La boca
Emilio Nuñez Ferreiro

A veces, forcejeo con la memoria, procurando que   los recuerdos lleguen hasta mí. Otras, en cambio, vienen sin que los llame y se instalan. Cuando son gratos, trato de regodearme en ellos. Me dejo trasladar a ese lugar, a esa situación o a ese personaje que estaba y no estaba en mi memoria. De pronto, cuando logran que de mi rostro aflore una sonrisa, y que al mismo tiempo, mi espíritu vuelva a sentir lo mismo que aquella vez, tal como llegaron, pretenden desaparecer. Entonces, es cuando me afano en demorarlos, pero la afinidad que tienen con las veletas es irremediable: van y vienen, de un punto cardinal de la memoria a otro y no puedo detenerlos. Pero lo que más me asombra, son los detalles de los recuerdos; cosas sin aparente importancia, sin sustento, quizás, pero que al fin de cuentas, llegan a uno como la secuela, como los resabios que, a poco, se conjugan con el todo.

Lo que quiero contar es puntual y se refiere a cuando, después de tantos años de vivir en Buenos Aires, nunca se nos había ocurrido ir a visitar la tan mentada "República de la Boca". Pero no sé por qué, evoco con tanta nitidez las facturas y el mate que fuimos degustando en la camioneta recién comprada en ese año de 1964, y en la que nos dirigíamos hacia allí. En cambio, y he aquí lo contradictorio; por más que me esfuerce, no puedo dilucidar si la pick-up era la amarilla o la azul.

Recuerdo que, si bien, era en invierno, el sol dulcificaba el día hasta hacerlo agradable. A tal punto que tío Enrique (me parece aún verlo, riendo siempre a carcajadas) iba en mangas de camisa. Cosa rara en él, pues hasta en pleno verano usaba camiseta de frisa y camisa de mangas largas con el cuello abotonado.

Tengo una sensación ambigua; por un lado, lucho contra esas nimiedades, pues no quiero apartarme del carozo de la narración. Y por otro, me dejo llevar, pues pese a que ellas me desvían, después de todo, son los que conforman la historia. Aunque no tanto como el desvío que tomó mi hermano, pues para llegar a La Boca, desde San Antonio de Padua, el viaje nos consumió dos horas.

Estoy casi seguro que éramos quince: tres en la cabina: mi hermano, mi cuñada y mamá;   y doce atrás. Sí, es innegable, pues nos acomodamos cinco de cada lado y mis primos, que eran dos niños, iban sentados en el piso, sobre unos almohadones, de espaldas a la cabina.

Tío Enrique, como siempre, iba cantando obscenas canciones gallegas; tío Manolo, vedado de toda gracia, intentaba acompañarlo con su voz de trueno; y papá, como de costumbre, festejaba todo con una amplia sonrisa, pero no modulaba una palabra. Yo, feliz, dejaba que ese momento me hiciera reír como hace mucho no río.

Las mujeres: una, cebaba mate, y no con pocas dificultades, pues en aquel tiempo, la avenida por la que avanzábamos era empedrada. Otra de las mujeres, parecía haberse obstinado en dar buena cuenta de las cuatro docenas de facturas que habíamos comprado y, en cuanto veía que alguien acababa con una, ya lo empapuzaba con   otra. Las demás, conversaban lo mismo de todos los días; menos tía Carmen, que lidiaba con los hijos para que no se incorporaran de los almohadones, temerosa de que se cayeran.

Al fin, llegamos a La Boca. Nos adentramos por unas calles encajonadas a causa de las altas veredas. Dejamos atrás una incomprensible serie de lúgubres conventillos y casas que disimulaban su decrepitud con estridentes colores. La famosa "Bombonera", impresionó más a los simpatizantes de ese Club que a los que no lo éramos.  

Pepe, estacionó la camioneta a un par de metros del riachuelo, justo enfrente de una Escuela y paralelo a unas vías de tranvía que ya   manifestaban el escarnio de una supuesta modernización. Enseguida bajamos todos. Para lograr que los 120 Kilos de tía Josefa lo hicieran, no fue tarea fácil. Y en este momento, evoco a tío Enrique quitándose el pañuelo del bolsillo y con un aristocrático ademán, extenderlo a modo de alfombra sobre el cajón que servía de escalón y el rostro sanguinolento de la esposa, diciéndole que no se hiciera el cómico y en ese instante, el cajón cediendo y la obesidad de la tía, desplazándose hasta ser retenida entre las risas de tío Manolo y Pepe y las contagiosas carcajadas de tío Enrique, que de sólo recordarlas, me obligan a sonreír.  

Manolito, lo primero que hizo, fue quitarse la remera con el firme propósito de bañarse en esas aguas y el padre lo convenció de que no lo hiciera; primero con una amenaza; y luego, con un revés a contrapelo. Cuando paró de llorar, ya nos habíamos internado en la callejuela de "Caminito". Entre la singular galería de personajes que ahí se encontraba, había uno de enormes bigotes que hacía retratos con carbonilla. Y ahora recuerdo que mamá, dijo que le gustaría que le hicieran uno y, en ese instante, creo que papá, ni siquiera habló: en tanto que torció la boca, la miró de soslayo e hizo una mueca, como burlándose, que la persuadió de seguir andando y a tío Enrique de soltar una nueva risotada.

Luego, fuimos hasta el Colegio que estaba enfrente a la camioneta        estacionada. Por los gestos y por el tiempo que se tomaba en contemplar las pinturas, no tuve dudas que a mi padre, las obras de Quinquela Martín, lo maravillaron tanto como a mí.

Otra vez, los recuerdos hacen que me detenga en cosas que ya no sé si son o no intrascendentes. Ahora me llega la imagen de un canasto sobre una bicicleta verde (no sé por qué estoy tan seguro del color). Montado en esta, un hombre de chaqueta y gorro impecablemente blancos. Al lado, mis primitos, acosando a la madre que decía no tener dinero. Y mi padre, comprándole al churrero dos docenas de calientes y azucarados churros.

Ahora, el momento es claro y nítido. Mi padre está parado en el límite del empedrado, con las manos en los bolsillos, sonajeando las monedas. Está de espaldas al mástil de la Vuelta de Rocha, mirando hacia el riachuelo de aguas pestilentes. El hedor que emana de éste, lo obliga a arrugar la cara y las fosas nasales parecen agrandárseles. Una barcaza arenera avanza lentamente, y la sombra que proyecta, impide que el sol rojo, que agoniza, tiña de carmín la superficie acuática que abarca. Más atrás, se observan los esqueletos de dos barcos semihundidos, asomándose apenas lo suficiente como para pedir un poco de clemencia. Algo más cerca de nosotros, un anciano, mientras rema con inusitada energía un bote, me regala una sonrisa desdentada. Me acerco a papá. No quiero distraer su abstracción, pero tengo la necesidad imperiosa de saber si le gustó el paseo; entonces, como al descuido, le pregunto:

- ¿Y, viejo, te gustó La Boca?.

- ¿Así que esto es La Boca?.- me dice.

- Sí, claro.- respondo.

Y enarcando una ceja, manifiesta lo que nunca olvidaré:

- ¡Pues cómo será el culo!.

Emilio Nuñez Ferreiro

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