Viajes y desplazamientos en Los Pazos de Ulloa:

técnica narrativa y significado

Ensayo de Ermitas Penas Varela

Universidad de Santiago de Compostela

Cuando se penetra en la lectura de la gran novela de Emilia Pardo Bazán, publicada en 1886, salta a la vista que en ella tienen lugar tanto viajes como desplazamientos. Algunos son relatados más o menos por extenso por el narrador omnisciente, pero otros simplemente se mencionan o se eliden en la narración, incluso, nunca llegan a producirse.

En principio, en Los Pazos de Ulloa el viaje, motivo recurrente de la literatura universal, implica el movimiento de los personajes, quienes se trasladan de un lugar a otro cuya distancia entre sí no solo es distinta en cuanto a medida, sino que, consecuentemente, y con el cronotopo bajtiniano al fondo, la duración temporal de la misma resulta variada. Pero, además, debe tenerse en cuenta que en la novela pardobazaniana funciona la que el diccionario académico da como tercera acepción del término: el viaje como ‘camino’. Así, pues, un doble significado al que, como se verá, se une un tercero metafórico, de estirpe machadiana: el camino lo conforma el que viaja, «se hace camino al andar».

En cuanto al desplazamiento, también puede entenderse, en su dimensión física o motriz, como movimiento: el ir o venir de una parte a otra, pero aquí la distancia entre estas es más corta, la duración del camino es menor e, incluso, a veces, el espacio y el tiempo en sí mismos parecen irrelevantes, aunque lo parezcan.

En Los Pazos de Ulloa viajes y desplazamientos son terrestres y discurren por el país natal de las criaturas de ficción, no por un mundo exótico, si bien el medio de locomoción no siempre es el mismo. Los personajes utilizan vehículos de tracción animal como la diligencia o carruaje, montan diferentes caballerías o transitan a pie.

Puede comprobarse en el texto que es el protagonista, Julián Álvarez, joven sacerdote recién ordenado con destino a la capellanía de la casona solariega, no solo el personaje que más se mueve, sino que él es quien se traslada a lugares más lejanos. En principio, hará el mismo camino por dos veces. En la primera viajará, un día de septiembre[1], en el carruaje desde Santiago de Compostela a Cebre — inspirado en el pueblo de Cea- por el camino real a Orense, hoy carretera nacional 525. Esta parte, la más larga del trayecto, no se narra, pero sí la que le sigue. De Cebre en solitario bajará un prolongado y pendiente repecho a lomos de un jacucho, al que a duras penas lograba dominar por su «escasa maestría hípica» (4). Terminado el descenso, «caían ya oblicuamente los rayos del sol» y se notaba «el aire frío de la tarde» (4) otoñal cuando el sacerdote pidiendo información a un peón caminero sobre la distancia que le separaba de su meta, recibe la poca exacta respuesta de «un bocadito» (5), lo que no aclarará poco después la mujer a la que se encuentra, quien le responde con igual imprecisión: «la carrerita de un can» (6). Llegado al crucero que le había indicado el peón, atisba los Pazos al tiempo que unos tiros asustan a su cabalgadura, lo que provoca que «a punto estuvo el clérigo de besar la tierra»» (8).

Provenían estos de tres cazadores: Pedro Moscoso, el abad de Ulloa y Primitivo. En compañía de ellos, Julián llegará al final de su viaje cuando ya «era noche cerrada, sin luna»» (12), apareciendo tras del soto «la ancha mole de los Pazos de Ulloa»» (12). Por tanto, el trayecto desde Cebre, según el calendrio solar del mes de septiembre, habría durado en torno a una hora y media o dos horas escasas.

Ese mismo camino y con iguales medios de locomoción lo hará el capellán en sentido contrario al final de la novela. Montando ahora otra cabalgadura, una yegua, el protagonista, expulsado de los Pazos por su amo, se encontrará con el cadáver de Primitivo rodeado por la hierba ensangrentada. Tampoco se le presenta al lector el trayecto de Cebre a Compostela.

Entre medias Julián hace idéntico viaje de ida a Santiago, ahora acompañado por el señorito. Tienen que ir a pie porque, según Primitivo, a la yegua le faltaba una herradura y a la burra le habían asestado dos puñaladas. Deben darse prisa ya que la diligencia, proveniente de Orense, pasaba por Cebre a las doce del mediodía. En el entorno del soto de Rendas se les unirá Primitivo, tras un intento fallido, descubierto por Moscoso, de meterle al joven presbítero unas postas en el cuerpo.

Este regresará solo a tierras orensanas en torno a un mes después de la boda de don Pedro y su prima Nucha, celebrada a finales de agosto, cuando estaba a punto de estallar la Gloriosa. Una vez más el narrador evita relatar el viaje en diligencia hasta Cebre, pero no el tramo desde aquí hasta la casa solariega en compañía de Primitivo, quien lo había ido a esperar. En aquella enorme y destartalada residencia —recuerda el capellán- llevaba viviendo un año, tras haber llegado a finales de septiembre del anterior[2].

Ese reiterado viaje será también emprendido por el nuevo matrimonio «a fines de un marzo muy esquivo y desapacible» (119-120). Por primera vez el lector consigue conocer algo, a través de los datos proporcionados por la voz narradora, del trayecto de Santiago a Cebre. La diligencia, que salía «tan de madrugada» (120), debía emplear en él unas nueve o diez horas, teniendo en cuenta las referencias temporales del propio texto y que en la época no existía el cambio actual[3].

Sin embargo, no hay indicación alguna del viaje de Julián a «la parroquia apartadísima [...] de montaña, más montaña que los Pazos, al pie de una sierra fragosa, en el corazón de Galicia»» (261), donde lo envía el arzobispo y en la que permanecerá diez años. Al cabo de los cuales volverá como párroco de Ulloa. Llega a pie: «Avanza despaciosamente por el carrero angosto que serpea entre viñedos y matorrales conduciendo a la iglesia»» (264), pero nada sabrá el lector de este trayecto.

Sí conocemos, sin embargo, el proyecto de tres viajes, dos de los cuales llegan a realizarse, aunque de forma diferente a lo planeado, y un tercero frustrado. Todos tienen como destino Santiago de Compostela. El primero, como hemos visto, se produce, pero no como lo había pensado Julián, quien en el capítulo VIII, decide emprender el regreso en vista de la situación pecaminosa vivida por el marqués, amancebado con Sabel de quien tiene un hijo, lo que el capellán no puede sancionar con su presencia en la casa. Pero, sorpresivamente, la conversación que ambos personajes habían mantenido la víspera lleva a don Pedro a emprender ese viaje con Julián.

El segundo proyecto no se llevará a cabo. El capellán, en el capítulo XIX, decide marcharse, «echado por el feo vicio, por el delito infame» (168), pues Sabel, a quien el curita había visto salir temprano del dormitorio de Moscoso, había vuelto con él. Dispone el equipaje, ya que «no le era lícito permanecer allí ni un instante más» (168), pero el recuerdo de la niña le hace posponer el viaje. A continuación, un conjunto de episodios tristes y tenebrosos —el de la Sabia echando las cartas, el de la araña, el de su desasosegante pesadilla, el de la crisis nerviosa de Nucha después de bajar al sótano- evitan definitivamente aquella vuelta a Compostela.

Este sería el punto de llegada del tercer viaje, pero no se realizará. Se trata de la planificada huida de los Pazos de la señorita y su pequeña, acompañadas de Julián, convencidos de que peligra la vida de ambas. No se llevará a efecto, pero sí el del capellán, en solitario, siguiendo el consabido itinerario, ya comentado.

En cuanto a los desplazamientos, como se señaló, no duran tanto como los viajes. El capellán junto al flamante matrimonio se dirigen a Cebre, un día de verano, para visitar a «la aristocracia circunvecina»» (131), como irónicamente dice el narrador. Se trata de un camino conocido para el lector que Moscoso hace sobre la yegua castaña, Nucha sobre la borriquilla y Julián sobre una mula. Los primeros que los reciben son el juez y su esposa, después se dirigen a cumplimentar al arcipreste de Loiro y su hermana, parroquia distante una legua, unos cinco kilómetros y medio, que llevaría recorrerlos menos de una hora, tiempo que se emplea en hacerlo a pie.

Al día siguiente se desplazan «tempranito» (135), se supone que en idénticas cabalgaduras, desde los Pazos porque necesitaban «toda la larga tarde» (135) para cumplir con las señoritas de Molende y los señores de Limioso. Los jinetes lograron ahorrar tiempo porque las jóvenes habían ido a la feria de Vilamorta[4]. Este camino desde la «huronera » hasta la residencia de estas es solo mencionado por el narrador, pero no así el de aquí al decrépito pazo de Limioso, del que los personajes salen «cuando ya anochecía»» (139).

Son desplazamientos en los que siempre se vuelve a la casa solariega, igual que el que realiza Julián, a pie y apoyándose en «un palo» (48), hasta la próxima parroquia de Naya, distante «una legua y media escasa»» (48), con motivo de la celebración del día del patrón. El protagonista, en una «tarde hermosísima» de primavera, sale al anochecer de los Pazos. Regresará al día siguiente, también andando durante noventa minutos y le sobrevendrá una «noche templada y benigna» (63)[5].

Pero a la rectoral de Naya también concurren otros personajes que se han trasladado allí desde otros lugares cercanos. Nada menos que quince curas, entre ellos el abad de Ulloa, el de Boán y el arcipreste de Loiro, además del notario y el médico de Cebre, el cacique Barbacana, el señorito de Limiosa y, a los postres, el marqués de Ulloa. Se omite totalmente la referencia a estos desplazamientos.

Y algo semejante sucede cuando algunas de estas criaturas literarias —el notario, el señorito de Limioso y los curas de Boán y Naya- más Bico de rato, van a los Pazos para, tras pernoctar allí, dirigirse al monte y disfrutar de una invernal jornada de caza. Salieron al día siguiente, al «romper el alba » (193), acompañados de Julián, quien montaba una pollinita. Llegaron al cazadero sobre las nueve de la mañana. El regreso al punto de partida se le escamotea al lector, así como la ida a los Pazos y la vuelta de las señoritas de Molende, el juez de Cebre y el abad de Ulloa, a quienes don Pedro les muestra los trabajos de restauración de la capilla.

El arcipreste de Loiro, en plenas elecciones se desplaza desde aquí a Cebre, en una mula, para conversar con Barbacana. Después de encontrarse con don Eugenio, el párroco de Naya, que también se había trasladado al pueblo, en una yegua, desde su rectoral, se dirigen a los Pazos. Es el mismo itinerario con el que arranca la novela, transitado varias veces en su transcurso como ya se ha dicho.

Perucho se encaminará, corriendo a toda prisa, desde la casa solariega al monte en busca de su abuelo y después del señorito, quien había salido de caza esa madrugada. Encontrará luego el cadáver de Primitivo y regresará con no menos celeridad a la capilla.

En otro lugar (Penas, 2011) me referí al espacio natural orensano, por el que, evidentemente, transitan los personajes de Los Pazos de Ulloa. Pardo Bazán no solo conocía bien esa zona montañosa que limita con la provincia de Pontevedra, regada por los ríos Arenteiro y Avía, con centro en Carballiño, sino que sentía por ella un especial apego:

Puedo decir que la naturaleza de este país me es más familiar todavía que la de mis Marinas natales, y que esta región me inspira el cariño que el pintor siente por el modelo una y cien veces reproducido en sus cuadros (Pardo Bazán, 1888, 146).

Los viajes y desplazamientos de los personajes que hemos señalado en su dimensión física o territorial forman parte del componente espacial de la novela, cuya calidad de topos o lugar por el que se mueven las criaturas literarias los convierte en escenario en el que se desarrolla la acción. Pero, además, ese espacio de la historia se transforma en espacio verbal o discursivo mediante procedimientos técnicos que crean o conforman el espacio literario.

Viene siendo habitual considerar la descripción como el procedimiento más frecuente para construir el espacio (Hamon, 1981), pues, en efecto, mediante ella, este «se consolida y adquiere su forma más definitiva y precisa» (Zubiaurre, 2000, 40)[6]. Por ello, doña Emilia la utiliza para detallar al lector esos viajes y desplazamientos a los que nos hemos referido. Lo más frecuente es que las descripciones, nunca extensas, lo sean del medio natural, del paisaje que rodea a esos itinerarios de los personajes y que los elementos de este sean netamente gallegos. De modo que la vegetación está formada por robles o carballos, castaños, pinos, aliagas o toxos, brezo o carqueixa,, retamas o xestas, acebo, madroños y viñas, propias de la comarca del Ribeiro en la que se sitúa la novela.

En el arranque de la novela es el peón caminero quien señala a Julián la dirección que debe seguir hasta los Pazos, una vez que con tantas dificultades ha conseguido descender el empinado repecho a lomos de la mala cabalgadura que le habían dado en Cebre: seguir hasta el pinar, a la izquierda subir, luego bajar a la derecha por un atajo que lleva al crucero y, desde allí, la casona ya estaba a la vista.

El nuevo capellán consigue llegar al pinar, que «no estaba muy distante», (5) y continúa por una «trocha angostísima» (5) que lo atravesaba. Este sendero, «sepultado en las oscuridades del pinar, era casi impracticable» (5), pero el jaco, ahora con calma, sabía andar por él. Luego el camino se hace más ancho y menos tupido en «senda más desahogada, abierta entre pinos nuevos y montes poblados de aliaga» (6), pero no había vestigio alguno de tierra labrada.

Después de hablar con la mujer a quien se topa a la entrada de su casa, sigue buscando el atajo, pero no lo encuentra. Continúa por la vereda, que se ancheaba más,

pero ahora se internaba por tierra montañosa, salpicada de manchones de robledal y algún que otro castaño todavía cargado de fruta: a derecha e izquierda, matorrales de brezo crecían desparramados y oscuros (7).

Al fin Julián ve el atajo, «estrecho y pendiente» (7), a la derecha, «entre un doble vallado de piedra, límite de dos montes» (7). Sigue bajando y contempla una cruz de madera, señal de alguna muerte violenta. «En breve» (7) llega a «una encrucijada. Entre el marco que le formaban las ramas de un castaño colosal, erguíase el crucero», el cual, aunque tosco, «bajo el dosel natural del magnífico árbol, era poético y hermoso» (7). Desde allí, en el fondo del valle, ve, al fin, los Pazos.

Al instante oye los tiros de los tres cazadores que encabritan a la caballería. Hechas las presentaciones y mientras don Pedro leía la carta de su tío que le había entregado el curita, «el sol se ponía lentamente en medio de la tranquilidad del paisaje» (11). El resto del recorrido hasta la casa solariega no se narra, pero sí sabe el lector que cuando llegan a ella los cuatro personajes había caído ya una oscura noche.

El viaje de Julián Álvarez a Cebre camino de Compostela, después de su «partida precipitada» (260) de los Pazos, comienza «a galope» (260) de una yegua. Sigue subiendo por el camino hasta el crucero mientras amenaza lluvia:

El cielo está nublado; ciernen la claridad del sol pardos crespones cada vez más densos; los pinos juntando sus copas, susurran de un modo penetrante, prolongado y cariñoso; las ráfagas del aire traen el olor sano de la resina y el aroma de miel de los retamares. El crucero, a poca distancia, levanta sus brazos de piedra manchados por el oro viejo del liquen (260).

Allí tropieza con el cadáver del mayordomo, desvía la yegua y continúa ascendiendo, mirando para atrás de vez en cuando para ver «el negro bulto, sobre el fondo verde de la hierba y la blancura gris del paredón» (261). Al lector se le hurta el resto del tránsito a Cebre y el viaje en diligencia a Santiago, lo que, como ya se dijo, es habitual.

En medio de este doble viaje, de ida al valle de Ulloa y de vuelta a Compostela, se desarrolla la novela, que queda enmarcada por él. Pero Julián recorre el mismo trayecto y en este último sentido en compañía del marqués. Han de ir a pie hasta Cebre, de modo que don Pedro echa a «andar por la senda abierta entre viñas que conducía al crucero. Era el paraje descubierto, aunque el terreno quebrado» (76). Se acercan al soto de Rendas, situado antes del crucero, una zona en que «el arbolado se espesaba» (76).

Luego

orillaron el soto, llegaron al pie del santo símbolo y se internaron en el camino más agrio y estrecho [...] En la espesura oyeron el golpe reiterado del hacha y el ¡ham! de los leñadores, que rareaban los castaños (76).

Más adelante las condiciones meteorológicas advierten de una próxima tormenta: «El cielo se cubría de nubes cirrosas, y la claridad del sol apenas se abría paso, filtrándose velada y cárdena, presagiando tempestad» (76). Pasada «la cruz de madera, pintada de negro con filetes blancos » (7), el marqués, con su fino oído y aguda vista de cazador, percibe entre «el susurro que produjeron las hojas y la maleza al desviarse» (77) el cañón de una escopeta y, en respuesta, apunta con la suya. Descubierto Primitivo en sus intenciones, don Pedro, para asegurarse, provoca que los acompañe hasta Cebre con la disculpa de que les enseñe el atajo hasta allí.

Precisamente, en la villita esperará el mayordomo a Julián cuando vuelve de Santiago, después de la boda de Moscoso y su prima. Habría llegado a Cebre poco después de las tres de la tade y, una vez más, cruzó aquellas tierras que precedían al valle de Ulloa. El camino estaba «encharcado, lleno de aguazales, y como había llovido por la mañana también, los pinos dejaban escurrir de las verdes y brillantes púas de su ramaje gotas de agua que se aplastaban en el sombrero de los viajeros» (111).

Unos seis meses después este viaje tan frecuente lo realizan el marqués y su esposa. El narrador indica que la diligencia partía tan temprano que «no se veía casi»» y «hacía un frío cruel»» (120). Además da unas breves notas:

El carruaje brincaba en los baches de la salida, y el mayoral, con voz ronca, animaba al tiro. Alcanzaron la carretera y rodó el armatoste sobre una superficie más igual (120).

También, «los cascabeles» hacían «ruido» y se oía «el retemblar de los vidrios» (120), pero la voz narradora se abstiene de mencionar algo relativo al recorrido desde Cebre al pazo.

En cuanto a los desplazamientos, Julián Álvarez camina a la vecina parroquia de Naya, tras aceptar la invitación de don Eugenio y, a pesar de que el capellán parece gustar del medio natural, este no se describe:

Apoyándose en un palo, dando tiempo a que anocheciera, deteniéndose a cada rato para recrearse mirando el paisaje, no tardó mucho en llegar al cerro que domina el caserío de Naya (48).

Sin embargo, existe una pequeña descripción del mismo desplazamiento, ahora en sentido contrario:

Volvía Julián preocupado a la casa solariega [.] Le acongojaban estos pensamientos al cruzar un maizal, en cuyo lindero manzanillas y cabrifollos despedían grato aroma. Era la noche templada y benigna, y Julián apreciaba por primera vez la dulce paz del campo, aquel sosiego que derrama en nuestro combatido espíritu la madre naturaleza. Miró al cielo, oscuro y alto (63).

El nuevo matrimonio se desplaza varias veces, acompañado del capellán, para «pagar visitas» (130). Salen de su residencia hacia Cebre para cumplimentar al juez y su esposa, pero ese itinerario repetido en la novela no se narra. Esa misma tarde de verano, finalizada la reunión, se dirigieron a Loiro. El camino no dejaba de ser bastante peligroso y solitario, pues

había que internarse en la montaña y seguir una senda llena de despeñaderos y precipicios, que solo se hacía practicable al acercarse a los dominios del arciprestazgo, vastos y ricos algún día, hoy casi anulados por la desamortización (133).

Al día siguiente, también por la tarde, emprendieron la marcha con el fin de atender asimismo a un doble compromiso: visitar a las señoritas de Molende y a los señores de Limioso. Sin embargo, como ya se señaló, solo pudieron ver a estos, pues las jóvenes con las que Nucha simpatizaba no estaban en su casa.

El camino al pazo de Limioso «era difícil y se retorcía en espiral alrededor de la montaña; a uno y otro lado las cepas de viña, cargadas de follaje, se inclinaban sobre él como para borrarlo» (135). La «señorial mansión», en «un tiempo castillo roquero, nido de azor colgado en la escarpada umbría del montecillo solitario» (135), era «un edificio prolongado, con torre a la izquierda, y a la derecha un palomar derruido, sin techo ya» (135), situado en la cumbre de la montaña. Por la hora, «amarilleba a la luz del sol poniente» y tras él «se alzaba la cúspide majestuosa del inaccesible Pico Leiro» (135).

Durante el tránsito de don Eugenio y el arcipreste de Loiro desde Cebre a la casa solariega en el valle de Ulloa, el viento sopla con fuerza. El camino es bien conocido para el lector y solo se indica que, interrumpida la conversación entre ambos presbíteros, «no se oyó [.] más voz que la del nordeste, que allá a lo lejos, sacudiendo castañares y robledales, remedaba majestuosa sinfonía» (222). Es el único caso de todos los examinados en que la naturaleza no está en calma, por el contrario la lluvia, la tormenta y el viento huracanado la vuelven convulsa.

Por último, el desplazamiento más corto y de menor duración es el protagonizado por Perucho en el capítulo XXVIII, ruta, sin embargo, diferente a la que hacen otros personajes para alcanzar idéntica meta. Es un desplazamiento de ida y vuelta en una «memorable mañana» (246) en que, tras la misa, el capellán no recompensa al niño con los dos cuartos de costumbre por hacer de monaguillo. Perucho decide, entonces, recuperarlos, pues su abuelo se los había prometido si le traía la noticia de que Julián y la señorita se quedaban en la capilla. Va al encuentro de Primitivo que estaba en la habitación baja que le servía de despacho.

Dado el recado, el mayordomo marcha a toda prisa y deja al bastardo sin el dinero que se había ganado. Para obtenerlo, lo sigue y, en la cocina, comprueba que su abuelo va en pos del señorito, pues su madre le dice a este que don Pedro debía estar cazando por el camino de Cebre. Corriendo da con Primitivo y, como le reclamase el dinero, le ofrece el doble si le ayuda a buscar por el monte al marqués y, cuando lo vea, le cuenta que el capellán está «con la señora encerrados en la capilla» y que lo «echaron de allí para quedar solos» (249).

Muy deprisa,

salió a galope [.] Volaba, con los puños apretados, haciendo saltar guijarros y tierra al golpe de sus piececillos encallecidos por la planta. Cruzaba por cima de los tojos sin sentir las espinas, hollando las flores del rosado brezo, salvando matorrales casi tan altos como su persona, espantando la liebre oculta detrás de un madroñero o la pega posada en las ramas bajas del pino (249-250).

Perucho encuentra al señorito saliendo del robledal, quien, al oír las palabras del niño, «salió disparado en dirección de los Pazos, como si un torbellino lo arrebatase» (250). Recordando el niño el cobro del dinero prometido por su abuelo y el lugar del bosque donde lo había dejado, fue tras él «por atajos y vericuetos solo practicables para los conejos y para él»» (250).

Oye ruido de pisadas humanas mientras «trepaba por un murallón, medio deshecho ya, amparo de un viñedo colgado, por decirlo así, en la falda abrupta del monte» (250). Y comprueba que el temido Tuerto de Castrodorna, que portaba un trabuco, asomaba «gateando entre los matorrales» (250). Sin bajarse del muro e inmóvil, sintió pasos «precipitados» y divisó «por el camino hondo que limitaba el murallón» a su abuelo que «avanzaba en dirección a los Pazos» (251) porque había visto a don Pedro e intentaba alcanzarlo. En un instante, presencia el asesinato del mayordomo, se descuelga del muro y regresa a la casa solariega. Perucho no supo bien

lo que le obligó [...] a descender, más bien que a saltos, rodando, los atajos conocidos, magullándose el cuerpo, poniéndose en trizas la ropa, sin hacer caso ni de lo uno ni de lo otro. Rebotó como una pelota por entre las nudosas cepas; brincó por cima de los muros de piedra que las sostenían; salvó como una flecha sembrados de maíz, metiose de patas en los regatos, mojándose hasta la cintura, por no detenerse a seguir las pasaderas de piedra; salvó vallados tres veces más altos que su cuerpo; cruzó setos, saltó hondonadas y zanjas [.] arañado, ensangrentado, sudoroso, jadeante, se encontró en los Pazos y maquinalmente volvió al punto de partida, la capilla, donde entró, enteramente olvidado de los cuatro cuartos, primer móvil de sus aventuras todas (252).

Como puede comprobarse, este desplazamiento de Perucho por complicados atajos no es igual al que hace don Pedro por un camino más largo y transitado, el mismo que utiliza Primitivo, ni al habitual que, en sentido contrario, lleva a Julián desde el pazo a Cebre, tras ser expulsado de este, donde se encuentra con el cuerpo sin vida del taimado mayordomo, cuyo asesinato había sido presenciado antes por su nieto. Estos desplazamientos son unas veces sucesivos y otras simultáneos.

Por otro lado, el tránsito de las criaturas ficticias de un lado a otro, además de crear el espacio novelesco, proporcionan una evidente sensación de dinamismo y no solo porque viene implicado por el movimiento que suponen, sino porque en el discurso narrativo hacen avanzar la diegesis del relato en contraste con las estáticas pausas descriptivas que la detienen (Genette, 1969). Lo que no quiere decir que estas no alcancen otras implicaciones.

No abusa Pardo Bazán en estas pequeñas descripciones de los procedimientos retóricos, siendo muy parca en su empleo. La densidad de la vegetación se asimila a la falta de luz y al terreno impracticable («oscuridades del pinar»; matorrales de brezo «oscuros» (7). Emplea algún término pictórico -«manchones de robledal»» (7)-, determinados contrastes -la tosquedad y mala traza del crucero con el aspecto «poético y hermoso» (7) que adquiere por el gran castaño que lo ampara-, ciertas prosopopeyas -el susurrar de los pinos de «un modo cariñoso» (260); la cruz de granito que «levanta los brazos de piedra»» (260)- y comparaciones poéticas —el nordés que sacudía los castaños y robles «remedaba majestuosa sinfonía»»- (222).

El cromatismo se percibe en la presencia del color: el amarillo de las flores de aliaga y retama, el «oro viejo» (260) del liquen; el negro en la metáfora los «pardos crespones» (260) del cielo, del bulto que resulta ser el cadáver de Primitivo; el rosa de las flores del «rosado brezo» (250) y de las de los cabrifollos, aunque también amarillentas; el verde de las hojas de los diferentes árboles, de «las verdes y brillantes púas» (111) de los pinos y de la hierba que, en torno al cuerpo muerto del mayordomo, cambiaba su colorido original pues se volvía roja y oscura, «bañada en sangre que empieza ya a cuajarse y ennegrecerse» (260); el blanco de las flores de la manzanilla y del muro; el gris del humo que genera el disparo de la tercerola manejada por el Tuerto -«tules grises» (251)-. No obstante, el espacio natural de Los Pazos de Ulloa, al contrario del de La Madre Naturaleza, se plasma con una evidente escasez de luces y tonalidades polícromas, predominando el color negro (Naudin de Hartig, 1981).

La gradación compuesta mediante verbos en sucesivas oraciones paratácticas subrayan la acción y visibilizan no solo la carrera de Perucho, antes y después de contemplar el asesinato de su abuelo, sino la celeridad de esta:

Volaba [.] haciendo saltar [.] Cruzaba, hollando [...] salvando [...] espantando (250); [...] le obligó a descolgarse [...] descender [...] rodando [...] magullándose [...] poniéndose [...] Rebotó [...] Brincó [...] salvó [...] metiose [...] salvó [...] cruzó [...] saltó. (252).

Pero los viajes y desplazamiento que hemos ido analizando no son solo meros escenarios que recorren los personajes, en que se desarrollan determinadas acciones. Doña Emilia, además, los carga de sentido, pues, como en toda novela, forman parte de su estructura por su dimensión espacial y de su contenido como motivo argumental o temático, lo cual lleva aparejado una significación, esa «mirada semántica» de la que habla Carmen Bobes (1985, 197). Por tanto, el camino al que se refieren Bajtín (2019, 194 y ss.) o Gullón (1980, 133) como espacio material transitado por los entes de ficción porta su particular propuesta hermenéutica a través de un lenguaje metaespacial, más allá de su dimensión física. De modo que la topografía también brinda interpretaciones metonímicas, metafóricas o simbólicas (Greimas, 1976; Lotman, 1978; Gullón, 1980).

En este sentido, es clara la «simbiosis» (Gullón, Idem, 49) de los personajes y el medio por el que transitan, pero también todo lo contrario: una reacción desvinculante. Tal es el caso de Julián en el capítulo I de la novela, en el que se narra su primer viaje al valle de Ulloa, cuya función es ejercer de capellán en el pazo de Pedro Mosco. Ya en las primeras líneas los apuros que el curita sufre para dominar al jaco y evitar su apresuramiento en la bajada de la empinada cuesta, propia de aquella orografía, se traducen en el temor que expresa su cara: «leíase en su rostro tanto miedo al cuartago como si fuese algún corcel indómito reclamando fuerza y bríos» (4).

Luego tienen lugar dos encuentros. Estos pueden ser considerados «casuales», siguiendo a Bajtín (Idem, 430), quien considera que esa eventualidad es preponderante en el camino o ruta. Las respuestas ambiguas del peón caminero y la aldeana inquietan al novicio capellán en su búsqueda de la casa solariega, así como la marcha por un sendero casi impracticable, lo que se subraya más cuando esta se hace por un terreno montañoso, aislado y montaraz: «Experimentaba el jinete indefinible malestar» (7). Lo cual supone una reacción negativa, un choque, ante el medio, pues Julián, criado en una ciudad provinciana, era la primera vez que se hallaba «frente a frente con la ruda y majestuosa soledad de la naturaleza» (7).

A esta respuesta de rechazo se unirá la provocada por el miedo que le suscita el desamparo, temiendo ser robado o asesinado como les había ocurrido a otros en lugares tan aislados, de lo que es buena prueba la cruz blanca con ribetes negros que contempla allí mismo. Por eso exclama en su interior: «¡Qué país de lobos!» (7).

Aunque al presbítero se tranquiliza algo al llegar al crucero, señal de que su rumbo era el correcto, y ver a lo lejos el pazo, los tiros que oye muy cerca, creyéndose ya una nueva víctima, lo dejan «frío de espanto» (8), el cual se disipa rápidamente por la aparición de los tres cazadores.

Los inconvenientes del camino desde Cebre -dificultades con la caballería, incertidumbre sobre la ruta, terreno abrupto y peligroso, sendas casi inaccesibles, soledad y aislamiento generalizado.-, para varios autores (C. Colahan y A. Rodríguez, 1986; J. Pérez, 1995; A. Clarke, 1997) aspectos góticos, además de otros, no solo van incrementando la angustia y pánico del protagonista, que revela al lector su carácter timorato, sino que anticipan otros miedos posteriores, su evidente inadaptación al entorno y los enfrentamientos sucesivos que vendrán después[7]. Pero, además, este final del viaje desde Compostela, incómodo y perturbador, por el espacio natural es la vía de acceso a una metafórica nueva vida, a «entrar en un nuevo camino» (Bajtín, Idem, 195), en este caso duro y lastimoso para Julián.

Este primer viaje termina con la llegada de este a la casa solariega. Su aspecto, tributo a la novela gótica.[8], que el protagonista vislumbra mal por la oscuridad, resulta amenazante: «ancha mole» de «imponentes proporciones», sin ninguna luz, «cerrada a piedra y lodo» (12). Será el metafórico escenario hostil en el que Julián sufra, al ir descubriendo mediante sucesivas revelaciones, el bronco mundo que lo rodea, lo cual lo irá curtiendo como ser humano.

La ruta de regreso a Santiago, que el ya despedido capellán «no olvidará»» (260), no tiene las negativas connotaciones que la que había hecho en sentido contrario. Julián, ahora, no muestra temor alguno -«la ascensión por el camino que el día de su llegada le parecía tan triste y lúgubre» (260)-, pero sí guardará un permanente recuerdo, fruto de otro encuentro «casual»: se topa, entre el asombro y la gratitud divina, con el cadáver de Primitivo, su auténtico enemigo que con su calumnia ha provocado la salida del pazo. Este viaje de regreso dos años después de su llegada a este supone la separación de la niña, la cual será definitiva en el caso de Nucha

En el del señorito y el curita a Compostela, cuya función es que don Pedro se aleje de Sabel y encuentre una esposa adecuada a su condición, se produce un nuevo encuentro «casual». La inoportuna aparición del mayordomo, que, anteriormente, había impedido que los dos personajes hiciesen el camino en caballerías, tenía el propósito de disparar a Julián. Era una forma de asustarlo provocando que no interviniese en su terreno y, como en otros viajes, esto no augura nada bueno.

Cuando el presbítero, después de la boda, vuelve a la casa solariega, Primitivo lo espera en Cebre y juntos hacen el camino hasta el valle de Ulloa. Julián no parece haberse curado de sus recelos -«No sin aprensión cruzó de nuevo el triste país de lobos» (111), previo al caserón-, pero su inicial desconfianza de Primitivo va desapareciendo al encontrarlo «sumiso y respetuoso» (111). El capellán se siente muy satisfecho por creerse el agente divino que ha conseguido eliminar el vicio en la «huronera» e instaurar el matrimonio cristiano en ella, y, además, en la llegada, todo parece estar en orden. En esta ocasión el agradable camino conduce a una apariencia falsa, pues el ladino mayordomo lo ha previsto todo para que las cosas volviesen a su primitivo ser. Al tiempo, la euforia del curita durante el tránsito desde Cebre simboliza su propia ingenuidad.

El arribo de los nuevos esposos a la villa orensana tiene implicaciones semánticas. La felicidad que anuncia el embarazo de Nucha se ve ensombrecida por una nueva y negativa actuación de Primitivo, quien como en el caso de Julián quiere evitar intromisiones en sus dominios, no duda en entregar a su nueva señora una cabalgadura muy peligrosa. Evidentemente, el desagradable suceso es preludio de otros posteriores y sinécdoque de la maldad y zorrería de Primitivo. Por su parte, al igual que en la situación del curita, ese viaje de Nucha es metáfora del inicio de una nueva y penosa vida.

Como antes apuntamos, el lector no llega saber qué itinerario sigue Julián desde lejana y montañosa parroquia, donde el arzobispo lo había desterrado durante diez años y en la que recibirá el nombramiento de párroco de Ulloa, hasta el valle. Podría pensarse que iría a Santiago para aceptar el cargo y de allí volvería a hacer otra vez el viaje en diligencia hasta Cebre y después, tal como expresa el texto, andando hasta su pobre iglesia. Sin embargo, no entra en ella. La auténtica llegada se produce cuando penetra en el cementerio, tan descuidado como el templo. Tras la honda impresión que el nuevo párroco sufre al contemplar el nicho de su querida señorita, el encuentro con la ausencia, surge otro encuentro «casual» e inesperado, pero no en el camino, sino a su fin: Manolita y Perucho, «una pareja hechicera»» (268), que ríen y cuchichean. Pero el tono melancólico se apodera de los últimos renglones: la heredera legítima ha sido suplantada por el hijo ilegítimo, tal como prueban su usada vestimenta y roto calzado.

Este viaje a los Pazos, cuya finalidad es ejercer su nuevo ministerio, será el último para Julián. No solo es un viaje sin retorno, sino circular, pues el protagonista vuelve al punto de partida, al «escenario de su doloroso maduramiento» (Villanueva, 1991, 281282), con indudable sentido metafórico. Pero también el camino de vuelta es un símbolo de la existencia humana, lo cual se desprende de este postrer viaje como «camino de la vida » (Bajtín, Idem, 195) o «camino vital » (Bollnow, 1969, 56), pues el ahora párroco lo ha recorrido habiendo adquirido el conocimiento y experiencia adultos desde la ignorancia y la inocencia.

La abrupta naturaleza por donde discurre el desplazamiento de don Pedro, su mujer y el capellán, aunque el lector no tiene constancia de que asuste a los dos personajes del medio urbano, simboliza, por la dificultad del trayecto, el aislamiento e incomunicación en que viven otros personajes. Lo cual se hace patente en la llegada al pazo de Limioso. Los recibe un escenario de abandono y decrepitud, símbolo de la ruina, de la decadencia absoluta de la hidalguía rural. Pero, además, las tías de Ramón, tan mísero como su casa, «estatuas bizantinas» (138) que estaban hilando e impresionan a Marcelina en otro encuentro «casual », son metáfora de las Parcas que tejen el trágico destino de la futura madre.

Julián hace el itinerario de Naya a los Pazos con el ánimo preocupado por su candidez, la que le ha impedido darse cuenta de que Perucho es hijo del marqués. No obstante, durante el trayecto, nota, como antes se indicó el benéfico efecto de la pacífica naturaleza campestre sobre su desasosegado espíritu. El contraste simbólico de esta con la naturaleza humana es enorme cuando, en la llegada, el joven sacerdote contempla la brutal y cruel paliza del señorito, preso de los celos, a Sabel.

Sin duda, la tempestad que se desencadena en el desplazamiento de los dos sacerdotes de Cebre a los Pazos es metáfora de que la calumnia urdida por Primitivo rodaba con fuerza.

Finalmente, las carreras de Perucho en la búsqueda de su abuelo, después del marqués y su regreso a la casa solariega funcionan como metonimia de su total adaptación al medio, con el que se vincula profundamente. A pesar de los obstáculos, el niño como alimaña corre tras su presa: los cuatro cuartos. Sin embargo, el mínimo desplazamiento del dormitorio al hórreo cargando con la niña, aunque corto, es relevante y de carácter opuesto a los anteriores. No tiene una función de interés o beneficio personal, ni está basada en un sentimiento de justo egoísmo, sino altruista, fundamentada en el cariño: proteger a la pequeña hija de la señorita.

Por todo ello, aunque desde hace años se ha consolidado la interpretación de Los Pazos de Ulloa como una auténtica «novela de personaje», en la terminología de Wolfgan Kayser, incluso como un bildungsroman centrado preferentemente en la figura de Julián Álvarez (Villanueva, 1991), la importancia que en ella tienen los viajes y desplazamientos hacen honor a lo que su título apunta en la dirección complementaria de una «novela de espacio» (Kaiser, Idem).

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Notas:

[1] Julián se referirá, cuando iba a estallar la Revolución del 68, que «hace un año» (Pardo Bazán, 2017, 111) había encontrado el vicio en los Pazos. Cito, y en adelante, por la edición de Ermitas Penas (2017).

[2] No obstante, Marina Mayoral (1986, 245) ya señaló el desajuste cronológico que existe en la novela si se identifica el tiempo de la ficción con el de los hechos reales, pues en el capítulo IV se indica que el capellán intenta ordenar y adecentar el archivo del pazo «durante el invierno de 1866 a 1867» (38). En consecuencia, el siguiente septiembre debería ser de este último año y no de 1868.

[3] Nótese que en su primer viaje el curita partiría de Compostela a la misma hora y que se encontrará con el peón caminero a la caída de la tarde. En La Madre Naturaleza Gabriel Pardo también emprende igual trayecto «muy de madrugada» con «luz del amanecer» (Pardo Bazán, 2014, 111) y la diligencia sube «el repecho que hay antes de llegar a la villa de Cebre» a «las tres de la tarde» (Pardo Bazán, Idem, 109).

[4] Localidad evocadora de Carballiño (Orense).

[5] Recuérdese los kilómetros a que equivale una legua y la duración de su recorrido ya indicados.

[6] Zola la definía como «un estado del medio que determina y completa al hombre» (1988: 201).

[7] C. Patiño Eirín (1998) se refiere a este y otros aspectos como signos de anticipación o indicio de la acción posterior.

[8] Los autores mencionados en el párrafo anterior lo sostienen.

Los pazos de Ulloa: Capítulo 1 | RTVE Archivo

RTVE Archivo

Adaptación para TVE de las novelas "Los Pazos de Ulloa" y "Madre naturaleza" de Emilia Pardo Bazán, en la que se refleja el ambiente de fatalismo, superstición y brujería de la Galicia rural de finales del siglo XIX. En un pazo recóndito viven unos personajes violentos, amorales. Emitido el 09/12/1985 Disfruta de todos los capítulos completos AQUÍ: http://www.rtve.es/television/archivo/ Y no olvides suscribirte al canal de Archivo RTVE para estar al día con la mejor ficción marca RTVE: https://bit.ly/2Zi96v3 Visítanos en www.rtve.es

 

Ensayo de Ermitas Penas Varela

Universidad de Santiago de Compostela

 

Publicado, originalmente, en: Boletín de la Biblioteca de Menéndez Pelayo Vol. 84 Núm. único (2008): Boletín de la Biblioteca de Menéndez Pelayo. XCVII-2, 2021, 231-251
Boletín de la Biblioteca de Menéndez Pelayo es una publicación gestionada por la Real Sociedad Menéndez Pelayo y apoyada por el Ayuntamiento de Santander y el Gobierno de Cantabria
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Link del texto: https://publicaciones.sociedadmenendezpelayo.es/BBMP/article/view/544 /

DOI: https://doi.org/10.55422/bbmp.544

 

Editado por el editor de Letras Uruguay

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