Huracán
Orión de Panthoseas

El recorrido que cada quince días hacía ““Huracán””, único autocar con que contaba la empresa “El Destino, SL”, discurría casi en su totalidad por una carretera de aspecto aterrador. Desde tiempo inmemorial, y hasta época reciente, tal carretera había sido un vulgar sendero, el cual, lentamente, con el paso del tiempo, había ido ensanchándose y ensanchándose, por lo que ahora, tras alcanzar categoría primero de camino y después de carretera, parecía presumir de forma suntuosa mientras se ondulaba subiendo y bajando entre sierras y valles a lo largo del mundo, motivo por el que justamente pasaba por donde tiene lugar el llamado pueblo de Gerome, en el propio país de Impaia. Las mismas leyendas provenientes de la tradición desconocían asimismo su nacimiento y su fin, dado que siempre dieron por supuesto que tal vez, y a fuerza de seguir y seguir sin desmayo su ruta endiablada, pudieran ser encontradas hasta las nieves eternas o bien atravesar el polo, o incluso ir a dar a un ignorado y apasionante mundo submarino, aunque también pudiese penetrar por alguna abertura insospechada y fuese a salir justo enfrente pero al otro lado exacto de la Tierra. Era credo común, no obstante, que este camino-sendero había sido usado para sus correrías y batallas por suevos, por celtas y alanos y hasta los mismos celtiberos, para, por último, y ya en tiempos recientes, ser encontrado milagrosamente por los peregrinos del Camino de Santiago, motivo por el que habría sido esta afluencia grande y sobrevenida en épocas pretéritas, causa de que el mismo se afirmara no sólo para siempre, sino haberse ido agrandando y agrandando hasta convertirse en carretera, si bien con categoría tan mezquina e ínfima como la referida, y ello a pesar de que la Iglesia atribuyera a su uso caracteres de curación y salvación mágicos a favor de tanto afligido y angustiado en obtener honras, jubileos y demás glorias eternas en pos de la bendita salvación del alma.

En cualquier caso, tal y como ha quedado referido, dicha vía venía a constituir una estela lunar de impredecibles cráteres y trasiegos, un derrumbe total esparcido de aquí para allá por laderas y bifurcaciones que sólo una fe inquebrantable, o por motivos de extrema urgencia, supervivencia o necesidad podían hacer que autocares como “Huracán” y viajeros de tales guisas estuvieran dispuestos a arriesgarse por ruta semejante; el autobús por el riesgo continuo a perder imprescindibles o inencontrables piezas del motor, y, los segundos, por el riesgo de terminar con el aliento sobrecogido cuando no baldados. Bien mirado, podría interpretarse como si este camino-carretera, tan desarrapado y desvencijado, en verdad no deseara otros carruajes que los que entonasen con sus propios atuendos y desastres, como si, dada la afinidad de parecidos y compenetraciones, las cosas naturales, a través de misterios y entresijos jamás revelados a mente humana, hubieran optado por hacer casar sus fuerzas entre el medio de transporte con aquel camino o carretera tan desgraciado en sí como aquí se cuenta.

Pero este autobús, “Huracán”, era ya como una persona, había llegado a adquirir vida propia y nadie podía comprender aquella incontrolada fuerza que poseía, ni la paciencia que sacaba de debajo de los hierros y los latones que le colgaban por todas partes para sostener tanto tarabanco, tantos animales y tanta gente a la vez encima. Además, cuando hablaba, todos sabían que solía hacerlo mediante ruidos extraños, o bien con saltos o paradas repentinas. La gente que lo conocía se encogía de hombros, lo escuchaba atenta y parecía que le entendía sin rechistar, incluso muchas veces algunos se disculpaban una y otra vez con él en voz alta si creían que no se habían comportado con él como era debido. De otro lado, tampoco importaba que se detuviera en cualquier parte ya fuera invierno o en verano, que se tuviera prisa o no, o que el frío cortara la piel y los huesos al detenerse en pleno descampado o pudieras morirte de sed en el peor recodo del mundo. No, aquello no tenía importancia. Se bajaban desde el primero hasta el último, y si bien es cierto que Juvencio tenía la costumbre de pasarle la mano con cariño para calmarlo y darle ánimos, los demás, ya estuvieran achicharrándose, o temblando o muriéndose de frío, se acercaban con precaución y respeto y le daban palmadas enternecedoras, o hasta lo besaban, por lo que nadie - excepto Juvencio, y ello debido a la confianza - osaba protestar o soltar tacos o juramentos de clase alguna. Y sí, es verdad que le tenían aquella deferencia, pero en el fondo, y sobre todo, también lo era por miedo a que “Huracán” perdiera del todo el ánimo, se descompusiera definitivamente y los dejara al raso y compuestos por las barrancas más angostas y los derribos más atroces y truculentos de la creación. Tal, tal era la contribución y miramiento que tenían para con el viejo, el amado y admirado autobús, el cual, además, y procedentes de corazas, de espadas y lanzas usados por los guerreros de las Cruzadas, era quien conservaba trozos y trozos de hierro y otros mil materiales que habían sido traídos desde antiguos reinos y repúblicas, llevando encima por tanto miles y miles de trocitos de cruces, reliquias o santos encontrados por tales antepasados, infinitos útiles que le habían ido siendo donados por los herederos actuales para remediar ora el motor, ora la carrocería, o por qué no las ruedas o también su enorme baca, capaz de soportar encima y sin remedio todos los menajes o ajuares de Gerome e Impaia juntos.

… pero llegó el tiempo en que parecía que a “Huracán” lo hubiera acometido al fin su propia ancianidad, y ello, no sólo por aquella desenfrenada profusión de goteras y vías de aire hecho viento que de parte a parte lo cruzaban en todas direcciones y que a cualquiera podían originarle fiebres, toses y fatigas sin cuento, sino porque, cuando se averiaba, la gente se bajaba y ya no sabía si a última hora, y en definitiva, habría de esperar un rato o bien media vida a que Juvencio - jurando por sus vivos y sus muertos que aquello sólo le pasaba a él por su mala suerte y nada más que por su puta y mala suerte - dejara de revolver y revolver en un cajón de herramientas de épocas inescrutables para sacar del fondo al fin una pieza incomprensible pero salvadora, o que regresara del pueblo más próximo y trajera en las manos o mismamente en carretón - y hasta en carro de bueyes, según necesidad y urgencia - piezas o ruedas con dientes y ejes reparados que sirvieran para poner en marcha aquel corpachón macilento y al parecer, en aquel día, fatalmente depauperado.

Por tanto, tal llegó a ser su debilidad y postración, que los vecinos de Gerome - tras haberlo sometido a discusión en el Concejo, y en un alarde de resignación, decidieron a mano alzada que debía ser retirado de la circulación ante la evidencia de haberse convertido en un continuo y contundente peligro para la salud y el desastre público. A semejante conclusión habían llegado, no en vano los vecinos, tras dieciocho domingos de razonamientos y discusiones en el corro que a la salida de misa formaban a la puerta de la iglesia para resolver cuestiones mediante el trato directo con el sano veredicto de ser absolutamente concluyentes. Pero en dicha ocasión no había ocurrido sólo eso, sino que, al objeto de obtener mejor entendimiento acerca de sus resoluciones, se habían encomendado previamente a los santos de rigor y llevado a cabo infinitas procesiones, habían rezado cada día el rosario al atardecer y ofrecido novenas a San Cristóbal, a San Pancracio y Santa Rita, aparte del ir y venir incansable de don Gregorio, el párroco, de casa en casa por las noches prometiendo al amor de las lumbres bulas y canongías en favor de la continuación del autobús como de las propias almas de los fieles.

Pero, habida cuenta de la escasa diferencia que había habido entre los síes y los noes, hechas sentir las lamentaciones de Juvencio porque ello llevaría el hambre a sus ocho hijos, como por las baldías admoniciones que tras cuatro homilías consecutivas, conminando a reconsiderar el voto a los que habían optado por la retirada inminente de “Huracán” había lanzado don Gregorio, éste, sin más ni más, tronante y lleno de ira, con golpes rápidos de campana, secos y duros, él mismo subió al campanario y convocó urgentemente a los vecinos de Gerome a una celebración de misa. Y lo hizo como si tocara a fuego, para el día siguiente y a primera hora. …; por lo que, a partir de ese momento, fue cuando definitivamente las cosas antiguas dejaron de ser las mismas cosas, cuando empezaron a distanciarse unas de otras y a tomar derroteros hasta entonces desconocidos para todos.

… porque ya, desde el púlpito, en medio de la misa y de la ira con que disertaba, don Gregorio, decidido por completo a no aceptar jamás el resultado obtenido en la votación vecinal, de manera frontal había abierto la prédica con la siguiente pregunta: a ver ¿quiénes sois los cuatro borrachos que subisteis el día de la votación a la bodega y bajasteis como cubas a traicionar a “Huracán” y a Gerome y a condenar a la miseria para toda su vida a los hijos de Juvencio ? A ver, decidme, hijos de Satanás, decidlo ahora mismo o os juro… En vista del silencio producido, pronunció después secamente: “todos los contrarios a “Huracán” sois unos traidores, todos, y yo os juro que os excomulgaré y os condenaré al fuego eterno si antes de salir de aquí, y como es de mandar, no os arrepentís y votáis por que “Huracán” siga vivo”.

[... la misa dio comienzo a las siete de la mañana y habría de durar hasta bien entrada la tarde. Nada más iniciada, cada vez que don Gregorio se volvía para decir “dominus vobiscum”, y antes de darse la vuelta, miraba amenazante hacia el banco de los “herejes” - "cristianos de medio pelo", solía llamarlos - cuyo banco discurría pegado a la pared izquierda del templo, justo detrás del lateral de un pequeñísimo altar cuyo espacio se hallaba repleto de bancas y hacheros, de almohadones y reclinatorios porque era la zona de reservada especial para las mujeres santonas de Gerome. Aun recientemente fallecido, a efectos de cánticos e interpretaciones, el representante máximo de los herejes seguía siendo el tío Geromo Rodríguez, del cual afirman que, como le hubiera preguntado con retintín un día el cura en la doctrina para que le hiciese una definición de la muerte, literalmente le respondió: “¿ ... la muerte, dice usted, señor cura ? pues, la muerte ¿ qué va a ser ? pues cerrar el ojo, estirar la pata, arrugar el hocico y abur Perico”. Frase textual que los herejes conservaban como oro en paño y en letras de molde para todas y cada una de sus diatribas íntimas, rituales y memorias, ya divinas, ya humanas.

Bien al contrario, el de enfrente era el banco de los devotos, los cuales, por herencia y generación tras generación habían sido los encargados de retener principalmente los magnos y múltiples y saberes de iglesia con sus cantos sacros y sublimes preces, teniendo a su vez atribuido ordenar los tiempos, los modos y compases del rito evangélico. Ellos eran quienes encabezaban la fila derecha en las procesiones patronales, quienes cogían a hombros las andas de los santos y los que, bajo palio, con pulcritud esmerada, cual si de ángeles se tratara, llevaban cuasi en volandas tanto al cura como al alcalde. Eran asimismo quienes solían atender con puntualidad los pedimentos limosneros destinados al culto, quienes cantaban las misas de “corpore in sepulto” y quienes en el cementerio acompasaban los salmos con un tonillo tan trágico que semejaba congelar el aliento, las palabras y los huesos, motivo por el que resultaba obvio que don Gregorio se compenetraba nítidamente con ellos. Éste, de vez en cuando, como en bendito pago, entre responso y responso levantaba la mano y, como con inocencia, como sin querer, y con absoluto sigilo, les dirigía una bendición adicional, la cual ellos agradecían de inmediato elevando el tono del ronroneo y los cánticos, enviándole con complacencia miradas santurronas y entregadas. Y si en verdad era cierto que siempre habían aportado las mejores plañideras, no lo era en cambio respecto a los mejores Relatores de velatorios de cualquier tipo y condición, patrimonio que había pasado a pertenecer de hecho por excelencia de los herejes. … si las mujeres del llanto manejaban sus dotes con extraordinaria facilidad y de tal manera que al poco rato, y en el recinto de los óbitos, bien pudiera creerse que pudieran llorar hasta las puertas y las piedras, eran por contra los Relatores de Difuntos verdaderos artistas en el oficio, capaces de crear retahílas enormes acerca de conocidas y supuestas virtudes y vicisitudes tocantes a la vida reciente del muerto. Tenían por costumbre llegar agrupados a la casa funeraria, en la cual, ya en el portal, y al mismo tiempo, mirándose unos a otros de reojo, con parsimonia se quitaban la gorra; a continuación, con gesto serio y dolorido, - podría decirse que con sumo cuidado - ponérsela colgando sobre la mano izquierda; miraban luego a lo alto con ojos mortecinos, y enseguida, con la cabeza ladeada hacia el mismo lado, continuaban los tres en rigurosa fila con los brazos caídos, – los más viejos delante - en dirección a la habitación fúnebre. Al verlos, todos se santiguaban, se apartaban de inmediato de su trayecto e instruían un descomunal silencio. Parecía que todo hubiese tenido alma y de pronto se callara, dado que se callaban hasta las plañideras, si bien, más allá, y como un misterio inaudito, también procedían a callarse los pájaros, las gallinas, las ranas y los perros. Por los aledaños y dentro de la habitación obitual, era la hora de sonarse las narices, darse un respingo y lanzar suspiros y ayies largos y profundos, pues eran bien vistos porque eran tenidos como gemidos incontenibles debidos al sentimiento, a la pura aflicción y parte esencial del acompañamiento y conmoción que producía el intenso dolor que reinaba en la casa.

Así, pues, era ocasión para que el Relator más antiguo comenzase su oficio rememorando – aun si así fuera, de oídas - a los antepasados del difunto. Los nombraba por tanto y los hacía en un buen lugar del cielo, pues aseguraba verlos atentos y en buena disposición para rogar a todos y a cualquiera de los santos, quienes de esta forma, asistiendo al alma que se iba, de ninguna forma podría ésta darse por perdida a través de los laberintos del más allá, laberintos que de igual modo podían conducir a los fuegos del infierno que al disfrute sin tacha de las glorias más puras, refulgentes y eternas. De aquí que, con la voz más trémula y solemne que le era posible, seguidamente el Relator procedía a efectuar un memorándum familiar y personal del difunto lento y exhaustivo, incluso si era preciso inventándolo como obra de misericordia que los presentes comprendían, pues a veces del finado no se sabía nada y no se disponía de historia ni reciente ni viva disponible, resaltando las muchas y honrosas obras que en realidad hizo o habría hecho de haber tenido oportunidad; abundaba después el Relator en sus muchas y exultantes virtudes; solía decir algo de sus bulas y limosnas como asimismo de los innumerables rosarios y novenas rezados a lo largo de su existencia. Hablaba luego de su desprendimiento, de su entrega a la patria, de su compromiso para con la iglesia, para sus jerarcas y ministros. Pero nunca, nunca hablaba el Relator de asuntos de bodegas, del maltrato a las esposas, de lo perdido al julepe o a las chapas, de lo robado por el muerto a los predios colindantes con el arado, de los chopos vecinos tronchados o quemados, de gatos y perros envenenados, de estas cosas nunca hablaba, nada acerca de esto decía el Relator. No lo hacía tampoco acerca del derecho de pernada sobre mujeres pobres y criadas, ninguna referencia sobre los hijos ilegítimos, nada de los naturales jamás reconocidos y por sistema abandonados, nada se decía porque ésta era sólo y exclusivamente la irreconocible, la desdichada hora del muerto y su postrer alabanza, sólo, sólo ello, exclusivamente. No era aquel momento más que la hora del desenlace, la fatal, la que sí era profundamente conocida y traída hasta aquel cuarto por la tradición.

Al fin, tras mucho murmurar consigo mismo cosas secretas e ininteligibles, tras darse golpes de pecho e inclinarse sucesivamente por tres veces sobre el rostro del extinto, quien aún mantenía el pañuelo atado por debajo de la barbilla para que no se le abriera la boca ni se le vieran los labios tumefactos ni la ausencia y descombre de los dientes, terminaba por fin el Relator con una frase lacónica y acaso en el fondo humorística, la cual, sacada del acervo popular decía “... y como es de razón, el muerto al hoyo y el vivo al bollo” Por lo que de esta forma, tras una última venia, el Relator de Difuntos se despedía definitivamente, hecho que daba lugar a un torrente de sonadas, de renovados suspiros y urgentes desahogos. Por entre los muros de la habitación yacían y vibraban los misterios; por entre los concurrentes gravitaban y hasta podían oírse sus infinitas reverberaciones.

Por tanto, de forma consecutiva los tres Relatores ejercían su oficio intentando crear cada uno una pieza de oratoria perfecta y reconocida solvencia, una obra de arte en el tanto y modo de actuar y decir, obra de arte que no sólo sirviera para encauzar certeramente el alma del difunto, sino también para que después el pueblo homenajeara a su autor en corrillos alrededor de lumbres de cocina y llenara de satisfacción a los oyentes hasta el momento mismo en que sobreviniera una nueva oportunidad con el muerto siguiente. De esta suerte los óbitos, cual si de auténticos artistas en concurso se tratara, quedaban plasmados al final en manuscritos, los cuales, adornados con letras majestuosas y rimbombantes, serían solicitados por la gente, siendo pasados de mano en mano y leídos en las cocinas con admiración general y deleite]
Don Gaspar, el herrero, generalmente no iba a misa, pero ese día se hallaba allí para tomar parte activa en el dictamen final sobre “Huracán”, causa de esta misa urgente. En cambio, sí solía asistir Náiasi - su esposa - por convicción intelectual y por cristiana, quien, no obstante, procuraba mostrar en cualquier oportunidad una exquisita libertad de pensamiento y opinión. Esencialmente observadora, prefería callar cuando la cuestión no era conducida mediante discusión serena, dado que no concebía que las discusiones presididas por la fuerza ni el atolondramiento pudieran conducir a conclusiones razonables y justas, dignas de ser defendidas y sostenidas en común durante mucho tiempo.

Ese día, don Gregorio, ni siquiera llevó acabo las confesiones previas, sino que anduvo de acá para allá nervioso, colocando manteles y velas en el altar con el ceño fruncido. Conocedores de sus inesperados y abruptos arrebatos, los monaguillos lo miraban con recelo sin saber qué hacer, por lo que apenas le tocaron los sayales al vestirlo, y, al introducirse con furia desusada él mismo la casulla por encima de la cabeza, lo hizo dejándola caer con fuerza y desdén al tiempo que daba un golpe con la mano a la altura del pecho para ajustársela sin más. De todos modos, cando con paso duro y sordo salió de la sacristía, le pringaba el alba por todas partes, pero no le importó, pero los feligreses, viéndolo, como en un salto común se pusieron en guardia, pues apenas unos minutos antes, dos números de la Guardia Ciudadana, sentados con el mosquetón entre las piernas, la espalda recta y la mirada atenta, se habían situado atrás, los últimos, cerrando cada hilera de los bancos de los hombres.

Comenzada la misa, al dirigirse a los congregados y pronunciar “orate frates”, abriendo los brazos, don Gregorio alargó la mano derecha y se quedó con el dedo índice apuntando a don Gaspar, al que inmediatamente increpó diciéndole de manera burda “oye, tú ¿ cómo es que estás aquí ? ¡ Ojo ! No se te ocurrirá luego votar ¿ eh ?”. El herrero, que se encontraba de pie junto al guardia del banco de los herejes, dio un paso al centro de la nave central y le espetó parsimonioso ¡ cómo lo sabe ! El cura replicó fuera de sí con un ¡ cago en Dios! súbito y exorbitante, levantó los ojos al cielo con las manos crispadas para enseguida bajar la cabeza y con los ojos semicerrados, farfullar plegarias como compungido y preso de un agresivo y convulso arrepentimiento. Sin embargo, volvió a alzar la cabeza de nuevo y dijo con fuerza seca “aquí no votan ni los herejes ni los herreros, esto es para gente de iglesia de toda la vida y no hay nada más que hacer, nada más, coño”, e intentó calmarse respirando con dificultad mientras era acometido por golpes sucesivos de ira. Por fin logró inspirar hondo y, ya, con el tono controlado, amenazó al herrero con tono fanfarrón “ya, ya nos veremos las caras desde ahí arriba- señalando el púlpito - espera, espera un poco y verás”.

Instintivamente, los hombres militares de guardia se pusieron de pie, y así estuvieron, mientras se iban acallando los murmullos en pro y en contra de los intervinientes a lo largo y ancho de la iglesia. A pesar de lo acontecido, - y quizá ya, por costumbre - la misa continuó con los ánimos de la gente aparentemente serenos, si bien todos quedaron pendientes del sermón, acrecentado por que previamente a él, don Gregorio, habiendo entrado con aires marciales en la sacristía, se había desvestido a manotazo limpio, para, como un relámpago, salir desaforado y resuelto en sotana sin pérdida de tiempo; cuando llegó a la nave central, rodeó el altar sin detenerse siquiera ante el Santísimo, se dirigió sin detenerse al púlpito y subió de dos zancadas a él con decisión, miró desde arriba a los feligreses sin fijación concreta alguna, se remangó luego con calma, y, tras apoyarse con ambas manos sobre la balaustrada con talante desafiante, comenzó a desgranar poco a poco y con voz oscura el objetivo fundamental de la misa, objetivo que no era otro que el que les imponía pedir por que “Huracán” continuara viviendo - sí, sí, viviendo dijo exactamente - lo que Dios quisiera. Al final añadió que si Juvencio era un buen católico y romano de toda la vida, sus hijos eran santas almas bautizadas, y que las reparaciones que hubieran de hacérsele a “Huracán” eran para el caso igual, igual que si de sacramentos se tratara. Continuó diciendo, mientras daba golpes con la mano contra el reborde del púlpito, que “Huracán” tenía la misión sagrada de seguir sirviendo a Dios aunque tuviera que bendecirlo cada día por la mañana; les recordó, a modo de abalorio y ornamentación, que a bordo de “Huracán” había venido el señor obispo a Gerome hacía justamente dos años, y que, de igual modo hizo él mismo cuando le dieron destino por primera vez, por lo que “Huracán” era, por ello, como un ángel, como un enviado de Dios para servir a Gerome, a Impaia y a la iglesia universal por lo siglos de los siglos.

Entre diversos y pequeños murmullos pasajeros, don Gaspar y parte de los herejes cuchicheaban y sonreían sarcásticos, por lo que, al sentirse interrumpido, el cura enarcó las cejas y enfurecido encendió los ojos, pero viendo que su gesto era suficiente para restaurar el silencio y el miedo para que la cosa no fuera a mayores, decidió proseguir. Dijo entonces que de ninguna manera se podía frustrar el porvenir del pueblo ni el de la provincia, y que ni mucho menos el de la nación. Les hizo una comparación y les dijo que “Huracán” era como un trasatlántico de tierra porque en él iba de todo, por lo que citó las maletas, los arados, las albardas y colleras, las bolsas, las cestas y talegas de mimbre, el trigo y la cebada, así como las gallinas y los pavos, amén de mil tarteras y barriñones… Si me apuráis un poco - les recalcó - casi van hasta jatos y vacas; qué pasa, a ver quién se atreve a decir que no, que lo diga, que ahora mismo se atreva. A éste, a éste esclavo de Dios – concluyó, refiriéndose a ”Huracán” - lo conoce hasta el señor Gobernador, hasta él lo conoce ¿ o es que ya no veis la placa de oro que le impuso hace un año ¡ A ver quién no la ha visto ! “Huracán” es - y abrió los brazos y los ojos al mismo tiempo como si fuera a llegar al cielo - como todo esto, como un mercado entero, qué digo, como la iglesia y el campanario juntos, “Huracán” es la casa de todos, de todos. Por último, les recordó que el autobús era una mina de oro para Gerome y para el mismo Dios Nuestro Señor, ya que Él lo había enviado para siempre y que, por tanto, ahí debía seguir, firme como una estatua de cemento. “Venga, decid ahora todos amén y después así sea, y decidlo sin rechistar, coño” - pretendiendo concluir.

.- Sí, sí, una mina de oro sobre todo para usted – le oyó decir al herrero.

.- Ya salió a relucir otra vez lo de la bula, seguro que es a eso a lo que se refiere este mariconazo, levantando el dedo y golpeando en el aire – le replicó el cura -. Ya sabía yo que a nada que dijera, a nada, algún piojoso de mala baba iba a sacar a colación lo de las bulas. Ya sabía yo, ya. No, si antes de venir éste, esto aquí no pasaba ¿ cómo va a pasar ? ¿ cómo ?
Y como ensimismado, prosiguió disertando acerca de lo que representaba para la feligresía aquella insignificante bula parroquial, promovida por el uso de “Huracán”, bula que era vela y mano de Dios porque se vendía casi a real por cabeza y a ocho por familia de a cinco y que además duraba todo el año, de Pentecostés a Pentecostés, una bula de grandes beneficios y seguridades, además de detentar dotes milagrosas como ninguna otra cosa para viajar, dado que prevenía no sólo de malos golpes, sino que también tenía empeños y prevenciones en cosas de tentaciones del alma para la feligresía, por lo que “Huracán” y la bula eran como San Pedro y su barca, siempre a salvo de todas las tormentas y tempestades de este mundo traidor. Y volvió a mirar con rencor al herrero.

.- Mire, don Gregorio, deje usted de darle monsergas a la gente. El pobre autocar ya no está, como dijo el Concejo, para ningún trote, y nos puede costar caro cualquier día - le dijo don Gaspar -, de modo que hasta Juvencio - continuó éste - debiera pensárselo mejor y no andar tan a la ligera corriendo por caminos que parecen patatales todos los días. Además, si pasara por la plaza de Gerome siquiera, pero hay que pensar bien dónde le queda al pueblo la parada; pero, claro, a ver cómo va a entrar aquí por un camino lleno de charcos y hoyos así de grandes… - dijo marcando un gran espacio con las manos -. En eso, en eso es en lo que hay que pensar y no en bulas ni buleros.

.- Tú lo que eres es un desagradecido, que buenos dineros te ha dado a ganar Juvencio por los arreglos. Lo que pasa - continuó iracundo el cura - es que con tal de, de…, de jorobar al cura y a la iglesia, pues…, porque de rojos y masones ya se sabe… ¡ Parece mentira que tengas un hijo ya casi cura y que vengas con éstas! ¡ Anda, que si no… vaya, vaya…!

.- Mire, mejor deje a cada oveja con su pastor, que Alejandro es bien libre de ser cura o no, muy libre. Otra cosa bien distinta sería si no mandaran a nadie al infierno por no pagar diezmos ni comprar bulas. Claro que, a ver, entonces, de qué iban a vivir algunos…

Mientras en el banco de los herejes afirmaban las palabras con la cabeza, las beatas y devotos trataban de contrarrestar los descaros del herrero.

.- ¡ Silencio, coño - gritó ante el tumulto don Gregorio con la mano derecha en alto y el índice hacia el techo - que ésta es la casa de Dios! Quien habla así del infierno es porque está con el Maligno y sólo con el Maligno. Pero vosotros bien sabéis, porque sois temerosos de Nuestro Señor, - y agachándose hizo con la vista un cínico recorrido sobre la totalidad de la feligresía - que en el infierno no hay más que fuego y rechinar de dientes, y que allí irán de cabeza los rojos, los malvados y todo tipo de herejes, como éste. Ah, se me olvidaba, y los sacristanes sacrílegos también - clamaba ahora agitando con ostentación los brazos y mirando de reojo al sacristán Pelayo el Breve, de quien nunca había obtenido plena satisfacción acerca de por qué se sentaba en el banco de la izquierda -. Pero ésos, ésos - insistió - tened por seguro que son los enemigos de la gente de bien y de su santa alma, de esas almas que, además, son de Dios, de Nuestro Señor Jesucristo, amén.

.- ¡ Eso, eso, así se habla ! - decían y asentían con la cabeza las beatas y devotos mirándose y reafirmándose unos en otros. Alguien tiene que taparle la boca a don Gaspar - se decían entre sí - qué se habrá creído, que porque sea eso de ingeniero… o lo que sea…, pero es un perseguido, un preso, un demonio… Y si el señor cura lo dice, tendrá razón ¡ cómo no la va a tener… ! - Y se persignaban sin interrupción, al tiempo que besaban sin descanso escapularios, cruces y estampas que sacaban no sólo de las faltriqueras y de los bolsillos de los rodados, sino de debajo de toquillas negras junto a viejísimos devocionarios rotos y renegridos.

.- Lo que sí se podía hacer, si le parece a usted, don Gregorio, es que Enedino, el chico, aquí, el del Manco, dijera cómo ve él el asunto del autocar, por no decir que igual lo vieran también “El Seco” y “Los Orcones”, ya sabe, los videntes ésos que ven el futuro, que según cuentan, pues, claro, parece que algo sí saben de las cosas que van a pasar. En fin, que uno en todo esto casi no sabe qué decir… - terció inesperadamente puesto de pie y con la gorra en la mano el tío Segismundo el Santo, el primero del banco, el jefe de los devotos.

.-¡ Cómo ! - bramó el cura -. Qué está diciendo usted, tío Segismundo, insensato ¿ o es que Satanás lo está tentando, cómo se le ocurre dudar de la palabra del Espíritu Santo, de la palabra de la Iglesia y de mí mismo, que soy ministro del Señor, y compararla con la de esos pobres diablos que está mentando, y que Dios me perdone - y se persignó - si ni tan siquiera sabemos si son del todo humanos ?

.- ¿ Quién no es humano, eh… ? ¿ quién no es humano ? A ver, diga quién no es humano ¡ cagüen la hostia ! - saltó Juan el Manco levantándose, indignado -. Porque Enedino es hijo mío, y bien de seguro que lo es - siguió fuera de sí el aludido -. Pero de usté, cagüen la hostia, me cagüen tal… con lo que dicen que ha hecho por ahí… ¡ no te amuela…! que llegó aquí por las buenas como un antruejo y hala…, a vivir del cuento; ¡ no te parte, ahora, éste…! – y se atragantó y farfulló lo que pudo sin poder seguir hablando.

Con la banca en la mano, Juanita se levantó deprisa y se acercó a su padre con el gesto contraído, pero al tiempo se produjo una crispación repentina y hubo toses, imprecaciones al aire y pateos al recordar viejos agravios personales y familiares, por lo que se formó tal embrollo dialéctico que acabó perdiéndose por completo el sentido de lugar sagrado y de la reflexión.

Sin embargo, pese a la tremenda discusión, ni a los herejes ni a los devotos les cupo bien aquella duda del cura tocante a los videntes o adivinos. Constituyó un regusto amargo, dado que el sentimiento de pertenencia colectiva de personajes tan especiales lo tenían tan asumido y por suyo, a pesar de que, desde hacía algún tiempo, en Gerome había empezado a existir como una nueva iglesia, un talismán, una magia, una conciencia o condición a la que acudían y los remediaba. No, no se les podía tocar. Los geromenses intuían, sabían, que ni “Los Orcones” ni “El Lento” llevarían al cielo almas, pero les arreglaban las penas y les fiaban un poco de esperanza contra el odio, contra la escasez, contra la enfermedad y la desazón por todo, y ello sin tener en cuenta para nada los crujires de dientes con que de continuo eran amenazados por don Gregorio. Lo sabían perfectamente, lo tenían imbuido no ya como aspecto racional o irracional, sino porque lo vivían y participan de su ensalmo personal y directamente. Nadie había ido nunca a preguntarle a don Gregorio para saber quién le había robado el bieldo de la era, quién se había llevado las peras tempranas de agua de la huerta, las cuales eran oro bendito y se caían de maduras, ni qué el niño no sanaba nunca o por qué las noches de luna nueva, sin que en apariencia les pasara nada, las vacas mugían y mugían cuando se levantaban y todo aparecía en la más absoluta calma. Y querían vivirlo y saberlo.

Desde los días en que Joaquín “El Seco” instruyó a “Los Orcones” y éstos, a fuerza de anunciarle muertes y desastres, aprendieron a comunicarse con la gente de Gerome, y luego se descubriera que Enedino “El Lento” podía mirar y ver también hacia adelante y hacia atrás del tiempo y del mundo, don Gregorio supo - y el obispo también - que nuevos y abundantes signos del Maligno empezaban a socavar las bases y fundamentos de la fe para acabar en Gerome con la esperanza en la vida eterna y quizá en toda Impaia.

Por tal motivo, cuando el cura oyó la proposición efectuada por el tió Segismundo “El Santo”, no pudo menor que sentir un temor profundo, pues creyó entrever que, efectivamente, el control de las almas se le estaba escapando por momentos, no sin antes achacarse a sí mismo haberles consentido durante demasiado tiempo aquellas ingenuas visitas que como niño efectuaban a los videntes. Por eso tosió con precipitación, crispó las manos de forma incontenible y por eso tuvo que reclinarse hacia atrás, sentarse unos instantes y con dificultad recuperar el aliento, dado que pensó atropelladamente que tenía que parar aquello, detener la avalancha y salvar las almas a toda costa. No había discusión, era su misión y estaba dispuesto, y ello antes de que el Maligno por medio de infieles, brujas, masones y rojos, acabara por instaurar definitivamente la anarquía espiritual y luego sobreviniera la degeneración total y la condenación eterna del género humano perdón y sin remedio. Obnubilado dentro del púlpito ante semejante posibilidad, tomó aliento, hizo un espantoso esfuerzo, y se incorporó levantando los brazos descomunalmente para decir aterrorizado:

.- Satanás está en medio de nosotros ¡ Pero - con el índice extendido continuó – ¿ cómo no lo veis, digo yo, cómo no lo veis, malditos ? ¿ es que estáis dormidos, es que no miráis alrededor ni lo oléis… ?

La voz resonó con tal furia que, como un latigazo, sobrecogió a los feligreses y los atemorizó. Éstos, esperando, apenas se removieron en sus sitios, pero algunos miraron de reojo hacia el herrero.

.- Esto no puede continuar así – continuo el cura -, de ninguna manera. Ahora veo que el Glorioso Alzamiento y la Gloriosa Cruzada no acabaron del todo con el Maligno, y que Satanás está rodeándonos a todos de nuevo. Y eso de ningún modo lo vamos a permitir ni ahora ni nunca, afirmó dirigiendo con precisión la mirada hacia la pareja militar con el dedo todavía en alto -. Porque yo os digo sobre todo a vosotras, a vosotras, que es un gran pecador quien crea en esas mierdas y olvide los dogmas de nuestra Santa Madre Iglesia, porque os estáis entregando a los engaños de Satán y a sus peores demonios. Y además, no contentas con eso, vais y pagáis a los amigos del diablo con el sudor bendito del esposo, o del padre, de ese modo estáis comprando las llamas más pavorosas del infierno.

.- De sobra sabemos que no hay infierno que valga. Y de sobra sabe usted que no hay buen Dios con fuegos eternos ¡ Vamos hombre, cómo podrá afirmar semejantes cosas si no tienen sentido, y menos como si Dios mismo estuviera hablando… ! - trató de contraatacar don Gaspar, procurando poner coto a las terribles aseveraciones del cura…

.- A ti había que prenderte otra vez - le respondió agitando el pecho al herrero por encima del murmullo emergente -. Tú eres un mensajero del diablo, un seguidor de Satán, porque tú ni sabes lo que es la fe, ni la gracia de Dios ni el amor del Espíritu Santo, ah, si lo supieras, no atentarías contra nuestra Santa Tradición, que es el sostén de la patria y de la salvación de todos nosotros.

.- Mire usted, don Gregorio - prosiguió el herrero - ¿ soy yo acaso enemigo de Dios o de los hombres ? dígame ¿ lo soy… ? no, todo lo contrario, al menos lo procuro. Pero ¿ por qué los curas no asumen las explicaciones lógicas que otros damos a los dogmas, por qué, por qué no piensan y razonan…?

.- ¡ Pero, habráse visto las cosas que me dice a mí éste…, este mequetrefe ! - insistiendo con el dedo y gesto despectivo -. ¿Me querrá enseñar a mí… ? – le replicó sin que pudiera continuar, agitado de forma asfixiante por un éxtasis mezcla de ira y de soberbia.

.- No, mire, por favor, déjeme, déjeme un momento, que no he terminado. ¿ Por qué no lo intentan sin tener que acudir ni al poder, ni a la fe ni a los milagros ? A no ser que nos crean tan tontos que crean que ni siquiera les merece la pena.

.- Mira, mire, o lo que sea - tartamudeó el cura herido y explosivo -. Lo que se quiere es confundir a las almas devotas y temerosas de Dios, y eso, eso sí que yo no voy a consentir aquí en la iglesia ni en Gerome. Porque bien sabemos cómo se disfraza, cómo suele emboscarse el Maligno para coger a veces de aquí y de allá palabras de la Biblia y de los santos y así parecer una cosa y luego ser otra; es como hace caer a los incautos y los lleva en volandas a las llamas del infierno ¡ Ah, no! No lo voy a consentir, ni voy a permitir más rojos quemaiglesias ni matacuras por aquí ¡ Ah, no, de eso nada ! Y si no, vamos y se lo preguntamos ahora mismo al sargento y al alcalde, ah, y también a los Camisas, a ver qué dicen ellos, coño, que ya está bien de tanta chusma revolucionaria en la casa de Dios, que me cago en tal…, que ya se me van los nervios y me estás llenando el gorro, herrero de mierda…

Sin medir orden alguna, los dos números de la Guardia Ciudadana se pusieron de pie, y el alcalde, al sentirse aludido, apuntando con el índice hacia el párroco, masculló atropelladamente “ yo eso, eso, lo que diga don Gregorio…”.

De repente se produjo un silencio denso en el recinto. Las toses y los carraspeos desaparecieron, el aire parecía enrarecido y preso dentro de la iglesia; muchos habían recordado de pronto arengas lanzadas no hacía mucho desde aquellos mismos bancos y púlpito para a los pocos días, a veces horas, oír suplicar, maldecir y sollozar con amargura durante la noche, o ver aparecer a la mañana siguiente dos o tres cuerpos tirados de bruces sobre las cunetas de Camino Alto con varios tiros en la frente o en la espalda. Y aunque también el cura percibió este ambiente extraordinariamente peligroso, enseguida también supo que no estaba dispuesto a dejarse impresionar por sus propias palabras ni a rebajar entre los feligreses la tensión que estaban viviendo, pues, como una sinfonía perfecta, dentro de su alma oía mil voces voces ordenándole que debía combatir a tales gentes sin tregua ni descanso; en otro caso, dedujo, la fe y la patria pronto serían pasto de las huestes masonas y marxistas, y, por ende, requisito para la perdición definitiva de Impala y la Humanidad entera.

Era tarde. Habían transcurrido muchas horas. La gente, cansada y hambrienta, se removía de un lado a otro con sufrimiento y abnegación sin que nadie osara levantarse siquiera, nadie, ni siquiera para salir de la iglesia por un instante y pura necesidad. Tal posibilidad no se encontraba en el orden lógico de las conciencias.

A ver… - rompió el silencio de repente el cura con tono bajo, pero enérgico y duro, dejando la continuación en suspenso.

.- Oiga, señor cura – llamó su atención Juan “El Manco”, levantando el brazo -.

.- A ver, qué quieres tú ahora, a ver, “Manco”, si eres capaz de decir algo a derechas, a ver, a ver… -.

.- Pues, que la mi Juanita, que debía ir a casa, ya sabe, por el hermano, como está solo, y como el hombre no se vale, pues tiene que ir a…

El cura miró a ambos con las mandíbulas apretadas, haciendo notar su completa autoridad. Después dijo:

.- Luego, luego. Ahora no. Ahora voy a haceros las santas admoniciones, que seguro que el señor obispo las va a bendecir, y después tengo que arreglar de una vez lo de “Huracán”, si no - añadió elevando el tono con singular dureza - yo os juro que no salís de aquí hasta pasado mañana por lo menos.

.- Bueno, pues - irrumpió Juanita - yo, de eso de “Huracán”, lo que diga mi padre, total…

.- ¡ Cómo total, no seas tonta, chica, cómo total, como total… ! Si con las historias ésas de tu hermano con “Huracán” os está viniendo gente desde más allá de Francia, que buenos dineros te están dando. Porque tú eres la que cobras, o eso tengo entendido ¿ o no es así o no es así ¿ eh ? dime, dímelo aquí y ahora mismo – insistió volcando la cabeza hacia delante -. Sí, seguro que quieres marcharte porque ya habrá una buena panda de tragacuentos a la puerta esperando a ver si les abres. Vamos, si lo sabré yo… Benditos incautos…

.- No señor. Si nos dan un real… y a veces hasta la voluntad. Verá, es que mi hermano Enedino todavía no, no ha… - y Juanita hizo gestos procurando que el cura comprendiera que su hermano no había desayunado aún.

.- Mira, mira, por un día no se va a morir, claro que… - añadió el cura - quien espera un día, espera un año. Ya te diré yo si tienes que marchar y cuándo ¿ eh ? ¿ estamos, Juana ? Pues, hala, venga, por de pronto quieta ahí y a votar …

.- Como mande - admitió la muchacha de pie, junto a su padre, con un movimiento de refugio y enfoscamiento urgente dentro de la toquilla con la que terminó por cubrirse la boca y la mayor parte de la cara.

.- Bueno – dio comienzo a las admoniciones don Gregorio abriendo los brazos hacia adelante y hacia atrás - pues ya habéis visto lo que hay, es decir, cómo por cualquier resquicio, por cualquier grietina de nada, entra la mala hierba y cómo tenemos el deber de cortarla y taponarla bien para que no vuelva a entrar. Y lo digo porque “El Maligno” anda aquí entre nosotros y no para. De modo que ya os advierto para que estéis alerta y no os dejéis embaucar por los enemigos de la Iglesia y de la patria. Con esto ya váis todos bien advertidos, así que nadie ¡ eh ! nadie, se lleve a engaño y luego no venga diciendo que no lo sabía - repitió dando un puñetazo sobre el brocal del púlpito -. Por eso estamos dispuestos a excomulgar a los herejes, a los videntes, y a todos los brujos y hechiceros que están ahí como si fueran testimonios de Dios, pero que no son más que falsarios poseídos en cuerpo y alma por el propio diablo. Ni vamos tampoco a consentir que nadie ponga en peligro las altas miras de la patria, ni hoy ni nunca. Así es que andaros con cuidado, con Dios y la suprema obediencia no se juega ni esto - y señaló una pizca con los dedos pulgar e índice de la mano derecha - y ni mucho menos con la salvación, eso sí que no, hasta ahí podríamos llegar.

.- Pero ¿ cómo se atreve, y menos desde el púlpito, a amenazar a la gente en nombre de Dios, cómo es posible…? - le replicó el herrero.

.- ¡ Guardias, a él, deténganlo ! - ordenó el cura a la pareja de Guardia Ciudadana.

.- ¡ Alto ahí, manos arriba ! - le exigieron rodeándolo los dos militares armados, introduciéndole los cañones de los mosquetones a la altura de los riñones.

Mirando alternativamente a ambos lados, sin salir de su sorpresa, el herrero levantó despacio los brazos y se quedó callado y quieto junto a su mujer, sumido en una espesa incertidumbre.

.- De momento a la calle ahora mismo con él, y que yo no vuelva a verte por aquí – le espetó con asco y desprecio - Y ya, ya veremos, herrero, cómo te portas en adelante - le dijo el cura con sequedad mientras los guardias continuaron empujándolo con el hierro de las armas - porque me parece a mí, me parece a mí que …

.- Aquí será lo que usted diga, pero yo le recuerdo al pueblo que tiene derecho a ser libre, libre… - gritó prácticamente don Gaspar volviendo la cabeza entre los guardias mientras salía al lado de su mujer.

Un nuevo y glacial silencio quedó atrás. Los asistentes habían vislumbrado por fin con perfecta claridad a dónde podía conducirles el poder absoluto del párroco, pues, a pesar de todo, les resultaba evidente que, en aquel momento, los modos empleados con don Gaspar no se correspondían con el bien conocido talante amable del herrero, el cual jamás había rehusado perder el tiempo preciso con ellos para enseñarles o participar en lo que fuera. Que era un buen profesional y un hombre de izquierdas, lo sabían igualmente. Como sabían que Náiasi, su esposa, no solía faltar en la iglesia los domingos ni días de fiesta, y que había creado un grupo mixto de personas con las que se reunía durante los inviernos en su casa y las enseñaba a leer y escribir, así como corte y confección a mujeres, además de asuntos de higiene y de cocina. Algo semejante podía decirse de Alejandro, que debido a ella se encontraba en el seminario y sería pronto cura y al siempre habían visto como un muchacho de mucho talento y sin remilgos. Muchos feligreses sintieron un miedo paralizante. Como si de un enorme y acelerado golpe de memoria se tratara, internamente recordaron y se preguntaron que para qué habría valido la guerra recién terminada con tantos muertos. Algunos, de forma indolente y repentina, miraron a los huérfanos y a las viudas. Sintieron el temor tan cercano que, después de lo ocurrido, llegaron a dudar acerca del cuándo y cómo podría dejarlos salir de allí don Gregorio.

Al poco rato, retornó al interior la pareja de la Guardia con sus mosquetones levantados; de pie volvió a apostarse en la parte posterior del templo, y, mirando descarada y altivamente a todos y a cada uno de los concurrentes, sendos hombres empezaron a moverse y a controlar con celo desmedido tanto la entrada como el resto del recinto.

.- Bueno, a ver, a ver - reclamó la atención el párroco dando al aire varias palmadas sonoras -

. Bien, bien, Juanita, tu padre no, pero tú, anda, ya te puedes marchar. Y el voto de tu padre que valga por dos, que lo de “huracán” vamos a votarlo ahora mismo. Y que quede bien claro de una vez: ya sabéis que van a votar primero sólo, ¡ eh ! sólo, los ateos marxistas que no defienden ni a “Huracán” ni a Juvencio. Así es que ya lo sabéis. Todos los demás son los que están a favor ¿ eh ? ¿ habéis entendido ? ¿ lo habéis entendido bien ? Bueno, pues venga – exigió al tiempo que procuró intimidarlos con una mirada torva -. Ah, y los que no quieran ni “Huracán” ni a Juvencio que levanten la mano bien alta, bien alta, coño, que se la quiero ver…

Cuando Juan “El Manco” se volvió a un lado y a otro con el brazo en alto para ver quiénes y cuántos más que él lo habían levantado, se dio cuenta de que el suyo era el único que se encontraba como colgado del cielo, que don Gregorio tosía con sorna y sonreía con malicia manifiesta mientras miraba a todas partes. Por fin, bajó el brazo despacio cuando el cura dijo que qué bien fácil era contar los votos, que con el de Juanita dos, y que claro, eso era de esperar, porque “El Maligno” – lo especificó despacio y se detuvo - cuando entraba en una casa ya no salía por más agua bendita que se le echara.

.- Hala, pues ya lo sabéis. Ya lo habéis dicho. “Huracán” tiene que seguir vivo el tiempo que Dios quiera. De modo que ahora hale, hale, que dentro de un momento ya podéis salir. Ya se lo diremos a los demás y a Juvencio. Ah - les recordó - y no se os olvide coger la bula a partir de pasado mañana, de a un real y de a ocho ¿ eh ? y sin fiar, que la casa de Dios no es ningún comercio baldío. Ahora, venga, sin moverse y a estarse con la boca cerrada, que voy a terminar la santa misa.

Resoplando bajó del púlpito. Al llegar al altar mayor se detuvo, volvió sobre sus pasos, y desde el medio de la escalera dijo:

.- Ah, se me olvidaba una cosa – e hizo una pequeña pausa bien conocida mientras una vez más repasaba con intención la cara de los feligreses, observándolos durante breves instantes en silencio con descaro para proseguir -: A ver, los mozos y las mozas que pongan aquí mucha atención y mucho cuidadito con lo que voy a decir. En la fiesta que viene, en la sacramental, ya no se va a bailar agarrado, porque ése es un baile de provocación y escándalo, un baile de pecado, y eso es de orden de la superioridad. Así que ya lo sabéis también. Ya os lo digo con tiempo para que lo vayáis sabiendo, a no ser que bailéis solas las mujeres… como se hacía antes. Y sin más, con determinación, echó a andar escaleras abajo.

Se formó con rapidez un tumulto sordo para de inmediato dar lugar a un tumulto progresivo y formidable, pues si los feligreses viejos se movieron y removieron, y empezaron a girar y a dar vueltas y a levantarse de sus sitios, a hablar espontáneamente y a zanjar apenas con dos gestos unos con otros el asunto, las frases, las exclamaciones e interjecciones de mozos y mozas pusieron de relieve el golpe recibido, dado que aquellos dos días de fiesta al año con baile agarrado desde media tarde hasta la anochecida, aquellos dos días que resplandecían en Gerome más que el sol porque constituían una esperanza casi divina, eran tan sagrados como la cosecha o la vendimia, y más, más acaso que la Navidad o la matanza juntos. Varios mozos inquirieron e increparon a la vez a don Gregorio con vehemencia, tal era la zozobra introducida, puesto que interpretaron la mala nueva como si el pueblo y la mocead sobre todo fueran unos pazguatos y tuvieran que estarse a verlas venir mientras el cura les mangoneaba los asuntos que entre ellos habían discutido y acordado desde tiempos inmemoriales pidiendo dinero al alcalde, poniendo a escote y vendiendo, para quemar, las ramas y el palo grande del mayo, o ensayando comedias para echarlas en la plaza y que vinieran a verlas de los pueblos conocidos y mucha mocedad de la comarca y dijeran admirados que qué fiesta, que vaya, vaya fiesta, y porque, sobre todo, el baile era como el alma de Gerome, por lo que ahora, y sin más, como por ensalmo, sin encomendarse a Dios ni al diablo, no podía don Gregorio prohibírselo, no podía decirles se acabó y basta, ni que constituía pecado de escándalo.

.- ¡ Qué pecao ni qué hostias don Gregorio ! ¡ Cómo nos va a quitar una cosa así a la mocedá, si eso no pué ser …! ¿ es que no lo ve…? - dijo desde el banco de los devotos Marcial “El Valiente”, portavoz de los mozos.

.- ¡ Cómo que no puede ser ! ¡ A ver, a ver, cómo que no puede ser ! Aquí mandan las autoridades - afirmó el cura dando un puñetazo sonoro contra la baranda de la escalera - pues faltaría más, y en cosas de costumbres manda el Papa, y aquí en Gerome mando yo ¿ o no ? A ver, “Valiente”, quién manda en Gerome, diles, diles, quién manda aquí ¿ eh ? quién manda, a ver, dímelo a mí a la cara , a ver, dímelo y díselo a todos, a todos…

Un silencio sepulcral corrió por el interior de la iglesia. Nadie se atrevió a contestarle, ni siquiera Marcial que, visiblemente desconcertado y baja la cabeza, incómodo se balanceó un par de veces, metió las manos en los bolsillos de su pantalón de pana y se quedó mirando de reojo y desolado al cura. Pero ni los herejes ni los devotos terminó por resignarse, pues de repente se formó un cúmulo de hombres puestos en pie hablando y moviéndose sin rumbo por la iglesia, incluso lo hacían las viejas beatas, pues ellas eran quienes, a buena hora, con una banqueta debajo de la toquilla o el mantón, elegirían sitio formando círculo alrededor del baile, desde donde expiarían no sólo lo divino y humano que por delante o por detrás pasase, sino que era lugar privilegiado para confirmar o no, en tal o cual sentido, la enorme avalancha de rumores con sus infinitos diremes y diretes amasados uno a uno a lo largo del año. Consistía para ellas en pan celestial, el cual esperaban con ansia y tino en una atalaya legal, discreta, surtida de penumbra y para lograr establecer ya embrollos o romances, expectativas, si es que no tocaba confirmar infundios y muertes repentinas de reputaciones. Era, pues, en dicho concilio anual y a la redonda donde las madres y abuelas no sólo vigilaban, sino que tomaban pulso con extremada exactitud acerca de las posibilidades de las mozas casaderas, donde se hacían disecciones milimétricas de la valía u oportunidad tanto de los mozos propios como de los forasteros, donde se anotaba con exactitud quién bailaba con quién y de qué modo, además de retener cuántas veces habían ido a fiar y si los bienes de él y de ella, juntos, valdrían para comprar una vaca, salir adelante el día de mañana y tener algún hijo que pudiera socorrerles la vejez..

.- Lo que tenéis que hacer, y ésa es mi intención, como buenos devotos y cristianos - les dijo don Gregorio - es volver a sacar las panderetas y poneros a bailar las jotas, que se están perdiendo y bien que las bailabais y las bailáis cuando queréis ¿ o es que no os he visto aquí, a la puerta de la iglesia, a la salida de misa, eh ? como si yo no lo supiera. Ése si que es un baile sano y con temor de Dios, ése, ése, y no el otro, que hay que ver las cosas que pasan, y luego ay de mí, señor cura, qué desgracia, que yo no sabía, que yo que tal y que cuál, y venga a quejaros en el confesionario, y, como siempre, tarde y mal. Así que lo mejor, el remedio…
Viendo que persistía el silencio estricto, sin que nadie se moviera ni osara toser siquiera, don Gregorio terminó por decirles:

.- Bueno, pues ahora – y se dirigió al alcalde, el cual bajó los ojos – quedáis bien advertidos. Y, además, ya pondremos un edicto, así la cosa será más oficial. Y ahora, venga, venga, vamos a terminar la misa que ya va siendo hora - y se bajó del púlpito sin más para continuar el oficio.

Orión de Panthoseas
SIGLO XXI-POESÍA: Orión de Panthoseas ®
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