Mi entrevista con Antonio Machado

Pascual José Pla y Beltrán

ROCAFORT, asentado sobre el declive de un cerro enano, tiende largamente sus pies al cercano mar donde las espumas marinas se confunden con las jaspeadas barcas pescadoras. La tierra fulge verdes rabiosos, amarillos tonantes y acalorados sienas, cruzado de continuo—de día y de noche—por ese rumor fresco que tiene el agua de las acequias. Esto son los pies de Rocafort. Su frente está coronada por un pinar menguado; de su hombro diestro baja en las noches del estío el azahar de los naranjales, cuyos huertos han ganado los hombres horadando en la piedra, a fuerza de sudorosos sacrificios: sangre, trabajo y tiempo.

En este Rocafort levantino moró Machado algunos meses. Ocupaba un bello chalet en la parte baja del pueblo, con un huerto de jazmines, de rosales y limoneros. Este paisaje, en el crepúsculo de su edad, le recordaba su niñez en Sevilla. El edificio tenía —o tiene— un mirador abierto, desde donde podía adivinarse el mar. En aquella pequeña terraza solía recibir Machado sus visitas. Allí, o a la sombra de aquellos limoneros cuajados de amarillos frutos, compuso seguramente el poeta sus últimas estrofas. Debió, también, dialogar más de una vez con Dios allí, pues vivía como a las bardas del mundo, y él había dicho:

Quien habla solo, espera hablar a Dios un día.

Yo había decidido aquella tarde ver al poeta. Era en agosto de 1937. Sentía—siento, como todo joven español que lleva la raíz de España en su sangre— veneración por él. Sus versos, con los de Juan Ramón, son lo más sustancial, lo más hondo y latente de nuestra poesía contemporánea. Es el barro, la materia hecha temblor. Yo conocía bien al poeta, pero casi desconocía al hombre. Le había visto por primera y única vez hacía unas semanas, en una reunión literaria, en Valencia. Me lo presentó don Tomás Navarro Tomás. Después, terminada la pequeña fiesta, Antonio Machado tuvo la amabilidad de llevarme hasta Rocafort en su coche. Apenas hablamos durante el viaje. Le adivinaba fatigado, o en muda conversación con Abel Martín. Alguna palabra sobre las huertas, los naranjos y la obra hidráulica de los moros; el contraste de Valencia con Castilla, que hizo a España. Al despedirnos, me dijo Machado:

—Pues que somos vecinos, venga usted a verme; verá qué hermosa casa tengo.

Le prometí que iría; pero mi visita se fue demorando hasta aquella tarde del mes de agosto. Conmigo llevaba un ejemplar de sus Páginas escogidas, para que me lo firmara el poeta. Más de una vez me detuve en el camino, abrí el libro y leí sobre la concepción de su poesía y su estética. Era la emoción, el cordial sentimiento humano lo que más vivamente parecía interesarle. La poesía como prolongación del ser y del existir del hombre, del hombre colosal que era y existía en Antonio Machado. Conjugar la voz interior con él contorno, la sangre con la gracia, no como un ángel podría hacerlo sino como la criatura humana lo hace. Así sus versos son directos, tal puras experiencias o testimonios vivos. A la difícil facilidad de Juan Ramón Jiménez, puede oponerse la sencilla profundidad de Machado; a la juanramoniana definición del poema, no lo toquéis ya más: así es la rosa, podría y parece decir Machado: no lo toquéis ya más: así fue el hombre.

(No creo que S. M. haya pretendido ir mucho más allá de donde fue Machado al proclamar la necesidad imperiosa de una poesía capaz de hacer llorar a las mecanógrafas. Hay que vitalizar, vivificar, poner en ascua pura la poesía).

Me hallé frente al chalet. La sangre me estallaba en los pulsos. De las verjas pendía una maraña confusa de jazmines. Me abrió la puerta una muchacha delicada, muy joven, sobrina del poeta. Me hizo aguardar en el jardín mientras ella subía a comunicar mi llegada. Los limoneros desgarraban sus ramas con la acongojada acidez de sus frutos. Reapareció la muchacha en lo alto de la escalera y con un gesto de su mano me invitó a subir. Detrás de ella divisé a don Antonio; le acompañaba su hermano José. Me acogieron con tanta cordialidad que mi nerviosismo cesó.

Fuimos a la terraza o mirador de que antes he hablado. Allí había una mesa, a cuyo alrededor tomamos asiento. Antonio Machado—con su perpetuo traje marrón—se sentó al frente; su hermano se colocó a mi diestra. "He frente a mí —pensé— al hombre sobre cuyos hombros reposa la más entrañable poesía española".

Era conmovedor ver el cariño con que se trataban ambos hermanos. Es difícil ser artista y no poseer un rencor, una envidia, un veneno. .. Soy, en el buen sentido de la palabra, bueno —había escrito el poeta. Ahora hablaba con su ligero acento andaluz, con su dura timbrada voz agradable. De vez en vez requería el asentimiento de su hermano; éste corroboraba sus aseveraciones con una palabra, con una sonrisa, con un gesto, con una mirada.

—Esto es hermoso, muy hermoso —comentaba Machado. Esto es como un poco de paraíso. Sobre las huertas flamean todos los verdes, todos los amarillos, todos los rojos. El agua roja de ésas venas surca graciosamente y abastece el cuerpo de esta tierra. ¡Cuánto ha debido laborar el hombre para conseguir esto! Los valencianos están orgullosos de sus tierras, que no tienen que desgarrar sino acariciar con el mimo con que se besa a una muchacha; pero esto, que yo amo y admiro como una bendición, no es la tierra, la tierra ancha y dura, ascética y peleadora de Castilla. ¡Castilla hizo a España! Sin Castilla posiblemente esos naranjos no dejarían ahora caer su azahar bajo estos cielos..., al menos para nosotros. Estos campos (estos campos son la vida y otros campos son la muerte, he leído no sé en qué lugar), esta hermosura materializa al hombre, lo vuelve en exceso terreno. Aquí, entre esta verdura, difícilmente se angustia uno con la muerte. Y no existe contradicción en esto, pues lo que pasa es que aquí la idea de la muerte muy raramente conturba el espíritu del hombre. El hombre es aquí tan material, que parece vivir con la convicción de que su permanencia será eterna sobre la tierra. ¡Castilla es tan distinta! ¡Tierra de místicos, de guerreros y de truhanes! El hombre vive allí con la esperanza del más allá, desdeñoso de la tierra, con una gran lanzada de Dios en el espíritu. Los pies en el suelo, mas la cabeza clavada en la infinitud del espacio. Castilla es la conquista, la expansión, la fe, lo absoluto; Valencia es el laboreo, la constancia, la conservación de lo por aquélla conquistado. ¡Castilla es el espíritu de España!

(Yo me acordé de Eusebio García Luengo, el cual, una tarde en que caminábamos por campos de Foyos, me dijo mientras devoraba una punta de boniato y abarrotaba de naranjas su gran cartera —migas de pan, cuartillas a medio escribir, cacahuates, recortes de prensa y algún Eugenio D’Ors deslomado—: "Tienes que convencerte de que esto, esto en que apoyamos los pies, no es la tierra. La tierra es Extremadura; la tierra es Castilla. ¡Pero esto! ¡No ves que el verde no deja ver la tierra! Tuve que darle la razón).

—La llevada y traída y calumniada generación del 98, en la cual se me incluye—siguió hablando el poeta un poco abstraído, sereno y alegre: con esa alegría tan seria de Machado y del español—ha amado a España como nadie, nos duele España —como dijo, y dijo bien, ese donquijotesco don Miguel de Unamuno— como a nadie ha podido dolerle jamás patria alguna. Pero los españoles habíamos soñado con exceso, habíamos vivido demasiado de nuestros antepasados, demasiado como milagro. Nuestro sueño cayó con la bancarrota de las últimas empresas ultramarinas. La razón contundente de nuestros fracasos nos demostró que podía lucharse pero no vencerse con lanzas de papel. Recogimos velas, las pocas y desgarradas velas que aún nos quedaban, y nos volvimos patria adentro. Había que poner un poco de orden aquí. Nuestra universalidad, la universalidad de España no puede ser ya una universalidad física sino espiritual. No nos engañemos.

Del cielo encapotado, fosco, desprendióse una fulminante llamarada; seguidamente se escuchó un imponente trueno. Comenzó a llover.

Yo dije, tal vez tontamente:

El pesado balón de la tormenta de monte en monte rebotar se oía.

Antonio Machado sonrió.

—No sé —dijo de nuevo— si han sido mis palabras o mis versos, que fluían en la mente de usted, los que han convocado la tormenta, pues no creí que fuera a llover esta tarde. Veo, también, que usted lee mis versos; yo no los leo nunca. No los leo, porque creo que los versos son intuiciones cuajadas, experiencias latentes, cuando son y significan algo; pero precisamente por lo que tienen de testimonios de momentos que fueron, de sombras del pasado, nos llevan fatalmente a la elegía. Yo dejo caer mis poemas como hojas frescas, como esas hojas de limonero tan relucientes bajo el agua, sin volver sobre ellos; así tengo la impresión de que permanecen tan juveniles como cuando los concebí y creé.

—Lo siento por usted, don Antonio —le interrumpí—. Debería leer al mejor poeta de España.

—Me basta —y su palabra cobró una entonación especial— con leer a Jorge Manrique y a Federico García Lorca.

Sus sobrinas aparecían de cuando en cuando, preguntaban alguna cosa, traían un vaso con agua; a veces se las oía palmotear bajo la lluvia, en el jardín. Machado las trataba como si llevara el corazón en la mano.

Era un hombre tan bueno, que aun al mayor criminal le hubiera encontrado una disculpa. Hubiera dicho: "Habrá que estudiar bajo qué circunstancias ha cometido tal acto. El hombre, que es un arcano temblor para la poesía, para la razón no puede ni debe de ser un asombro. Investiguemos. La humana criatura es buena. En el fondo—¿no te parece a ti, José?— todos tenemos algo noble, todos llevamos un poco de Dios en el corazón”. No sé si Machado fue siempre así, si en su juventud —la juventud es intransigente llama destructora, voz o intuición del caos— fue también así; pero aquella tarde del pueblecito levantino, bajo el clamor de la tormenta, así era Machado, así me pareció que era Machado. Había envejecido, y la edad le pesaba demasiado en los huesos:

"Sin placer y sin fortuna, pasé como una quimera mi juventud, la primera..., la sola, no hay más que una: la de dentro es la de fuera”.

Yo cometí otra pequeña indiscreción (debo confesar que nunca pensé utilizar aquella entrevista para un artículo; hoy lo hago; que su memoria me perdone). Llamé al corazón del poeta.

—¿Qué sabe de su hermano Manuel?—dije.

El rostro de Machado se iluminó.

—Es para mí una tremenda desgracia este estar separado de Manuel -—me contestó—. El es un gran poeta. El, además de mi hermano, ha sido mi colaborador fiel en una serie de obras teatrales; sin su ánimo nunca esas obras hubieran sido escritas —hizo una breve pausa—. La vida es cruel a veces; a veces es excesivamente dura. Pero este dolor nuestro, por profundo que sea, no es nada comparado con tanta catástrofe como va cayendo sobre el pecho de los hombres. Sin embargo, cuando pienso en un posible destierro, en una tierra que no sea esta atormentada tierra española, mi corazón se llena de pesadumbre. Tengo la certeza de que el extranjero significaría para mí la muerte.

No sé que sombra posó su ala sobre el espíritu del poeta. Había cesado de llover. Del jardín ascendía un oloroso azahar de limonero. José se levantó y trajo una pluma. Machado me firmó el ejemplar de sus Páginas escogidas, que yo, entre tanta catástrofe, he terminado por perder. Luego bajamos al jardín. Anochecía cuando les di mi adiós.

Ya no volví a ver al poeta en vida, aunque le pueda ver en su muerte. Diecinueve meses después moría sobre tierras francesas. Debía de ir como él serenamente había presentido en uno de sus más conmovedores versos: casi desnudo, como los hijos de la mar. Y es que Antonio Machado era tan español, que le era imposible vivir sobre otra tierra que no fuese esta áspera y atormentada tierra de España.

 

Pascual José Pla y Beltrán

 

Publicado, originalmente, en: Cuadernos Americanos AÑO XIII VOL. LXXIII 1 Enero-Febrero de 1954

Cuadernos Americanos es editado por la Universidad Nacional Autónoma de México / Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe
Link del texto: http://www.cialc.unam.mx/ca/CuadernosAmericanos.1954.1/CuadernosAmericanos.1954.1.pdf

 

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