¡Maracaná!
Fútbol y literatura en una palabra

ensayo de Rafael Núñez Ramos

El peligro siempre acecha en las esquinas. No

hablo de fútbol. En realidad, cuando hablo de fútbol

casi nunca acostumbro a hablar de fútbol.

Juan Tallón

 

Poesía, a fin de cuentas, no es sino ver las cosas

a través de otra cosa.

Francisco Umbral

Durante mucho tiempo el fútbol se consideró estigmatizado por los intelectuales y la gente de cultura, tachado, entre otras cosas, de diversión vulgar, apasionada y alienante. Este tópico se apoyaba en la opinión de algunos escritores (no muchos, pero de renombre, como Kipling, Borges o Umberto Eco), el punto de vista de intelectuales de izquierdas o de derechas[1] y, en fin, el propio contraste entre la práctica del deporte en la que el cuerpo tiene un papel predominante y la de las letras, más gobernadas por la mente: teniendo un atractivo diferente, era normal en los colegios que unos se interesaran más por los estudios y otros por la educación física y el fútbol.

En principio el fútbol es solo un juego y un ejercicio físico y, como tal, encierra valores semejantes a los de los otros deportes, en general mejor considerados. Pero este juego enseguida se ha convertido en espectáculo, en competición y en negocio, ha conquistado a las multitudes, ha ocupado los medios de comunicación, ha involucrado a los pueblos y a los gobiernos, ha adquirido tal dimensión que no ha podido sustraerse a las degradaciones propias de todos esos ámbitos. Tales degradaciones son incluso hoy más acusadas que en los tiempos en que el fútbol estaba peor considerado socialmente. Aunque el fútbol se ha convertido en tema de estudios académicos y obras literarias y artísticas, y merece la atención de escritores, intelectuales y artistas, muchas circunstancias contribuyen a su corrupción: el mercantilismo, el protagonismo extradeportivo de los futbolistas, la utilización del fútbol como el equivalente del circo del panem et circenses romano, la violencia —muchas veces introducida por personas ajenas al fútbol—, la compra de partidos provocada por el crecimiento de las apuestas, el poder de las instituciones deportivas y los dirigentes, etc. El rechazo a todo esto está justificado. No hay que ocultar las miserias del fútbol, consustanciales a cualquier actividad humana, ni los malos usos que el propio éxito social de esta actividad lleva consigo, pero también es bueno volver la vista a las condiciones originarias del juego, a las reglas que, con muy pocos cambios, rigen, desde que el fútbol se inventó, todos los partidos, e intentar apreciar en ellas, en sus vínculos con otras esferas culturales que parecen distantes, las vías por las que se constituye en algo valioso, por encima de sus miserias, pero al mismo tiempo en virtud de su proyección social y emocional, tantas veces explotada con fines perversos.

Más concretamente, nos proponemos analizar cómo en la naturaleza del fútbol, en la simplicidad de sus reglas, en las infinitas posibilidades de su ejecución y en la implicación personal de los participantes se encuentran dimensiones profundas del ser humano que se pueden descubrir, entender y apreciar mejor si analizamos su parentesco con la literatura.

1. Contemplación y participación: objetividad y subjetividad

Para empezar, hay que considerar que en el fútbol se conjugan dos dimensiones que, si se separan y radicalizan, destruyen su encanto. Su difícil convivencia, en cambio, permite al fútbol elevarse a la categoría de arte. Dante Panzeri (Panzeri: 1967: 52-53) las identifica con el juicio de quienes ven y el de quienes sienten y las pone en relación con las dos perspectivas que propone Ernesto Lazzatti: la del que acude a ver un equipo (que va a verlo ganar) y la del que va a seguir un partido (que va a ver jugar). La superposición de las dos actitudes es esencial al fútbol y a la literatura si las consideramos como formas de arte, y no como simple diversión[2]. La actitud del que solo va a ver ganar es la de quien va a disfrutar de las emociones que genera la incertidumbre del resultado y el resultado mismo; la de quien solo va a ver jugar puede ser la del intelectual y la del formalista que capta solo lo externo y lo externo nunca es totalmente hermoso, a lo sumo lo es en un sentido puramente decorativo. Sin duda la incomprensión de los intelectuales deriva del antagonismo de estas dos actitudes, la del que desea ver ganar y la del que desea ver el juego. conciliarlas es un paso necesario para trascender tanto la inmersión emocional ciega como la frialdad racional y distanciada.

La contemplación estética exige ver, pero también participar, y para participar, hay que querer ganar o querer ver ganar, porque solo en la participación se captan las formas, pero también las emociones que estas contienen. S. Vizinczey lo explica a propósito de Sthendal: “El arte de conservar la cabeza mientras se pierde el corazón. [...] Es el aspecto esquizoide del genio literario: la vinculación absoluta y la objetividad absoluta” (1989: 42) En realidad, cualquier forma de arte nos exige a todos ser un poco genios para captar lúcidamente las profundidades de nuestra subjetividad. En este sentido el fútbol parece indicarnos que la capacidad de apreciación estética es universal, que no requiere una preparación especial sino el trato continuado con las obras y los acontecimientos, con los objetos y los materiales. Las aficiones refrendan esta circunstancia, esta convivencia de la objetividad y la subjetividad, cuando, a pesar de lo que les dice el corazón, aplauden sinceramente al equipo contrario que ha vencido y jugado mejor, o abuchean al propio por jugar mal, aunque haya ganado.

2. ¡Maracaná! y el lenguaje literario

La idea de este trabajo viene de una palabra, Maracaná, que se asocia al fútbol desde hace muchos años, pero que, en un rincón de la bibliografía de teoría literaria, aparece también ligada a la poesía y la ilustra en toda su potencia.

Para los aficionados al fútbol, Maracaná es el nombre del estadio más famoso, más cargado de historia, más lleno de acontecimientos futbolísticos. “Quien no conoce Maracaná, no sabe lo que es el fútbol”, dijo Llamazares, según cuenta Villoro (2006: 163), quien, sin embargo, no está de acuerdo e invoca, como réplica, la solución que propuso jorge Valdano cuando una portería del Bernabéu se vino abajo y no había otra de repuesto: “Hay que poner dos suéteres en vez de portería”, porque, sigue Villoro, “ahí se recupera la fascinación elemental de disparar al arco del principio, la portería marcada con piedras, mochilas, trapos cualesquiera”. En defensa de Llamazares, sin embargo, se puede argumentar que esas condiciones originarias las asume emblemáticamente Maracaná, hasta el punto de que otros estadios toman prestado su nombre, como el del Estrella Roja de Belgrado, conocido como Pequeño Maracaná. Todos los estadios son pequeños Maracanás, lo son en realidad todas las canchas de juego, por pequeñas e informales que sean, porque en la imaginación del jugador y en las posibilidades del juego, se sienten como el gran estadio.

El rincón que Maracaná encontró en los estudios literarios es una nota a pie de página en la Teoría de la expresión poética, de Carlos Bousoño, al hilo de su explicación de la imagen visionaria o ecuación metafórica basada en la emotividad y no en la similitud objetiva[3]: “Una muchacha brasileña muy guapa, dice Bousoño, me contó que en su país alguien al verla pasar exclamó: ‘¡Maracaná!’, nombre de un inmenso campo de fútbol”. Un análisis más detallado de cómo funciona la expresión en esta circunstancia nos permite reconocer en ella el mecanismo y la potencia de la poesía y aun de la literatura toda, pero también encontrar las líneas en que fútbol y literatura se entrecruzan y enriquecen mutuamente.

La obra literaria no es un signo que represente convencionalmente su significado, sino que es un conglomerado de componentes en el que todos los aspectos del signo lingüístico participan en el mismo nivel: son minúsculos significantes de algo que está por determinar, que se forma en el poema mismo por las evocaciones que producen y las relaciones que contraen unos con otros. Tanto vale una sucesión rítmica de fonemas, como la evocación solapada de un fragmento de palabra o la de un objeto nombrado. una aliteración tiene un estatus y un poder evocativo semejantes a los de una imagen o una situación. Todo se coordina para expresar el sentimiento que unifica el poema. Es lo que vemos, en pequeña escala, en la expresión ¡Maracaná! cuando se usa, no en función de su estricto significado referencial, sino como recurso expresivo impremeditado. Se trata de una irregularidad, muy propia de lo literario, pues nada hay, en principio, que permita aplicar a una persona la palabra que se usa para nombrar un estadio. Y, sin embargo, a pesar de la desconexión entre el referente original y la situación nueva en que se usa, la expresión se carga de sentido. Esta eficacia deriva, por un lado, de la plétora de pequeños elementos significativos que vienen del lado sonoro de la palabra, con sus aes rítmicamente repetidas en sílabas estructuralmente idénticas (consonante-vocal), con el final tónico contundente, con la incorporación solapada de otras palabras (mar, maraca) y, por añadidura, con las imágenes que estas palabras nos invitan a formar y se unen a la más potente imagen, la del estadio, cargado de fuerza evocativa y emocional apta para ser aplicada, mutatis mutandis, a un sentimiento de admiración, sin olvidar, para quienes conozcan la referencia, al pájaro que recibe este nombre. Todo se conjuga y potencia[4]. No es solo la representación del estadio, pues en ese caso podríamos sustituir Maracaná por Jornalista Mário Filho, que es su nombre oficial, y entonces se perdería todo; hacen falta los sonidos específicos, su ritmo, su eufonía, los movimientos musculares que los realizan. Pero no podemos prescindir del estadio: ¡Maracabá!, a pesar de ser una palabra prácticamente idéntica en lo fónico, no evoca el estadio y pierde casi toda su fuerza sugestiva, como cuando decimos ¡Caramba! en lugar de la palabrota que corresponde. A través de la función representativa, la palabra introduce la imagen de las cosas, y ya son las cosas (el estadio en nuestro caso), y no la palabra, las que significan en relación con nuestra experiencia de ellas. La sensualidad sonora da vigor a la expresión, realza ciertas partes del texto y crea relaciones que generan evocaciones, y estas se unen a las que despierta el contenido imaginario; el sonido no actúa para transmitir el significado, sino que ambos actúan conjuntamente en el mismo nivel.

La poesía, en suma, recupera la sonoridad de la palabra en todas sus dimensiones, una de las cuales, quizá de las menos reconocidas, pero desde luego una de las más vívidas, la gestualidad corporal que las produce, la encontramos recreada en el siguiente poema, de Héctor Negro (2010), a propósito de la palabra más gloriosa del vocabulario futbolístico:

¡¡¡Gol!!! (Génesis del grito)

Cuando la “G” se agolpa en la garganta

como miles de “GES” que se atropellan,

para buscar la “o”, irse con ella

y alargarla en el aire que se exalta.

Y se sueltan las dos, diseminadas,

detrás de otras iguales que estallaron.

Y disparan peñones que rodaron

y van por las distancias asombradas.

Y la “L” final, como un tañido,

como un sonido de metal vibrante,

tiembla cuerda de pulso electrizante,

buscando el diapasón de los latidos.

Juntas las tres serán el grito sumo.

El que esperó creciente, agazapado.

El que se da o no se da, mas dado

tiene pólvora, chispa, explosión, humo...

Algo semejante podría hacerse con la palabra Maracaná, aunque para nuestros propósitos basta ahora apreciar el gesto de la boca abierta que nos pide la sucesión de aes y que nos queda al observar a una muchacha deslumbrante. Porque en virtud del valor referencial de la palabra, ese gesto es apto para incorporar, con los ajustes necesarios, las experiencias personales e históricas relacionadas con el estadio, desde la derrota de Brasil ante uruguay en el mundial de 1950 hasta el humillante 1-7 ante Alemania, en el de 2014, pero también los triunfos, las celebraciones, las ansiedades, las impresiones personales de haber estado en el estadio y vivido los acontecimientos. Maracaná es, de hecho, un relato implícito, ya que las experiencias que evoca podrían ser narradas y presentadas en un relato con ese título. En él quedarían expresadas, sin duda, algunas de las emociones que dan sentido al uso como piropo.

3. Maracaná como relato

No conozco ningún cuento que tenga tal título, pero sí algunos que podrían tenerlo, pues los acontecimientos de la final de 1950 contenían el material de muchas historias. A Brasil le bastaba el empate para ganar el campeonato, no dudaba de la victoria y se había preparado una gran fiesta nacional; Uruguay necesitaba ganar, pero sus propios dirigentes se conformaban con una derrota digna. Todo parecía confirmar el optimismo ciego de Brasil cuando en el minuto 47 se ponía por delante en el marcador. Pero la inmediata actuación del capitán uruguayo, Obdulio Varela, ‘el Negro’, favoreció un cambio de rumbo en los acontecimientos: cogió la pelota y protestó al árbitro un posible fuera de juego durante tres minutos, y esta circunstancia sirvió para transformar la euforia del rival y su afición en exasperación, e impulsó a los suyos a una victoria que en Brasil se vivió como una catástrofe colectiva. Los hechos dieron lugar a algunos de los relatos futbolísticos más emocionantes y densos: La derrota más grande del siglo, de Jorge Valdano, Obdulio Varela, El reposo del centrojás, de Osvaldo Soriano Obdulio, de Eduardo Galeano, Una sonrisa exactamente así, de Eduardo Sacheri, etc[5]. En el siguiente párrafo, las palabras que Soriano pone en boca del propio obdulio nos dan la clave de la densidad y diversidad de experiencias que se concentran en los lances de un partido:

Es que el jugador tiene que ser como el artista: dominar el escenario. O como el torero, dominar el ruedo y al público, porque si no, el toro se le viene encima. Uno sabe que en una cancha extraña no le van a aplaudir, por más que haga buenas jugadas. Entonces tiene que imponerse de otra manera, dominar al adversario, al público y a sus mismos compañeros. Claro, yo había jugado un millón de partidos en todas partes, en canchas sin tejido, sin alambrado, a merced del público, y siempre había salido sanito. ¡Cómo me iban a achicar ese día en el Maracaná, que tenía todas las seguridades! Ahí yo tenía que dominar, porque tenía todas las facilidades y sabía que nadie podía tocarme.

Lo que hice fue demorar, nada más. Esos tigres nos comían si les servíamos el bocado muy rápido.

En estas palabras y, en general, en todos estos relatos, podemos reconocer ya los asuntos del fútbol que tienen sustancia literaria, porque tienen sustancia vital, porque se manifiestan en una situación del juego, pero implican, expresan y revelan a toda la persona, ya que en los múltiples lances del juego se inscriben también la presión externa (de la afición, de la prensa, de los dirigentes), las consecuencias personales (de fallar o marcar un penalti, de marcar un gol, de dejar la defensa desatendida, de ser expulsado, de que te hagan un caño, etc.), los efectos sobre el público presente, sobre los aficionados ausentes, sobre el pueblo, la ciudad o la nación, los condicionantes externos del juego de uno (el carácter propio, las aspiraciones profesionales, los problemas personales, las rivalidades entre compañeros, las alianzas, el carácter del entrenador), el impacto sobre los rivales, la experiencia previa de otros partidos y competiciones. Todos estos aspectos nos revelan que el fútbol puede suministrar a la literatura infinidad de situaciones y comportamientos extraordinarios, que son los que merece la pena contar y atraen nuestra atención, los que exigen al hombre respuestas nuevas, imprevistas, y, por tanto, descubren no solo lo que es, sino lo que puede llegar a ser, los múltiples matices de las experiencias.

4. La expresión del sentimiento y la belleza del fútbol

La literatura, en cuanto forma de arte, puede definirse como la expresión del sentimiento humano por medio de la palabra. Ya hemos visto que la expresión no es una significación convencional, un hablar acerca de los sentimientos, sino una forma de plasmarlos por medio de una plétora de significantes no codificados que el poema activa al unificarlos. En cuanto al sentimiento o la emoción, la obra literaria está abierta a todas sus posibilidades, y es aquí donde el fútbol aparece como un vivero de contenidos, pues el fútbol tiene un poderoso componente emocional en su estructura: en todos sus pasos está el afán ineluctable de conseguir una meta difícil, ocasional y enseguida amenazada, el gol, y, simultáneamente, de obstaculizar el afán del adversario, que persigue la misma meta en la dirección contraria, de ahí las expectativas, amenazas, satisfacciones y frustraciones que compendian las emociones humanas. Nada mejor que un poema para decirlo, “Nunca jamás” (de Walter Saavedra):

Nunca jamás

Cómo vas a saber lo que es el amor

si nunca te hiciste hincha de un club.

Cómo vas a saber lo que es el dolor

si jamás un zaguero te azotó la tibia y el peroné.

Cómo vas a saber lo que es el placer

si nunca ganaste un clásico barrio contra barrio.

Cómo vas a saber lo que es llorar

si jamás perdiste un partido sobre la hora.

Cómo vas a saber lo que es la solidaridad

si nunca saliste a dar la cara por un compañero golpeado de atrás.

Cómo vas a saber lo que es la poesía

si jamás tiraste una gambeta.

Cómo vas a saber lo que es la humillación

si nunca te hicieron un caño.

Cómo vas a saber lo que es la amistad

si jamás devolviste una pared.

Cómo vas a saber lo que es el orgasmo

si nunca diste una vuelta olímpica de visitante.

Cómo vas a saber lo que es la izquierda

si jamás jugaste en equipo.

Cómo vas a saber lo que es la xenofobia

si en ninguna cancha te gritaron: ¡¡negro de mierda!!

Cómo vas a saber lo que es el egoísmo

si jamás hiciste una de más.

                  [...]

Cómo vas a saber lo que es la injusticia

si jamás te sacó tarjeta roja un referí localista.

Cómo vas a saber lo que es el insomnio

si nunca te fuiste al descenso.

Cómo vas a saber lo que es el odio

si jamás te hiciste un gol en contra.

Cómo vas a saber lo que es la vida, hijo mío,

si nunca, jamás, jugaste al balón.

El fútbol, pues, crea las condiciones para que surjan todo tipo de sentimientos que quedan plasmados en sus lances, es así como alcanza categoría de arte, como manifiesta su belleza. En este sentido, Martín Caparrós (2014), en un breve, pero excelente y profundo artículo de prensa, considera que el fútbol, por ser un fenómeno reciente, podría revelar, mejor que otros dominios más antiguos, cómo ha ido construyendo su idea de belleza. Y aunque no da una respuesta, la sugiere en su denuncia de lo que llama el fútbol Nike[6], el de los toques del jugador de renombre para componer figuras destinadas a un anuncio, es decir desdeñando lo que tiene de juego de equipo, de colaboración y de sudor compartido, para recrearse en la pura destreza individual, más propia de un número de circo.

La belleza del fútbol, lógicamente, ha de estar relacionada con la profundidad de las emociones y esta con la de los recursos movilizados para generarlas y los lazos interpersonales que implican. La belleza deriva, pues, de la complejidad de las jugadas que, a su vez, depende de las facultades del jugador, de su capacidad de improvisación, de prever lo que vayan a hacer los oponentes, de confiar o no en las virtudes y la atención y el reconocimiento de los compañeros, de la dificultad de la situación y de la simplicidad y la eficacia de su respuesta. una buena jugada implica ese tipo de valoraciones y, en la medida en que se hacen patente en ella, las revela, las expresa unitariamente. Ahí se encuentra su belleza y su emoción. Y todo ello tiene que ver con el hecho de que el fútbol se apoya en dos restricciones: la prohibición del uso de las manos y la obligación de controlar un objeto que, en movimiento y sin la ayuda de las extremidades superiores, es, por su condición esférica, difícilmente controlable. Con estas limitaciones, los jugadores han de poner en práctica el arte de burlar a los contrarios, dentro de las reglas, y el de no ser burlado por ellos. Todo ello configura el mecanismo generador de jugadas que, en los mejores casos, expresan la multiplicidad y la complejidad de las relaciones internas y externas de la persona y aun de las relaciones con uno mismo. Vemos verbalizada tal complejidad, a propósito de un penalti, en el siguiente fragmento de El penal más largo del mundo, de Osvaldo Soriano:

Al caer la tarde volvieron al pueblo, abrieron el club y se pusieron a jugar a las cartas. Díaz se quedó toda la noche sin hablar, tirándose para atrás el pelo blanco y duro hasta que después de comer se puso un palillo en la boca y dijo:

—Constante los tira a la derecha.

—Siempre —dijo el presidente del club.

—Pero él sabe que yo sé.

—Entonces estamos jodidos.

—Sí, pero yo sé que él sabe —dijo el Gato.

—Entonces tírate a la izquierda y listo —dijo uno de los que estaban en la mesa.

—No. El sabe que yo sé que él sabe —dijo el Gato Díaz y se levantó para ir a dormir.

—El Gato está cada vez más raro —dijo el presidente del club cuando lo vio salir pensativo, caminando despacio.

El martes no fue a entrenar y el miércoles tampoco, el jueves, cuando lo encontraron caminando por las vías del tren, estaba hablando solo y lo seguía un perro con el rabo cortado.

[...]

El viernes, la rubia Ferreira estaba atendiendo la tercería cuando el intendente del pueblo entró con un ramo de flores y una sonrisa ancha como una sandía abierta.

—Esto te lo manda el Gato Díaz y hasta el jueves vos decís que es tu novio.

—Pobre tipo —dijo ella con una mueca y ni miró las flores que habían llegado desde Neuquén por el ómnibus de las diez y media.

[...]

El sábado a la tarde el Gato Díaz pidió prestadas dos bicicletas y fueron a pasear a orillas del río. Al caer la tarde la quiso besar pero ella dio vuelta la cara y dijo que el domingo a la noche tal vez, si atajaba el penal, en el baile.

—¿Y yo cómo sé? —dijo él.

—¿Cómo sabes qué?

—Si me tengo que tirar para ese lado.

La rubia Ferreira le tomó una mano y lo llevó hasta donde habían dejado las bicicletas.

—En esta vida nunca se sabe quién engaña a quién —dijo ella.

—¿Y si no lo atajo? —preguntó el Gato.

—Entonces quiere decir que no me querés —respondió la rubia, y volvieron al pueblo.

5. Fútbol y literatura como juegos

Como ya se ha puesto de manifiesto de pasada, fútbol y literatura son en su raíz formas de juego, ocupación voluntaria, que tiene un fin en sí misma y se ejerce siguiendo reglas aceptadas libremente pero de estricta observancia (Huizinga)[7]. “Como si más allá de las líneas de cal se hubiese acabado para siempre el mundo” (Sacheri, 2013b: 261), esta frase expresa bien, para el fútbol, esa situación característica del juego en la que se crea un ámbito aparte con leyes propias, como el que nos envuelve en la lectura literaria. Las repercusiones sociales y económicas, el profesionalismo, los premios, etc. son factores que tienden a corromper la condición de juego de la actividad, literaria o deportiva, porque invitan a fijarse en objetivos externos y extraños y, por tanto, a que deje de tener un fin en sí mismo. La imperiosidad y el atractivo de las reglas, sin embargo, pueden actuar como estímulos para facilitar la máxima concentración y conservar el espíritu lúdico.

Roger Callois (1967: 75) distingue cuatro tipos de juego, los de disputa (agon), imitación (mimicry), azar (alea) y vértigo (ilinx). Y aunque la adscripción más inmediata incluiría al fútbol entre los de disputa y a la literatura en los de imitación, la aproximación que estamos haciendo entre ellos permite vislumbrar el componente mimético que el fútbol también contiene.

Por ser un juego de imitación, por ser mímesis de la vida y someterse a las reglas, difusas pero imperiosas, del arte, la literatura cumple una función antropológica que va más allá de la simple diversión, del simple recrearse en la actividad con tensión y alegría. La buena literatura es una forma de conocimiento del mundo, de la vida, de la conciencia, de nosotros mismos, y ello, en virtud de las condiciones que impone a la ficción: la verosimilitud y la belleza (una conexión sutil con nuestros conocimientos y experiencias). Y esa función puede aparecer en el fútbol en cuanto las acciones y relaciones que crea la puesta en práctica de sus reglas y las emociones que se asocian a ellas despiertan analogías con las condiciones generales de nuestras vidas. Por eso pudo decir Camus que al fútbol debía lo que sabía con mayor certeza sobre la moral y las obligaciones de los hombres. O, como subraya Eduardo Sacheri (2013: 10) al comienzo de su libro de cuentos La vida que pensamos,

las historias que contamos buscan acceder, de un modo u otro, a los grandes temas que gobiernan nuestras vidas como seres humanos. [.]

Y sin embargo, no resulta sencillo ingresar en esos temas de frente y sin atajos. El fútbol, como parte de esa vida que tenemos, es una puerta de entrada a esos mundos íntimos en los que se juegan asuntos mucho más definitivos. Un escenario, o un telón de fondo, de las cosas esenciales que señalan y definen todas las vidas.

La condición de juego, el sometimiento a reglas artificiales, absurdas fuera del propio juego, es uno de los factores que favorecen la respuesta creativa, pues, como advierte Keith Botsford (1967: 59), “son las limitaciones que hay que conquistar con ingenio y habilidad, lo que convierte la materia prima de la vida humana en arte”. Y la respuesta creativa, se exige también al espectador, al hacerlo participar, tanto en la literatura como en el fútbol, pues, de la misma manera que en la literatura el lector tiene que establecer las relaciones que forjan el sentido de los estímulos y los convierte en signos, también en el fútbol el espectador se pone continuamente en el lugar del jugador, hasta hace movimientos incipientes o, sin darse cuenta, prepara sus músculos para hacerlos, de ahí, por otra parte, esa identificación permanente con el equipo que se manifiesta en el uso de la primera persona del plural para referirse a él: “ganamos”, “jugamos contra el colista”, dice el aficionado que, efectivamente, juega a su manera, comparte las vibraciones de los jugadores, que, por su parte, reciben el nervio y el aliento de la grada.

6. Literatura, fútbol y creación de lenguaje

El ejemplo de ¡Maracaná! que tomamos de Bousoño pone de manifiesto que la creación poética excede el ámbito de la literatura en cuanto institución y puede apreciarse siempre que alguien crea lenguaje para expresar su personal visión de las cosas. El fútbol es un ámbito dinámico, en continua renovación: todos los años cambian las plantillas, la vida profesional de un jugador es muy reducida, cambian las tácticas, la improvisación y la sorpresa son más eficaces que las soluciones rutinarias y archirrepetidas, en definitiva en el fútbol se dan las condiciones para la creación espontánea que, cuando se quiere traducir a palabras, exige la creación de lenguaje. Sin duda abundan en todos los ámbitos del fútbol los tópicos, las frases hechas, las expresiones vacías y mecánicas, pero de vez en cuando surgen también las formas creativas, la valoración sensorial de las palabras, las expresiones personales y poéticas que poco a poco se van incorporando al vocabulario de todos. Los locutores, los periodistas, los hinchas, los propios profesionales pueden, en algún momento, dar una respuesta creativa o recrear personalmente formulaciones más o menos espontáneas.

6. 1. Función poética

Por ejemplo, para empezar por lo aparentemente más simple, es muy frecuente la valoración de la función poética en dos dimensiones en principio lingüísticamente marginales: los nombres de los jugadores y las alineaciones de los equipos; hay una tendencia a acuñar fórmulas memorables, a usar nombres que suenen bien (a Gareth Bale, por ejemplo, nunca se le nombra solo por el apellido, los locutores siempre dicen también el nombre, sin duda por eufonía), a poner apodos, a degustar el ritmo de las alineaciones (algo que se ha perdido desde que los cambios de los jugadores impiden la continuidad de un mismo once), a saborear las sílabas de los nombres o a buscarles motivaciones. Son varios los relatos en los que se recrea la sonoridad de los nombres, el ritmo de las alineaciones, la motivación entre la palabra y la persona que designa, como en Los nombres de Roberto Fontanarrosa (2010a)[8]:

Porque también la cosa está en los nombres, en cómo suenen, en las palabras, pero más, más en los nombres porque se puede estar transmitiendo agarrado al micrófono con las dos manos, casi pegado el fierro a la boca, y la camisa abierta, transpirada y abierta, los auriculares ciñendo las orejas y las sienes como un dolor de cabeza y ahí valen los nombres, tienen que venir de abajo, carraspeados, desde el fondo mismo del esternón, tienen que llegar como un jadeo, lastimarte, tienen que ser llenos, digamos macizos, nutridos, eso, nutridos. Tienen que llenar la boca, atragantarla, que se los pueda masticar, escupir, como pueda ser digamos Marrapodi, viejo, Marrapodi, ¡volóoo Marrapodi y echó al corner!, Marrapodi llena la garganta, sube, se puede arrastrar, no queda encía, muela, paladar sin Marrapodi, para deletrear casi con asco, con afonía. No. Marrapodi además volaba y se quedaba colgado en el aire con la pelota suya como un dirigible, remata, ¡vuela Marrapodi y atrapa! Roque Marrapodi, para colmo, nombre para reventarse las venas del cuello y que lloren los ojos por un solazo bárbaro de domingo a la tarde.

O en Una sonrisa exactamente así, de Eduardo Sacheri (2013):

Llegaron en ese momento. Los once: Máspoli; González, Tejera;/ Gambetta, Varela y Rodríguez;/ Ghiggia, Pérez, Migue, Schiaffino/ y Morán.

Te parecerá tonto, pero esos uruguayos del Maracaná me sirven de talismán. No siempre. Sólo recurro a ellos en situaciones difíciles. A veces recito la formación, como rezando. O me los imagino en el momento de entrar a la cancha con cara de “griten todo lo que quieran, que nos importa un carajo”. O lo veo a Ghiggia en el momento de meter el balón por el ojo incrédulo de la aguja de Barbosa. Si Uruguay pudo en el ’50, me dije. en una de esas quién te dice.

6. 2. Metáfora

El principal instrumento de la poesía y de la creación de lenguaje es la metáfora. La metáfora nos habla de una cosa en términos de otra y así nos hace captar aspectos nuevos de la primera y, sobre todo, expresar nuestra peculiar manera de verla y sentirla. El sociólogo y ensayista Horacio González dice que la comprensión del fútbol prueba continuamente nuestra capacidad de metáfora al obligarnos a hacernos cargo de algo que en esencia no somos, pues nada tenemos que ver con los equipos que defendemos y, sin embargo, hay un ‘nosotros’ fuertísimo, “el fútbol obliga a transposiciones universalizadotas inverosímiles”[9]. Así, los aficionados, los periodistas deportivos, los propios jugadores se expresan con metáforas originales, aunque, una vez introducidas, se vuelvan de uso común y pierdan su frescura primera. El periodista suele ser el que da carta de naturaleza a las expresiones que, sin embargo, pueden proceder de los aficionados o los jugadores. Entre todos habría que destacar a los relatores radiofónicos quienes, junto a tópicos y frases hechas, fórmulas grandilocuentes, excesos vocales y exageraciones conceptuales que llegan a falsear y hacer emocionante el partido más aburrido, forjaron también un lenguaje para expresar con rapidez y claridad la posición y los movimientos de los futbolistas, la trayectoria de la pelota y sus contactos (la cepa del poste, por ejemplo) y sus giros (hacer un sombrero), el grado de peligro (olor a gol), el ambiente general. Por lo demás, las metáforas han ido constituyendo buena parte del vocabulario que se emplea para representar el juego y salpican, en formas más o menos originales, las crónicas escritas.

Entre los apodos de los jugadores, sin ánimo de exhaustividad, se pueden recordar sin mucho esfuerzo los siguientes: la saeta rubia, la galerna del Cantábrico, Cañoncito Pum, el Cacique del área, la Computadora, el Rey, el Káiser, el Jefecito, el Conejo, el Fideo, el Tigre, la Pantera, la Pulga, el Matador, el Rifle, el Chino, Burrito, Brujita, el Piojo, el Toro, el Mono, el Pato, Ratón, el Cebolla, Torpedo, el Gato de Odesa, Chicharito, “the Drog”, sin contar los que surgen espontáneamente en las transmisiones de los partidos: no hace mucho se pudo escuchar en televisión cómo se referían a Busquets como ‘el Centurión de centuriones’.

El vocabulario futbolístico se ha formado en gran medida por metáforas, algunas ya no se sienten como tales, pero otras muchas conservan en mayor o menor grado la fuerza evocativa de la imagen, de su ámbito de procedencia: rematar, ariete, hacer una palomita, hombre de refresco, medular, la cantera, el ala, los costados, todo terreno, achicar, cerrojo, el pulmón, muralla, pared, darle de rosca, caño, túnel, tirarse a la piscina, sentenciar, cantar, cantada, el pase de la muerte, maquillar el resultado, envenenarse el balón, robar la cartera, hacer una vaselina, hilvanar una jugada, arañar segundos, arañar un punto, gol fantasma, balón mordido, dormir el partido, el balón entra llorando.

La metáfora, aunque no sea totalmente original, es un recurso para la economía de la crónica, especialmente cuando quiere recoger, en breve espacio, no solo los hechos, sino sus antecedentes, su valoración, su dimensión emocional. Lo que sigue es parte de la crónica del Madrid-Barcelona que hizo José Sámano para El País (25/10/14):

Un Madrid polifacético, con gusto por la pelota, tan capaz para el trazo corto como para el largo y bien forrado para defender, redujo al Barça, que empezó optimista y acabó en bancarrota, superado sin miramientos. El equipo madridista ha cogido el hilo y va de festival en festival. Ante su clásico enemigo fue un simposio de fútbol, de muchos futboles y todos de los buenos, de los mejores. Un rival inalcanzable para los azulgrana, a los que un fulgurante gol de Neymar les dio vidilla hasta que, de entrada en el segundo tramo, el Madrid, pletórico, le hizo trizas. La portería de Casillas se le convirtió en un borroso espejismo. En la de Bravo, los blancos casi sellan una masacre. Y, por el medio, la sala de estar de los blaugrana, también hizo criba el Madrid, que ya no se toma la zona como un andén cualquiera. El Madrid de estos días no tiene tacha.

Durante una hora, los dos se tiraron el fútbol a la cara, lo que quedó reflejado en un partido de oleajes, de espasmos, con la pelota como tesoro. Por primera vez en mucho tiempo, el medio campo del Madrid discutió al del Bar?a la cháchara con el balón. Fue un encuentro sin barricadas, expansivo y dichoso, de portería a portería, pero sin alborotos y pirotecnias, siempre a partir de un fútbol con control, con la pelota mimada. El Bar?a genuino, aunque con algunas grietas; el nuevo Madrid, sin fisuras, un equipo para el rondo, para el vértigo. El fútbol total. Ante un adversario con tanto cuajo, los azulgrana hicieron más concesiones de la cuenta y este Madrid en éxtasis se lo hizo pagar con creces hasta fundir al Barça antes de la media hora final.

En suma, el fútbol es un lenguaje que se dice con el pie y que, si se ha de trasladar a la palabra, tiende a desbordar los cauces establecidos y exigir una auténtica creación lingüística, como la que caracteriza a la creación poética, adaptando para sus fines términos que proceden de todas las esferas de la vida[10].

7. Fútbol y poesía

Después de lo visto hasta ahora, no puede extrañar que el fútbol y la poesía lírica hayan entrado en contacto en numerosas ocasiones, desde los muchísimos poemas que versan sobre los diversos aspectos del fútbol o sobre sus personajes (ya en 1928 escribió Rafael Alberti su Oda a Platko) hasta la visión del fútbol como una forma de poesía. Destacamos, ahora, tres testimonios que celebran ese encuentro.

En primer lugar, un poema de Antonio del Toro en el que se canta al fútbol para revelar sus dimensiones y las potencialidades humanas que contienen, su vuelta a la infancia, no ya individual, sino de la especie, cuando las manos no se diferenciaban de los pies, “que atrapan habilidades hace milenios olvidadas en las ramas de los árboles”:

                                          Fútbol

Entre la multitud que se agita como un bosque encantado,

libres del deber, por el gusto del pasto, en la delicia de ver rodar,

de sentir como nace del pie la precisión que en la vida normal le

                                                           arrebató la mano,

estamos reunidos hoy en este campo donde no crece ni la cebada

                                                                        ni el trigo;

somos el coro que lamenta y que festeja,

el suspiro que acompaña al balón cuando pasa de largo

y el grito entre las redes.

 

Nació la pelota con una piedra o con la vejiga hinchada de una presa abatida.

No la inventó un anciano, ni una mujer, ni un niño;

la inventó la tribu en la celebración, en el descanso, en el claro del

                                                                            bosque.

 

Contra el hacer, contra la dictadura de la mano,

yo canto al pie emancipado por el balón y el césped,

al pie que se despierta de su servil letargo,

a la pierna artesana que vestida de gala va de fiesta,

al corazón del pie, a su cabeza, a su vuelo aliado de Mercurio,

a su naturaleza liberada del tubérculo;

a cada hueso de los dos pies, a sus diez dedos

que atrapan habilidades hace milenios olvidadas en las ramas de los

                                                                             árboles.

Yo canto a los pies que fatigados de trabajar las sierras

llegaron al llano e inventaron el fútbol.

En segundo lugar queremos citar la recreación de un poema clásico, Los heraldos negros de César Vallejo, que ha sido adaptado por Samuel Orellana a la temática futbolística, una concreción que muestra cómo la gran literatura es aplicable a todos los dominios y cómo el fútbol puede expresar todas las emociones:

             El drástico de negro

Hay goles en la vida, anulados... ¡Yo no sé!

Goles como del odio de Dios; como si ante el arco

el sudor de todo un partido

se empozara en el área... ¡Yo no sé!

Son pocos; pero son... abren zanjas oscuras

en el rostro más brígido y el pencazo más fuerte.

Serán tal vez guanacos de bárbaros sargentos;

o el drástico de negro que nos manda la Muerte.

Son las caídas hondas de los hinchas del alma,

de una estrella adorable que el Marcador blasfema.

Esos pitos sangrientos son las vacilaciones

de un balón que en la línea del arco se nos quema.

Y el nueve... Pobre... ¡Pobre! Vuelve los ojos, como

cuando injusta tarjeta nos cobra una trancada;

vuelve los ojos locos, y todo lo corrido se empoza,

como un charco de bronca, en la mirada.

Hay goles en la vida, anulados... ¡Yo no sé!

Por último, recordemos la identificación de fútbol y poesía en el acto en que el primero se consuma, el gol, especialmente cuando se manifiesta como creación y superación de los códigos. Así lo expresa Hernán Brienza (2014: 31) glosando a Passolini:

El multifacético Pier Paolo Pasolini dejó la mejor definición que la literatura pudo hacer de este deporte que remite a los juegos circenses de la Roma antigua: “El fútbol es un sistema de signos, por lo tanto es un lenguaje. Hay momentos que son puramente poéticos: se trata de los momentos de gol. Cada gol es siempre una invención, es siempre una subversión del código: es una ineluctabilidad, fulguración, estupor, irreversibilidad. Igual que la palabra poética. El goleador de un campeonato es siempre el mejor poeta del año. El fútbol que produce más goles es el más poético. Incluso el dribbling es de por sí poético (aunque no siempre como la acción del gol). En los hechos, el sueño de cada jugador (compartido por cada espectador) es partir de la mitad del campo, dribbliar a todos y marcar el gol. Si, dentro de los límites consentidos, se puede imaginar en el fútbol una cosa sublime, es ésa. Pero no sucede nunca. Es un sueño”. Pasolini, obviamente, no había visto jugar a Diego Maradona. A pesar de desmentidas por el segundo gol del “Diez” a los ingleses, sus palabras están llenas de verdad poética. Pero de eso podría tratarse este desencuentro entre las letras y la pelota: Maradona tampoco había leído a Pasolini.

7. Fútbol y narración

La literatura de fútbol no es aquella que se interesa por lo que rodea al fútbol al margen de su racionalidad deportiva o tiene al fútbol como telón de fondo o como filtro sociológico o como componente instrumental o circunstancial. La literatura de fútbol es la que se centra en su naturaleza competitiva, en su racionalidad deportiva, en lo que pasa o condiciona o es consecuencia de lo que pasa en el ejercicio de la actividad deportiva, en aquello que solo el fútbol puede aportar a la literatura, es decir, en lo que se deriva de su reglamento, se manifiesta en los lances del juego y se alimenta de y se extiende en las experiencias vitales de los participantes y espectadores.

Puede parecer que esto es reductor, que se limita a los movimientos sobre el campo de los jugadores. Pero, precisamente por el carácter de juego y espectáculo del fútbol, los movimientos corporales implican decisiones, objetivos, relaciones, incluso caracteres, la sustancia misma de la literatura. Y esta sustancia se ve alimentada por la participación casi física del público y la condición que el propio jugador tiene de espectador (pues ha de estar permanentemente atento a las acciones y posiciones de los otros), pero, sobre todo, por la afectividad que impregna el reglamento mismo, que impone la persecución de un objetivo a toda costa -el gol-, con una fuerte restricción -la prohibición del uso de los brazos- y una resistencia, la del rival. El jugador juega, pero también observa y se sabe observado, y es así como en sus movimientos queda implicada su personalidad y el significado de sus actos se proyecta y multiplica externamente, hasta el punto de que, recreados literariamente, revelan una vida, un modo de ser, una actitud moral, es decir, las múltiples variaciones del sentimiento humano.

Dice Patricio Pron (2013) que la razón de la escasa ficcionalización del fútbol en la literatura se debe al poco interés narrativo de este deporte y que los mejores relatos de fútbol no se ocupan, o lo hacen tangencialmente, de los lances del juego: “estos no son realmente atractivos cuando son puestos por escrito; leer acerca de una jugada toma más tiempo que contemplarla y es menos atractivo”. Sin embargo, los relatos de fútbol, incluidas las ficcionalizaciones que tienen una base real, han proliferado por doquier desde hace más de medio siglo, relatos sobre lo que ocurre en el césped (o lo condiciona, o es su consecuencia) y lo que ocurre en el ánimo de los que están en él: goles, faltas, jugadas, fallos, reacciones, amaños. Ciertamente, si nos atenemos a la temporalidad sucesiva, es más lenta la lectura de una jugada que su contemplación, pero en la lectura actúa también la imaginación, que recupera el ritmo justo, pues anticipa unos movimientos y recuerda otros, y además incorpora, cuando el relato no es un mero registro de hechos, sino una verdadera creación literaria, todas las determinaciones humanas que habrían puesto en juego los protagonistas. Se inserta así, en lo que parecen movimientos mecánicos, una densidad personal y emocional. un caño es un lance en el que un jugador hace pasar el balón por entre las piernas del oponente, todos los caños son iguales, por eso hay una palabra para nombrarlos y una única definición que los caracteriza, pero la palabra no recoge la eventual carga de frustración y humillación de quien lo sufre o la amenaza que percibe, o la satisfacción de quien lo hace, atenta, sin embargo a las nuevas posibilidades, no solo físicas, sino también emocionales, que abre la jugada. Todo eso que no se ve, que va por dentro del jugador, del rival, del público, del equipo, del árbitro., lo que el buen aficionado percibe sin conceptualizarlo del todo y, por tanto, sin alcanzar una comprensión plena y un auténtico conocimiento, todo eso es lo que, sin dejar los aspectos puramente deportivos, consigue la narrativa de fútbol, por eso mismo más vinculada al cuento breve, es decir, al desarrollo intensivo de un hecho o acontecimiento, que a la novela, pues esta supone un tratamiento extensivo, dilatado, que “exige de ella un material informativo relacionador, conexivo, inevitable” (Vargas Llosa, Mario, 1997: 53). Así, lo propiamente deportivo tiende a quedar desdibujado y desplazado en favor de las relaciones personales y sociales generales. La novela, atenta a la totalidad de la vida, las ilustra en todas las facetas de esta, de las que el fútbol es solo una parte, un motivo para la construcción de los caracteres[11], como en Fiebre en las gradas (Fever pith), de Nick Hornby, o un telón de fondo de la acción, como en La pena máxima de Santiago Roncagliolo.

El cuento, en cambio, se caracteriza por su concentración, por ser una forma cerrada, por crear un pequeño ambiente, lo que Julio Cortázar llama, como si pensase en los cuentos de fútbol, su esfericidad, “el narrador pudo haber sido uno de los personajes, es decir que la situación narrativa en sí debe nacer y darse dentro de la esfera, trabajando del interior hacia el exterior” (1969: 60). El cuento de fútbol, el que construye tramas sobre los lances del juego, inventa situaciones extraordinarias o recrea momentos históricos, y capta en todos ellos los sentimientos individuales y colectivos que el fútbol condensa y promueve, ha conocido un importantísimo desarrollo en Hispanoamérica desde aquel momento en cierto modo fundador de la final del 50. Sobre lances muy concretos (un gol, un penalti) o situaciones intensas (un intento de soborno, un compromiso, una expectativa) se perfilan caracteres, se entretejen relaciones y se forma una atmósfera en la que el fútbol lo impregna todo y al mismo tiempo abre paso a las actitudes, los valores, las aspiraciones que podemos encontrar en todas las esferas de la vida. Reseñamos brevemente algunos ejemplos que nos parecen particularmente sobresalientes:

Mario Benedetti escribió en 1954 Puntero izquierdo, sobre la compra de partidos vista por un delantero que por un momento se rebela y marca un gol, contra lo pactado:

Claro, para ustedes es fácil ver la cosa desde el alambrado. Pero hay que estar sobre el pastito, allí te olvidás de todo, de las instrucciones del entrenador y de lo que te paga algún mafioso. Te viene una cosa de adentro y tenés que llevar la redonda. Lo ves venir al jalva con su carita de rompehueso y sin embargo no podés dejársela. Tenés que pasarlo, tenés que pasarlo siempre, como si te estuvieran dirigiendo por control remoto. Si te digo que yo sabía que esto no iba a resultar, pero don Amílcar que empieza a inflar y todos los días a buscarme a la fábrica. Que yo era un puntero de condiciones, que era una lástima que ganara tan poco, y que aunque perdiéramos la final él me iba a arreglar el pase para el Everton.

Roberto Fontanarrosa publicó, en 1982, 19 de diciembre de 1971, sobre la justificación de la muerte de un enfermo de corazón por quien temerariamente lo arrastró a un derby decisivo entre Rosario Central y Newell's Old Boys:

Decí que ese día, Dios querido, yo no sé qué tenía el flaco Menotti que sacó cualquier cosa, sacó todo, vos no quieras creer lo que sacó ese día ese flaco enclenque que parecía que se rompía a pedazos en cada centro. Le sacó un cabezazo de pique al suelo a Silva que lo vimos todos adentro, hermano, que era para ir todos en procesión y besarle el culo al flaco ése ¡Qué pelota le sacó a Silva! Ahí nos infartamos todos, faltaban cinco minutos y si nos empataban, te repito, éramos boleta en el suplementario. Me acuerdo que miro para atrás y lo veo al viejo, blanco, pálido, con los ojos desencajados, pobrecito, pero vivo. [...]

Que alguno me diga si, de puta casualidad, lo vio al viejo Casale como lo vi yo cuando el referí dio por terminado el partido y la cancha era un infierno que no se puede describir en palabras. Te digo que me gustaría que alguien me diga si alguien lo vio como lo vi yo. ¡La cara de felicidad de ese viejo, hermano, la locura de alegría en la cara de ese viejo! [...] Y cuando lo vi caerse al suelo como fulminado por un rayo, porque quedó seco el pobre viejo, un poco que todos pensamos: “¡Qué importa!” ¡Qué más quería que morir así ese hombre!

Humberto Costantini escribió Insai derecho sobre las reacciones de la hinchada ante un jugador en declive que acaba por fallar un gol a propósito como respuesta a los improperios que recibía:

Me acuerdo bien que cuando el arquero se me tiró, yo me lo esquivé, y el tipo quedó en el suelo, pagando, y con el arco descubierto. Bueno, el delirio. Lo tenía ahí, para mí solo, al arco, sin que nadie tuviera tiempo a taparme. La oía a la hinchada gritando, ya enloquecida del todo con el gol que se venía. La oía, sabés, pero era como si la tuviera lejos. Como si no me gritaran a mí, sino a otro, cómo te puedo decir, a un tipo que yo no conocía. Y de golpe me pareció que todo eso de los gritos, y dale bordadora, y arriba zatti, yo me lo estaba acordando o imaginando. Y que si paraba un cachito la oreja para escuchar mejor, iba a oír otra vez clarito, largá obeso, sentáte asmático. Todo eso me zumbaba en el mate cuando me arrimé hasta la entrada del arco. Me acuerdo que alcancé a mirar a la tribuna, y que, de golpe, me subió algo como una tremenda bronca. Porque la oí, te aseguro que la oí, la palabra patadura, como flotando sobre el cemento, por entre los gritos. Amasaba la pelota sobre la línea de gol, miraba y la bronca me crecía cada vez con más fuerza, se me apretaba en los dientes. Y en eso sentí, te juro que lo volví a sentir, el golpecito de la moneda aquí, lo mismo que al salir del túnel. Si, ya sé que no podía ser, pero yo, pibe, lo sentí, y justo cuando jugaba con la pelota por la línea. Entonces no sé qué me pasó. Campaneé a la tribuna, me reí, y de un guadañazo, tiré la pelota afuera, lejos. Tan lejos que el terremoto que venía de la hinchada, alcancé a verla llegar, picando, hasta el lateral izquierdo. Lo que no me gritaron.

Eduardo Sacheri, en De chilena, relaciona dos situaciones críticas y distantes en el tiempo: un exjugador observa cómo su hermano, ante el peligro mortal de una operación a la que va a ser sometido, reproduce el gesto con el que años atrás, formando parte del mismo equipo, lo conminó a que detuviese un penalti para poder a continuación, sin casi tiempo para ello, poder marcar el gol decisivo.

Y entonces caíste vos. Nunca supe qué habías estado haciendo todo ese tiempo. O tal vez fueron sólo segundos, que a mí me parecieron siglos. Pero lo cierto es que cuando levanté la cabeza te tenía adelante. Me agarraste el cuello del buzo y me lo retorciste. Me zarandeaste de lo lindo, mientras me gritabas: «¡Reaccioná, carajo, reaccioná!». Tu cara metía miedo. Era una mezcla explosiva de bronca y de rencor y de determinación y de certeza. La misma que pusiste ayer en la cama, y que me hizo acordar de todo esto. Me miraste al fondo de los ojos, como para que no me distrajera en el batifondo de los gritos y los cohetes y los consejos de tiráte para acá, arquero, tiráte para el otro lado, pibe. Cuando te aseguraste de que te estaba mirando y escuchando, y teniéndome bien agarrado del cuello me dijiste: «Atajálo, Manuel. Atajálo por lo que más quieras. Si vos lo atajás yo te juro que lo empato. Prometéme que lo atajás, hermanito. Yo te juro que lo empato».

Ya glosamos El penal más largo del mundo, de Eduardo Soriano: un penalti en el último minuto que no se puede lanzar porque al árbitro, “lo durmió de un cachetazo en la nariz” el Colo Rivero, un jugador del equipo sancionado, lo que obliga a reanudar el partido, con toda su parafernalia, una semana después, solo para la ejecución del penalti.

Finalmente, queremos evocar el relato ficcionalizado de un acontecimiento real, el gol del siglo, de Maradona a Inglaterra en México 86. Sobre las referencias exactas del partido, se recrean, con ecos borgianos, las percepciones, las previsiones, los pensamientos, las valoraciones, los recuerdos de los participantes y toda la jugada se impregna de la vibración y el sentimiento colectivo que lleva dentro, que el jugador puede reconocer vagamente y el espectador vive como oscura emoción. El relato, 10,06 segundos, que Hernán Casciari publicó en su blog en enero de 2013, da forma y unidad y nos permite una captación lúcida de todo ese contenido:

El portero es una anomalía, una excepción capaz de deshacer con las manos las mejores acrobacias que otros hombres hacen con los pies. Y hasta ese día ningún futbolista de campo había logrado devolver esa afrenta en un Mundial.

Por eso ahora, cuando el jugador pisa el área y mira a los ojos al portero Peter Shilton (camisa gris, guantes blancos), entiende el odio en la mirada del inglés.

Media hora antes el argentino había vengado a todos los atacantes de la historia del fútbol: había convertido un gol con la mano. La palma del atacante había llegado antes que el puño del guardameta. Por eso en este momento culminante de la historia, a las trece horas, doce minutos y veintinueve segundos, Peter Shilton sabe que puede vengar la venganza. Sabe muy bien que está en sus manos desbaratar el mejor gol de todos los tiempos. Necesita hacerlo, además, para volver a su país como un héroe.

Cree que Terry Butcher puede llegar a tiempo con la patada final. «Quizá sea córner», piensa. «Quizá pueda sacar el balón con la yema de los dedos».

[...]

Antes de tocar por última vez el balón con su pie izquierdo, a las trece horas, doce minutos y treinta segundos del mediodía mexicano, el jugador argentino ve que ha dejado atrás a Peter Shilton; ve que Jorge Valdano arrastra la marca de Terry Fenwick; ve que Peter Raid, Peter Beardsley y Glenn Hoddle han quedado en el camino; ve a Terry Butcher que se arroja a sus pies con los botines de punta; [...] ve nítidamente a su hermano el Turco que, con siete años, le echa en cara un error que cometió en Wembley en un jugada parecida, ve los labios sucios de dulce de leche de su hermano cuando dice:

«La próxima vez no le pegues cruzado, boludito, mejor amagále al arquero y seguí por la derecha».

Ve el rostro de su hermano con la luz de la cocina donde ocurrió la escena, ve la picardía con que lo miraba; ve, detrás del arco, un cartel que dice Seiko en letras blancas sobre fondo rojo; Al revés que todos los rivales y compañeros que ha dejado atrás, él puede respirar con su pierna izquierda, y también puede intuir el futuro mientras avanza con el balón en los pies.

Ve, antes de tiempo, que Shilton se arrojará a la derecha; ve la intención segadora de Terry Butcher a sus espaldas, se ve a él mismo, muchos años más tarde, con un nieto en los brazos, visitando la entrada del Estadio Azteca donde se levanta una estatua de bronce sin nombre: solo un jugador joven con el pecho inflado, un balón en los pies y una fecha grabada en la base: 22 de junio de 1986; ve una rave en Londres donde dos chicos de quince años escapan de una multitud que se burla; Ve Fiorito de día; ve Nápoles de tarde; ve Barcelona de noche.

[...]

Cierra los ojos. Se deja caer hacia adelante, con el cuerpo inclinado, y se hace silencio en todo el mundo.

Final

El gol que narra Hernán Casciari lo marcó uno de los jugadores más brillantes de la historia del fútbol, de los más populares, de los más admirados, de los de vida más agitada, en un campeonato del mundo y en unas condiciones históricas (pocos años después de la guerra de las Malvinas) que acentuaban la rivalidad de los contendientes. Sin duda estuvo investido de una enorme carga emocional que cualquiera puede calibrar. El relato de Casciari la expresa y nos permite a los lectores reconocerla y apreciarla en toda su profundidad. Pero, por lo demás, su valor no es particularmente excepcional. Muchos goles pueden tener una significación semejante para quienes los marcan, para quienes intervienen en la jugada, para los hinchas, para los espectadores[12]. Una vez inmersos en el juego, todos pueden participar en los movimientos y afanes de los protagonistas, de la misma manera que participamos en las historias que leemos, pues la lectura de un texto literario no consiste en captar pasivamente la información (que, como tal, por ser ficticia, no tiene ningún valor), sino en adentrarse en las acciones de los personajes para comprender sus motivaciones, sus objetivos, sus problemas, sus conflictos, sus relaciones que, en última instancia, son los de todos nosotros. Para ejecutar esta tarea, el lector ha de relacionar, de manera intuitiva, semiinconsciente, lo que el texto le ofrece con su experiencia y sus conocimientos[13], solo así puede obtener sentido de hechos puramente imaginarios. La participación que exige el fútbol es más intensa e imperiosa; por eso mismo, implica fuertes emociones cuya naturaleza y profundidad se tienden a percibir vagamente, pues es difícil conservar, al mismo tiempo, la distancia y la objetividad de la que hablamos al principio, pero no por eso dejan de ser complejas y de abarcar todas las facetas de la personalidad. Es por esto por lo que la literatura se interesa por el fútbol, porque puede objetivar los acontecimientos de manera que su densidad emocional se vuelva ostensible sin ser oprimente.

La literatura revela las sutiles y variadas implicaciones que encierran los acontecimientos futbolísticos, no solo por hacerlas patentes en los casos ficticios o ficcionalizados que recrea, sino porque, al involucrarnos en su desciframiento, nos invita a proyectarlos sobre otros acontecimientos de su misma naturaleza y, de esta manera, enriquece nuestras ulteriores experiencias relacionadas con el fútbol[14], sobre acontecimientos de cualquier otra índole, y así la literatura y el fútbol nos hacen conocer mejor otras muchas experiencias de la vida.

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Notas:

[1] Cfr. Galeano, E. (2010:36): “El desprecio de muchos intelectuales conservadores se funda en la certeza de que la idolatría de la pelota es la superstición que el pueblo merece. Poseída por el fútbol, la plebe piensa con los pies, que es lo suyo, y en ese goce subalterno se realiza. El instinto animal se impone a la razón humana, la ignorancia aplasta a la Cultura, y así la chusma tiene lo que quiere. En cambio, muchos intelectuales de izquierda descalifican al fútbol porque castra a las masas y desvía su energía revolucionaria. Pan y circo, circo sin pan: hipnotizados por la pelota, que ejerce una perversa fascinación, los obreros atrofian su conciencia y se dejan llevar como un rebaño por sus enemigos de clase”.

[2] La diversión suscita emociones para su disfrute, el arte las expresa para tomar conciencia y conocimiento de ellas (vid. Collingwood 1938: 80-83, 107-110).

[3] En el cuerpo del texto Bousoño (1970:152) habla de expresiones coloquiales hispanas que se apoyan en el mismo mecanismo: “Todos hemos escuchado en boca de españoles, siempre tocados de terribilidad sexual, esta frase alucinante: ‘Fulana está como un tren’. A un soldado le oí la siguiente pregunta retórica, dicha como “piropo”, al paso de una esbelta muchacha; ‘¿dónde vas camión?’. En ambos casos se trata de imágenes visionarias en estado puro”.

[4] Este es el sentido que tiene la conocida caracterización del texto literario como sistema de modelización secundario (Lotman, 1970: 32-34), secundario con respecto al lenguaje natural que, en lugar de ser utilizado según las reglas sintácticas y semánticas, es reelaborado de acuerdo con otros principios (el de la función poética, entre otros), e incluso quebrantando las reglas, para constituir nuevos signos de otra naturaleza.

[5] Aunque hemos centrado el estudio en los cuentos de la literatura Hispanoamérica escritos a partir de la final de Maracaná entre Brasil y Uruguay, no hay que olvidar que España también tuvo su “maracanazo” en el gol de Zarra que le dio la victoria sobre Inglaterra. Así lo glosa con ironía Manuel Vázquez Montalbán (1971): “Cuando Zarra e Igoa consiguieron marcar el gol casi juntos, Matías Prats gritó como hubiera gritado el adolescente grumete de la nave almirante de la invencible, si la invencible no hubiera sido diezmada por las tempestades y por la flota inglesa. Aquel ¡GOL! De Matías Prats es el punto de origen del CONTAMOS CONTIGO, del desarrollo del turismo, del triunfo de Massiel en Eurovisión, del trasvase del Tajo y del Segura, de las autopistas de peaje, del VII Plan de Desarrollo. Cuando los españoles oyeron aquel gol, la Historia Universal retrocedió cuatrocientos años. Felipe II frunció el entrecejo y dijo: ‘A ver si ahora.’”.

[6] “El Fútbol Nike no está pensado para armar equipos sino ídolos vendedores. Para quienes no saben ver fútbol, la chilena a la segunda bandeja es más fácil de mirar, de entender que un diez con la pelota en los pies y un siete que arrastra a la esquina derecha a sus dos marcadores para que pase el cuatro y reciba, en la puerta del área, el pase filtrado mientras el nueve llega, desde atrás, desmarcado, por la izquierda, listo para empujarla adentro”.

[7] La definición exacta de Huizinga es la siguiente (1939: 43-44): “Juego es toda acción u ocupación voluntaria que se ejerce dentro de ciertos límites preestablecidos en el tiempo y en el espacio y de acuerdo con unas reglas aceptadas libremente, pero que obligan a una estricta observancia; que encuentra su finalidad en sí misma y va acompañada de un sentimiento de tensión y alegría y de la conciencia de ser ‘algo distinto’ de la vida ‘normal’”.

[8] Entre nosotros, el cuento de Juan Bonilla titulado Blaugrana comienza con la siguiente frase: “El primer poema que me supe de memoria era la alineación de un equipo de fútbol: la del Barcelona que se proclamó campeón de liga en 1974”. Javier Marías, en su artículo “El estilo y los nombres”, subraya la potencia evocativa de algunos nombres propios que los faculta para presentar a la persona directamente, como si sus cualidades estuviesen contenidas ya en la palabra, de manera que cualquier aficionado al fútbol “sabe visualizar al instante, al mero conjuro del nombre, las facciones, la carrera y la planta de cualquier oscuro defensa o sacrificado medio al que haya visto pisar un campo unas cuántas veces. El nombre trae la imagen como un fogonazo, o la imagen el nombre, algunos de estos tan azarosamente admirables que cualquier novelista habría pagado por inventarlos para sus personajes: Grifa, Gensana, Marcaida, Kopa, Lesmes, Xirau, Molowny, Bettega, Glaría, Vierchowod, Rial o Strachan”.

[9] Entrevista en Página 12, Domingo, 13 de abril de 2003, http://www.pagina12.com.ar/diario/deportes/8-18782-2003-04-13.html [31/1/2015].

[10] La proyección de los términos futbolísticos a otros ámbitos de la vida es menor lógicamente, sin embargo en el habla cotidiana se han impuesto expresiones como ‘colgar las botas’, ‘pillar a uno en fuera de juego’, ‘sudar la camiseta’, ‘jugar en primera’, ‘jugar en campo contrario’, ‘mover el banquillo’, ‘pelotazo’.. Un amplio rastreo de metáforas de este tipo puede verse en GARCÍA MOLINA, Emilio Tomás (2002: 23-64).

[11] Cfr. Por ejemplo la definición de novela de Gonzalo Sobejano (1983: 90): “obra literaria en prosa, de necesaria extensión, que mediante la narración, la descripción y la interlocución desarrolla una historia formalmente fingida a través de la cual se expone a la conciencia del lector todo un mundo en la complejidad de sus relaciones individuo-sociedad desde una actitud crítica orientada a mostrar los valores de esas relaciones en busca del sentido de la realidad”.

[12] Así lo demuestra, de forma negativa, la abundancia de incidentes, con frecuencia graves, en los partidos de fútbol infantil, cuando la implicación personal, la pasión y el interés impiden toda suerte de objetividad y hacen olvidar la condición lúdica de la actividad.

[13] John Dewey (1934: 208) expresa de manera sintética el funcionamiento de este mecanismo: “El fin de una obra de arte se mide por el número y variedad de elementos que vienen de las experiencias pasadas orgánicamente absorbidos en la percepción aquí y ahora. Le dan su cuerpo y su capacidad de sugestión. Vienen a menudo de fuentes muy oscuras para ser identificadas de algún modo consciente en la memoria y, en consecuencia, crean el aura y la penumbra en que se mueve la obra de arte”. Las disciplinas cognitivas dan una explicación científica estudiando el funcionamiento del cerebro y sus lesiones (vid. por ejemplo Ramachadra, 1998: 165-172).

[14]  “En parte pude sentir lo mismo que Ghiggia en el Maracanazo, al silenciar a todo un estadio”, declaró Godín al finalizar el partido contra el Barcelona después de marcar el gol que dio el título de liga a su equipo en el Camp Nou. Pero Godín solo podía conocer lo que sintió Ghiggia, y por tanto lo que él mismo sintió, por las recreaciones literarias de aquella final del 50 o alguno de sus numerosos ecos.

[15]  A continuación del nombre del autor figura el año en que se publicó la obra por primera vez; omitimos el dato cuando no tenemos constancia de la primera aparición pública.

Uruguay v Brazil - The Final - 1950 FIFA World Cup Brazil™

6 abr. 2018

Brazil built the planet's biggest football stadium as a breathtaking stage for the 1950 finals but their hopes of consecrating the cavernous, three-tiered sporting cathedral of the Maracana with a first world title were shattered in one of the competition's great surprises. In a FIFA World Cup™ that concluded with a four-team mini-league, the hosts met Uruguay in a deciding fixture which proved a final in all but name. Needing only to draw, Brazil led through Friaca's 47th-minute strike before Uruguay turned the game on its head via goals from Juan Schiaffino and Alcides Ghiggia. A deathly hush descended on the Maracana as some 200,000 voices fell silent and Brazil's little neighbour to the south celebrated a second world crown.

 

Ensayo de Rafael Núñez Ramos
Castilla. Estudios de Literatura, 6 (2015): 159-188

Link del texto: https://revistas.uva.es/index.php/castilla/article/view/268/270

 

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