El triunfador
Orión de Panthoseas

Empeñado en reafirmar sus cualidades y grandezas – pues en este tiempo aspiraba a convertirse en el próximo Presidente del Gobierno - Mauricio Salazar Macías había venido contando, una y otra vez en corrillos de convites y bullas, cómo en tiempos, ante una desventurada “desfornicación” de perros callejeros cogidos in fraganti, de un limpio tajo había tenido la destreza de seccionar el pene al perro macho con una navaja de afeitar.

Mauricio Salazar había sido un mocetón temprano, fornido y temperamental. Hijo y nieto de chatarreros y traperos, y cuarto de siete hermanos, apenas fue a la escuela, pues a primeras horas de la mañana, y durante la mayor parte del año, la familia salía con carros y burros dando traquetones y tumbos a lo largo de cañadas, encinares y pueblos. Al llegar a los límites previstos daban la vuelta o continuaban hasta la chatarrería general de Villacarriel, para después, sin regirse ya por compás alguno ni de estrellas ni tiempos, a paso lento regresar.

Para que la gente no acabara cogiéndoles ojerizas y tirrias múltiples habían decidido turnarse entre sí los pueblos y comarcas, por lo que, al venir el día, el padre, “El tío Manivelas”, elegía acompañante y rumbo, y a continuación le correspondía a la tiá Nona, que con dos o tres hijos partía para Lima, mientras que el resto, de sobra lo sabían ya, salín sin chistar para Jerusalén.

“Los Manivelas” nunca olvidaban al salir la cecina, la hogaza, el queso duro ni los gajos de cebolla, comiendo sobre la marcha ya en cruces de caminos, ya junto a vados de ríos o en pórticos de iglesias. Y andaban siempre. Habían adquirido la costumbre de andar al ritmo de las ruedas de sus carromatos, por lo que al hacerlo comían y empujaban a un tiempo si lo exigía la premura y era menester al caso; se quitaban la gorra en las llanuras poniéndose la mano en la frente y mirando a lo lejos, luego se restregaban por el pelo el unte aceitoso de los dedos porque nada desperdiciaban y seguían adelante con la mano apoyada sobre el telerín del carro, si es que a la vera del camino no acudía alguna bandada de gorriones o grajos y, al pasar, les diera por lanzar al aire algún morrillo por si acertaban y caía algo.

Eran “Los Manivelas” extraña y desmesuradamente audaces moviendo los dedos de las manos para contar “…sí, sí señora, esto es mejor que la escola”, contestaban al ser preguntados acerca de su habilidad, pues poniendo las manos con los dedos juntos y cerrados delante de la cara, empezaban a abrirlas y a cerrarlas con velocidad pasmosa para echar y hallar inmediatamente cualquier cuenta y resultado, así fueran multiplicaciones o divisiones oscuras y encadenadas y sumando por un lado y restando por otro. Nadie dudaba de que se trataba de un don o un pronto de familia que les había venido con el mero nacimiento, don que nadie había sido capaz de comprender ni de aplicar de ningún modo por más que lo intentaran, ya que, presos a la vez de envidia y oscura fascinación, los emuladores habían terminado por desistir de intentar los prodigios que de manera tan sabia dominaban los chatarreros- traperos.

De cualquier modo, y por aquellos días, de ninguna manera se podía saber si esta habilidad de “Los Manivelas” traería o no consigo al pueblo desastres y desventuras como había ocurrido con otras artes y encantamientos desde tiempos inmemoriales. Pues véase que, al pasar por el pueblo el Abad Mosén de San Ciprián, prefecto y superior de cíngaros, tártaros cabalísticos y otros menesterosos de la ciencia profética - el cual pasaba cada cinco años y en este año le tocó pasar - extraviados los ojos, mudada la color y como perdidos los tránsitos y la cristiandad que decía haber, en aquella postración de rodilla en tierra con manos y barbilla apoyados sobre el cayado nudoso de fresno al concentrarse “in mente” acerca del futuro del pueblo, sólo había acertado a decir al levantarse con tono grave, glacial y sentencioso “el que gana lo más, pierde lo más”, y luego, dando un extraño voleo a la capa negra y raída, tal cual tenían por costumbre intérpretes y sabedores de misterios, había elevado los ojos hundidos y resecos al cielo para a continuación echar a andar sin detenerse ni agregar gesto ni palabra alguna, sin que nadie pudiera alertarlos acerca de la condición, maligna o no, del dicho proferido por el Prefecto Sabio y Santo a quien honraba con dedicación y entrega la comarca.

II

Así, pues, corría el tiempo en que Mauricio estaba a punto de marcharse al ejército por quintas, tiempo en el que Joaquinita - hija única de “El Tuerto” y Ermelinda “La Seca”, a la que tenían como el beril y la hacían pasar la fuerza del año en un colegio de monjas de la capital porque decían que igual valía para la cosa del estudio, y que, si no, pues que aprendiera las cosas de urbanidad y del buen habla - había vuelto al pueblo a pasar las vacaciones de verano y traía, junto al halo delicado de su debilidad física y su extremada blancura de piel, unos ojos diezmados y azules, los cuales tenía afectados de una endeblez estrictamente natural. No obstante, y nada más llegar al pueblo, enfundada en vestidos de puntillas, encajes y florecitas bordadas a mano con que su madre la cubría rigurosamente de arriba a abajo, Joaquinita acostumbraba a volisquear por los contornos del almacén de hierros y trapos cual primeriza y blanquecina mariposilla.

Mauricio la había visto crecer año tras año como quien ve llover sobre un espantajo olvidado que hubiera llegado a Navidad. Dada la naturaleza anémica y enfermiza de la muchacha, y sintiendo Mauricio tan fuerte la suya, nunca consideró éste ni siquiera la posibilidad de decirle ¡ hola, Joaquinita ! y seguir mirándola después durante un segundo más de la vida. Les había oído en demasiadas ocasiones a “La Seca” y “El Tuerto” vocearla y decirle “no, ven por aquí o vete por allá”, “cuidado, ten cuidado, mujer, no subas, no bajes, no corras…” Su instinto, pues, parecía no haberlo engañado, antes bien, venía a confirmárselo la desorbitada atención que los chatarreros generales de Villacarriel ponían en la hija estudiante con cara de ángel doliente y delicado.

Pero en ese año y día, cuando de repente, aún las muchachas más enclenques y desbarajustadas reúnen sus fuerzas y rebelándose tratan de escrutar el destino, alzan su talle y clavan en él una flor, a Mauricio le pareció descubrir en ese momento en Joaquinita la encarnación de un sueño profundo y total que hubiera tenido escondido muy dentro desde la eternidad; tal se le representó Joaquina en ese instante, quien no sólo le pareció que hubiese salido del engariñimiento crónico que traía de la vida (¡ cómo lo habrá hecho, se preguntaba) sino que había crecido y las formas emblemáticas empezaban a mostrarle marcas soberanas por el cuerpo, hasta entonces descartadas para él y por completo desconocidas en Joaquina.

Con esta asombrosa visión no pudo Mauricio reflexionar porque se le presentó exultante e instantánea, y porque cuando intentó descorrer hacia atrás la memoria para acordarse cómo había sido Joaquina, todo se le juntó, se le agolpó y por completo lo confundió, motivo por el que ya no le fue posible poder recordarla de otra forma ni con otro atuendo a como ahora la veía, puesto que todo se le hizo la misma cosa y todo lo entendía al mismo tiempo. Ni siquiera pudo usar el arte suyo de las manos, si no fue para frotárselas inconscientemente de forma nerviosa, apretar los puños contra los muslos y dejarse llevar por aquel impulso incontrolable por el que que sentía arrebatarlo y que de ninguna manera podía alejar ni resistir.

Había, pues, visto venir a Joaquinita como ella solía hacerlo, sin precaverse de nada, mientras se acercaba al portalón abierto de par en par del almacén chatarrero. Hacía mucho rato que “El Tuerto” y “Manivelas”, tras descargar los trapos y hierros del día, ajustar kilos y precios y pagarlos, y darle y darle a la charla y uno detrás del otro, habían salido al huerto, situado en la parte de atrás, en busca de unas manadas de cebollino que Ermelinda preparaba para que se los llevara “Manivelas”. Puesto que era la hora de comer se había ido del almacén el criado Pedro “ Garduño”, y allá afuera, a la sombra de un árbol, uncido el burro al carro y atado de ramal a un palo de la luz, Mauricio se entretenía en colgar de la cabeza del animal un saco con paja y cebada, haciendo tiempo mientras su padre volvía.

De aquí que, cuando Joaquina llegó y se detuvo ante el quicio de la puerta quitándose lentamente el sol con la mano y mirando hacia dentro y volviéndose después hacia Mauricio, éste, inenarrablemente hipnotizado, sucumbió a la sonrisa de la muchacha cuando ésta, con voz desgarbada y como si no lo conociera de nada, le dijo “ muy buenas tenga usted…” . Más aún, vio cómo tras volver a fijarse en él entre la misma puerta ( ese instante de brutal ofuscamiento pasional y promotor de las mayores catástrofes del mundo) se perdía por el hueco del edificio para adentrarse portalón adentro.

En el hijo chatarrero se produjo una tormenta de sangre cual si hubiese sido un estallido inédito del mundo, por lo que se acercó de inmediato y con sigilo por el lateral de la puerta, introdujo la cabeza y se cercioró de que ella seguía por el pasillo central adelante; la vio luego detenerse y torcer a la izquierda, justamente a la altura del tenado donde sabía que se atestaban los trapos más viejos del negocio. Como una exhalación penetró en el edificio y, trasteando, a hurtadillas, corrió de un lado a otro y de hueco en hueco, siguiéndola. Al llegar al tenado y mirar para arriba, la descubrió en el precio instante en que acometía los últimos peldaños de la escalera de mano, por lo que no pudo menos de verle sus muslos blanquísimos y unas bragas de encajes con volantes. Sintió que se le prendía el corazón, que se le ponía erecto el pene y que le retumbaban las sienes con fuerza demoledora. Sudaba y se asfixiaba. Con los ojos inyectados en deseo y con el sexo extraviado por la exaltación, apoyó la espalda contra la pared. A punto de eyacular y con el aliento reprimido como si le fuera a estallar, escuchó. Nadie, no se oía a nadie. ¿ Lo estaría esperando ? se preguntó como en un relámpago. Este pensamiento y la posibilidad de que así fuera lo exaltó más aún. En medio del éxtasis, un picor le atravesó la garganta y le corrió por el cuello y los brazos hasta hincharle las venas. Miró para arriba dos o tres veces con un respiración de lobo y fuera de sí. Movió las manos y dudó, pero al final pensó que tenía que subir sin remedio, por lo que comenzó a ascender con la sutileza de un gato dispuesto al salto escalera arriba. Miraba a lo alto no siendo que Joaquina lo oyera o que pudiera volver y lo estropeara todo. Ya, arriba, y sin hacer el más mínimo ruido, fue acercándose por un estrechísimo y mugriento pasillo lleno de trapos empacados y apilados a ambos lados. Por entre una abertura estiró el cuello y logró verla. Estaba en una especie de hondonada, tendida y con aire desmadejado, como si hubiera elegido aquel lugar a propósito para la ocasión. Con rapidez miró para atrás y para delante de forma simultánea y agresiva y enseguida a un lado y otro, y, ya, anulada la razón e imposible de detenerse, buscó desde donde estaba la dirección justa y, tomando impulso con todas sus fuerzas, saltó en el aire.

El estruendo que se oyó desde el huerto fue increíble. “Manivelas”, “El Tuerto” y Ermelinda, ésta con el cebollino en la mano, volvieron la cabeza hacia la puerta del almacén esperando ver salir por ella - como así habría de ocurrir - una estampida informe y descomunal de polvo y tamos, de hilos y pelusillas de todo tipo huyendo del hundimiento y confrontación entre aquellos con trapos y maderos derrumbados, los cuales, una vez acudieron, yacían en el suelo deshechos y revueltos bajo una polvareda de magnitud increíble, de entre la que vieron emerger a Mauricio escupiendo e indicando con el dedo que Joaquinita se hallaba allí debajo, completamente desaparecida.

Cuando la hallaron no hablaba ni movía nada y estaba como muerta. Este acontecimiento habría de marcar en adelante los desenlaces de la vida de ambos, dado que entre tanta confusión y polvo, el vestido con lazos y puntillas de Joaquina se hallaba desgarrado y despedía un sutil pero inconfundible olor a semen. Por ello, lo primero que hizo “La Seca”, lo primero, fue agarrar el vestido con las dos manos, enfoscar en él la nariz con afán y rigor y olerlo; lo olió varias veces, y larga, y profusamente, hasta que lo retiró con la frente conturbada y convencida de lo peor.

Al cabo de dos días salió Joaquinita de aquel estado parecido al cataléptico. Abría los ojos un instante pero enseguida, sin dejar de repetir con voz lánguida y queda ¡ Mauricio, Mauricio ! caía de nuevo en la inconsciencia, hecho que interpretaron como señal inequívoca de que antes de morirse quería darles a conocer el nombre del criminal. Viéndola, Ermelinda “La Seca” dijo que quería llorar mucho, mucho, por lo que la dejaron a su antojo. Se puso a llorar en consecuencia y estuvo treinta y siete horas llorando y gimiendo sin detenerse. Cuando terminó, le dijo a su marido “sí, tendrán que casarse ¿ o no, “Tuerto”, tú qué dices ? “El Tuerto”, lleno de arrebato le dijo que iba a coger la carabina y a meterle al chico del “Manivelas” dos tiros en la cabeza, pero deteniendo repentinamente los suspiros, “La Seca” cogió por el brazo al marido y le dijo alarmada:

.- ¡ Chacho ! ¿ pero qué vas a hacer ? ¿ estás tonto o qué… ? ¿ no ves…? A nada que se te dice…, vas y hala…

“El Tuerto”, abatido y encorvado, bajó la cabeza y asintiendo, se puso a mirar al suelo.

.- ¿ Y si no quieren que se case…? a ver entonces…- le dijo a su mujer mirándola de refilón.

.- ¡ Querrán, “Tuerto”! Sí, ya lo creo que querrán…; porque Joaquina es rica y única. Y si no quieren ¡ a denunciarlo ! Y si no, “Tuerto”, tú verás, tú verás qué haces…

.- ¿ Lo mato entonces, o qué… ? - preguntó él sin convicción alguna.

.- ¡ Osús… qué prisas, maldita sea… ! Vamos a esperar un poco más, hombre! Habrá que decírselo al cura, que esos sí que saben de esto, más que de iglesia y más que nadie… ¿ Y luego ? ¿ es que no ves, si vive, cómo va a quedar la cuitada… ? Nada, si vive va a quedar estropeadina, estropeadina del todo. Y además, si sigue así, no va a valer ni dos perrinas… Pero ¿ cómo la van a querer pa´l día de mañana y además con lo que ha pasao… ? Mira, por lo menos, si se casan, tendrá quien mire por ella. Y ya que la hizo…, pues que ese cabrón la pague, sí, que lo pague bien, el muy… ¡ No sé qué iba decirme, “Tuerto”, no sé ya, no sé !

.- Pues yo tampoco sé qué dirá el “Manivelas”, según es pa estas cosas… - repuso el marido.

.- ¿ No te amuela… ? ¡ Qué ha de decir…! Ya se sabe que ésos, en viendo dos reales juntos se matan …., pues buenos, buenos son. ¡ Mira si querrá ! ¡ Si lo sabré yo ! ¡ Por la cuenta que les tiene…! Pues, anda, que si le meten el hijo en la cárcel, buena la hacen… ¿ eh…?

Así fue cómo acogiéndose a los brevísimos instantes lúcidos de Joaquinita, mediante el uso audaz del miedo y la oportunidad, y en el secreto más estricto, contrajeron matrimonio los accidentados del tenado. Y allí mismo les comenzó otro tiempo, porque luego, y enseguida, les iba a llegar, efectivamente, su tiempo posmoderno.

III

Tal y como las cosas parecían haberse encontrado de atadas y sentenciadas, en realidad así vinieron. De esta forma, mientras a Joaquinita un día y otro al despertarse de la letargia la animaban diciéndole “ venga mujer, venga, que hay que ponerse buena y guapa”, dado que, como le prometían, pronto vendría licenciado Mauricio y estos énfasis iban surtiéndole en el inconsciente efectos poderosos, al cabo de año y pico no sólo decía estar enamorada del marido militar y chatarrero, sino que ya daba los primeros pasos por el corral y se asía con sus ojitos azules y manos blanquísimas al cielo, dando gracias y ansiando el regreso definitivo del ansiado marido. Sobre Mauricio, en cambio, destinado en su Regimiento con tres mozos más de su pueblo, nunca podrían acabarse de enumerar los malos augurios y perversiones que acerca de su matrimonio pudieron preverle no sólo sus paisanos y quintos, sino la compañía militar entera, pues la mofa no corría únicamente de cuenta de los cabos primeros y segundos - y sobre todo de los furrieles, los cuales se enteraron y buenos son para eso - sino también de los sargentos mayores chusqueros que venían ascendidos de África y más tarde hasta de los asistentes, los de la Plana Mayor y de los cornetas en general. Todos, al final todos competían por sacar chascarrillos y componer coplillas las cuales canturreaban por las noches en las naves de las Compañías tras el toque de silencio, o las chapurreaban los veteranos con ardor y malicia descarada por los gruesos de las marchas y maniobras hasta conseguir arrastrar a la tropa en pleno.

Un día el Regimiento entero había pasado la jornada haciendo guerra de guerrillas, asaltando fortines con técnicas envolventes que habían sido usadas y descritas por César y Napoleón. El regreso consistió en una caminata asfixiante de doce kilómetros cargados los hombres con cetmes y subfusiles, con morteros, con lanzagranadas y todo tipo imaginable de pertrechos y utensilios. ¿ Podrá creerse que por sí sola, aquella pasión por estribillos mordaces y ripios incisivos dedicados a la trama chatarrera de Mauricio durante todo el camino, fue capaz de levantar por completo el ánimo agotado del Regimiento ? Ante la vorágine depredatoria y cáustica de las letras y risas militares, demolida pues toda resistencia, y en un acto supremo por sacudirse el motivo opresor que le causaba Joaquina, una vez hubieron llegado al cuartel, Mauricio, sin reparar en más, se dirigió a la oficina del Sargento Semana, entreabrió la puerta ceñudo, con brío y precipitación, y a través del hueco que ésta apenas le dejaba, y sacando pecho, dijo solicitando desde fuera:

.- ¿ Da usted su permiso, mi sargento?

.- ¡ Hombre… ! – respondió aquél al verle asomar la punta de los pelos - Pasa, pasa, Salazar - le dijo -. Te veo muy movido ¿ No es así, o qué…? A ver, qué tripa se te ha roto ahora, venga, saca…

.- No, nada, nada, mi sargento. Que es que quería escribir un renglón a …

.- ¿ A quién, a quién quieres escribir un renglón, Salazar, me quieres decir…?

.- Pues, mi sargento, a…, pues eso, cómo se diga…

.- Pero venga, Salazar, coño, no vamos a estar así todo el año, cojones … habla de una puta vez…

.- Sí, pues, a eso, a mi…, a la… a la esposa esa que dicen que tengo ahí, en… Quería escribir pa´ decirle ya que… – e hizo una señal con la mano cortando el aire en sentido horizontal.

.- ¡ Vaya, hombre, jodé, por fin ! ¡ Menos mal que te salió ¡ Claro, claro… Pero, oye ¿ no querrás, contarle lo de los cantares de las marchas, no querrás decirle eso ¿ verdad..?

.- Sí. bueno, sí y no, mi sargento. Aunque pensando… sí, sí, mi sargento, eso es, todo de una vez y pa´ siempre ya. Yo… es que…

.- ¡ Jo, Salazar, mira que eres burro…! Pero, bueno, tú verás lo que haces. Venga, ven pa´ cá. Aquí tienes papel y plumín. Ah, y tintero también ¿ eh ?. Anda, ponte aquí, anda, en el sitio mío…, y pega el culo, por lo menos pa´ escribir, coño. Anda, joder, ponte de una puta vez y dile ala parienta lo que quieras…

Aturdido se puso a escribir en el sillón del Sargento Semana, pero al coger el plumín y mojarlo y mojarlo en el tintero y luego sacudirlo, como todavía recordaba haberlo hecho en la escuela, manchó la mesa, los papeles y el suelo, y se aturdió más. Pero animado por el sargento se acodó sobre la mesa de nuevo cuanto pudo, bajó la cabeza a ras del papel y puso debajo de los tintones: “ Joaquina, cuando te pille te juro que te mato, me tienes hasta los cojones”, y fue y estampó la firma con un Mauricio Salazar lleno de puntos, rayas y curvas nerviosas y garabateadas.

.- Ya está, mi sargento – dijo.

.- ¿ Cómo, Salazar…? ¿ Ya le dijiste todo ? ¡ No pué ser…!

.- Sí, ya, ya lo dije, mi Sargento… - y al decirlo se levantó y se cuadró prácticamente mirando al superior.

.- Buueeeno, bueno, Salazar… ! A ver, ahora dame y lo metemos en el sobre, y luego le ponemos las señas, ¿ eh ?

.- Si quiere mirar antes, mi Sargento…, sólo por ver si está bien, si…

.- A ver, hombre. Venga, trae aquí… Coño, coño, Salazar, no terminaremos nunca - y se puso a leer - ¡ Anda, ésta si que es buena… con esto, Salazar, vas a poner a la parienta firme del todo - observó el superior riéndose y dando cabezadas al terminar de leer aquel texto lacónico y breve por demás.

Y luego con empaque, dándose tiempo, el sargento escribió la dirección de Joaquinita en el sobre, lo pegó con la lengua y le preguntó a continuación a Salazar:

.- Oye, Salazar ¿ ahora no tendrás ni sello, claro…?

.- Y ni real, mi sargento. Ya ve… – y le mostró los bolsillos mostrándoles los forros vueltos.

.- ¡ Ay, Salazar, Salazar, eres un caso acabado… ! Anda, ya te lo pondré yo- replicó el Sargento -. Y me lo debes ¿ eh ?. No se te vaya a olvidar. Y si no me lo traes, ya sabes, a la Prevención de patas sin rechistar.

Cuando Joaquinita tuvo el sobre en las manos y entusiasmada lo abrió y terminó de leer con avidez y atención la estricta y contundente misiva, se quedó como alelada y quieta, mirando y mirando fijamente las letras porque no entendía, no lograba encontrar ningún porqué ni relación posible de nada acerca de lo leído. Miró la carta por detrás por si era de pega, le dio la vuelta después y la volvió a leer y releer indecibles veces, pero cada vez que lo hacía se le adentraba más y más silencio y quietud en el alma, hasta que pensativa, absolutamente abstraída y sumida en el más allá de infinitos indescifrables y sin hacer comentario alguno, la guardó mecánicamente entre las sábanas bordadas del ajuar, aquél que con su madre, y a toda prisa, preparaban día y noche antes de que llegara el licenciamiento del Mauricio. Y allí la dejó.

Pero Mauricio era emprendedor, y como le decían los amigos un “echao palante”. Además, después de volver de la mili, y de acuerdo con la tradición, podía fumar ya porque era un hombre, motivo por el que aprovechó la menor oportunidad para cagarse en Dios y decirle a su padre que cuidado, que tuviera mucho cuidado ahora con reñirlo por fumar ¿ eh ? que si no le iba a dar unas hostias. Y un día se las dio.

En esta misma fecha por la tarde Mauricio le pidió a su padre la herencia, pero la tiá Nona y Manivelas no le dieron más que el carro viejo y el burro que tenía la oreja roída y las patas con mataduras. A su suegro el Tuerto, en cambio, tras firmar de mala gana unos papeles que había preparado el cura, le sacó un buen pellizco a cuenta de la hijuela de la hija recién casada. A continuación, y de un voleo, echó materialmente al carro a Joaquina, el ajuar y los papeles, y de muy mala leche, y peor hostia, arreó y arreó con saña el burro, y andado al lado, y arreándolo sin parar un momento, se marchó jurando y perjurando, agarrado como siempre al telerín del carro, antes de que se pusiera el sol, camino de la capital.

.- ¡ Así os pudráis, hijos de puta ! - les dijo a unos y otros según pasaba y emprender la marcha.

IV

Pero los tiempos que fundamentalmente nos interesa describir aquí son los últimos. Se trata de los que llegan y se suceden rápidos, los tiempos del triunfo, los de grandes almacenes de telas y las siderurgias, lo de talleres de hilados y la consagración del nombre; son los tiempos en los que la riqueza se hizo coincidente con el ciclo económico favorable, la entrada del Euro y la ambición sin límite del honorable señor Salazar Macías.

¿ Y Joaquina ? ¿ dónde estaba y qué papel jugaba en semejantes épocas y sucesos ?
Joaquinita permanecía virgen. Cuando recién llegados a la capital el marido le dijo que él no era de venir todos los días a comer a casa, y así fue, durante mucho tiempo Joaquinita cruzó mano sobre mano en una esquina de la cocina y no se atrevía a moverse de allí. Apenas comía y pasaba hambre, olía mal y miraba de reojo y con resentimiento cómo Mauricio – cuando aparecía - comía cecina y aquel par de huevos casi siempre reventados con pan duro que ella le servía junto a un vasito raquítico de vino, a pesar de esmerarse y hacérselo presentable.

Pero, una de estas veces, en que Mauricio se acordó sin respeto de las deidades del cielo, y revueltas y enseñando los dientes las nombró una a una, estiró la mano, lanzó a Joaquina de un sornabirón contra la pared de enfrente y, luego, cogiéndola de la muñeca, tiró de ella y la llevó sin mirarla y medio a rastras hasta el colegio de monjas en que había estudiado cuando parecía un ángel. Al llegar le dijo a la superiora apuntando a su esposa con rabia y gesto de desprecio “esto no me sirve pa ná”, y luego, mirándola a los ojos, le dijo amenazador con el dedo índice y en alto “y mientras no valgas pa ser de tu casa, ni se te ocurra aparecer ¿ me has oído ?”. Y le repitió con los dientes apretados ¿ me has oído ? Y dándose la vuelta se marchó y la dejó allí.

Diez meses estuvo Joaquina con las monjas. Le asignaron una habitacioncita que daba a un patio interior con huerto y Mauricio solía darse una vuelta algún domingo por la mañana a ver qué pasaba y cómo iba. Joaquina lloraba al principio al verlo llegar y también cuando se marchaba. Cruzaba entonces los brazos, bajaba la cabeza, y con la moquina cayéndole sobre las mangas de un babi azul de cuadros, pasaba un rato enorme gimiendo y diciéndose a sí misma cosas incoherentes y oscuras acerca de la desolación y el odio, hasta que alguien abría y cerraba la puerta de al lado y el golpe la sobresaltaba, se hacía consciente y volvía en sí entonces y al mundo con un secreto deseo de venganza.

Veinte años estuvo Joaquina en estricto silencio haciéndole la comida a Mauricio y sirviéndosela de acuerdo con los protocolos y cánones aprendidos con las maonjas. Cuando llegó el progreso y se cambiaron a La Mansión de Hierro, en vista del servicio práctico y exquisito que desplegaba su mujer, Mauricio empezó a invitar a comer a amigos, a empresarios y empresarias y gentes importantes, se aseguró el éxito con los menús y las mesas debido al conocimiento y finura que deplegaba Joaquina. En las terminaciones, él solía sonreír ligeramente, pletórico de satisfacción mundana. Con tantos convites y celebraciones, ya había aprendido Joaquinita a salir desde el rincón laborioso de la cocina, sonreír y después volver a meditar, a meditar no sólo acerca del porqué del desamor, sino también del desprecio y sus modos, de por qué le tocaba eso a ella, que por qué y por qué debía ser así. ( Aunque siempre tuvo la sospecha de que eran cosas que nunca debe preguntarse uno a sí mismo). Era en estos lapsus cuando volvía a verse con sus lazos y vestidos de puntillas volando por Villacarriel, adonde no había podido regresar ni siquiera para asistir a los óbitos casi simultáneos de sus padres.

Y puesto que Mauricio nunca llegó a manifestar a ningún invitado que la que servía con cofia era su mujer, en realidad Joaquina no existía. ¡Quién iba a suponerlo, si además vivía en casa de los guardeses ! Nunca nadie supo quién era. Tampoco nadie preguntó nunca nada.

Por lo demás, la riqueza continuaba fluyendo y se agolpaba, miraba a Mauricio y ambos disfrutaban de sí mismos y a la vez. Porque, para entonces, Mauricio no sólo era el señor Salazar. A partir de cierto día empezó a aparecer en todo tipo de saraos, en las reuniones y mesas más diversas y a ser mimado por los medios, todo el mundo lo llamaba Mauricio Salazar, tuteándolo, como alguien del común y pujante, alguien social y sobradamente entendido y, por supuesto, aceptado. En poco tiempo lo hicieron presidente y vicepresidente de todo. Y todo le era bien visto, todo. Dijera lo que dijera, estaba bien. Las interpretaciones efectuadas en los medios le daban la razón, pues ipso, facto o al día siguiente, y de forma indefectible, se encargaban de enraizarlas dentro de la más pura tradición del país, emitía los mejores juicios y disponía de las mejores ocurrencias y las mejores sonrisas, dado que marcaba cánones en todo y para todo. Las mujeres más bellas del momento lo buscaban, lo acosaban, y en las filmaciones tomadas le sonreían una y mil veces con gestos que sugerían una tácita complicidad. Era un triunfador. Más que un triunfador. Era un sujeto salido de la entraña de un monte para hacerse Dios, y con ello todo está dicho. ¿ Querrá ser Mauricio Salazar el próximo Presidente … ? Porque si quiere… – se decían unos a otros o preguntaba cualquiera.

¿ Y Joaquina… ?

Ante el tamaño y densidad que habían adquirido las cosas, el señor Salazar Macías hacía mucho tiempo que había abandonado para comer su fortaleza de hierro. Y si ello constituía en sí un hecho público y notorio, también, y por otro lado, a pesar de que hacían cábalas de si dispondría o no del poder de ubicuidad, ello sólo se reducía a una imposibilidad manifiesta y absoluta, ya que se le veía en la nieve, en cualquier lugar del extranjero, encabezando algún séquito ante el Papa, en los toros, en primerísima línea de un desfile de altísima moda, en un yate… Aunque cuando iba por su casa ya no se cruzara siquiera con Joaquina, tampoco se atrevía a preguntar por ella. ¡ Y qué más da ! se decía a sí mismo justificándose. ¡ Si además hace siete años por lo menos que no la veo…! Y le asistía un olvido, una pereza, lo impregnaba una dejadez. Y si todo marchaba sobre ruedas ¡ para qué preguntar, coño… ! se había contestado alguna vez molesto y sumamente contrariado. Bueno, además, y por otra parte ¿ no tenía asignadas Joaquinita desde hacía muchos años su paga y cuentita permanente ? Ella, que no gastaba nunca un duro ni en… ¿ Entonces… ? Pues ya está… No le demos vueltas. Ya está bien. Con esta monserga ahora mismo acabo yo, hombre.

V

Cuarenta y tres años tenía Joaquina cuando entró en un deterioro galopante. Más de siete llevaba viviendo con las monjas y en la casa de los guardeses sin que nadie preguntara por ella en la parte noble de La Mansión de Hierro. Nada había hecho por conservar su delicada condición física y mucho menos por mejorarla nunca, porque, entonces, hacerlo no se consideraba ni decente ni católico. El desengariñimiento que pareció observar Mauricio en ella el día que la vio hermosa y deseable debió haber sido sin duda fue un espejismo producto del calor, del aburrimiento de la espera tal vez, o del súbito deseo que a veces se presenta jaleado por enigmáticas, depravadas y urgentes complacencias. Es probable que nada más.

Cuando Joaquina, por tanto se dio cuenta de que los vestidos se le habían vuelto holgados por demás y tenían con demasiados desarreglos por los bajos, los hombros y la cintura, de que la diadema que usaba semejaba un arco iris monocolor sobre un monte de musgo blanco y rizado, y de que los zapatos en los pies se le iban de un lado a otro sin excusa ni prevención de ninguna clase, fue cuando se detuvo de repente, apurada buscó el espejito redondo que guardaba en una cajita de plástico llena de achiperres y lo puso sobre la repisa, se acercó al cristal, se tiró para bajo de los párpados inferiores y confirmó, como intuía, que la muerte le rondaba desde hacía tiempo, y que poco a poco se le iba haciendo reconocible en los seteros blancos que le habían salido alrededor de los ojos, y también en la percepción desvaída y sin fuste con que desde hacía muchos meses se le movía el alma.

Obtenida esta certeza no se retiró del espejo ni se asustó. Antes bien, se acercó más al cristal y se miró, como si se buscara a sí misma más dentro para interrogarse y calcular en definitiva qué tiempo y qué tipo de desahucio tendría que afrontar hasta extinguirse totalmente. Por medio del estremecimiento seco que le vino, reconoció el tono exacto de la muerte a través de los brillos ocres y amarillos que le traslucía la piel y que ya se había visto en el interior de los ojos. Secamente, sin desesperanza, bajó la cabeza y la apoyó y apretó contra el espejo. Y ya, en ese instante, con este convencimiento asumido, empezó a pensar con decisión y rapidez cómo devolverle de golpe los días y minutos a Mauricio, cómo inhalarle su propio desprecio y olvido con sus justos valores, cómo asestarle el odio amasado con la adversidad. Era, pues, la hora. Había llegado el fin.

El mismo día en que, tras un acto repleto de remembranzas americanas, con globos, azafatas, mayorettes y fanfarrias, declaró Mauricio que con su recién fundado Partido del Dinero (PD) – porque decía que quería que todos fueran millonarios lo mismo que él – sería diputado y Presidente del Gobierno, cuando en la sala de prensa los cámaras y entrevistadores que lo acosaban hicieron silencio y consiguieron detenerse, se levantó al efecto el primer periodista, vestido con impecable clergyman y una libreta en la mano, y le preguntó:

.- ¿ Es cierto, señor Salazar, que su esposa se encuentra viva y que acaba demandarle para solicitar la separación ?

Al oírlo Mauricio se removió molesto, tartamudeó y se sintió sofocado, volvió a tartamudear e intentó recordar a toda costa, sin conseguirlo, aquella frase nemotécnica que le habían recomendado sus asesores de imagen, la que le habían confeccionado para paliar o salir de momentos difíciles e inesperados.

El periodista no preguntó más. Pero inmediatamente, y con máxima urgencia, los periodistas y cámaras se lanzaron a tomarle imágenes nuevas desde todos los ángulos, a pedir la palabra y preguntarle y preguntarle de forma atropellada, pues aquel aserto se encontraba fuera por completo del guión establecido. ¿ No creían los periodistas y la opinión pública que Mauricio Salazar era soltero ? ¿ cómo es que ahora… ? Nadie sabía nada. El entrevistado sacó el pañuelo y se recorrió la frente varias veces, buscaba con angustia la señal de algún asesor cercano, pero no pronunció palabra, no sabía qué debía responder a aquella pregunta que había hecho salir corriendo a la mayoría de los profesionales hacia los teléfonos, los faxes y las sedes de los rotativos y las televisiones. En cuatro o cinco minutos quedó la sala de prensa prácticamente vacía, lo dejaron solo.

Media hora más tarde, cuando Mauricio Salazar y sus guardaespaldas, asesores de imagen y abogados, bajaron de sus coches y limosinas, se precipitaron hacia el interior de La Mansión de Hierro. El silencio que reinaba en la casa fue atronado por retahílas de obscenidades bárbaras y amenazantes dirigidas contra Joaquinita mientras avanzaban por los pasillos inmensos de la casa e iban abriendo puertas, lanzando insultos y aporreando con ira las paredes, buscándola.

Al final de un pasillo y delante de una puerta, de pie y serena, y apenas reconocible, esperándolos apareció Joaquinita, recta la barbilla y la mirada desafiante. Pero no estaba sola. Se encontraba a su vez rodeada de sus guardias, sus abogados y un servicio especial encargado de grabar y recoger con fidelidad y exactitud la llegada del grupo gesticulante y amenazador. Documento éste que dijeron que utilizarían ante el Juzgado para que don Mauricio Salazar, de no hacerlo de forma voluntaria, saliera de inmediato del hogar familiar, debido a evidentes pruebas de inseguridad y riesgo físico para la esposa.

Mauricio y sus guardianes, con los rostros contraídos por la sorpresa y el desafío, retrocedieron. ¿ Y puede hacerme esto y en mi propia casa… ? preguntaba enardecido Mauricio a los abogados mientras se retiraba a sus aposentos.¿ Cómo iba yo a pensar – proseguía – que esta mujer, que aquella Joaquinita… ? Pero cómo es posible, cómo puede ser, si… - y lo encendía la cólera y lo inexplicable.

Y no habría de ser menor la sorpresa cuando, vista la demanda de separación, los abogados del demandado comprobaron que el dossier aportado al efecto contenía una descripción pormenorizada y exhaustiva de los bienes y derechos del patrón. Figuraba todo. Y no sólo eso, sino que el papel aquel de antaño, que había redactado deprisa y corriendo el cura de Villacarriel y que había firmado dando por recibida parte de la hijuela de su mujer y tirado de mala leche encima del ajuar de Joaquina al marcharse del pueblo, había sido amplia y debidamente estudiado y valorado en proporción al caudal patrimonial del holding empresarial. Tales prevenciones económicas y registrales habían sido tomadas, y de tal forma, que cualquier intención tendente a ocultar o eludir bienes devino sin remedio en imposible.

Así, pues, expulsado de la Mansión de Hierro, Mauricio se instaló en el Hotel París. Contrató una planta entera y desde allí empezó a impartir instrucciones y contraatacó. Los medios de comunicación hallaron vías de creciente interés acerca de su nueva situación personal, decían de su proyecto político que consistía en un proyecto diferente, y de él que era un salvador, el presidente nato del país. Los menos en cambio aseguraban que se trataba de una tarántula disfrazada con los terciopelos del Hotel. Para lo que no existía arreglo era para la separación y el consiguiente reparto de las empresas del holding, y no la había porque las pruebas aportadas eran muchas con todo tipo y lujo de detalles. El matrimonio era válido, se encontraba vigente y allí estaba Joaquinita, casi inexistente y en realidad muriéndose, aunque nadie supiera que habría de morirse en fecha exacta, la determinada por ella misma y la de en función de lo previsto en el Boletín Oficial del Estado.

En torno de La Mansión de Hierro se instauró un silencio sepulcral. Parecía no haber nadie. Sólo un abogado-portavoz iba y venía, hablaba poco e informaba menos. Joaquina había tenido que destruir un intento de reclusión e interdicción por incapacidad mental y una demanda de nulidad ante los tribunales canónicos. No obstante, la separación civil siguió imparable y se dictó sentencia: el holding fue formal y efectivamente dividido y atribuido mayoritariamente a Joaquinita. Por otra parte, el Boletín Oficial del Estado dejaba establecidas para el cinco de abril las Elecciones Generales del país.

Tras el vuelco repentino a la baja con que las expectativas amenazaban a Mauricio, pues la desconfianza que parecía haberse instalado en el ánimo del electorado, la campaña llegó a convertirse en un fárrago bárbaro de acusaciones frívolas, insidias y maledicencias, lo que exigíó de Mauricio un esfuerzo supremo por contrarrestar una posible debacle, esfuerzo en el que distribuyó con creces su mejor sonrisa, ahondó en la explicación reiterada de sus monumentales proyectos e hizo una colecta urgente entre sus viejos amigos de convites y bullas: los del lustre permanente, la seguridad y la despreocupación. Gente como él, gente de triunfo.

El cuatro de abril, día brumoso y víspera elecctoral, y dentro del ciclo “grandes películas de tema”, una emisora de televisión, de trayectoria independiente, interrumpió el film programado para emitir con carácter de urgencia la siguiente noticia:

Tenemos que comunicar a ustedes que, hace escasamente dos horas, ha aparecido muerta en el interior de una bañera de su casa, La Mansión de Hierro, doña Joaquina Martínez García, esposa de don Mauricio Salazar Macías, candidato que, en las elecciones de mañana, optará a escaño de diputado y asimismo, y probablemente a la Presidencia del Gobierno. Al parecer, junto al cuerpo de la fallecida, habría aparecido un papel que, según fuentes dignas de todo crédito, podría haber sido escrito de puño y letra del señor Salazar, y cuyo texto literal, dada la importancia del mismo, sería este “ Joaquina, cuando te pille te juro que te mato, me tienes hasta los cojones”. Nos obliga a pronunciarlo textualmente no sólo por la confianza que nos merece la información, sino por la importancia que podría entrañar el mensaje en sí respecto al hecho de la muerte. El candidato, señor Salazar Macías, ha sido detenido en el Hotel París, centro de su sede electoral y, en estos momentos - siempre según nuestras fuentes - estaría siendo interrogado por el Juez de Instrucción. Si la Junta Electoral no pone óbice alguno - y estimamos que no - dada la magnitud y trascendencia de la noticia, les tendremos puntualmente informados. Inmediatamente podrán seguir ustedes viendo “Un grito en la niebla”.

F I N

Orión de Panthoseas
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