De la saga de los Enedinos
Orión de Panthoseas

I

… treinta y siete años tenía Enedino el Lento en 1947, poco antes de que, junto a un catedrático masón y otros dos adivinos, fuera asesinado por las fuerzas oscuras de la Dictadura del país. Vivía con su padre Juan El Manco - venido a Gerome de las tierras del cáñamo, y albañil, labrador y un poco de todo - y su hermana Juanita, soltera, un poco mayor que él y sastra por herencia familiar y línea de madre: Teodora la Sastra. Quedó huérfano apenas hubo salido del útero materno, pues el parto tuvo lugar de forma tan extraordinariamente lenta que a Teodora le había resultado humanamente imposible resistir los incontables días transcurridos para el advenimiento de éste, su segundo hijo.
Había empezado a alborear Enedino cuando iban a dar las doce de la noche del veintiocho de diciembre, día de inocentes, justo cuando Teodora iba a romper aguas y en aquel momento todo el mundo se alegró, suspiró aliviado y dijo “por fin”. Pero, lo que se esperaba que fuera un alumbramiento sereno y rápido, al igual que había sido el de Juanita, había comenzado sin embargo a tener conatos como de ser pero de no ser, como de señalarse pero para detenerse enseguida, o como si fuera a venir fuerte y de un tirón pero que al fin, y en definitiva, no venía. El médico y la comadrona dijeron a todos que parecía que el niño se lo tomaba con calma, pero que bueno, que tampoco había que meterles demasiada prisa ni al hijo ni a la madre, que así daría tiempo a preparar mejor la cuna, el agua caliente y las toallas. Como era natural, y para hecho tan importante, comenzaron a llegar a casa de Juan El Manco primero las mujeres directamente emparentadas, las cuales allí estuvieron, echando cuentas con los dedos de las manos y comentando una y otra vez los tanteos del parto, el cual pondría fin de todas formas a nueve meses de embarazo difícil con sus veintiún días justos de retraso. Todas auspiciaron hasta ese momento que, después de todo, por tan maduro sería un parto bueno, motivo por el que nadie se atrevió a recomendar que la abriera para efectuarle la cesárea, ya que la normalidad del proceso y la salud exultante de la parturienta eran a todas luces patentes y estaban a la vista de todos. “Si a Juanita la echó en cuarto de hora, tú verás, ahora, con lo fortachona que es Teodora y lo fuera de cuentas que está, pues en nada, a estas alturas, en un momentín y ya está”, habían repetido en estribillo unánime las comadres durante toda la noche y primeras horas del amanecer. Así pues, hicieron su turno de asistencia y compromiso charlando y departiendo a diestro y siniestro con quien estaba y llegaba por la casa, invocaron el recuerdo del alumbramiento de la hermana, y ya, de paso, el de todas las parientes una a una con sus correspondientes reparos y anécdotas insólitas, pero eso sí, dando por hecho aún que este parto, aunque de todas formas venía un pelín retardado, tendría lugar de un momento a otro y luego amén, santas pascuas y todos tan contentos.

No obstante, entre lamentaciones por la tardanza y medio muertas por el cansancio y el sueño, una tras otra tuvieron que regresar a sus casas a primeras horas de la mañana. Posteriormente, y poco a poco, fueron llegando de visita los maridos, a continuación los hermanos y también los padres, pues Teodora tardaba. Al fin todos ellos iban desfilando y dándole ánimos y parabienes a Juan El Manco; se los daban ya con gravedad, pues se le acercaban de frente y se lo decían compungidos, hasta con cierto reparo y al oído, ya que la tardanza lo requería, y en general se los transmitían a los parientes más cercanos, a quienes siguieron aconsejando que había que tener paciencia, que a veces las cosas de las mujeres iban pa´rato, que lo principal era que viniera bien y que los dos tuvieran salud para, a la postre, poder celebrarlo. Al día siguiente, a las cinco de la tarde, tras múltiples bandazos por las sillas y la mecedora, ya se habían relevado el médico y la comadrona, pues habían decidido hacer turnos de cuatro horas para asistir y velar a Teodora, dado que tanto uno como el otro no sólo tenían que visitar a enfermos de dos o tres pueblos y poner inyecciones y además quitar y poner vendas, sino que debían comer y dormir, lavarse, y de vez en cuando ponerse a respirar.

Durante tres días estuvieron con los turnos. Sin embargo, la necesidad hizo que los fueran alargando hasta hacerlos de ocho y nueve horas sin despegarse de la cama, puesto que, aunque el al niño parecía vérsele avanzar y luego nada, el parto podría ser inminente. A pesar de la resistencia opuesta, el dolor comenzó a causar estragos en Teodora. Los gritos, primero menudos pero después intensos y estremecedores, empezaron a inundar el cuarto y los aposentos aledanños de la casa, trascendieron luego al corral, a las huertas y corrales propios hasta llegar a los vecinos. Un poco alarmado, y por precaución, don Emiliano, el médico, llamó a su colega más cercano y juntos examinaron concienzudamente la situación a un rescoldo de luz sobre la puesta del sol, pero continuaron a la luz de candiles y velas, hasta que unos y otros se gastaron y con urgencia hubo que reponerlos para todavía decidir qué hacer.

Veían una vez y otra cómo el feto - el cual pugnaba por salir y estaba allí, indudablemente vivo - avanzaba tan despacio que temieron se volviera para atrás para quedarse definitivamente dentro. Intentaron usar los fórceps, pero la dilatación no se producía como se esperaba y tuvieron que desistir. Después de todo, dijeron que si el dolor se le llegaba a calmar, el hecho en sí tampoco parecía para tanto.

Para contrarrestar el contratiempo y ayudarla, inyectaron a Teodora sueros, le administraron calmantes y le rociaron con un paño húmedo la frente mientras le cogían las muñecas, le decían “ya viene, ya viene” y le controlaban permanentemente no tanto los gritos, pero sí el pulso. A los cincuenta y cuatro días de iniciarse el parto, Enedino, que de todos modos accedía al mundo con postura normal para el alumbramiento, tenía ya fuera del claustro materno la mayor parte del cuerpo. Pero a pesar de que se le apreciaba vivo y con buen color, seguía moviéndose no obstante con la lentitud acostumbrada, puesto que las contracciones de la madre apenas si existían ya y la utilización de fórceps tampoco parecía resultar una medida aconsejable ni expeditiva para resolver el laberinto de la vida.

Mientras, por la portalada y el corral de Juan El Manco había ido desfilado el pueblo entero. Después de tanto tiempo habían ido llegando de varios pueblos a la redonda para ser testigos excepcionales de semejante acontecimiento extraordinario, el cual extendieron rápidamente de boca en boca y acerca del cual los animadores y socarrones ya habían compuesto chistes, coplillas con acertijo, audacias y sornas verdes y chispeantes con chanza añadida y despiadada con disparates incluidos, si bien tampoco faltaron rumorologías y premoniciones de todo tipo y condición, tales como acerca de un presunto monstruo o encarnación inmunda y maléfica, puesto que con tanto dolor debía ser parido; o por contra, un ser angélico porque habría comenzado a nacer en día tan señalado como habíasido el de inocentes. Pero no se sabía, porque Enedino El Lento aún no se había abierto a la vida con el primer llanto ni tampoco con el primer aliento.

Quizás don Emiliano el médico y Socorro, la comadrona, habían llegado a impresionarse por completo ya el día diecisiete, cuando don Gregorio el párroco pasó por allí con la estola y un óleo en el bolsillo impartiendo aleluyas y salmos para bendecir y mejorar lascondiciones naturales del parto. Al marcharse el cura, y ya, al final, les dijo a Juan y a dos o tres mujeres que charlaban en voz baja en el portal “ bueno, bueno, será lo que Dios quiera, lo importante es que el chico llegue con bien y sanseacabó…” Echó los ojos al techo, lanzó una enigmática bendición al aire, y abriendo la puerta se marchó sin más.

Al clarear el día cincuenta y cinco, miércoles de ceniza y luna en menguante, decididamente no estaban bien las cosas, por lo que, para buscarle remedio, decidieron llevar a Teodora al hospital de la capital. Como quiera que ese día coincidía con que “Huracán”, el autocar, debía pasar por la parada de Gerome, pensaron que preparándola un poquitín y haciéndole una miaja de sitio dentro, Juvencio mismo podría llevarla, dado que, puestas tan mal las cosas, y por no tener, en Gerome no había nada: ni luz permanente, ni teléfono, ni ambulancia, ni taxis. Y de ninguna manera se conocían los coches propios. “A lo mejor poniéndole un colchonico y unas mantas en la parte de atrás - se aconsejaron unos a otros - a lo mejor, la pobre, puede llegar al hospital y pasar el peligro; porque, si se le quitaran los dolores, por lo demás, ella, aunqueha pasao dolores, parece que buena sí está”. Y en esta confianza, así se hizo.

A modo de parihuelas, y deprisa, entre varios hombres clavaron unas tablas sobre dos traviesas, pusieron encima el colchón con Teodora y la taparon cuanto pudieron porque arroparla no era fácil, unció después Juan las vacas, la izaron al carro, y a base de sujetarlo por las ruedas lograron salvar los tremendos tolleros del camino y llegar al lugar donde “Huracán” tenía la parada. Cuando éste apareció y lo vieron venir a lo lejos, sin esperar a nada los hombres salieron al medio del camino moviendo los brazos para arriba y para abajo como si jamás hubiera pasado, pretendiendo pararlo a toda costa y contra todo. No iba mucha gente dentro. Juvencio se apeó cabreado y jurando por tanto lío y parajismo. Pero al ver a Teodora en aquella postración se calló de repente, movió la cabeza, dijo repetidas veces con sentimiento coño, coño, y, sin pérdida de tiempo se puso a hacer un sitio en donde le decían, en la parte de atrás, contra el último asiento, el más ancho y alargado del coche, por lo que entre todos, y de una vez, cogieron el colchón, las sábanas y las mantas con Teodora y el niño dentro, y los colocaron con delicadeza y detenimiento. Y allí mismo, justo al lado del lecho, tomaron sitio su marido, Juan, el médico y la partera. Desde los asientos anteriores los demás viajeros psrecían no saber si mirar asustados o divertidos, pues sobre todo los más jóvenes empezaron a chistearse y a hacerse señas diversas en silencio. Después de decir con voz resolutiva “venga, vamos pa´llá”, Juvencio, hinchando el pecho con ganas y disposición, le dio con empuje al manubrio y el autocar rugió escandalosamente, después de lo cual, y con intención de atemperar y contener a “Huracán” a través de todo tipo de hondonadas y baches inevitables, lo echó a rodar camino del hospital. Los pasajeros, pasmados, mirándose con ojos huidizos y al revirón, se persignaban una o varias veces, la mayoría lo hacía durante un rato, pero otros con insistencia y susurrando cada poco: ay de mí, ay de mi…

Sólo tres paradas realizó “Huracán” para dejar a los pasajeros que llevaba por la ruta ordinaria; luego, desviándose, prosiguió directo hacia la capital. Cerca de seis horas tardó. Juvencio lo conducía con tanto cuidado que casi hacía que se detuviese antes de entrar en hoyos tan profundos que, al entrar en ellos, el coche parecía soin remedio destinado a volcar.

Durante el trayecto los acompañantes de Teodora estuvieron en vilo tapándola continuamente de un lado y del otro, observando si el niño se había movido y si el dolor de Teodora se acrecentaba o no. El maletín negro de don Emiliano, lleno de instrumentos, permaneció abierto de par en par sobre el asiento. Al lado, aunque había terminado por enfriarse, se hallaba una jofaina con agua caliente que Socorro había preparado, al igual que un nutrido montón de toallas, gasas y vendas que llevaba siempre consigo y que de continuo sostuvo sobre el regazo a lo largo del trayecto. Con los calmantes suministrados la parturienta entró en un estado de somnolencia pasiva, en el que si bien rezongaba mediante gemidos abruptos quejándose a menudo, apenas si inquietaba en verdad porque nunca abrió ni los ojos ni la boca para gritar, solicitarles prisa o para que “Huracán” se detuviese definitivamente.

Cuando llegaron a la capital, flotaba un ambiente de llovizna enrarecido por una bruma a repelones, deambulante y rojiza, similar a una especie de tormenta de invierno - y por ello extraña - que agitaba las ramas desnudas de los árboles oscureciendo las partes altas de los edificios y la mitad del cielo. Juan nunca había visto la capital, y con precipitación apretó la frente contra los cristales de atrás para ver cómo era, justo en el mismo momento en que “Huracán” acometía con precipitación la entrada al hospital, hecho que motivó que una de las ruedas traseras rebasara el bordillo y al bajar produjese un golpe brusco, irregular y en todas direcciones, provocando la completa salida de Enedino. Todo ello ocurrió con tanta celeridad que, de repente, el recién nacido se encontró en el mundo. Teodora - mientras la comadrona cogía al niño para que el médico le atara el cordón umbilical y gritaba a Juvencio para que siguiera adelante hasta donde ponía “urgencias” - gimió con voz de gozne desgastado. Con pasos rápidos y cortos salieron tres enfermeros con bata blanca y una camilla de mano, ya que Juan El Manco se había tirado en marcha y corría delante, señalando con el brazo para atrás y pidiendo que saliera alguien porque su mujer estaba pariendo en el asiento de atrás del autocar. Cuando vieron a Teodora cogieron las parihuelas y la llevaron directamente a la sala donde ponía “Quirófano de urgencia”. Detrás y apresurada, con Enedino envuelto en una mantilla repleta de sangre y sin haber exhalado el primer aliento, los seguía Socorro. El equipo médico ordenó de inmediato que salieran los acompañantes, y éstos, extenuados y nerviosos, se dispusieron a esperar dando vueltas y vueltas por el laberinto invisible e inacabable del pasillo.

Los médicos comprobaron que Teodora tenía muy mermada la vida, que estaba débil en extremo e increíblemente cansada y agotada. Como si de un ritual de oficio se tratara, salió un médico ayudante y fue tomando los datos que le iba facilitando don Emiliano acerca del proceso del parto, sobre todo acerca de cuándo había comenzado a romper aguas, de qué le habían hecho mientras tanto y de cuánto tiempo había transcurrido hasta ese mismo momento. Al conocer los datos, el Jefe Médico y su equipo se quedaron pensativos. Ante la insistencia acerca de los hechos, optaron por preguntar asimismo al marido y a la comadrona. “Es imposible de todo punto…, qué bobada es ésta, vamos…” - se decían mirándose con incredulidad los hombres técnicos -. Pero al fin no tuvieron más remedio que admitirlo como un caso que, si bien debía ser contemplado hasta el paroxismo como insólito, cómo no, tampoco como radicalmente imposible, pues la Naturaleza - aludían entre sí - tenía estas cosas y nunca se sabía de fijo ni muy bien por qué las tenía ni por qué de esta manera. Y, asimismo, inaudito, les habríade parecer el hecho de que el recién nacido hubiera estado sin respirar durante más de una hora, tal vez hora y media. De cualquier modo el niño parecía resistir bien y con buen color, pero después de un rato y con más de cinco azotes, el niño había seguido impávido, sin despegar los labios ni, por tanto, los pulmones.

No habría de ser sino después del inmenso estruendo que provocó aquel trueno largo, seco y duro, el que siguió al relámpago con mil culebrinas que desbarató de inmediato el encendido eléctrico, rompió pararrayos y derribó gárgolas, puntas de aleros y árboles, que Enedino rompió a llorar con un grito amargo y terrible. Eran las doce en punto y parecía imposible que pudieran oscurecerse tanto las calles en pleno mediodía. De esta forma fue cómo Enedino despejó la incógnita del llanto y de la vida. Sin embargo, el grito no tuvo lugar de manera repentina e inmediata, pues, una vez que hubo empezado a abrir la boca,continuó abriéndola sin que pareciera que fuera a terminar de abrirla nunca, hasta que por fin, cuando el asombro de enfermeras y médicos ya no conocía límite, Enedino logró gritar como un niño suele entrar al mundo. Y gritó, gritó tan fuerte y sostenido que, alarmados, se vieron en la necesidad de salir apresuradamente de la sala y explicar a quienes iban encontrando por los primeros pasillos que estuvieran tranquilos, que no pasaba nada, lo que asimismo hicieron extensivo a las primeras plantas y a los que subían y bajaban presos del estupor y pánico por las escaleras.

Sometieron a Teodora La Sastra a un urgente tratamiento de choque. A Juan y a los demás les dijeron que habría que esperar setenta y dos horas para ver cómo respondía, pero que, ante todo, esperanza y paciencia. Después de un rato Juvencio dijo que lo sentía, pero que, puestas así las cosas, tendría que marcharse, que si había que volver se volvía y que nada más que hablar. Al cabo de media hora, y seguros de que Teodora quedaba en buenas manos, Juvencio y don Emiliano, el médico, emprendieron el regreso a Gerome.

Seguramente, tras el parto, no sufriera Teodora ningún dolor añadido fuera de lo común, ni tampoco agonía apreciable. Aunque no tuvo hemorragias, siguió, en cambio, extenuada en el lecho y apenas abrió los ojos, ni movió los brazos ni las manos. Quiso toser alguna vez pero lo hizo con tos leve y quebradiza, como si le resultara imposible arrancar explicación alguna a un cuerpo que no le respondía ni podía sujetar apenas. Murió en este día cincuenta y cinco tras haberse iniciado el parto, hacia las ocho de la tarde, sin haber vuelto la luz. Lo hizo serenamente, prolongando ese estado soñoliento que con suavidad resbala y va llevando la consciencia cada vez más lejos a través de los vericuetos de los instantes hasta desgajarla del aliento y de la edad. De repente, y a esa misma hora – después vendría a saberse - de golpe se acrecentó la noche, y en la calle dicen haber oído pasar una esquila lánguida y desmoralizada, como si fuera llamando tímidamente al oficio definitivo de la muerte.

Por fin había cesado la tormenta e instalado ese silencio que a veces entra y sale por las puertas, el mismo que acompaña a la gente y acaba rodeándole la voz y los gestos, ese silencio que impregna todo y lo doblega porque está como presente por doquier, el quesin detenerse va de acá para allá tocando y escrutando lo encuentra con minuciosidad, como si pensara y observara, como si cruzara las paredes y golpeara sin piedad los sentimientos hasta herir con desdén cuanto llega a alcanzar y tocar. Ese fue el silencio que corrió por los pasillos de las plantas del hospital donde cerraron los ojos a Teodora.

A Juan le comunicó el cirujano la muerte de su mujer en la misma sala de espera, en la postura que requiere el desmembramiento que producen el agotamiento ingente y el dolor, pues con los brazos partidos y abandonados dormitaba con la cabeza apoyada sobre el reposabrazos de un inmenso sofá de tela demasiado sobada y oscurecida. Al oírlo, saltando como un resorte y poniéndose en pie, se le enrojeció la cara de repente, se les crisparon las manos y con las venas del cuello gordas y tirantes dijo con la voz cayéndosele a trozos ¡ cago en Dios ! y con la cara desencajada y desvaído se encaró con el suelo y luego con la pared de enfrente, se acercó y estuvo un momento allí con los puños y las muñecas tensas contra ella, bajó luego la cabeza con los ojos apretados, se tambaleó, se removió a lo largo de ella para santiguarse con todos los dedos juntos entre gemidos y besárselos durante un rato; después comenzó a llorar y a gemir simultáneamente para dentro, amparándose a sí mismo como avergonzado, ocultando los ojos y la boca con las manos y las solapas de la chaqueta. Absolutamente turbado, el médico, se acercó y lo abrazó con cariño, le ayudó a que se sentara de nuevo y lo dejó que llorara, no sin afrontar el descomunal hipo que enseguida le sobrevino, el cual, y a toda costa, procuraba con ansia taponárselo con las vueltas hechas trizas de una chalina desmigajada.

Socorro había salido a hacer unas compras, por lo que hubo de enterarse de la desgracia al regreso. El choque fue tal, que su aspecto de mujer alta con pelo rojizo y brazos bien torneados y redondos, dispuesta y resolutiva, la abandonó por completo. Un grito sordo y quebrado la descuajó por dentro y le puso la cara tumefacta; le duró hasta que pudo toser porque Juan le dio unos cachetes en la espalda y consiguió tomar aliento y respirar. Cuando logró hablar y ponerse en pie, miró a aquél con conmiseración infinita, se santiguó después varias veces en honor de la muerta y acordándose aun tiempo del recién nacido. Temblorosa, y reafirmándolo con la cabeza, dijo de él que qué pobrecico, que qué poco le había durado la madre y que qué inocente, que qué inocente, y lo repitió y repitió resignada una y mil veces con las manos cruzadas y como muertas a la altura del regazo.

El trágico motivo del hálito que flotaba en el aire de la sala de espera se notaba ir y venir por el entorno cercano, parecía palpársele y vérsele entrar y salir con todos y cada uno de los transeúntes hasta terminar por envolver a aquellas mujeres de la limpieza que sin mirar todo lo veían porque todo lo oían o intuían, ya que al acercarse una de ellas con un escobón en una mano y en la otra una herrada de agua, con voz lúgubre y desapasionada dijo “Ave María Purísima”, al tiempo que murmurando algo, se persignaba y miraba sin precisión alguna en todas direcciones; a continuación añadió ¡ vaya por Dios ! y prosiguió a su aire diciendo a media voz que la vida no era nada, que a todos antes o después nos tenían que llamar, que como había dicho el señor cura al echarle la ceniza por la mañana, polvo eres y en polvo te convertirás, y que claro, que eso y nada más era la vida. Resumió diciendo que uno viene a este mundo a sufrir, y que total, que resignación, que qué se le va a hacer, que paciencia y nada más, a ver si no … En ese momento procedió a abrir dos ventanales de par en par y se puso a barrer con naturalidad. Y ya, de rodillas en el suelo, entre lamentaciones y suspiros inexcrutables, siguió pasando las bayetas, retorciéndolas cada dos por tres y escurriéndolas con gesto resignado dentro del caldero de fregar.

Una ambulancia descolorida y renqueante con distintivos enormes llegó a Gerome hacia las cuatro de la tarde con el cuerpo de Teodora en un ataúd, su marido al lado, velándola, más la comadrona con el niño en brazos en el asiento contiguo al del conductor. De acuerdo con las explicaciones de Juvencio todo el pueblo lo había intuido ya, y, por si acaso - pues como bien admitido estaba, siempre había que esperar lo peor - todo estaba preparado en la astrocasa, hasta dos banquetas al uso para sostener el ataúd con la muerta y los correspondientes velones, uno a cada lado, para hacer el velatorio a lo largo de la noche como era de mandar. Las campanas se desgañitaban tocando a muerto. Un tañido fuerte de la campana grande, y, tras breves instantes, el tañido diezmado de la pequeña, una respuesta que hacía estremecer los huesos. De entre el cúmulo de gente, que desde la esquina de la casa hasta el corral de Juan se agolpaba ansiosa por ver, solícitas como siempre irrumpieron las plañideras, quienes rápidamente, entre clamores y espasmos que serían difíciles de explicar en cualquier conversación normal o escrito, se precipitaron y rodearon con cuerpos, brazos y almas a Teodora. La tiá Rosario, madre de la muerta, cogió a su nieto recién nacido y, con él abrazado, se sentó a la cabecera del ataúd. A los que iban llegando para cumplir con la familia y la difunta les refería que aquel hijo tenía que ver a su madrica siquiera una vez, que por lo menos pudiera decir algún día que la vio. Y allí estuvo, hasta que también llegaron los Relatores de Difuntos y cumplieron de sobra con Teodora respecto a todo cuanto le había acontecido en vida. Posiblemente, dado que se había tratado de un hecho verdaderamente excepcional, exageraran mucho lo ocurrido al describir los cincuenta y cinco días de parto, incluido el mismo de la muerte. Pero viendo allí a la criatura, tan cerca del cuerpo presente de la madre y con aquel pañolón negro rodeándole la cabeza por debajo de la barbilla, con una mano sobre la otra a la altura del pecho y la llama de los velones elevándose hacia el techo y cimbreándose de un lado a otro sin cesar, como alumbrando al espíritu de Teodora, nadie de los que llegaban podía resistirse sin temblar, sin llorar después ni evitar la congoja, pues simulaban verse a sí mismos muertos y se consolaban unos a otros diciendo que se querían morir también, cosa que los más exaltados se atrevían a solicitar con frases desgarradas y lapidarias, por lo que pedían a Dios que desde allí mismo y en ese mismo instante los llevara con Teodora. Hasta que por fin, con la cruz de plata al frente, portada por dos monaguillos vestidos de gala para esta ocasión de óbito, D. Gregorio, el párroco, abriéndose paso entró en la casa solemnemente con las manos ora juntas, ora en alto, entonando salmos y bendiciones, pasó lanzando asperjes con el hisopo al carro, al suelo o a las paredes de la casa, hasta por fin, y elevando el tono, penetró en el recinto de la muerta.

Si Teodora fue enterrada en olor de mártir de la maternidad, tampoco lo fue menos respecto a un sentimiento de parto extraño y oscuro, un parto que sin lugar a dudas habría que concretar más adelante tras observar con detenimiento cuanto podía atañer a Enedino, nombre que según afirmaban le habría sido dado por ella misma en vida - “tengo en ley de ponerle Enedino, como mi padrico que empacesté y como mi hermanico que también lo esté con él”, sostenían que había dicho con frecuencia -, éste último, soldado en una guerra carlista y venido después de Cuba para ejercer de barbero y sastre, como ella, hasta la muerte.
De aquí partió Enedino con su mote definitivo de “El Lento”. Es verdad que tuvo otros simultáneos en competencia, pero con el paso del tiempo fueron decayendo y no se consolidaron ya por menudos e inadecuados, ya por inconsistentes, puesto que el grado natural de lentitud hizo que desaparecieran los demás y acabara por imponerse éste, el de “El Lento”, el cual venía a expresar con exactitud y rigor encomiables su monumental tardanza con que había decidido tomar parte en el difícil y leve suspiro de este mundo.

II

Así, pues, de esta forma fue cómo el recién nacido habría de quedar al cuidado de su abuela Rosario, viuda ya por entonces. Aparte de Enedinín “El Cubanito”, como cariñosamente lo denominaban, Rosario había tenido con su difunto marido, Enedino El Mudo, tres hijos más, todos ellos dispersos a lo largo y ancho de Impaia; así Gervasico, que un día le dio un repente, cogió el pendín sin más y un palo grande con un fardel al hombro, dijo en alto que marchaba pa´ las minas, y echó a andar para adelante sin saber por dónde y sin que jamás llegara a saber nadie si logró llegar o no; Dolores, Dolorines, como la llamaban en casa, que servía para un señor del Movimiento en una casa mu´ buena y rica de la capital; y Macarín, casao pa´llá bajo, pa´l Valle de los Grajales y con nueve hijos, el cual continuaba de criado pa´l mismo amo desde que recién cumplió los catorce años; y por fin Enedino, el hijo fallecido, “El Cubanito”, que el pobre siempre anduvo en guerras y murió al poco de volver de Cuba, ya que a pesar de dedicarse cuando regresó a barbero y sastre - oficios desde luego señoritos, con los que procuró llevar una vida serena y tranquila, como la que necesitaba - no pudo recuperarse sin embargo de los hoyos que le quedaron en los bronquios y en el alma, pues cuando se ponía a cantar - dijeron más tarde los amigos que lo oyeron decir poco antes de morir - le venían la melancolía y la tristeza y se ponía a llorar desconsoladamente sin querer vivir.

… la abuela Rosario y El Mudo, su difunto, habían arrastrado y dejado tras de sí una historia complicada y vieja. Se habían entendido hacía mucho tiempo, cuando la necesidad se había aliado con la necesidad por allá, cuando vino una cuadrilla de muleros del sur a Gerome a acarrear piedras y cantos rodados del río para armar la carretera frente a las avalanchas e iras invernales de las nieves, las lluvias y el río. Era El Mudo, según consta, pequeño de estatura, de morenez profunda, cetrino y un poco cejijunto, y, ciertamente, más que callado - de aquí el apodo – podría decirse según fuentes próximas que tendía por inercia a la quietud más estricta y al silencio más completo. Compartía con naturalidad y prontitud, eso sí, el oficio, pero se mostraba observador y solitario cuando se reunían para comer, para cantar o divertirse, incluso cuando los muleros lo hacían aposta para charlar y reírse un rato a mandíbula batiente y a pierna suelta. Rosario nunca supo, o no recordaba a ciencia cierta, dónde había nacido o de dónde procedía su marido. Creía y contaba, cuando se empeñaba en recordar y recordar, que provenía de pa´ llá, - decía y se expresaba - de lo alto, alto, a lo menos de la sierra de Dejamediós”, y que aunque allí hacía de cartero y se ganaba bien el bocao, aseguraba que a él lo que le atraía era ver mundo y no verse encerrado en la pericutusa de la sierra, “así que, como era mu´ movido, cuando el hombre volvió medio derrengadín de esas guerras que dicen por ahí de carlistas o de eso, pues acabó por marchar pa´esa parte del sur, y como pasaban los carros del circo ! pues hala ¡ pa´ llá marchó; luego anduvo tamién un poco de pescador en un barco que pillaba pescadines pequeños, y al de poco en eso de coger aceitunas, hasta que se hizo mulero y vino con la cuadrilla pa´quí, pa´ Gerome, y aquí nos vimos na´ más llegar, a lo primero, lueguín, lueguín; él me vio también a mí, así que… remataba Rosario contenta, alzando la voz de recién casada, dándose el debido réspito como salida airosa a un corazón alborozado.

Tenía Rosario entonces dieciséis años e intuyó enseguida que El Mudo no estaba casado, por lo que decidió observarlo con más detenimiento y minuciosidad tras oír decir al socaire en un corro de gentes que hacía todos los oficios, que hasta sabía cosas del mar y el firmamento, y que a pesar de ser muy callao, sin despreciar a los presentes - parece ser que habían dicho - era un muchacho formal donde los hubiera y cumplidor, que no había de dar un real por mal gastao, y nada dao a fumar ni andar en puteríos como tampoco en riñas ni en cafés. A Rosario le bastó. A partir de ese momento tuvo conciencia clara de que podría abrírsele una ocasión única, quizás una oportunidad bíblica para escapar a las violaciones de su padre, tener hombre propio y acaso un porvenir, lejos de el de la aguja y la tierra - cosas tan atrasadinas, se diría aborreciéndolas una y otra vez durante el noviazgo - y tal vez, por qué no, hasta salir de Gerome y emprender algo nuevo por el mundo que tan bien parecía conocer aquel mulero. Y además, todas las noches sobre el cobertizo de leña y paja, donde tenía el cuartucho con el camastro, en el que sistemáticamente su padre abusaba de ella dos veces por semana, se dijo que no y que no, que aquel mulero no era tan viejo después de todo y que además era fino, y que también, como a ella, le gustaban esas cosas del cielo y las estrellas, lo cual tanto la atraía y había admirado siempre. Así que, a lo mejor podía hacer como que venía de algún sitio y se chocaba con él por casualidad, al ir por ejemplo a por vino en ca´ del tió Ildefonso, o en un hilandero…, quién sabe, - se repetía en esa ensoñación - porque a misa, como ninguno de los dos iba mucho, pues… Sí, seguro que se las arreglaría, ya vería la forma, sí, ya, ya vería, ya.

Y sin dar pábulo a los designios ocultos de las cosas, el hecho es que éstas vinieron a suceder tal cual Rosario había concebido o deseado, si bien no habría de ser en casa del tió Ildefonso, sino en uno de los hilanderos en casa del tió Valerio. Con las del barrio de abajo, las de arriba y las Valerias, ocho mozas se habían juntado que, más que hilar y devanar y coser y remendar aquella noche, lo que realmente deseaban hacer, y hacían porque les gustaba, era tocar la pandereta a esas horas de la noche y de la vida, y bailar y cantar a su son hasta bien entrada la madrugada. Todo el mundo por el invierno sabía dónde tendrían lugar los buenos hilanderos, dónde podría hallar la mocedad humor y diversión alrededor de un bote grande de escabeche con muchas risas y un botellón de vino del año a mano.

Hacía poco tiempo que en los hilanderos admitían a Rosario porque decían que la chica era ocurrente y que ya iba para mocica. Aquella noche, fría y oscura por demás, dos enormes braseros calentaban el cuarto grande que tenían las Valerias con ventana enrejada hacia la calle. Comenzaron canturreando mientras hilaron un poco de dos vellones de lino, por lo que entre todas lograron devanar tres madejas escasas de lana, pues enseguida oyeron a lo lejos un quiquiriquí alto y largo, sostenido, pero luego otro y otro y otro y cada vez más largos, y más cerca, más varoniles, más desafiantes y pronunciados. Adivinaban, sabían exactamente las mozas quién era el amo de cada uno de los quiquiriquís y discutían acaloradamente con intención y vehemencia acerca del mozo que esa noche lo daría más gallardo, más alto, impetuoso y largo. Y, de pronto, en un instante, todo se transformó y alborotó en el cuarto, los mozos se encontraban muy cerca, los oían llegando y casi encima, doblando las últimas esquinas. Dejando a un lado lo más deprisa que pudieron husos, lanas y linos, se apresuraron a ajustarse cuanto pudieron por arriba y abajo tanto vestidos y refajos como rodados, para enseguida pasar a mirarse deprisa, muy deprisa de frente y de lado al espejo del armario, al tiempo que se daban aquella cosa nueva de colorete que en maleta de madera, de ésas de cuatro cuerpos, repleta de botones, peinetas, navajas, tijeras y cintas, les había traído un tendero itinerante, justamente antes de la puesta de sol, aquella misma tarde.

Rosario, que tras salir con otras dos a la calle, juntas se habían alejado y escondido por detrás de la pared de la huerta del cura y así mear de pie a cubierto de la oscuridad de las tapias, por los gritos y alborotos supieron que los mozos de la ronda en ese preciso instante hacían su entrada en el hilandero; pero Rosario, rezagada y aterida de frío, al doblar la esquina de la huerta se chocó frontalmente con alguien y, del susto, a punto estuvo de desmayarse. Y así, de este modo, temblando de frío, intentando saber quién era el hombre de la oscuridad y a punto de morir de miedo, fue como se encontró de repente en brazos de el mulero, de Enedino El Mudo.
Y aunque debieron transcurrir unos instantes para que los dos pudieran reaccionar y reconocerse, fue de esta forma cómo, sin sospecharlo, tuvo El Mudo aquel invierno la oportunidad de asistir a uno de los famosos hilanderos de Gerome. Rosario lo presentó a todos por demás de golpe, pero, eso sí, procurando dar a toda costa una explicación convincente acerca del encuentro, explicación nunca completa y siempre jaleada con risas y chirigotas porque nadie estaba en ese momento para tales o semejantes coincidencias. Preguntó ella en alto y con los ojos bajos si el hombre podía quedarse o no, y en contestación le dieron a la mano al recién llegado una botella de vino de tres cuartos para que echara un trago. Enedino El Mudo la tomó, la levantó un tanto y bebió sin más, se limpió al resbalón con la punta de los dedos y, con los ojos prácticamente en el suelo, chasqueó ligeramente la lengua y agradeció el trago con la cabeza. Al poco rato, de tal modo iba la fiesta, que se quitó la gorra, se la guardó como pudo en el bolsillo de atrás del pantalón nuevo de pana negra, y aprovechó la ocasión para cantar y recibir despuéds siete mil golpes en las manos al juego que llaman “del zapatero”, porque los otros mozos en los trucos eran rápidos, pícaros y verdaderos expertos. Lo hicieron bailar en solitario con Rosario una tanda de jotas, por lo que al final, lleno de sudor y bajo el acoso de lágrimas cercanas, aquella noche supo qué era amar y divertirse por primera en la vida.

A las tres de la mañana el mulero acompañó a Rosario hasta la esquina misma de la casa paterna, seguidos a pocos pasos por Basilisa y Clara, hermanas mayores de aquélla. Tuvo tiempo, no obstante, para decirle que si a ella le parecía bien que podía hablar con su padre para que lo dejara acompañarla a casa por las noches o los domingos después de las jotas en la plaza, porque él, desde que llegó a Gerome y la vio pasar con Clara por la calle de la iglesia arriba, le había parecido - lo dijo mirando al suelo y tartamudeando - chica maja y mujer de su casa. En medio de la noche Rosario intentó mirarlo a los ojos sin vérselos, y se marchó sin volverse ni decirle nada. Sabía - lo había percibido hacía tiempo - que aquello no había sido una corazonada a lo tonto, sino algo que ahora le era confirmado - pensó - porque tenía que ser así, y su conciencia de mujer no la había engañado ni podía engañarla porque, simplemente, respecto de aquel hombre, resultaba imposible.

Durante el resto del invierno “El Mudo” estuvo atento a las idas y venidas de Rosario porque ésta se hacía desear, por lo que con ímprobos esfuerzos trató de romper su típica timidez para mostrarse persona de confianza ante el tió Tomás El Sastre, pues, cuando se cruzaba con él, procuraba inclinarse ligeramente y quitarse la gorra, a pesar de que el tió Tomás se hiciera adrede a un lado con un mohín de desaprobación y desdén. Todos los domingos de aquel año estuvo yendo Enedino al baile fiado, el que hacían al son de un acordeón que de oído, y en el solar de un pajar caído, a ratos tocaba otro mulero. Allí daba dos pasos con Rosario y lo fiaban, y volvía y otra vez, e insistía e insistía hasta la última pieza, hasta asegurarse la palabra de que al final del baile podría acompañarla siquiera un trozo de calle en dirección a su casa.

… aunque con desaprobación íntima del tió tomás El Sastre, se casaron con su autorización porque la novia tenía diecisiete años. No había resistido, pues, Rosario el vértigo de sentirse querida y amada de verdad al menos por un día, ni de aspirar a casa y vida propias cuando en su honor descubrió aquella rama de chopo clavada en el tejado del tió Tomás la noche anterior al día de Pascua. Entonces comprendieron los miembros de la familia que El Mudo iba en serio, lo que hizo que al cabo de dos días el tió Tomás El Sastre no tuviera más remedio que decirle a Rosario que el chico podía venir a casa a pedirle consentimiento para ver únicamente si podía ser novio o no y que no se hablara más.

… al saberlo, Enedino no esperó. Al día siguiente, al terminar la faena, ya a los flecos de un sol de marzo bajo y descarriado por plantíos y cumbres de los tesos cercanos, se lavó exhaustivamente como si acto seguido fuera a casarse, de pies a cabeza se llenó de jabón en un recodo del río, se restregó las uñas y se sacó de las yemas de los dedos las penetraciones negras del oficio a base de rallárselas con trozos de palillos de dientes y piedra pómez. Al bamboleo de un espejo roto que guardaba de años y que colgó del tronco de un palo seco se afeitó, se miró por última vez temblándole la mano con la navaja barbera en alto, y se marchó para casa helado y acordándose de su madre con lo poco de memoria que le quedaba de ella. ¡ La vida… ! exclamó en alto para oírse y darse valor, y porque iba solo y nadie podía oírlo. De su padre se acordaba menos. Había sido buhonero y mercachifle, afilador y lo que se terciara al día, siempre a vueltas con el ron y el tabaco por caminos que, por fin, y de mala manera - pensaba - se le habían terminado. Recordó, en cambio, con cariño a Salina, Salinica, su hermana, que no sabía dónde podría estar ahora porque con doce años, y viajando con su padre, la dejó por un pueblo de no sabía dónde ni con quién, y tampoco nadie, desde entonces, había dicho nada acerca de por qué ni para qué.

… pero Rosario sí que estaba allí. Entre escalofríos pensó que qué cosas tiene la vida, que de no venir a Gerome, quién sabe, pero que igual tendría que andar de espantajo por los restos y morirse de porquerías y ascos, o como su padre: de antruejo por la vida, sin atinar en nada de nada ni en ninguna parte. Por lo menos - se insistió - iría a ver al tió Tomás, le hablaría - qué cóño, y lo pronunció aún con más fuerza - de hombre a hombre mirándolo a la cara, así sabría el tió Tomás que también él era un hombre y que llevaba buenas intenciones a pesar de no tener para mucho ni paradero fijo. Le diría que, aunque fuera mulero por el momento, en adelante se haría lo que Rosario dijera, que a fin de cuentas sería la que iba a ministrarle todo, si es qué, claro, el día de mañana; y le diría además también que él sabía trastear un poco en todo, porque algo traía de oídas de gentes de saber y de mundo. Volvió a pensar con desasosiego que de bienes poco le podía decir pues no tenía casa propia ni…; y como un poso de fantasmas dándole vueltas por la imaginación, recordó la efigie de unos cuantos duros que guardaba como el beril en el entreforro de la maleta para casos de extremada necesidad y urgencia.

… en el camino de vuelta, con las manos en los bolsillos, apretó los brazos contra los costados para darse calor porque empezaron a castañetearle las muelas y los dientes. Íntimamente le cruzó el sentimiento de que no era muy fuerte, pero ya estaba acostumbrado, por lo que enseguida lo compensó con la conmiseración y lástima que desde hacía tiempo tenía acerca de su propia medida en todo, asumido lo cual, caminó resignado con los pasos más cortos, las piernas juntas y algo encogido, eludiendo la brisa heladora y zumbona que le pegaba de frente y a veces de lado, la que imaginó formándole remolinos y riscos invisibles por debajo de la barbilla y alrededor del cuello dado lo mal que venía. Al acercarse a las primeras casas, no pudo evitar quitarse con la punta de los dedos un par de lágrimas de las que no quiso saber si lo serían o no o, en caso, por qué se le soltaban; a lo mejor - pensó y se dijo - sólo es aguaíza de ésa que levanta el aire, frío que le enrojecía y alborotaba los ojos. Sin embargo, de golpe y sin esperarlo, sintió en la garganta y el pecho el oprobio seco de la tristeza por su evidente abandono en momento así, y por no ser nada ni nadie y se iba a casar. Luego, entre un suspiro hondo y la visión desoladora que obtuvo al mirar la inmensa extensión del prado, absolutamente desierto, hizo que se echara la vista dentro y, sin remedio, contemplara las escasas y miserables huellas de su vida con estremecedora claridad y desolación.

… en acto supremo se frotó con el pulgar derecho el centro de la palma de la otra mano y sintió rabia ser lo que era, como era y nada más. Pero, con decisión, pensó que otros estaban muertos, por lo que apretando las mandíbulas y los puños a un tiempo se puso a recordar a los que había visto muertos y boca arriba en la guerra, y otros aquí, bien jodidos, sin pararles la tos y con el hígado tísico… Satisfecho un tanto de sí mismo después de gtodo, se sonó para arriba y se sorbió la moquina al llegar a la primera casa. Deprisa volvió a restregarse la nariz con los dedos, y luego, inconscientemente y sin mirar siquiera, con un gesto y un movimiento de cabeza, saludó a alguien que pasaba (eran un anciano y una niña que, temblando y ateridos, marchaban con un carretillo lleno de palos y berzas en dirección a alguna parte).

… ya, en casa, se preparó con todo lo que tenía como de fiesta: la muda de felpa, la camisa de cuello redondo y a rayas blancas y negras, el traje nuevo de pana, la faja con cerras verdes, los botines de charol y la gorra con visera que solía ponerse los domingos. Cuando con el ceño fruncido la patrona lo vio atravesar por el medio del corral, mirándolo con curiosidad le preguntó que adónde iba, que se había puesto más guapo que un San Luis. De espaldas, como cogido in fraganti, El Mudo se detuvo en seco, bajó los ojos y sintió cómo la sangre le corría por detrás de las orejas para luego subirle y le arderle en la cara. No resistió el embate, y de lado aún, le dijo a la patrona que iba a hablar con el señor Tomás El Sastre, el padre de Rosario, porque…, y con el habla rota se detuvo. La patrona movió la cabeza tosiendo y carraspeando con picardía, y cuando ya se había alejado con sorna en la cara por la tremenda timidez del huésped, volvió sobre sus pasos, le puso la mano derecha sobre el antebrazo, porque al Mudo seguía parado y pensativo mirando al suelo, lo cogió de él, y le dijo “mira, hijo, haces bien, ve ´pa´llá sin miedo; ¿ el tió Tomás El Sastre…? sí, todo el mundo sabe que es un sinvergüenza; pero mira, lo que querrá es ir dando vereda a los hijos, sobre todo a ellas, como los demás; sí que la chica es un poco joven, sí, pero lo dicho, no mires pa´ trás, que puta o tonta ¿ quién sabe, eh, quién sabe ? en esta vida…; lo que yo creo es, que después de todo, es que esa chica no salió nada, pero nada tonta; ya, ya veremos, pero…; anda, anda hombre, anda, vete sin reparos; ah, y si necesitas otra parlada, pues aquí estamos, que a lo mejor himos de ser pa´ más de un día”. A pesar de no haber tenido nunca el mulero los ojos tan bajos ni fijos en el suelo, ni sentido tampoco aquella dureza áspera y dura de la propia seriedad y tirantez de la cara que llegaban a hacerle daño, reconoció que tampoco nunca - al menos no lo recordaba - alguien se había preocupado por él para decirle algo así, y más en aquel momento, en que todo era albur y nada parecía tener sentido fijo, pues la alegría y el miedo que lo carcomían a la vez tendría que ocultarlos, hacer como si no existieran y andar como si nada, como si tal cosa, como un ser que no pensara ni sintiera. Por eso le afectó tanto lo que le había dicho la patrona, y por eso aquel día salió de casa llevando un ánimo que no sentía desde que hiciera la primera comunión. Por eso habría de llegar poco después a casa de Rosario, empujaría y abriría las puertas carreteras con cuidado, y desde fuera, introduciendo apenas la cabeza, decidido y con fe, llamaría: ¡ Amooooo !

… acto seguido se oyó un mugido de vaca o buey lejano, ladró un perro con un ladrido con el que parecía despertar de mala gana, a la vez que, desde dentro, una voz preguntó:

.- ¿ Quién va…? ¿ Quién va…?

Atemorizado, El Mudo se quedó quieto mirando a los lados, por lo que sin contestar esperó hasta que apareciera alguien. Sin embargo los ladridos, más graves y cercanos, dieron lugar a la aparición de un mastín negro y enorme el cual terminó por aproximarse y plantársele delante para ladrarle de cara en medio del portal con los cuartos traseros asentados y entreabiertos. Al cabo de un rato se oyó chirriar una puerta, y poco después, desde detrás de un pergón del propio portal, ladeada y apenas dejándose ver, apareció la cabeza de una mujer que preguntó con el entrecejo hosco y tono ofendido:

.- Pero ¿ quién es…?

Enedino, entonces, se sintió obligado a empujar y entreabrir más la puerta, introdujo dentro del todo la cabeza y, con el cuerpo de lado, más dubitativo aún preguntó a su vez:

.- ¿ Está el amo…?

.- ¿ Qué quiere? - inquirió apremiante y sin más la mujer.

.- Es que vengo… es que… dijo Rosario…

.- ¡ Ahhhh…! - repuso sin más Basilisa y desapareció, la cual, al cabo de unos instantes, volvió asomar y le dijo:

.- No está. Anda pa´ llá, pa´ las cuadras de dentro. Voy a ver… - y acto seguido, corriendo y espantando escandalosamente los patos, gallinas y pavos de la casa, salió sin mediar palabra atravesando el corral hacia las cuadras del fondo, hasta perderse por el pasadizo de acceso, desde donde la oyó llamar:

.- ¡ Padre, padreee !

Enedino siguió en el hueco de la puerta vigilado por el mastín que, aunque imperturbable, continuaba allí, meneando el rabo y la cabeza y mirándolo fijamente. Mientras esperaba se preguntó dónde estaría Rosario; “aunque, a lo mejor - oyó decirse a sí mismo con precipitación - si no apareciera…, porque si la veo, a ver, a ver qué le voy a decir…; además, con los parientes delante”. En ese instante, subido en el carro de bueyes, pasó Narciso El Animal con su padre, el tió Rogaciano, y su hermana Catalina.

.- Anda, mulero, recoño, entra pa´ dentro y no le tengas miedo al tió Tomasín, que también es pequeñín. Ah, y vete preparando el piso ¿ eh ? que si no, ay, ay, ay, por la madre que me ha de volver a parir que vas de cabeza al pilón - le dijo a voz en grito y riéndose el tal Narciso, animado con el tono más jovial y natural del mundo, mientras su padre y su hermana sonreían felices, celebrando con desparpajo y animosos la ocurrencia. Los vio alejarse desternillándose de risa mientras miraban y miraban para atrás varias veces, hasta que doblaron la esquina y los dejó de ver.

Debido a la quietud y la angustia de la espera le temblaron las piernas y se tambaleó, por lo que se agarró a la puerta y logró reponerse, tragó saliva y pudo acordarse de lo que le había dicho la patrona; ello le dio ánimo para levantar la barbilla y mirar hacia donde hacía rato había desaparecido Basilisa, pero nadie aparecía. “Igual es mejor que marche, igual es mejor que no me case, igual Rosario no quiere”, se dijo de pronto al verse acosado por aquel insostenible desasosiego que trataba de contener, pues notó que los arrestos se le perdían de nuevo y el perro había vuelto a ladrarle. Se mantuvo y aguantó. Al cabo apareció Basilisa de vuelta por el sendero central del corral, se paró ante el perro y le gritó con fuerza “chito, asqueroso” para echarlo, perro el perro, aunque remolón, cabizbajo y refunfuñando se hizo a un lado; luego, dirigiéndose a Enedino le advirtió: “ahora viene, que les está echando de comer a las ovejas”, y sin más detenimiento desapareció por detrás del pergón de adobes, por donde se había asomado la primera vez. El Mudo volvió la cabeza hacia la calle, arrugó la frente y, con gesto compungido, contempló el paso lento de un reguerón de nubes que deambulaban por el cielo del pueblo bajas y negras. Aún quedaba una gota de sol, pero el aire seguía siendo frió, y allí, entre la puerta, no era un buen sitio, hacía mucha corriente y notaba que se estaba quedando como un témpano, entumecido del todo. No había terminado de sentirse sacudido por un escalofrío general, cuando por fin, desde el extremo de las cuadras, vio aparecer al tió Tomás El Sastre diciendo despacio y alto:

.- … ya voy, hombre, ya voy pa´llá, que voy a lavarme un poquitín las manos - prosiguiendo mientras se dirigía a la pila de beber agua el ganado, sacudiéndose el salvado y la harina -: mire, y si no, pase, pase, no quede ahí a la puerta, que de un momentín las lavo - recalcó cambiando el rumbo y acercándose al portal, donde permanecía El Mudo, a la vez que lo conminaba con la mano.

Como observara que el forastero miraba al perro con desconfianza, el tió Tomas riñó al animal y lo echó de allí con un golpe del pie en el suelo; dijo que ladraba mucho pero que casi nunca mordía, por lo que, desentendido, volvió a la pila, cogió un panal de jabón de sosa verdoso y gastado que había en el borde, y se lavó las manos deprisa, secándoselas con un trapo ajironado que colgaba de un clavo en la contrapuerta de una conejera de al lado. Después, cogiéndose los pantalones con los índices y pulgares, dando tirones para arriba como para ajustárselos y sentirse cómodo dentro de ellos, el tió Tomas fue tomando un rictus protocolario y serio al tiempo que se acercaba despacio al Mudo para preguntarle:

- ¿ … de modo que usté es ese tal que dicen Enedino, no es así…?

.- Pues sí señor, pa´ servirle - contestó El Mudo quitándose de un tirón la gorra.

.- Pues tanto gusto - dijo el tió Tomás tendiéndole la mano excesivamente baja…

.- Lo mesmo - contestó El Mudo, tendiéndosela también.

.- Bueno, hombre, pues aquí nos tiene. Usté dirá… pues qué sé yo…

.- Yo venía por lo de la su Rosario, que… ya sabrá un miajín…

.- Sí, algo sé, sí… - repuso el tió Tomás -. Aunque no sé, si por mí fuera…, añadió como si recordara algo de pronto, ladeando la cabeza y rascándosela, para acto seguido bajar la vista al suelo y, con ostentación, rascarse detrás de la oreja –. Pero sí, algo dijo la chica, sí, algo dijo por aquí el otro día, creo que sí, sí, sí, algo dijo.

.- Claro, yo… No sé lo que usté dirá por ese respecto…

.- Bueno, hombre, pues si ha de ser, pues pasa, pasa pa´ cá y, si es qué, tomamos un trago. Porque las cosas son así. Así que anda, anda pa´ cá y entra un poco pa´ la cocina que, aquí en el medio…

Enedino echó a andar detrás del tió Tomás. Entraron en la cocina y éste, con una seña, le indicó que se sentara en uno de los dos escaños que había a sendos lados de la mesa de comer, una mesa negra y grande cubierta con un hule de florecitas, viejo y roto. Cuando se sentó le dijo que esperara un momentín, que iba a buscar siquiera una botellica de vino. De un rincón oscurecido recogió una botella verdosa que había de a tres cuartos a medio llenar, le puso mientras salía de la cocina un embudo de latón renegrido con manchas de óxido, y cogiendo la cántara, la cual dejaban debajo del tenao de la leña al venir de la bodega, acabó de llenar la botella. Al volver con ella se sentó enfrente del visitante y, poniéndola encima de la mesa, la hizo resbalar hasta que aquél la tuvo al. Luego, con voz desenfadada y animándolo, le dijo:

.- Anda, hombre, echa un trago, que después de todo semos pa´ más de un día, rediós, pues qué coño ni qué carajos… ¿ o no ? – y se le acercó por encima de la mesa con las venas del cuello henchidas por el esfuerzo.

El Mudo cogió la botella con la naturalidad que pudo y la levantó con rapidez, dio un trago tímido y leve, y en silencio, sin detenerse, se la pasó a la mano al tió Tomás. Este echó un trago largo, después, dejándola entre ambos, chasqueó la lengua varias veces como signo de mejor entendimiento y satisfacción. A continuación se quitó la gorra, la dejó sobre la mesa, y animó de nuevo al pretendiente:

.- Bueno, pues, a ver qué me dices, hombre, que según parece la chica anda un poco enamoriscada contigo, no sé yo, no sé yo…; a ver qué dices, que a mí estas cosas no…

El Mudo sintió que los ojos se le querían arrasar, por lo que aspiró por la nariz para evitarlo y no tener que restregárselos con los dedos. Pero de repente se dio cuenta de que se le había olvidado todo y que no sabía qué tenía que decirle al hombre que tenía enfrente ni por qué estaba allí. Notó que se le juntaban en la garganta los recuerdos, las cosas y los nombres y que entre todos le impedían articular palabra.
Y como solía ocurrirle en los momentos de mucho agobio y aturdimiento, se le vino al pensamiento su madre, y enseguida su hermana Salina, y después, por último, su padre.

Instintivamente tartamudeó, carraspeó luego par de veces antes de hablar mientras hacía girar y girar la gorra inconscientemente en las manos buscando un atisbo de tiempo para rehacerse, pues por fin supo por qué se encontraba allí y no estaba acostumbrado a echar discursos, además de aconsejarse acerca de que ahora tenía que hacerlo sereno, sin prisa y como un señor.

.- Bueno, como usté sabe, ando aquí, en el pueblo, de mulero… comenzó -, y en este oficio no es que se gane mucho, ya sabe usté, pa´ ir comiendo y la patrona - continuó y lo dijo mirando al tió Tomás de refilón, ladeada la cabeza y subiendo y bajando los ojos, hasta callarse para jugar de nuevo con los bordes interiores de la gorra, hasta dejarlos absortos en ella. Al cabo de unos instantes, tras tragar saliva y repasarse con dificultad los labios con la lengua, torció la boca con manifiesto esfuerzo, y dijo:

.- Yo, de por ahora - y continuó con más ánimo - pues si me da el consentimiento, a lo mejor, pues llegamos a…, no sé…, a un algo, por decir un caso…

.- Eso es lo que me encargó mi difunta justo antes de morir, que cuando llegara, mirara bien si era pa´ bien o no; así es que… - repuso encogiéndose de hombros el anfitrión.

.- Yo a la chica, y esto pa´ nosotros - replicó El Mudo, intentando ofrecer seguridades y garantías - no la quiero faltar ni en un pelo ¿ eh ? ni a usté tampoco, el señor cura sea testigo, mire, yo antes… Pero usté cuente conmigo - se esforzó - claro, si la cosa va pa´ lante. Que yo pobre seré, pero la palabra a mí no me la quita naide… - aseguró con solemnidad, moviendo a un lado y otro la cabeza, profunda y acompasadamente.

.- Hombre, si es así, pues habrá que dar el consentimiento. Pa´ que luego no vengan las habladurías, vaya… – terció con la mano el tió Tomás.

.- Sí, sí señor, tié usté razón Y es mu´ natural por la hija, que yo pa´ eso vengo. Ya tenía ganas yo de hablarlo, ya, y que me respeten el acompañamiento.

.- Claro, claro, galán. Ante todo la palabra. Que siendo formal…, to, to se pué arreglar. Sí señor, sí. Eso era lo que me decía mi padrico, el pobre, que Dios lo tenga en su mesma gloria, que el majo, cuánto sabía, cuánto, ay, y no como ahora ! ¿ eh ? y no como ahora…

.- Sí, sí. Lo que usté dice, la palabra que sea lo primero, lo primero, siempre lo primero…

Acto seguido los dos se pusieron de pie, pues el tió Tomás comprendió que todo estaba dicho y acordado, y que aquellas cosas, en todo caso, no había que alargarlas demasiado porque el mulero tampoco había ido para más y, en el fondo, tampoco sentía mayor aprecio por un pretendiente sin dos peniques y que de algún modo le venía inoportuno. A fin de cuentas, el consentimiento estaba dado y eso era todo. No había más que hablar.

.- Bueno, pues bebe otro trago, hombre, anda, que acaso habemos de ser pa´ más tiempo - dijo el amo de la casa empujando la botella de nuevo a lo largo de la mesa hacia el otro lado. El mulero la cogió, la levantó más decidido, y haciendo al aire un brindis en silencio, dijo después:

.- ¡ Que sea a la salú !

.- ¡ A la salú ! - contestó el tió el amo de la casa, que bebió después que el mulero le devolviera la botella.
Tras salir de la cocina y llegar al portal, El Mudo comentó casi sin mirar a su interlocutor:

.- Antes de marchar, quería yo preguntarle que me dijera si la cosa esa del piso, que dijo el tal Narciso que…

.- ¿ El Animal, dices… ?

.- Sí, el tal debe ser, sí señor. No sé yo. Al pasar, al estar a la puerta dijo algo, no sé qué del piso o…, y que fuera preparando. A ver si me dijera usté, no siendo que a lo mejor…, pues al ser forastero uno, claro…

.- Ah, hombre, sí, la cosa del piso. Ya, ya… Pues - siguió refiriendo el tió Tomás El Sastre - es igual como un dinero que se da… Luego van los mozos y compran unos gallos por decir un algo, o una lata grande de escabeche y una cántara de vino o dos, o lo que haga falta en ca´ Ildefonso…, y luego a la juerga. Eso según la fanfarria de la moza. Si es mu´ rica y tiene pudientes, pues ya se sabe, el forastero tié que pagar… Y si es pobre, pues poco, claro. Así es la cosa, rapaz, es ley de vida - aclaró el tió Tomás, admitiendo complacido por que fuera así.

.- Ya, ya - asintió Enedino preocupado ¿ Y sería mucho, si yo pa´ l día de mañana con la su Rosario…

.- Hombre, pues yo creo que mucho, mucho, no pué ser - respondió el tió Tomás, que seguía moviendo animoso las manos para explicárselo - digo yo. Total… qué sería…, pero mucho no, no creo.

Aquí…, ya ve lo que hay, - señalando en redondo la casa - y semos buena cuadrilla.

.- Si es así… – y chascó la lengua - No. Yo lo decía, sabe, pa´ saber y no quedar en mal con la mocedá, como uno está de fuera, pues ya se sabe, y habrá que cumplir…

.- Ya, ya lo creo. Porque a alguno ya lo tiraron pa´l pilón… no se arreglaron y… zaca. Conque mira, galán, como las gastan los de este pueblo…

.- ¿ Al pilón ? - preguntó El Mudo extrañado - ¿ De qué pilón dice… ?

.- ¡Pues cuál va a ser si no ! El pilón es el pilón - contestó el oponente riéndose con aire de suficiencia y las manos en los bolsillos - el de beber las vacas. El que está en la metá de la plaza, galán, mira qué lejos nos anda, mira.

.- O sea, que pongamos que no hubiera un arreglo, pongamos por un caso, entonces ¿ va uno pa dentro…?

.- ¡ Coño! ¡ Pues menudo remojón ya llevó más de uno, que casi se les ahogó… !

.- Bueno, bueno. Ahora ya…; a menos ahora…

.- Así es, así. Pero viene de siempre ¿ eh ? Pero no hay que pasar miedo ninguno ¡ Bah! Ese Animal, sí, es mu´ animal, ya lo creo, por eso se lo pusieron, pero na´ más. No. No tengas miedo. El Narciso es asío, pero no creas. Son buena gente. A lo mejor, si es qué, un mijín guasón y burro y esas cosas de mozos,eso sí, pero qué sé yo … ¡ Anda que, pa´ según otros, si los vieras, ay si los vieras, ésos si que…!

.- No, si yo… pa´ lante, como tol mundo, pierda usté cuidao - dijo El Mudo subiéndose los hombros frente al tió Tomás, estirándose e introduciendo con fortaleza las manos en los bolsillos.

Cuando llegaron al portal, oyeron risas y cuchicheos que provenían de detrás de una ventana sin visillos al tiempo que, con el morro a ras de suelo y aire cansino, el mastín salía deaquella parte dando ladridos desvaídos y aislados. Basilisa le había terminado de decir: “chito, peste, fuera de aquí”, y de una patada, entreabriendo la puerta, lo había echado para el corral.

Rodeando el carro de bueyes, el cual ocupaba casi todo el hueco del portal, Enedino siguió al tió Tomás, pero adelantándosele, y junto a la puerta, cogió la chaveta de hierro y tiró con fuerza, sin embargo, antes de que ésta se abriera se volvió, le tendió al padre de la novia la mano y le dijo:

.- Bueno, pues ya sabe usté donde nos tié, pa´ servirle. Y que sea pa´ bien si es que ha de ser…

.- Eso digo; que si ha de ser, que sea pa´ bien y pa´ muchos años, hombre - replicó aquél dándosela sin demasiada convicción.

.- Pues na´más. Así que abur y que buenas nos las dé Dios - se despidió El Mudo levantando un tanto la barbilla y ajustándose la gorra visera con las dos manos.

.- Bueno, rapaz, ve con Dios, anda… - le respondió el tió Tomás El Sastre meneando levemente la cabeza, quien, tras cerrar con parsimonia y bajar la cara al ojo de la cerradura, procedió a escudriñar la calle y observar al nuevo novio, al cual siguió hasta que lo vio torcer por detrás de la higuera de los Cazapulgas. No, no, más allá aún. De forma insistente y palmo a palmo le fue siguiendo los pasos hasta que cogió la senda del otro lado y lo vio desaparecer tras las tapias y los álamos de la huerta del cura. Después se irguió y, con la mano izquierda en la chaveta, se quedó pensativo, completamente inconsciente acerca de lo que se le pasaba por la mente.

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