario vive atrapada entre la inminencia de la muerte y su necesidad desmedida de sentirse amada. Dado que su niñez estuvo desprovista de afecto y ternura, la joven no sabe reconocer el amor ni gozarlo. O, como observa el autor mismo en la entrevista con Valerio Domínguez, la sicaria es un personaje negado al amor que “confunde mucho los sentimientos” y “[t]iende a pensar que el amor es la entrega sexual”. Por ende, no es de extrañar que Rosario confunda sus sentimientos acostándose con Emilio pero compartiendo toda su intimidad emocional con el narrador de la novela y el mejor amigo de Emilio, Antonio.

Tampoco parece casual que ambas novelas estén estructuradas alrededor de sicarios moribundos o ya muertos, los cuales se convierten así en el perdido objeto de deseo para sus admiradores apenados y todavía enamorados de ellos. Sería natural creer que las historias del amor nacidas de una violencia endémica representan el deseo de salvarse a través de una fuga hacia lo ideal. Por tanto, los sicarios que representan el aspecto más atractivo de esta violencia, debido a su belleza física, su frescura, su bravura casi sobrenatural y su carácter efímero, se convierten en los ojos del narrador (y luego los nuestros) en un punto convergente donde se entrecruzan la violencia, el anhelo, y el frenesí erótico. Por ejemplo, las descripciones que nos proporciona Fernando de su amor físico con Alexis sugieren la pasión irrefrenable y el unísono complementario muy fuera de lo común: “Nuestras noches encendidas de pasión, yo abrazaba a mi ángel de la guarda y él a mí con el amor que me tuvo” (Vallejo 24). Igualmente, Antonio, que tiene una sola oportunidad de hacer el amor con Rosario, nos confiesa en un tono hiperbólico que esta aventura ha alcanzado límites jamás experimentados por él: “y nunca antes ni después tocaría algo más real, más de carne, más hermoso” (Franco 72).

Más aún, a nivel puramente emocional, los sicarios llegan a encarnar la cumbre del amor romántico, por ser los más sensuales y los más atrevidos, pero al fin y al cabo, inalcanzables debido a la pulsión mortífera que los empuja hacia un fin prematuro. Así Fernando, advirtiendo que Alexis es mucho más que otro amorío para él, lamenta haberlo conocido tan tarde, cuando ya es mayor y desencantado con la vida: “Hombre, fíjese usted, que me viniera a dar el destino acabando lo que me negó en la juventud, ¿no era un disparate? Alexis debió llegarme cuando yo tenía veinte años, no ahora: en mi ayer remoto” (17). De modo parecido, Antonio deplora la pérdida de la mujer que lo ha tocado más a fondo y que le ha hecho sentir lo máximo:

Fue Rosario Tijeras la que me hizo sentir lo máximo que puede latir un corazón [...] para mostrarme el lado suicida del amor, la situación extrema donde sólo se ve por los ojos del otro, donde la comida diaria es la mierda donde la razón se pierde y queda uno abandonado a la misericordia de quien se ha enamorado. (Franco 88)

En ambas novelas este amor romántico funciona como un contrapunto a la crudísima temática de crimen y drogas, como un mito de salvación, corroborando que el sujeto desesperadamente quiere ser salvado del insoportable esfuerzo diario de mantener la independencia emocional. Los sicarios, y aún más los narradores de estas novelas, se sienten violentamente vacíos y desean romper con su soledad existencial a través de la unión con el amado. Tal como sostiene Georges Bataille, “No hay sujeto sin otro dado que si deja de comunicarse, un ser aislado languidece, se consume y siente (oscuramente) que a solas no existe” (Su 53). Siguiendo los pasos de los héroes románticos, los narradores en ambas novelas sicarescas -y probablemente los sicarios mismos-[4] creen que su angustia del aislamiento sólo puede ser remediada cuando se fusionan con el objeto de su deseo, cuando se disuelven en él para acercarse a lo trascendental. No obstante, en una atmósfera de criminalidad despiadada, tal destino queda frustrado y no tiene otro camino que el fracaso, la desesperación y la muerte.

Para Bataille, la coyuntura del amor y la muerte es nuestra condición primordial, ya que lo que solemos desear más es a la vez lo que más pone nuestra vida en peligro (The Accursed 104). Es decir, el individuo desea lo que teme y lo que lo aterra más es justamente perder los límites que lo hacen ser. Al enamorarse de los sicarios, los narradores se aferran a una situación límite y aprenden a vivir a su lado el instante de una manera acelerada. Mientras tanto, se acostumbran a la muerte por participar en una vorágine de destrucción contagiosa, en un exceso ruinoso donde coinciden la plenitud del horror y de la alegría. Así, por ejemplo, Antonio describe su experiencia con Rosario: “nos limitamos a seguir a Rosario en su caída libre, tan ignorantes como ella del por qué de las balas y los muertos, gozando como ella de la adrenalina y de los vicios inherentes a su vida” (Franco 66). Del mismo modo, Fernando de La virgen de los sicarios se acostumbra pronto a la manía que tiene su amante Alexis de matar a la gente en la calle. Aunque como persona culta y pacífica Fernando se opone a la violencia, optando en cambio por la resolución verbal de cualquier disputa, en un momento dado le facilita la compra del arma y de las balas a su novio asesino, entrando de tal modo en el círculo vicioso del crimen. Aquí vale la pena ponderar otra vez la observación de Bataille sobre la superioridad de lo fugaz en contraste a la banalidad de lo cotidiano, donde “nada parece más deplorable y más muerto que lo estable y nada es más deseable que lo que pronto va a desaparecer” (Visions 241, traducción mía). Asimismo, losjóvenes amantes viven precisamente en el borde existencial, transgrediendo cada frontera en su vuelo precipitado hacia la muerte. Por lo tanto, lo que los narradores anhelan les es ya inalcanzable, puesto que los días de su relación con los sicarios están contados desde el principio. Es aquí donde el tema de Liebestod llega a jugar su papel más importante; es aquí también donde los sicarios superan la condición humana tras haber ocasionado lo máximo de la intensidad trágica. Relacionados con un gasto sin límite y con la violación de la integridad del ser humano, los sicarios de las dos novelas se ubican más allá de la existencia rutinaria, fundada en una búsqueda de la seguridad y del avance social. Por ende, su atracción principal proviene de su condición extrema, del peligro que traen consigo, y de la muerte que parecen haber interiorizado. Bataille encontraría divinidad en el estatus extremo de los sicarios ya que, para él, “el espíritu abierto incondicionalmente -abierto a la muerte, al suplicio, a la alegría- [...] proyecta una luz oculta: esa luz es divina” (My Mother 144, traducción mía).

Claramente, este anhelo por abordar la muerte cara a cara y acercarse de algún modo a lo infinito resuena con la filosofía decimonónica, puesto que en la época romántica Schiller rindió homenaje a la supremacía de lo extremo al considerar que la mera belleza es menos excitable que lo que nos saca el juicio por fascinarnos pero también por situarnos en peligro:

Nadie negará que se cuida mejor el hombre físico en las praderas de Batavia que bajo el pérfido cráter del Vesubio, ni que el entendimiento deseoso de comprender y ordenar halla una satisfacción mucho mayor en una finca regularmente ordenada que en un salvaje paisaje natural. Pero el hombre tiene otra necesidad que la de vivir y permitirse el lujo de estar bien. Y también tiene una vocación que no se limita a comprender las manifestaciones de su alrededor. (112)

Es decir, Schiller dirigió nuestra atención a una característica inherente y paradójica en el ser humano: la atracción casi mórbida a lo amenazador y el deseo de alcanzarlo que, según el filósofo, nos permitiría experimentar lo máximo. En otras palabras, el sujeto que en vez de tratar de controlar su vida deja que ella misma lo lleve por los caminos más arriesgados podrá vislumbrar lo inabarcable, o lo que en el campo de la estética ha sido denominado la sublimidad.

De todos los teóricos, Edmund Burke ha desarrollado la aproximación estética más cercana a las características que determinan nuestra percepción de los sicarios al explorar el concepto de lo sublime como una presencia del terror, la imposibilidad de describir la magnitud de la emoción, el vínculo entre la sublimidad y la muerte, un puente entre Eros y Tanatos, y, finalmente, el deseo masoquista del sujeto por la intimación y la casi aniquilación. La estética del terror parte de la idea de que lo horrible mezclado con lo bello es sublime, porque anonada y abruma a la mente con sensaciones abismales que escapan a la razón. En la teoría burkeana, lo sublime debe reconocer en su base el dolor y el horror, porque son estas sensaciones extremas las que empujan al sujeto a experimentar intensamente el asombro que surge del quiebre de la contención de un orden casual de la realidad[5]. Este temor es condición para sublimarse porque excita las pasiones de una manera mucho más intensa que las sensaciones derivadas de lo sereno y lo deleitable. En contraste, lo infernalmente hermoso y dolorosamente placentero cobra matices metafísicos, rompiendo el equilibrio para caer en lo descomunal e ingresar así en lo Infinito. Dicho de otra manera, a nivel imaginario la sublimidad se vincula con la muerte; todo lo que parece sublime evoca la destrucción, causando presentimientos de su efecto. Para Burke, este dolor se equipara con el deseo por ser exaltado y violento (37). Por lo tanto, todo lo que excita en la sublimidad se asocia con la presencia de la muerte erotizada, donde Tanatos se transforma en Eros y vice versa[6].

Las breves y vertiginosas vidas de Alexis, Wilmar y Rosario nos permiten experimentar vicariamente los altibajos de la experiencia humana, mostrando una cara trágica pero también erotizante y seductora de la violencia. Típicamente, los sicarios viven y mueren de una manera vertiginosa. Por un tiempo, esquivan su propia muerte casi de milagro, sólo para morir inesperadamente justo cuando el lector empieza a sospechar que estos delincuentes juveniles son inmunes a los peligros que acosan a los demás mortales. Viviendo tan cerca del peligro, sin preocuparse jamás por su seguridad, los sicarios asumen la propia muerte, se adelantan a ella y la ‘precursan’. En un sentido heideggeriano, viven en la plenitud porque en lugar de engañarse como los demás con que la muerte no los concierne, ellos se sostienen frente a esta realidad por tener el coraje de integrar la muerte en sus vidas. Su pulsión mortífera crea en ellos una fuerte conciencia de lo que es el existir y les concede una gran sensación de individualismo. De ahí que los sicarios nos permitan ver lo que es hundirse en el abismo de la agresión perpetua, correr hacia su propia muerte y por fin encontrarla sin miedo ni vacilación.

Su relación con la muerte es quizá su rasgo más distintivo y lo que les otorga más el estatus transgresivo, ya que para los sicarios la muerte no representa un catástrofe sino el regreso freudiano al estado inorgánico de nirvana. Dado que afrentan la posibilidad radical de la muerte a diario, se ubican más cerca del infinito que los demás mortales. De hecho, están tan cerca de la muerte que se confunden con ella, convirtiéndose en indistinguibles del peligro mortal que difunden. De ahí que los jóvenes asesinos sobrepasen su propia finitud para alcanzar el infinito, y esta es la postura fundamental del sublime romántico (Weiskel 3).

Al conocer a Alexis, Fernando se entera de dos cualidades del joven que resultan ser las características claves de todo sicario: su atractivo juvenil y su propensión al homicidio: “Aquí te regalo esta belleza -me dijo José Antonio cuando me presentó a Alexis- que ya lleva como diez muertos” (10). También Fernando plantea la misma dicotomía entre la juventud inocente y la criminalidad feroz cuando comenta sobre la fugacidad de la vida del sicario: “vivos hoy y mañana muertos que es la ley del mundo [...]: jóvenes asesinos asesinados, exentos de las ignominias de la vejez por escandaloso puñal o compasiva bala” (Vallejo 11). Esta obsesiva recurrencia a la muerte y el deseo por parte del narrador de seguir firme a su lado llega a ser el leitmotif por excelencia tanto en La Virgen de los sicarios como en Rosario Tijeras. Como Novalis nos enseñó hace dos siglos, “Es en la muerte que el amor es más dulce” (225, traducción mía), y los dos textos presentan a los sicarios como seres fascinantes, cuyas vidas son sin duda hipnóticas pero también trágicamente efímeras.

La novela de Franco empieza cuando Antonio, el narrador y el admirador más fiel de Rosario, está sentado en una sala de espera de un hospital donde los médicos en vano tratan de salvar el cuerpo de la mujer que apenas hace unas horas fue acribillada a balas. Así Rosario se introduce literalmente al margen de la vida y la muerte, y esta retórica aumenta su encanto morboso desde un principio: “Aun moribunda se veía hermosa, fatalmente divina se desangraba cuando la entraron a cirugía” (Franco 5). Rosario ejemplifica la tradición romántica de Liebestod, siendo a la vez el objeto del deseo y la agente de la muerte o como señala Dye, refiriéndose a la seductora proverbial: “Como objeto, promete una liberación de la indivuación, y como femme fatale la amenaza, inspirando así el terror y el éxtasis” (62, traducción mía). La sicaria es una contradicción, una seductora deliciosamente sensual y severa, cuyo cuerpo voluptuoso promete el cumplimiento de un deseo sólo para proporcionar destrucción.

Metonímicamente Rosario es un abismo, la imagen clave de la estética de lo sublime por apuntar hacia el infinito y al escape del entendimiento. Siendo insaciable y voraz, la sicaria evoca el mito de vagina dentata, que a través de los siglos ha representado la trampa, la devoración y la castración. Esta imagen resulta particularmente adecuada en el caso de Rosario, puesto que la joven no sólo enamora a muchos locamente (“Como si uno pudiera sacarse a Rosario del corazón y después volver a metérsela. Una vez que uno empezaba a quererla ya la quería para siempre” [Franco 128]), sino que también elimina a los que, a su ver, la han ofendido. La novela de Franco refuerza aún más esta actitud paradójica en Rosario a través de las prácticas desorientadoras de la joven que aluden a lo sexual sólo para caer en lo fúnebre porque la sicaria inaugura su carrera de homicida al seducir y castrar al hombre que la violó cuando ella todavía era una niña. Más tarde y ya involucrada en la vida criminal, la joven desarrolla su estilo particular, donde besa a cada víctima en la boca sólo para matarla en seguida a quemarropa.

Como Alexis y Wilmar, Rosario irradia una sexualidad morbosa, más relacionada con la muerte que con la vida, acaso porque, como explica Jorge Franco en la entrevista citada arriba, ella “[e]staba muerta desde que nació” (Domínguez). Consciente de la pulsión mortífera de la joven, Antonio, el narrador de la novela, la trae a colación repetidamente en su testimonio non-secuencial sobre el carácter singular de Rosario. Desafiando el sentido común que quizá no puede competir con la violencia desgarradora de su contorno, tanto Antonio como su amigo y el amante de Rosario, Emilio, consideran a la sicaria inmune al peligro y superior a los demás mortales: “La creíamos a prueba de balas, inmortal a pesar de que siempre vivió rodeada de muertos” (6). Rosario parece proceder de una especie más adelantada, una raza equipada con “un chaleco antibalas debajo de la piel” (7) y con sangre “que corría a mil por hora, una sangre tan caliente y tan llena de veneno. Rosario estaba hecha de otra cosa, Dios no tuvo nada que ver en su creación” (9). De acuerdo con el sublime burkeano, Rosario excita los sentidos, aterroriza y enamora porque sus cualidades van más allá de lo comprensible y lo representable. Cautivadora y atrozmente violenta, lleva a sus admiradores a la última frontera de la experiencia humana, donde, al repartir la muerte indiscriminadamente y sin escrúpulo, se convierte en la muerte misma: “Cuando salí del ‘shock’ después de saber que Rosario mataba a sangre fría, sentí una confianza y una seguridad inexplicables. Mi miedo a la muerte disminuyó, seguramente por andar con la muerte misma” (68).

Asimismo, Fernando enLa virgen de los sicarios les otorga a sus amantes referencias bíblicas y sobrehumanas, corroborando de tal modo el estatus sublime de los jóvenes imberbes. Por ejemplo, Alexis es su “Ángel Exterminador que había descendido sobre Medellín a acabar con su raza perversa” (55) y que “no respondía a las leyes de este mundo” (17). Siendo su segundo “Ángel de la Guarda” (94), Wilmar también adquiere características satánicas en su afán de limpiar el mundo de gente: “Mi niño era el enviado de Satanás que había venido a poner orden en este mundo con el que Dios no puede” (99)[7]. Bien nota Restrepo-Gautier en su riguroso estudio sobre el vínculo entre lo urbano y la sublimidad en la novela de Vallejo que Alexis “se encuentra en el extremo del círculo donde el ángel se convierte en demonio y viceversa” (100), y que “Alexis y Wilmar son ángeles-demonios sin control porque su amo, el dios/diablo, no existe” (101).

No obstante, la sublimidad de la imagen de los sicarios encaja dentro de la proyección romántica de un ser transgredor por excelencia: un asesino. Como lo explica lúcidamente Laurence Senalick, el criminal de la antigüedad, que era víctima del destino, en la época romántica se convirtió en el arquitecto de su propio futuro, un artista que crea mediante la destrucción, en fin, un pequeño semi Dios. Y puesto que los románticos apreciaban sólo las pasiones más ardorosas, estimaban de manera similar los crímenes más atrevidos: “ningún hombre puede ser un amante adecuado si carece del temperamento suficiente para matar. La rebelión y la pasión le ganaban al asesino el respeto, la admiración y casi la veneración” (xii, traducción mía). Esta curiosa valorización estética del asesinato en vez del punto de vista moral hace eco claramente de la escritura de Thomas De Quincey quien en su ensayo “Sobre el asesinato considerado como una de las bella artes” se propone analizar “el arte del asesinato” visto y experimentado desde la perspectiva del asesino. Cuanto más distanciado el asesino de su víctima y del crimen, tanto mejor, porque el asesinato practicado por sí mismo y no como medio de venganza o de enriquecerse refleja la idea kantiana de que el arte es un fin en sí mismo y, por ende, el homicidio también llega a serlo (Báez). Dicho de otra manera, De Quincey vindica una visión estética del crimen y, por lo tanto, glorifica al asesino, el artista del sublime oscuro, quien cobra características casi míticas y se convierte en un héroe popular cuyos actos escritos en sangre inspiran a los jóvenes.

Igual que la literatura romántica, la novela sicaresca junta los temas del amor y del crimen, glorificando a los personajes que ejemplifican la exaltación de la libertad y la embriaguez con el peligro. Además este género exhibe el mismo culto a lo oscuro que le rindieron los románticos al criminal y su rechazo de la ética por la estética ya mencionada arriba en el ensayo de Schiller. Las dos novelas sicarescas subrayan repetidamente la superioridad del asesino sobre las instituciones sociales, y sobre la demás población en general. Por ejemplo, Rosario se convierte en ídolo en Medellín, digna de emulación, como si fuera estrella del cine. Y son precisamente su sanguinaridad y su oficio de asesina los que excitan tanto la imaginación de sus admiradores, quienes dejan graffitis por la ciudad para inmortalizar su fama: “Rosario Tijeras, mamacita”, “Capame a besos, Rosario T”, “Rosario Tijeras, presidente, Pablo Escobar, vicepresidente” (Franco 71). Del mismo modo, el narrador de la novela de Vallejo constantemente rebaja a todos los sectores de la sociedad, elevando así la figura del sicario más allá del resto de la población. Para él, el Estado es “el primer delincuente” (84), los pobres sólo saben “parir y pedir, matar y morif’ (84), y la sociedad en general es causante del caos destructivo: “Ni en Sodoma ni en Gomorra ni en Medellín ni en Colombia hay inocentes; aquí todo el que existe es culpable” (82). En contraste, Alexis, su “potentosa máquina de matar” (32) y los sicarios en general, poseen cierto brillo de inocencia, simbolizando a los ángeles exterminadores que vienen a “purificar” la sociedad a través de la destrucción. Sensuales y atractivos, estos justicieros ejecutan la muerte indiscriminadamente, convirtiendo su desvío criminal en un estilo de vida en donde la violencia ha impregnado todos los aspectos de su existencia. Su destino y sus circunstancias manifiestan las perversiones del sistema que ha acosado a todo el país: la criminalidad, la violencia sin fin, y la indiferencia absoluta ante la muerte.

“Romantizar” el mundo, escribió Novalis, consiste en “conferir al tópico significación elevada, a lo ordinario una apariencia misteriosa, a lo corriente el mérito de lo insólito, a lo finito el aspecto de lo infinito” (El Romanticismo 74-5). De una manera similar, los sicarios reales, menores humildes de las comunas, cuya existencia acaso nunca se hubiera manifestado en la conciencia cultural si no fuera por sus crímenes atrevidos y por el interés que estos chicos han despertado en los círculos literarios, ahora en el marco cultural sobrepasan la finitud de la raza humana por su criminalidad exacerbada y su relación estrecha con la muerte. Mientras que los narradores de estas dos novelas se esfuerzan por aferrarse a este objeto de su inconmensurable deseo y de mantenerse a su lado, los jóvenes asesinos a modo de los emblemáticos héroes románticos ya están demasiado involucrados en su viaje existencial que transgrede todos los límites. Representando una nueva figura mítica enraizada en la cultura paisa[8], estos delincuentes juveniles usurpan las prerrogativas de los dioses, imponiendo su propia voluntad más allá de la razón, a través del terror y la exterminación. El deseo por parte de los narradores de unirse con tal figura sublime queda destinado al fracaso desde el principio, ya que el sicario nace condicionado a ser arrebatado por la muerte. La promesa amorosa de “hasta que la muerte nos separe” reverbera con una ominosidad atroz en el mundo, donde vivir se convierte en un lujo descomunal. Víctor Gaviria, el cineasta famoso por sus desentrañables películas sobre niños callejeros en Colombia, observa: “Algunos vivimos como si no nos fuéramos a morir nunca. Otros viven como si ya hubieran muerto, viendo pasar su procesión fúnebre delante de ellos” (Jáuregui 229). Esta es la manifestación principal del sicario como figura literaria: un ser con el poder de abordar la muerte cara a cara, de ver en ella la abertura a la continuidad imposible de conocer, de llevar a los demás hasta el límite de todo lo posible. Su carácter romántico reside en su capacidad de afirmar la voluntad de la extinción de los demás y de sí mismo, en el desafío brutal a todas las condiciones de la identidad y de la legalidad, en el abandono de todo resguardo. Ambas novelas sugieren que el encuentro con el sicario promete una confrontación agonística, no sólo con situaciones límites sino también con la condición limitada del ser. Estos jóvenes son testimonio del rebosamiento del límite del ser, de la exuberancia de fuerzas puestas en juego y de los gastos excesivos a los que lleva la violación de los seres.

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Notas:

[1] Véase los estudios de Alonso Salazar: No nacimos pa’ semilla (1990), Las subculturas del narcotráfico (1992; éste en colaboración con Ana María Jaramillo), o Mujeres de fuego (1993), que consta de una serie de testimonios de mujeres que participaron en la lucha guerrillera, en las milicias populares, o en el ambiente del sicariato, siendo novias, hermanas, o madres de los actores de la violencia. La más reciente publicación antropológica sobre los delicuentes juveniles y el fenómeno del sicariato es Dwellers of Memory. Youth and Violence in Medellín, Colombia de Pilar Riaño Alcalá (2006).

[2]   Según el alemán Novalis, la muerte, como el amor, le da sentido a la vida, convirtiéndose así en el principio romantizador de la vida (20).

[3] Basta ver la panoplia de las recientes películas sobre el tema del narcotráfico (La virgen de los sicarios de Schroeder [2000], El rey de Dorado [2006], Rosario Tijeras de Maillé [2005], Sumas y restas de Gaviria [2004]), o el creciente volumen de las monografías sobre la narco novela.

[4] Es interesante notar que los sicarios siempre son el objeto de la atención y la admiración del otro, nunca expresándose ellos mismos. Mientras que se podría argüir que tal perspectiva exacerba su estatus de víctima que carece de su propia identidad e historia (véase el ensayo de Polit Dueñas), hay otra manera de ver este distanciamiento como una aproximación que añade misterio y un carácter efímero al sicario, es decir, las características románticas.

[5] En la cuarta parte de Enquiry, Burke analiza cómo este sentimiento aparentemente negativo provoca placer por habernos sacado del típico estado de indiferencia en el cual vivimos a diario. El sentirse anonadado por la grandeza de un agente externo que uno es incapaz de representar e imaginar, permite, si bien sólo por un instante, entrever la trascendencia.

[6] Esta transformación es de dos caras ya que el amor -que suprime la libido en el proceso de socialización-, pronto cobra características agónicas y mortuorias (135). Siendo más bien una especie de melancolía (112) y languidez, el amor se asemeja a una placentera disolución que queda casi indistinguible de la muerte. Esta vez, Eros se transforma en Tanatos, y lo bello predomina sobre lo sublime, perdiendo sólo sus rasgos diferenciantes en la muerte.

[7] El excelente estudio de Pablo Restrepo-Gautier, apunta perspicazmente a otros dos casos de lo sublime, cuando el narrador ve “la incomensurable, la sobrecogedora maldad de Dios” (119) en los ojos del difunto Wilmar y cuando observa dolorosamente el fallecimiento de Alexis: “[Alexis] se desbarrancó por el derrumadero eterno, sin fondo” (78). Bien nota Restrepo-Gautier que “La mirada de Fernando en los ojos de la muerte se presenta con términos que tradicionalmente se asocian con la experiencia sublime. La Mirada de Fernando en el infinito produce un efecto parecido a la experiencia burkeana: una sensación abrumadora que produce asombro” (103).

[8] La cultura paisa procedente del departamento de Antioquia suele reconocerse por su carácter profundamente religioso, disidente, audaz y emprendedor. Salazar vincula sus aspectos negativos con el fenómeno del sicariato, tomando en cuenta tales características como el afán de lucro y de acumulación, el espíritu aventurero y colonizador, y el machismo (“Las bandas”).

 

por Aldona B. Pobutsky

Oakland University

pobutsky@oakland.edu
Publicado, originalmente, en Revista Iberoamericana, Vol. LXXVI, Núm. 232-233, Julio-Diciembre 2010, 567-582

University of Pittsburgh

Link del texto: https://revista-iberoamericana.pitt.edu/ojs/index.php/Iberoamericana/article/viewFile/6740/6916

 

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